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única estrategia de salida


[Noah Feldman] La única alternativa es que la política ponga fin al conflicto civil.
¿Qué traerá estabilidad y paz a Iraq? Durante los primeros años tras la invasión, la respuesta común era que lo harían los militares. Las tropas americanas empezarían con el trabajo. Sólo entonces, una vez que reinara una calma relativa, podrían el ejército y la policía iraquíes mantener la paz mientras se establecían las instituciones políticas y se formaba una democracia que funcionara. Incluso aquellos que creían en la promesa de una democracia iraquí respaldaban esta visión. Cada vez que el proceso político alcanzaba un hito -la constitución interina, las elecciones, la propuesta de constitución, el referéndum, las nuevas elecciones-, acogíamos el avance pero advertíamos que sin una mejora de la seguridad, todos estos desarrollos políticos podían ser anulados.
Pero en algún momento del año pasado, la visión estadounidense convencional sobre cómo terminar con la violencia, cambió. Hoy puedes oír a soldados y civiles por igual decir que sólo el proceso político puede crear paz en Iraq, produciendo un acuerdo que suponga un equilibrio entre los intereses de los varios grupos iraquíes. El principal propósito del reciente viaje sorpresa del presidente Bush a Bagdad, fue reunirse con políticos iraquíes, no reforzar la moral de las tropas como hizo el Día de Acción de Gracias de 2003. Incluso a la muerte de Abu Musab al-Zarqawi se le ha quitado aplicadamente importancia como un indicio de progreso. En el pasado, la seguridad posibilitaría la política. Ahora, se supone lo contrario: la política procurará la seguridad.
Este cambio en enfoque puede parecer meramente táctico. Nuestra evidente incapacidad para impedir por la fuerza la guerra civil en Iraq puede ser desalentador, pero ¿por qué, se pregunta uno, podría importar en el largo plazo si la solución política funciona e Iraq emerge con un gobierno capaz, aunque imperfecto? En realidad, sin embargo, las implicaciones son profundas, tanto para Estados Unidos como para las perspectivas de democracia en la región. Es la diferencia entre un Estados Unidos que gana una guerra y un Estados Unidos que no la pierde.
En el antiguo guión, Estados Unidos abriría un espacio para que los iraquíes participaran en política. Cuando los iraquíes se dieron cuenta de que Estados Unidos iba en realidad a transferir el poder a un gobierno elegido, formaron partidos y votaron. Los resultados beneficiarían a los iraquíes y servirían también los intereses más amplios de Estados Unidos en cuanto a la democratización de la región. Después de todo, el objetivo explícito de Estados Unidos en Iraq no era solamente escapar sin desastres. Era estimular a los reformadores y desalentar a los autócratas en todo Oriente Medio, derrumbando la idea de que los países árabes no pueden construir democracias exitosas. A largo plazo mejoraríamos nuestra seguridad si los dictadores fueran reemplazados por gobiernos legítimos cuyos ciudadanos no nos odiaran por respaldar a sus opresores.
Fue en gran parte esta lógica la que llevó a Estados Unidos a emprender la tarea de reconstruir Iraq. Si el objetivo único hubiese sido derrocar a Saddam Hussein o eliminar las armas de destrucción de masas, habría hecho sentido retirarse cuando fue capturado o cuando quedó en claro que no tenía esas armas. Para lograr el deseado efecto de demostración -es decir, para lograr un éxito verdadero-, nuestra intervención en Iraq exigía no solamente el establecimiento de un estado iraquí que funcionara, sino también un proceso ordenado para que emergiera ese estado. Aspirantes a demócratas en lugares como Egipto, necesitaban apuntar a Iraq para demostrar que la democracia no era, como han afirmado los autócratas durante mucho tiempo, simplemente una receta para la inestabilidad o un paso adelante hacia un gobierno islámico.
En contraste, la nueva narrativa de la estrategia de salir primero no tiene nada que ver con la victoria americana -militar o política- y todo con la retirada. Acepta la innegable realidad de que nuestras fuerzas armadas no han establecido el orden en Iraq. Pedir más tropas o un despliegue diferente de ellas allá no funcionará. Más bien, debemos volvernos hacia los políticos iraquíes para fijar los términos de nuestra retirada. Sólo ellos pueden autorizarnos a salir de la escena sin dejar atrás una guerra civil que podría desestabilizar la región todavía más de lo que hemos hecho nosotros.
Incluso si los políticos iraquíes logran rescatar a su país del emergente caos, el efecto de demostración habrá fracasado. Todo el mundo sabe que Iraq se está tambaleando al borde de la guerra civil. Si tenemos suerte, todos sabrán que fue simplemente suerte y que el resultado podría haber sido fácilmente una ruptura y caos al estilo de los Balcanes. Iraq será todavía extraordinario -no un modelo de democratización y obviamente de ninguna manera una lección para otros en la región que están tratando de determinar cómo reformar sus países.
Para empeorar las cosas, las probabilidades de que una solución política no sea suficiente en sí misma son cada vez más altas. Parece razonable decir que el liderazgo político en Iraq debe reconocer que nadie se beneficiará con una guerra civil. Me lo he estado diciendo a mí mismo, a los iraquíes y a otros, durante casi tres años. Zalmay Khalilzad, el embajador estadounidense en Iraq, lo dice todos los días como si fuese un mantra, y el presidente Bush lo debe de haber dicho en privado a los iraquíes. Pero la coincidencia entre los intereses de las elites puede no producir un acuerdo, y un acuerdo puede no concluir en paz. En Basra, donde los políticos iraquíes han estado activos desde la invasión, la política no ha impedido los tiroteos en las calles entre las milicias aliadas a los partidos políticos chiíes.

Para que los políticos pongan fin a la violencia, deben lograr dos cosas. Primero, deben persuadir a la opinión pública de que todos estarían mejor sin pistoleros que con ellos. Luego deben convencer a los pistoleros que se jubilen anticipadamente. Incluso si se logra la primera de estas delicadas tareas -lo que no es fácil en Iraq, donde el gobierno tiene problemas en organizarse a sí mismo y en garantizar los servicios básicos-, la segunda puede ser imposible. Como sabemos por la experiencia de Irlanda del Norte y del conflicto entre Israel y Palestina, los terroristas tienen una gran ventaja sobre sus candidatos a gobernantes. No se puede dirigir un país sin apoyo público, pero un puñado de terroristas puede convertir al gobierno en inefectivo e impopular.
Y, sin embargo, la búsqueda de la política se ha convertido en la única alternativa a una guerra civil declarada. No es fantasía argumentar que el proceso constitucional, que se iniciará pronto, dé a los sunníes incentivos para reducir la violencia, si se les promete una cuota justa de los recursos del estado. Tampoco es absurdo proponer que las milicias chiíes, que ahora se buscan la muerte unas a otras, podrían dejar de disparar si sus líderes negocian un acuerdo de repartición del poder. Escribo estas frases porque creo que son verdaderas, y porque creo que la política es la mejor opción que tenemos en esta fase. Sin embargo, ahora es menos probable que antes que las negociaciones tengan éxito. La esperanza de que la política pueda poner fin a la guerra no es una a la que llegamos por lógica o frío cálculo. A ella llegamos por pura necesidad.

Noah Feldman es escritor y profesor de derecho en la Universidad de Nueva York, y autor de ‘What We Owe Iraq’.

25 de junio de 2006
©new york times
©traducción mQh
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