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ricos y pobres en el cine


[Charles McGrath] La ficción tiene una larga historia de fijación en la brecha social.
En la televisión y en las películas, e incluso en páginas de novelas, la gente tiende a vivir en el País del Nunca Jamás americano, homogéneo y sin clases. Este lugar es una actualización, aunque no tan drástica, del viejo vecindario donde vivían Beaver, Ozzie y Harriet, y Donna Reed; es una de esas manzanas de edificios yupificados donde tenían sus apartamentos los amigos de ‘Friends' y la banda de ‘Seinfeld', o en la versión actual más elegante, es parte del mismo viejo suburbio que One Tree Hill y Wisteria Lane -esos suburbios pintados con vaporizador donde mata el tiempo la gente divina y donde la jerarquía del sexo y la pinta ha remplazado la vieja jerarquía del trabajo y el dinero.
Este es un progreso particular, que es también represión, ya que implica que la cultura popular ha logrado en gran medida ocultar algo que estaba a la vista de todos. En los viejos días, cuando estábamos más preocupados por la clase social, éramos también más honestos.
Hay un secreto a-americano en el corazón de la cultura americana: durante un largo tiempo, estuvo preocupada con la clase. Esa preocupación ha disminuido algo -o ha sido sublimada- en los últimos años a medida que nos hemos incorporado a la versión para todo uso para el mercado de masas del sueño americano, pero no ha desaparecido completamente. El tema es un poco como el pariente bueno-para-nada; es a veces un vergonzoso recordatorio, a veces reconocido abiertamente, pero siempre, incluso, o especialmente, cuando no se menciona nunca.
Esto fue particularmente así en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando no se podía ir a ver una película o llegar demasiado lejos en una novela sin ser recordados que la nuestra era una sociedad donde algunos estaban mucho mejor que otros, y donde la división de clase -especialmente la brecha que separa la media de la alta- era un hecho ineludible de la vida. El deseo de achicar la brecha es evocado más persistente y románticamente, por supuesto, en Fitzgerald, en personajes como el viejo Jay Gatz, de Nowhere, Dakota del Norte, mirando al otro lado de Long Island Sound esa distante luz verde, y todos esos soñadores haciendo la cola de los solteros en el club de campo, esperando ser vistos por las chicas ricas.
Pero también hay una versión más sombría, la que aparece en ‘Una tragedia americana', 1925, de Dreiser, por ejemplo, donde la envidia de clase -el deseo de vivir como su rico tío magnate -lleva a Clyde Griffiths a su desesperadamente proletaria novia, y donde la imposibilidad de transcender su destino lo conduce inexorablemente a la silla eléctrica. (En el elegante barrio Lycurgus, en Nueva York, donde ocurre la historia, Dreiser nos recuerda que la "línea de separación y estratificación entre ricos y pobres... era tan marcada como si se hubiera cortado con un cuchillo o separada por una alta muralla").
Algunas novelas usan la ansiedad de clase para evocar no el sueño de mejoramiento, sino de la gran pesadilla americana: el temor a despertar un día y encontrarse en el fondo. Este temor encuentra una seria y moralizadora expresión en libros tempranos como la novela ‘The Little Ragged Ten Thousand, or, Scenes of Actual Life Among the Lowly in New York', 1853, de P.H. Skinner, cuyo título lo dice casi todo. Con el cambio de siglo, sin embargo, en trabajos como ‘Maggie, una chica de la calle', de Stephen Crane, y ‘McTeague', de Frank Norris, sobre un dentista de San Francisco que, desenmascarado como un impostor, se hunde en una vida de crimen y degradación, el tratamiento se había convertido en macabro e impávido.
Estos libros tenían la intención franca de choquear a sus lectores de clase media -asustarlos en serio-, aunque se aprovechan de sus simpatías. Sugirieron que lo peor que le podía pasar posiblemente a un americano era caer de su percha en la jerarquía social, como le ocurre al pobre Hurstwood, en ‘Nuestra hermana Carrie', de Dreiser. En su enamorada persecución de Carrie (la que entretanto usa su belleza y encanto para ascender de su pensión de Chicago a las brillantes luces de Broadway), pierde todo y se derrumba desde los días de prosperidad como dueño de un restaurante a romper una huelga para trabajar como conductor de trole.
Sin embargo, en el gran florecimiento artístico de la novela americana al final del siglo pasado los pobres están notoriamente ausentes en obras de escritores como Henry James, William Dean Howells y Edith Wharton, que estaban casi exclusivamente preocupados de los ricos o de las ambiciosas clases medias: sus matrimonios, sus casas, su dinero y sus cosas. No es accidental que estas novelas coincidieran con la Edad Dorada americana, la era de las fortunas rápidas y el gasto conspicuo de después de la Guerra Civil.
De cierta medida, James, Wharton y los demás estaban simplemente escribiendo sobre el mundo que veían a su alrededor, aunque en James hay a veces un dejo de esnobismo estético, la idea de que la literatura refinada requería un tema refinado. (En ‘Los embajadores', por ejemplo, explica que los Newsomes hicieron su fortuna en la manufactura, pero no se puede obligar a ser tan vulgar como para decirnos qué era lo que hacían exactamente). Por otro lado, en Wharton y Howells, hay un frecuente dejo de sátira, y a veces uno con estruendos sísmicos.
Los vivaces personajes de Wharton no son los aristócratas, los hijos e hijas de las grandes familias de Nueva York, que eran todos un poco fríos y sexualmente deficientes, sino gente como Lily Bart, cuyo estilo de vida supera su chequera y termina con una caída a pique. Y luego están los arribistas y los nouveaus, gente como Undine Spragg, en ‘La costumbre del país', que llega a Nueva York desde la provincial Apex City, Kansas, determinada a surgir en la sociedad a la manera tradicional -casándose, lo que hace no una sino tres veces, si contamos el matrimonio que se suponía que era un secreto. Uno de los mensajes de la novela es que en Estados Unidos el dinero nuevo adquiere muy rápidamente, en una generación o menos, la pátina de la antigüedad; otro es que la estructura de clase está necesariamente apuntalada por el engaño y la doble moral.
Pero para una generación de escritores después de Wharton esa estructura -la vida y mores de los ricos, los bien nacidos y los escaladores- demostró ser infinitamente divertida. Las historias sobre hombres y mujeres jóvenes todavía, y gente más vieja, tratando ansiosamente de subir de posición, atestan todo un librero de la literatura estadounidense.
John O'Hara, por ejemplo, que hizo toda una carrera haciendo la crónica de las clases altas y medias altas de antes de la Primera Guerra Mundial hasta después de la Segunda, y que observó más astutamente que nadie las pequeñas señas que indicaban precisamente dónde estaba quién en la escala social: los clubes y las fraternidades, loa zapatos, las colleras. J.P. Marquand recorría más o menos el mismo territorio y, como O'Hara, tuvo un popular y crítico éxito. De vez en cuando un libro picante sobre la vida de las clases bajas -‘Tobacco Road', por ejemplo- cautivaría la atención del público, pero durante un período sorprendentemente largo la literatura culta de Estados Unidos giró sobre la vida de la clase media alta.
¿Dónde estaba el atractivo? En parte era voyerismo. (No hizo mal a las ventas de O'Hara que viera como parte de su misión informarnos de que la gente de clase alta tenía activas vidas sexuales). Entonces la ficción tenía una especie de función documental; era uno de los lugares donde los americanos iban a aprender cómo vivían otros americanos. Con el tiempo, las novelas dejaron de ser tan informativas y, además, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la clase media en Estados Unidos creció en números e importancia, el mundo de la capa superior perdió algo de su glamour e importancia.
Todavía se escriben novelas sobre clases del viejo tipo: sobre querer y tratar de subir en la escala aprendiendo el código de la clase alta. ‘Prep', una de las primeras novelas de Curtis Sittenfeld, sobre una ambiciosa becaria que termina media loca, derritiéndose de resentimiento de clase, en una escuela que se parece mucho a Groton, se transformó hace poco en un éxito de ventas inesperado. Pero más a menudo la clase alta en retratada en estos días como una clase sitiada que está simplemente tratando de sobrevivir, como los miembros de esa familia de Nueva Inglaterra en la novela de 2003 de Nancy Clark, ‘The Hills at Home', todos fracasados de una u otra manera, que se han retirado a la finca ancestral, o como los abogados y hombres de negocios waspy de Louis Auchincloss, que se ven como los últimos representantes de una raza.
En otras partes del paisaje narrativo, varios escritores jóvenes -especialmente escritores de cuentos- están todavía trabajando en el resplandor de lo que en el pasado fue un tórrido romance literario con el mundo de los Wal-Marts y playas de casas-remolques, evocado tan vívidamente en los escritos de Raymond Carver, Bobbie Ann Mason y Frederick Barthelme, entre otros. Pero en gran medida en estos días las novelas ocurren en una América de clase media para todo uso en vecindarios que podrían ser de cualquier parte, y donde las cargas son más psíquicas que económicas, con gente demasiado ocupada con el cultivo de sus vacilantes relaciones como para prestar atención a mantenerse a la altura de los vecinos
Es un lugar donde todo el mundo está más o menos bien adaptado, pero donde, si miras bien, nadie se siente realmente cómodo. Nuestro último gran héroe de la clase media, alguien que realmente disfrutaba de sus vacaciones y su club de campo, fue Rabbit Angstrom, de John Updike, y murió prematuramente. Hoy sorprende encontrarse con escritores como Richard Russo, Russell Banks o Richard Price, con una anticuada visión casi dickensiana de la vida de los pobres y de las clases trabajadoras; parecen exploradores que han vuelto de algún país lejano.
Leer novelas es un pasatiempo de la clase media, lo que es otra razón por la que las novelas se han centrado a menudo en las clases medias y altas. La entretención de masas es otro asunto y cuando Hollywood cogió el tema de las clases, lo que hizo en los años treinta, hizo un ajuste crucial. Durante la Depresión, los estudios, que eran en general gestionados por inmigrantes judíos, se volvió hacia una serie de fantasías rígidas sobre la vida en la capa superior entre los paganos.
Esas películas eran esencialmente variaciones gemelas sobre un solo tema: sea que un joven rico se enamora de una trabajadora, como, digamos, en ‘Una chica afortunada', para no mencionar más que un ejemplo, o una heredera se enamora de un joven que tiene que trabajar para ganarse la vida (en varios casos es un periodista, que era la idea que tenía Hollywood de una profesión realmente indecente).
Joan Crawford transformó los roles de chica trabajadora en su especialidad en películas como ‘Así ama la mujer' y ‘Alma de bailarina' y también hizo de heredera en ‘Love on the Run' y ‘Yo vivo mi vida'. Pero el mejor ejemplo de este género es ‘Sucedió una noche', con Claudette Colbert y Clark Gable, que se hizo famoso por no usar camiseta.
‘Sucedió una noche' respondía implícitamente a la pregunta de qué obtiene a cambio una mujer de clase alta que se casa: más sexo. En otras versiones de la historia la persona de clase alta simplemente se derrite y humaniza con la más pobre, pero en todos los casos el intercambio es visto como justo y equitativo, con el personaje de clase baja dando tanto como lo que recibe. A diferencia de las novelas de clase, con sus ansiedades y sentimientos de brechas infranqueables, estas son historias de armonía e inclusión, y se sumaban a lo que fue un perdurable giro de la visión americana de la clase: la idea de que la riqueza y los privilegios son de algún modo condiciones lisiantes: si no hacen de ti un completo imbécil, te dejan tieso, tímido y emocionalmente vacío mientras no sean bendecido con un poco de la calidez y compasión de la clase baja.
La fórmula persistió hasta películas como ‘Historia de amor' y ‘Pretty Woman', aunque ahora no se usa que las películas, como las novelas, se ambienten en la América elegante y bien vestida donde los wasps sean una lastimosa especie en peligro de extinción. Como los cuñados de ‘Los padres de él' y ‘Mi gran boda griega', son todavía convencionales, pero ya no son ricos.
La televisión estuvo fascinada con la vida de la clase trabajadora, en programas como ‘The Honeymooners', ‘All in the Family', ‘Sanford and Son' y ‘Roseanne', pero últimamente ha volcado su atención en otros lugares. La única gente que trabaja en la televisión ahora son polis, doctores y abogados, y están demasiado ocupados como para llegar a casa. Un vestigio de la vieja curiosidad sobre cómo vive la otra gente se encuentra ahora en la llamada reality television, cuando Paris Hilton y Nicole Richie caen por tipos incultos en ‘The Simple Life', o cuando familias de clase media y alta cambian madres en ‘Intercambio de esposas' y viven una semana de choque cultural.
Pero la mayor parte de la reality television es una fantasía, basada en la vieja fórmula de juego: la idea de que puedes ser sacado de la vida corriente y ungida la nueva supermodelo, la nueva diva, el nuevo superviviente, el nuevo asistente de Donald Trump. Recibes una infusión instantánea de riqueza y eres simultáneamente investido de algo mucho más valioso: la celebridad, que se ha transformado en una especie de super clase en Estados Unidos, y una clase que transforma en irrelevantes las viejas categorías.
Las celebridades, de hecho, han heredado gran parte del glamour y sensualidad con que se rodeaba la aristocracia. Si Gatsby volviera hoy, volvería como Donald Trump, y no saldría con Daisy, sino con Britney. Y si Edith Wharton estuviera todavía escribiendo, ¿cómo podría dejar de lado a los deslumbrantes magnates del hip hop?
Pero si los márgenes se han movido, y si por ejemplo la fama ahora cuenta mucho más que la educación, lo que persiste es el gran tema americano del deseo, de querer siempre más, o ser diferente de lo que eras cuando naciste: el deseo no tanto de ascender en la escala de clases sino apenas ser un poco elegante. Si crees que las novelas de digamos Dickens o Thackeray, la gente que se siente en casa en Gran Bretaña son las que conocen su sitio, y en este país se ha dado rara vez el caso de que las barreras de clase sean lo suficientemente elusivas y permeables como para justificar tanto el temor de caer como el sueño del escape.

10 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh

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