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dos notas sobre colombia


1 - COLOMBIA SE ENFRENTA AL LAVADO DE DINERO
2 - BOGOTÁ, DESTINO DE REFUGIADOS DEL CAMPO

Bogotá, Colombia. El gobierno colombiano redobló sus esfuerzos para atacar el lavado de activos, tras señalar que mensualmente son reportadas cerca de 800 operaciones sospechosas en el país, de las cuales entre 100 y 200 terminan en investigaciones.
Alberto Lozano, funcionario del Ministerio de Hacienda, precisó que "el delito sigue en expansión" y destacó que los lavadores, entre quienes se encuentran contrabandistas, narcotraficantes y terroristas, "están utilizando a personas inocentes para ingresar como legales grandes cantidades de dinero desde el exterior".
Aunque Lozano, director de la Unidad de Información y Análisis Financiero del Ministerio, no precisó el monto de las operaciones delictivas por lavado, la Fiscalía General colombiana indicó que a mayo pasado la unidad encargada tenía 485 procesos por una cuantía de 1.738 millones de pesos (650 mil dólares).
El funcionario llamó a la ciudadanía para que se abstenga de facilitar sus nombres, cuentas o documentos para la consignación de recursos, cuya procedencia legal no esté absolutamente comprobada, o para comprar o vender bienes a nombre de terceros, una de las 10 modalidades más utilizadas por los delincuentes para hacer operaciones ilícitas.
Explicó que los delincuentes están girando recursos del exterior, cuyos montos están por debajo de los topes de control para evitar sospechas, a través de personas que prestan su nombre, conocidas como 'pitufos'.
"Estas pueden integrar grupos de hasta 200 individuos que reciben unos 40 giros al año por persona, por un máximo de un millón de pesos (375 dólares) cada uno", agregó.
También alertó sobre las compras de dólares a bajo precio para venderlos a mayor costo, el ingreso de divisas a nombre de personas que luego las transfieren a otras o a otro país, y las exportaciones ficticias de servicios.
Asimismo destacó las ventas ficticias de bienes, la ejecución de operaciones de inversión extranjera ficticia en empresas locales con dificultades económicas, y la sustitución de deudas utilizando dineros ilícitos.
Lozano reveló que a finales de 2004 llegarán a Colombia representantes del Grupo de Acción Financiera Internacional de Suramérica (Gafisur) y del Fondo Monetario Internacional para evaluar las acciones adoptadas por el gobierno para contrarrestar el ilícito.
Para Alfonso Garzón, presidente de la privada Asociación Cambiaria (Asocambiaria) que agremia a las operadores cambiarios, la notificación del gobierno es buena porque informa a la ciudadanía sobre el delito en el que incurre si se presta para esas modalidades de lavado.
Pero destacó que con el reporte, el gobierno alertó a los delincuentes, advirtiéndoles: "Ya sabemos a través de qué están lavando y cómo lo están haciendo".
El dirigente gremial explicó que la información es importante porque se reconoce que a través de algunas remesas que envían los colombianos radicados en el exterior, se están generando operaciones de lavado, y de esa manera es posible blindar mejor ese tipo de actividades para evitar que sean utilizadas por delincuentes.
Según cifras oficiales, el año pasado ingresaron al país por concepto de remesas unos 3 mil millones de dólares y este año se prevé que lleguen 3,500 millones.

9 de septiembre de 2004
©univision

BOGOTÁ, DESTINO DE REFUGIADOS DEL CAMPO

La guerra que vive Colombia genera importantes flujos de migración hacia las principales ciudades del país. Más de un centenar de personas llegan diariamente a Bogotá para poner a salvo sus vidas. En sus pueblos recibieron amenazas de grupos armados y tuvieron que exiliarse; en la ciudad se hacinan en los cinturones de miseria y confían su vida a la misericordia de la gente. El Estado admite sus flaquezas para atender a los dos millones de desplazados que tiene la República.
Bogotá, Colombia. "Bogotá es muy bueno, nosotros llegamos a esta ciudad sin nada en los bolsillos y siempre hay alguien que nos regala una frutica. Desde que estamos aquí, no falta nunca alguna persona que nos ofrezca los vestidos. Yo ya no me acuerdo de cómo me sentía cuando me ponía la ropita que yo misma me compraba...", dice Araceli Garzón.
Hace tres años, ella vio arder la casa donde vivía con su familia en el municipio de Río Blanco (departamento del Tolima). Tenía 50 años y toda una vida dedicada a la agricultura. Tuvo que huir. Ahora vive en Ciudad Bolívar, una de las localidades más pobres de la capital colombiana, y confía su suerte a la misericordia de la gente.
"En Bogotá hay harto trabajo porque es la capital del país. Aquí la gente es muy buena y muy amable. A mí siempre me han auxiliado con comida o de cualquier otra forma. Le colaboran a uno mucho. Además, siempre pueden llegar ayuditas de la Cruz Roja o de la Red de Solidaridad del Gobierno", opina Daniel Roa.
Él llegó a la ciudad hace tres meses, cuando la violencia lo exilió de su pueblo, también en el Tolima. Tiene cinco años de experiencia laboral como vigilante de seguridad, ha mandado ya dos hojas de vida a sendas empresas de la capital y todavía no obtenido respuesta. Está desempleado, pero convencido de que pronto conseguirá algún contrato.
La caridad de los bogotanos, unas expectativas laborales excesivamente buenas para una ciudad con un 16,9 por ciento de desempleo y las ayudas que ofrecen distintas organizaciones humanitarias, ya sean ONGs o entes estatales, son, junto con la imperiosa necesidad de huir de la violencia, las principales razones que atraen esta gente a Bogotá.
Según estimaciones del Gobierno, son más de cien las personas que llegan diariamente a la capital de la República para poner a salvo sus vidas. La mitad de esta gente se instala en los cinturones de miseria de la ciudad, en los barrios denominados ‘ilegales', donde no llega el registro del catastro, ni mucho menos el suministro diario de agua.
Allí, según datos oficiales, el 83,5 por ciento de las familias no tiene acceso al sistema de seguridad social en salud, sólo el 26,8 por ciento tiene acceso al sistema educativo, el 64,4 por ciento de los jefes de hogar están desempleados, la comida escasea y las ayudas, en las que alguna vez habían confiado, les llegan en cuenta gotas.
El desplazamiento forzado hacia Bogotá y las otras grandes ciudades del país comenzó a utilizarse como estrategia de guerra en Colombia en la década de los 80. El fenómeno creció significativamente entre 1995 y 1999 y se disparó de forma alarmante entre el 2000 y el 2002, cuando recibió por primera vez la calificación de crisis humanitaria.
La mayoría de las personas que llegan a las grandes ciudades bajo la condición de desplazados por la violencia son gente iletrada, con una educación y un sistema de valores propios del entorno rural del país y con una experiencia laboral únicamente conformada por actividades relacionadas con la pesca o con la agricultura.
Su adaptación al estilo de vida de ciudades como Bogotá, que actualmente tiene más de siete millones de habitantes, es traumática en muchos casos: la indigencia, la prostitución, la inseguridad que hay en las calles, el individualismo y la desconfianza que existe entre la gente de la gran metrópolis les impactan profundamente.
Incluso el Transmilenio, una red de autobuses articulados que transitan a 50 kilómetros por hora por unas rutas especiales en las principales avenidas bogotanas, es un problema para ellos. Segundo Ibarra, un campesino del municipio de Isnos (departamento del Huila), de 41 años, perdió un empleo por complicaciones con este medio de transporte:
"Salí del barrio de Molinos (sur de la ciudad) para llegar a una entrevista en la calle 80. Cogí un Transmilenio y sin quererlo llegué hasta el Portal Norte (en el otro extremo de Bogotá). Allí quise devolverme hacia el lugar de mi destino, pero aparecí de nuevo en la puerta de mi casa. Cuando llegué, me dijeron que el trabajo ya estaba dado".
Otros, como John Jairo Sánchez, un joven oriundo del departamento del Cauca, cuenta historias peores: "A mi casi me arrolla. Iba con mi familia cuando vi que un bus venía hacia mí. Me quedé paralizado y nos salvamos de milagro. Un guía de tránsito nos dijo que debíamos utilizar los semáforos. Nosotros casi nunca los habíamos usado antes".
Los problemas de adaptación a la ciudad son mayores para las personas que tienen que renunciar a sus tradiciones ancestrales por culpa del desplazamiento. Para José Enrique Güetío, un indígena de la comunidad del Alto Naya (departamento del Cauca), la indigencia y la maldad son las dos características que más le impactaron cuando llegó:
"La indigencia me dio mucho que pensar –dice Güetío-. Uno a veces piensa que los mendigos no se valoran a ellos mismos. En el campo, si uno anda con este aspecto es porque tiene algún problema natural (porque nace con trastornos síquicos, parece que da a entender), pero allí las drogas no destruyen a la gente".
La maldad que denuncia el indígena se manifiesta, según su criterio, en la exagerada presencia de sexo y de ladrones por las calles. "Todo el mundo es libre de vivir como quiera –sostiene-, pero yo no le encuentro ningún sentido a la cantidad de prostitutas y de homosexuales que uno ve por allí. Tampoco entiendo porqué se dan tantos robos".
En 1997, el entonces presidente del país, Ernesto Samper, dio el visto bueno a la ley 387 que confiere al Estado colombiano, con el apoyo de la comunidad internacional, la responsabilidad de diseñar políticas para prevenir las migraciones forzadas, satisfacer las necesidades básicas de los desplazados y facilitar su estabilización socioeconómica.
Tres años más tarde, cuando el problema del desplazamiento ya era crítico, el Gobierno reglamentó la ley anterior y confirió a la Red de Solidaridad Social la tarea de coordinar los programas de ayudas públicas para esta población. Actualmente, el Estado tiene puntos de atención en veinte ciudades de toda Colombia.
Según la normativa vigente, las personas que están incluidas en el Registro Único de Desplazados tienen derecho a recibir ayudas para la creación de empresas; además de apoyo económico para su alojamiento, aseo, alimentación, compra de utensilios de cocina y transporte, entre otras, durante los tres primeros meses después del destierro.
Un estudio reciente revela que la mayoría de los colombianos que constan en el Registro de la Red -un poco más de un millón de personas, apenas la mitad de los dos millones de desplazados reales que hay en el país- ha recibido atención de emergencia por parte del Estado, pero muy pocos han obtenido ningún tipo de ayuda para su reestabilización.
"El Gobierno nos engaña –dice Enrique Olaya, periodista y sociólogo del municipio de Samaná (departamento de Caldas), quien llegó a Bogotá el año pasado, desterrado por la violencia-. Yo he podido crear una microempresa de producción de café, pero ha sido con mi esfuerzo. Las ayudas llegan, pero tarde, cuando uno ya ha aguantado hambre".
No muy lejos de donde vive Enrique, en Ciudad Bolívar, en el sur de la ciudad, hay otras personas que comparten su descontento. Ana Silvia Arévalo, por ejemplo, es una señora de 37 años, natural de Paime (departamento de Cundinamarca) que lleva un año en el Registro del Gobierno y todavía no ha recibido ninguna de las ayudas prometidas.
El director de la Red de Solidaridad, Luis Alfonso Hoyos, admite que el Gobierno se vio desbordado por la situación crítica que vivió el desplazamiento entre los años 2000 y 2002, cuando "los instrumentos de asistencia del Estado todavía eran insuficientes", pero sostiene que actualmente ya se dan avances importantes para afrontar la situación.
La presencia cada vez mayor de la Policía y del Ejército en el territorio colombiano, uno de los objetivos básicos de la política de Seguridad Democrática que impulsa el presidente Álvaro Uribe, junto con otras estrategias de carácter social, permiten comenzar a hablar, según Hoyos, de una reducción real de los flujos de desplazamiento.
Al mismo tiempo que las ayudas estatales se muestran menos fluidas de lo que muchos esperaban, algunos descubren que la gente tampoco es tan caritativa como imaginaban: "Fui a pedir una monedita y me tiraron la puerta en la cara", dice Floridiano Chiqui, un labriego de Puerto Gaitán (departamento del Meta), recientemente llegado a Bogotá.
Otros, como Antonio Cediel, un panadero del municipio de Florencia (departamento de Caquetá) admiten que están demasiado estigmatizados como gente de mal (entiéndase guerrilleros o paramilitares) para conseguir algún empleo: "Nadie le da trabajo a uno si dice que es desplazado –apunta- Y si lo logra, le pagan menos que un salario mínimo".
Nora Isabel Triviño, una mujer de 49 años natural de Río Blanco (departamento del Tolima) prepara una olla comunitaria para alimentar a doscientos desplazados en Ciudad Bolívar. "Hay días que pasamos blanqueados -dice la señora-, otras veces preparo sólo una agua panela. A veces, si hay donaciones, un caldito con papita".
Roberto Camacho, un hombre de 45 años que tuvo dos casas en el municipio de Playa de Oro (departamento de Chocó) invierte 750.000 pesos (unos 265 USD) y cuatro días en la construcción de su casita de latones en una ladera de Altos de Cazucá, una zona marginal entre Bogotá y el municipio vecino de Soacha. "Toca resignarse", dice.
Mientras tanto, desde su oficina cercana a la residencia presidencial del Palacio de Nariño, Luis Alfonso Hoyos admite que la "Red de Solidaridad no tiene ninguna posibilidad de lograr que en los próximos cinco años todos los desplazados participen en los programas de educación, salud y apoyo al ingreso que ofrece el Estado".
En un país con cuarenta y cuatro millones de habitantes, donde más de veintisiete millones viven en la pobreza, las necesidades que ahora soportan los desplazados parecen sumarse a las que aguantan en silencio los ‘pobres históricos'de la nación. Una situación que, según la tesis oficial, justifica las flaquezas de la atención del Estado.

9 de septiembre de 2004
©univision

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