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muerte en el desierto


[Richard Marosi] El desierto se traga a otra inmigrante, pero su padre estaba determinado a encontrar su cuerpo.
Arivaca, Arizona, Estados Unidos. Caminando pesadamente por una expansión recocida por el sol, llena de cactus y algarrobos, Cesáreo Domínguez miró al cielo y vio a ocho buitres volando en círculos.
Lleva 21 días ha caminando por el desierto de Arizona, buscando el cuerpo de su hija Lucrecia. Ella salió de su pueblo en las montañas de México central en junio. Guiada por una banda de contrabandistas, cruzó la frontera con su hijo Jesús, 15, y su hija Nora, 7.
Los niños sobrevivieron el viaje. Pero Lucrecia todavía estaba en el desierto, en algún lugar. Jesús le dijo a su abuelo que la habían dejado en la ribera de un riachuelo seco, exhausta e incoherente.
¿Pero dónde? ¿Cómo espera Domínguez encontrarla en esta inmensa desolación cubierta de densos bosques de algarrobos, gigantes árboles ocotillo y espinosos cactus cholla?
Arriba, los buitres vuelan hacia las peñascosas Montañas de Baboquivari. Trazando su ruta, Domínguez y un amigo, José Lerman, bajaron al lecho del río y caminaron unos metros cuando una potente fetidez los paró en seco. Arriba, extendidos en el lecho del manantial, había restos de esqueletos.
Los animales habían limpiado el cuerpo, esparciendo pedazos y restos de huesos en un radio de 6 metros
Las zapatillas con cordones rosados todavía amarraban los pies de la víctima. Una mujer, dijo Domínguez. Se estiró la camiseta para cubrirse la nariz y mirar más de cerca.
Domínguez, 56, miró los restos -su cuarto espeluznante hallazgo en una semana. "Mi hija tenía los pies grandes; esos zapatos son muy chicos", dijo Domínguez, que sólo habla español.
"No es mi hija".

Sentida Ausencia
Lucrecia, 35, era la hija mayor de Domínguez, la segunda de seis hijos. Era una mujer parlanchina, alegre, que le gustaba bailar rancheras, y se había casado a los 15 y empezado una familia.
Su marido, Jesús, se mudó a Forth Worth hace seis años para ganar dinero para la familia. Había girado lo suficiente como para construir una pequeña casa más abajo en la calle de los padres de Lucrecia en el pueblo de San Martín, en el norte de Zacatecas.
Muchos días, Domínguez, un obrero jubilado de las minas de cobre, vio pasar a Lucrecia frente a su casa, de la mano con su hija hacia la escuela. Era una buena madre, dijo, pero no era feliz.
Domínguez le ofreció trabajo en la tienda de alimentación que estaba gestionando por su hijo. Pero Lucrecia no había visto a su marido en dos años y estaba ansiosa de reunirse con la familia. Su marido, que estaba ilegalmente en Estados Unidos, había dejado de volver a Zacatecas por temor a que lo capturara la Patrulla Fronteriza norteamericana cuando volviera.
Domínguez advirtió a su hija que el viaje hacia el norte sería peligroso. Ella pesaba más de 90 kilos y se cansaba fácilmente. "Le dije que era demasiado pesada, que no aguantaría, pero ya había tomado la decisión", recordó Domínguez. "Era su decisión. Teníamos que respetarla".
Lucrecia arregló el viaje a través de un agente local de la organización de contrabando. La tarifa era de 1.600 dólares por Lucrecia y su hijo y 1.200 dólares por Nora. El marido de Lucrecia accedió a pagar cuando la familia llegara a Forth Worth.
El día que se marchó, el 14 de junio, los parientes de Lucrecia se reunieron en su casa. Después de las lágrimas y achuchones, ella y los niños subieron a un camión.
Los contrabandistas los condujeron a Altar, un punto de descanso a unos 1.200 kilómetros al norte. Se quedaron allá unas noches, y luego abordaron furgonetas para el viaje de 112 kilómetros por caminos de tierra hacia Sasabe, un polvoriento pueblo cerca de la frontera.
Lucrecia y sus hijos cruzaron Arizona al atardecer del 19 de junio, junto con otros 18 inmigrantes. Los tres contrabandistas que los acompañaban dieron a la familia latas de bonito y cuatro botellas de agua de tres litros para el viaje por el desierto, que dijeron que les tomaría un día.
Para evitar a las autoridades fronterizas, los contrabandistas internaron al grupo en los, por lo general, desolados tramos sureños del condado de Pima, que estaba sufriendo un período de 39 días de temperaturas de más de 38 grados Celsius.
En julio murieron 65 inmigrantes en el condado de Pima, casi el doble del récord mensual previo.
"Es el viaje de la muerte", dijo Allen Williams, un alguacil del condado de Pima que patrulla la región.El grupo se desplazaba de noche, caminando media hora y descansando otra media. La gente hizo turnos para cargar a Nora. Durante el día dormían debajo de árboles o de refugios improvisados hechos de hojas y ramas. Su ruta seguía paralela en general la cadena de las Montañas de Baboquivari al oeste.
Al tercer día, los contrabandistas dijeron a los inmigrantes que tendrían que caminar durante el día, a pesar del calor. Había coches esperándolos a algunos kilómetros en la Autopista 86. Desde ahí, serían transportados a Phoenix, luego a Las Vegas para el viaje a Tejas.
Pocos minutos después, Lucrecia se desplomó.
Jesús dijo más tarde que su madre estaba gravemente deshidratada e incoherente. La ayudó a tenderse en los bancos de un manantial seco y decidió quedarse con ella. Los contrabandistas continuaron, llevándose a Nora. Jesús dijo que podía oír los gritos de la niña: "¡Me quiero quedar con mi mamá! ¡No la dejen allí!"
Jesús estuvo al lado de su madre durante 19 horas. Armó una fogata para dar señales a los rescatadores. Pero nadie llegó y el agua se acabó pronto. Su madre había dejado de moverse. Él partió a por agua, dejándola con una toalla sobre la cabeza para protegerla del sol.
Pocos días después agentes de la Patrulla Fronteriza encontraron al niño en el desierto cerca de Arivaca, un pequeño pueblo a unos 20 kilómetros de la frontera. Fue enviado a Ciudad de México, donde unos funcionarios lo subieron a un bus con destino a Zacatecas. En cuanto a Nora, los contrabandistas la entregaron ilesa a su padre en Forth Worth.
Domínguez tuvo la primera intuición de la tragedia el 23 de junio. La mujer de la localidad que trabajaba con los contrabandistas le contó que Lucrecia se había enfermado durante el viaje y había sido llevada a un hospital. Domínguez subió al bus con dirección a la frontera.
Poco después, habló por teléfono con su nieto Jesús, que le dijo lo que realmente había pasado con Lucrecia.
Domínguez entró a Estados Unidos con un visado de turista, resuelto a encontrar sus restos y llevarlos a México. El desierto no se quedaría con su hija, como muchos otros.
"Cuando la encuentre, sé que no será más que un montón de huesos, pero la encontraré", dijo. "Quiero enterrar a mi hija en su país".

Búsqueda
Jesús dijo que había dejado a su madre en algún lugar entre las montañas de Baboquivari y la Autopista 86, un área de 210 kilómetros cuadrados. Era como buscar una aguja en un pajar.
Domínguez, un hombre chico y achaparrado con el pelo canoso y erizado, despertaba cada mañana antes del amanecer en un cuarto de un motel al sur de Tucson.
No tenía mapa, ni compás, ni sistema de posicionamiento global.
Pero tenía a José Lerma. Pintor de brocha gorda del pueblo natal de Domínguez, Lerma vivió en New Hampshire durante más de 10 años. Viajó a Tucson después de enterarse de las penurias de Domínguez a través de otros inmigrantes de San Martín.
Después de acumular agua embotellada y chips, los dos hombres conducían cada día unos 50 kilómetros por la Autopista 86 hacia el extenso valle que se estira hacia el este desde las colinas de Baboquivari y los picos de Kitt.
Luego caminaban durante horas, evitando los cactus de cholla que rebosan de espinas puntudas. Lerma usó su dominio del inglés para convencer a los rancheros de que les dejaran cruzar sus propiedades.
Cuando los dos investigadores divisaban refugios improvisados de inmigrantes junto a los lechos secos de los riachuelos, gritaban: "¡Muchachos! ¡Salgan! No tengan miedo. Tenemos agua. Podemos ayudarles".
Entonces Domínguez y Lerma les darían botellas de agua y harían una pregunta: ¿Ha visto alguno cuerpos junto al camino? ¿Han visto a una mujer en la treintena, alta, de pelo castaño?
Un día vieron a una mujer de 30 que había sido dejada atrás por los contrabandistas. Estaba temblando y tenía la boca llena de las espinas de un cactus del que había tratado de chupar agua. Los hombres le dieron agua y llamaron a un grupo de ayuda a los inmigrantes, que la llevaron a un hospital.
Descubrieron al primer inmigrante muerto el 16 de julio, un sábado. Yacía debajo de un árbol en un camino de tierra. Tenía el cuerpo hinchado y olía tan mal que mantuvieron la distancia.
Cuatro días más tarde, encontraron el cuerpo de una joven boca abajo en un sendero. No era Lucrecia.
Cada vez Domínguez y Lerma contactaron con las autoridades por el móvil y esperaron, a veces durante horas, a los alguaciles o los agentes de la Patrulla Fronteriza. "Cuando recorres este desierto te das cuenta de la horrible muerte que sufre la gente", dijo Domínguez. "Conozco el destino de mi hija, pero mucha gente no sabe que sus familiares han muerto en el camino... Si alguien encontrara a mi hija, me gustaría que notificara a las autoridades".
La noticia de la búsqueda de Domínguez generó simpatía y apoyo. Una mujer de Tucson le prestó su pequeño aeroplano. Domínguez, Lerma y un voluntario buscaron desde el cielo una tarde. No vieron señal de Lucrecia.
Algunos días, agentes de la Patrulla Fronteriza y voluntarios de No Más Muertes, un grupo de ayuda a los inmigrantes, caminaron con Domínguez durante kilómetros. ‘El Cucuy', alter ego de Renán Almendáriz Coello, un popular locutor de radio en la emisora de habla hispana KLAX-FM (97.9) de Los Angeles, instando a los escuchas a enviar dinero y cualquier información que pudiera ayudar.
Familiares y amigos contribuyeron para pagar el cuarto de hotel de Domínguez, de 50 dólares la noche. Su hijo Fermín, que vive en Los Angeles, le envió su furgoneta Chevrolet Astro 1989. Domínguez merienda gratis en un restaurante mexicano local.
A medida que pasaban los días, Domínguez y Lerma refinaron su búsqueda. Utilizando cámaras desechables, sacaron fotos de rasgos distintivos del terreno. Luego conducían 112 kilómetros hacia la ciudad de Nogales en la frontera mexicana para mostrárselas a Jesús.
El adolescentes estaba viviendo allá en un pequeño hotel, al que había llegado desde Zacatecas para ayudar en la búsqueda. Después de permitirle que participara en las fases iniciales de la búsqueda, las autoridades fronterizas norteamericanas han prohibido a Jesús que entre al país debido a su posición de inmigración y porque, dijeron, no estaba seguro dónde había dejado a su madre.
Noche tras noche Jesús estudiaba las fotos, buscando algo -un árbol, el lecho de un manantial, un afloramiento de roca- que pudiera recordarle dónde la había visto por última vez.
Entretanto, Domínguez y Lerma seguían recorriendo el desierto durante el día, esperando dar con alguna señal de Lucrecia.
Después de dos semanas de búsqueda, Domínguez se frustró. Parecía que el desierto estaba ocultando a su hija, jugando con él, haciéndole trucos -burlándose para que abandonara la búsqueda.
"Los lechos de los ríos mienten. Los seguimos, pero desaparecen o se confunden con otros ríos", dijo. "Hay momentos en que tu cerebro deja de funcionar. Te desorientas. En el desierto todo parece igual".
Una día, Lerma paró en un lecho seco que se ramificaba en varias direcciones. Se volvió hacia Domínguez.
"¿Qué camino tomamos? ¿Este, ese, o ese más allá, o este de acá?"

Trazando los Pasos del Hijo
En una de sus visitas nocturnas con Jesús el 20 de julio, el niño reconoció algo en una fotografía: un estanque donde había parado a beber agua después de dejar a su madre. Jesús dijo que había llegado al estanque después de caminar hacia el norte durante una hora. Había cruzado cuatro lechos secos de manantiales, pasado por una valla de alambres de púa y seguido por un angosto sendero.
Los hombres se animaron: Podría volver sobre los pasos de Jesús hacia el sur, hacia el lugar de descanso de su madre.
Dos días después, aparcaron la furgoneta cerca del estanque, ahora seco, y empezaron a buscar. Jesús había dibujado un mapa simple, con los ríos representados por hileras de líneas y las verjas de alambres de púa por marcas garabateadas.
Caminaron durante dos horas y cruzaron varios ríos antes de recibir una racha de viento con un espantoso olor. Otro cadáver. ¿Era el de Lucrecia? Esta desafortunada inmigrante había muero debajo de unos arbustos y había sido arrastrada por los animales hacia un claro. Quedaba poca carne. Pero las bragas rosadas y el sujetador le dijeron a Domínguez que era el cuerpo de una mujer.
El cuerpo llevaba pantalones azul oscuro. Lucrecia llevaba vaqueros blanqueados. Además, la ubicación no era la correcta: Lucrecia había muerto en el lecho de un río, no en un claro.
"Esta no es mi hija", dijo.
Domínguez se retiró del olor caminando contra el viento. Lerma se alejó, tratando de localizar una señal de móvil para llamar al 911. La ubicación era tan remota que la Patrulla Fronteriza envió un helicóptero para recogerlos. Cinco horas después llegaron dos alguaciles a recoger el cuerpo.
El alguacil Williams, un veterano con 13 años de servicio, se acercó al esqueleto sin titubear. Pensó que el cuerpo había estado ahí un mes. Había visto cosas peores.
"No es malo. Lo malo es cuando te enfermas, cuando te hace vomitar", dijo.Sobre las posibilidades que había de que Domínguez encontrara los restos de su hija, Williams respondió sin dudarlo: "Cero".

Precisando la Búsqueda
El día siguiente amaneció nublado. La noche anterior, Domínguez y Lerma habían visitado a Jesús en Nogales y estudiaron el mapa. Hoy, alterarían ligeramente su ruta, caminado hacia el sudoeste.
Se hicieron camino a través de varios lechos secos atestados de refugios improvisados, botellas de agua vacías y ropa.
"¡Muchachos!", gritaron. "Salgan. Tenemos agua. No tengan miedo".
No salió nadie.
Lerma llamó a Jesús en el hotel.
"El lugar donde dejaste a tu madre -¿había muchos refugios para que durmiera la gente?", preguntó Lerma.
"No", replicó. "Era un lecho de un río angosto, serpenteante, con árboles altos".
"¿Árboles altos?", repitió Lerma.
"Sí, los usábamos por la sombra", dijo Jesús.
El niño concluyó que se habían alejado demasiado hacia el sur, cruzado demasiados ríos secos. Debían buscar al norte de ese lugar.
"Okey", le dijo Lerma a Jesús. "Si recuerdas algo, llámanos".
En el accidentado trayecto hacia el norte, los hombres vieron volar en círculo a algunos buitres y pararon a investigar. Después de caminar durante un kilómetro y medio, encontraron un cuarto cadáver.
Domínguez determinó rápidamente que no era su hija. Lerma llamó al 911. Por segundo día consecutivo, se prepararon para la larga espera de las autoridades.
Lerma, al teléfono con un despachador, trató de describir la ubicación. Domínguez volvió al lecho a darle otra mirada.
Vio cosas que no había visto antes. Un cactus abierto estaba cerca del cuerpo. Debajo de un árbol había un suéter granate y una mochila. Domínguez pensó en voz alta: ¿No había dicho Jesús que él había bebido de un cactus? ¿No había dicho que había un suéter granate y una mochila debajo de un árbol?
Domínguez caminó hacia el lecho del manantial. A seis metros del esqueleto, encontró la mano izquierda. Todavía brillaban en sus dedos tres anillos. Su hija llevaba tres anillos en la mano izquierda.
Domínguez calló. Escupió. Golpeó una botella de Coca-Cola de plástico vacía contra su pierna. Volvió a escupir.
"Podría ser mi hija", dijo. Retrocedió, con las manos en la espalda, y miró un largo rato los restos dispersos, probablemente el trabajo de coyotes, buitres o pumas.
Y, sin embargo, otras partes de la escena no correspondían. Jesús había dicho que desde el río podía ver la cúpula blanca del observatorio encima de los picos de Kitt. Desde aquí, los árboles ocultaban al observatorio, observó Domínguez. También, las matas de pelo cerca del esqueleto eran demasiado oscuras para ser de Lucrecia.
Domínguez volvió al coche y llamó a su hija Hilda, en Los Angeles. Preguntó de qué marca eran los zapatos de Lucrecia.
"Roxy", respondió.
"¿La encontraste?", preguntó a Domínguez.
"No creo que sea ella", dijo.
"Yo espero que sí", dijo Hilda, "para que pueda descansar".

Uno Más
Una hora más tarde, dos agentes de la Patrulla Fronteriza llegaron y vieron algo que los dos hombres habían pasado por alto: A nueve metros del cadáver, colgaba de la rama de un árbol un estropeada bandera norteamericana.
¿Quién colgaría una bandera en un lugar tan aislado?, se preguntaron.
Domínguez y Lerma pensaron que sabían. Una persona anónima había llamado al programa de radio de El Cucuy para decir que la hija de Domínguez todavía yacía en el lugar donde había muerto y que la ubicación estaba marcada con una bandera.
¿Los contrabandistas que habían abandonado a su hija habían mostrado algo de compasión, después de todo?, se preguntaba Domínguez en voz alta.
Pronto un ruido de coches llenó el desierto. Llegaron dos alguaciles, los mismos que habían recogido el cuerpo el día anterior."Uno más", dijo Domínguez a Williams.
"Uno más, sí", replicó Williams.
Williams asesó la situación, sacudió la cabeza y dijo: "En los huesos tiene que haber
marcas de mordiscos de animales".
El macabro trabajo de fotografiar y clasificar las partes del cuerpo había comenzado.
El anillo rosado en la mano izquierda del cuerpo llevaba una imagen de la Virgen de Guadalupe. El anillo rosado de Lucrecia también llevaba una imagen de la Virgen de Guadalupe, recordó Domínguez.
Williams recogió la mano izquierda y estudió la zapatilla que colgaba.
"¿Son Roxy?", preguntó un agente. Esta vez, los agentes sabían cómo vestía Lucrecia.
"Roxy", replicó Williams.
El cactus. El suéter granate. La bandera. Los anillos. Los zapatos. Todos parecían convencidos de que esos eran los restos de Lucrecia. Pero no su padre. Domínguez le dijo a Lerma que no llamara a la familia todavía. "No estamos seguros. No los preocupes".
Momentos después, el alguacil Gabriel Foist, un erguido y joven aprendiz, encontró en la tierra un conjunto de dientes postizos.
Lucrecia llevaba dientes postizos.
Estirando un body bag, Foist empezó a recoger huesos. Este era su quinto caso de inmigrante muerto en dos semanas. Echó en la bolsa un puñado de huesos de la costilla. Luego vio una toalla sucia, cerca de la mandíbula.
Domínguez se acercó a toda prisa. "Mi nieto, antes de dejarla, le cubrió la cara con una toalla, una toalla amarilla y blanco".
Foist alzó la toalla frente a él. Era amarilla y blanco.
"No quedan dudas", dijo Domínguez.
Se volvió a mirar la pila de huesos en la bolsa. "Esta es mi hija. Esta es mi hija".
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Lerma le dio un golpecito en la espalda. "Tranquilo, tranquilo, amigo", dijo Lerma.
"Yo aguanto", dijo Domínguez.
Se sorbió las lágrimas cuando Foist colocó en la bolsa los últimos huesos de Lucrecia y cerró el cierre. Estaba agitado. Reprochó a su hija haber tomado ese riesgo. Acusó a los contrabandistas -"cerdos"- por dejarla morir en el desierto.
Volvió a la furgoneta. Lo siguieron Williams y Foist, cargando la bolsa con el cuerpo.
Pocos días después, Domínguez volvió al desierto, con Lerma, cuatro miembros de la ayuda a los inmigrantes y un sacerdote. Rezaron y plantaron una cruz blanca de cemento cerca de donde había muerto Lucrecia. Domínguez dijo que volvería algún día con su esposa.
Comenzó a pensar en el funeral. El consulado mexicano había ofrecido llevar los restos de Lucrecia a casa. Tendría un funeral apropiado en su pueblo natal, con sus familiares y amigos.
"Tuve suerte", dijo Domínguez. Agradezco a esta familia. Agradezco a este hombre [Lerma]. Agradezco a Dios. Encontré lo que andaba buscando".

25 de agosto de 2005
7 de agosto
©los angeles times
©traducción mQh

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1 comentario

byron -

comunicarse porque mi casop es similar porfavor ustudes que pasaron por wso saben como estamos nosotros poefavor comuniquese a mi correo. gracias