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crímenes de milosevic


La muerte de Milosevic obliga a repensar el papel del odio y la irracionalidad nacionalista en la historia.
La vida de Slobodan Milosevic ofrece otra lección de cómo un individuo puede moldear el curso de la historia. Yugoslavia, el país cuya desintegración fue inspirada por él, emergió de la dictadura comunista a fines de los años noventa pareciéndose a muchos países (piénsese en Iraq) que sufrían los coletazos de la transición: La rivalidad étnica y religiosa eran reales en un país arrejuntado, pero pocos esperaban, y mucho menos deseaban, una guerra civil. Milosevic, un burócrata del Partido Comunista de Serbia, alimentó deliberada y metódicamente esta tensión latente para convertirla de chispa en conflagración, y usarla para consolidar en Belgrado un criminal régimen. Bombardeó a los serbios con mentiras y una odiosa demagogia sobre la supuesta victimización a manos de croatas, bosnios musulmanes y albaneses kosovares y los convenció de que la única solución era una Gran Serbia, creada por medio de la guerra y las limpiezas étnicas.
El resultado fue una serie de brutales conflictos que se estiraron durante los años noventa y en los cuales perdieron la vida más de 200 mil personas; un doloroso retraso de la difusión de la democracia liberal hacia Europa del sudeste; y el empobrecimiento y reducción territorial de Serbia misma. Hasta el día de hoy, algunos dentro y fuera de Serbia dicen que este terrible resultado era inevitable, que fue impulsado por antiguos odios en los Balcanes y los venenos de décadas de comunismo. Pero una mirada al resto de lo que entonces se llamaba el mundo de después de la Guerra Fría, muestra otra cosa. En esos mismos años noventa, en Sudáfrica un líder llamado Nelson Mandela impidió tensiones todavía más explosivas entre blancos y negros, y entre los negros mismos, que pudieron haber conducido a una guerra civil. En una Unión Soviética que se desmoronaba, Mikhail Gorbachev decidió permitir que los países del Báltico, y luego Ucrania y Asia Central, se separaran pacíficamente, aunque también él pudo haberse convertido en líder de la causa de una Gran Rusia.
Milosevic era la antítesis de esos grandes líderes. Más de lo que se reconoce generalmente, al menos en su propio país, fue personalmente responsable de la guerra más destructiva, y de las atrocidades más terribles registradas en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Hubo otros protagonistas y otros criminales, algunos de ellos croatas, bosnios y musulmanes. Pero sin Milosevic no habrían habido guerras yugoslavas.
Debido a eso, su repentina muerte el sábado, a los 64 años, es desafortunada. Su juicio ante el tribunal internacional de crímenes de guerra en La Haya estaba fallando en varios respectos, siendo la falla más evidente que había comenzado hace cuatro años y todavía no terminaba. Milosevic mismo conspiraba para asegurarse de que no se dictara nunca sentencia judicial sobre sus actos: Todavía estamos esperando los informes toxicológicos. De cualquier modo, el hecho de que sus antiguos partidarios concluirán que él, y Servia, han sido nuevamente víctimas, le otorga una última y fea victoria.
Como todos sus triunfos en el campo de batalla, será temporal y táctico. Al final los serbios y los europeos en general seguramente recordarán a Slobodan Milosevic como el último nacionalista enfermo de poder que no alcanzó a destruir el continente en el siglo 20. Mientras más pronto se entienda esta verdad, más rápidamente se recuperará Serbia.

13 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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