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tortura por encargo


El presidente Bush declaró en su discurso sobre el Estado de la Unión: "La tortura no es nunca aceptable, ni entregamos gente a países que torturan". Considerando lo que salido a luz desde entonces, la conclusión más caritativa es que Bush está completamente despistado.
En las últimas semanas, funcionarios de la pasada y presente administración han confirmado que desde septiembre de 2001 la Agencia Central de Inteligencia CIA ha entregado entre 100 y 150 sospechosos de terrorismo a países donde los elegantes argumentos sobre la ley y los derechos humanos no impide que a los prisioneros se golpee, drogue o aísle por largos períodos.
Antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la CIA ocasionalmente incurría en esta práctica indefendible conocida como "entrega extraordinaria". Pero después, Bush dio a la agencia mayores atribuciones para exportar a prisioneros en casos relacionados con terrorismo, que no habían sido juzgados o incluso acusados de algún delito. A pesar de su declaración en el discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente aparentemente no ha revocado esas atribuciones.
La ley norteamericana y convenciones internacionales prohíben enviar a prisioneros a otro país a menos que haya serias garantías de que será tratado humanamente. La CIA dice, con cara de palo, que solicita esas garantías antes de entregar a los sospechosos a guardias en Egipto, Siria, Arabia Saudí, Jordania y Pakistán -países que tienen antecedentes en derechos humanos tan abismales que las promesas de un tratamiento decente son un chiste.
Bush ha argumentado que se necesitan nuevas y más duras reglas de combate para luchar contra los terroristas apátridas. Pero dejando la moralidad de lado, ¿qué datos de valor han obtenido funcionarios norteamericanos de los sospechosos que han sido despachados hacia mazmorras modernas? Un caso a propósito: En 2002, agentes federales detuvieron a Maher Arar, un ingeniero canadiense nacido en Siria, en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York porque su nombre aparecía en una lista de vigilancia terrorista. Aunque Arar insistió en que no era un terrorista, Estados Unidos lo entregó a interrogadores sirios. Tras meses de pasar en un cuarto sin ventanas y de ser golpeado regularmente con gruesos cables eléctricos, dijo, confesó a todo lo que ellos querían para terminar con el tormento. Un año más tarde, Arar fue dejado en libertad sin cargos.
Este barbarismo explica por qué los jueces norteamericanos se han negado a condonar la detención indefinida de sospechosos de terrorismo. Sin embargo, los militares todavía detienen a unos 500 extranjeros en la base norteamericana de Bahía Guantánamo, en Cuba. La mayoría de ellos no han sido acusados formalmente y no tienen abogados, a menudo después de años de detención.
Dos ciudadanos norteamericanos han sido mantenidos en calabozos militares. La evidencia contra Yaser Esam Hamdi, nacido en Estados Unidos, era tan endeble que el año pasado los agentes federales lo enviaron a su familia en Arabia Saudí antes que presentar su caso ante un tribunal. La semana pasada, un juez federal ordenó al gobierno acusar formalmente al segundo, José Padilla, o dejarlo en libertad dentro de 45 días. Abogados del gobierno dicen que los interrogatorios proporcionaron un montón de datos sobre las actividades de Padilla, incluyendo sus relaciones con los cabecillas de Al Qaeda y sus planes para hacer volar rascacielos. El fiscal general Alberto R. Gonzales dijo esta semana que todavía podrían acusarlo. Pero debido a que las revelaciones de Padilla ocurrieron cuando estaba bajo custodia militar, sin acceso a un abogado, es dudoso que sus declaraciones sean admitidas por un tribunal.
Estos son sólo los problemas prácticos. El problema más acuciante con la guerra de Bush contra el terrorismo sigue siendo moral: Un país que se considera a sí mismo un faro de la libertad, pero es incapaz de practicar el respeto por la ley y los derechos humanos que predica ardientemente a otros.

11 de marzo de 2005
©los angeles times
©traducción mQh

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