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La situación en Iraq no cambiará por inercia.
Como lo sabe cualquier que tenga un televisor, el Líbano viene de pasar un mes espantoso, con más de mil muertos, la mayoría de ellos civiles inocentes. Pero Iraq tuvo un mes todavía peor. Desde junio, mueren más de tres mil iraquíes al mes, y la esa tasa sigue subiendo. Mientras el Líbano trata ahora de recoger los pedazos rotos, Iraq se está desintegrando a pasos acelerados.
Mientras los estadounidenses meditan sobre qué dirección seguir en Iraq, una cosa debería estar clara. Seguir el mismo curso hasta que el presidente Bush termine su mandato de aquí a 29 meses, no es una opción. Tampoco está claro en qué consiste el curso que se mantiene. La mayor parte de lo que Washington dice que está haciendo, no soporta el test de realidad más elemental.
Justo esta semana, Bush definió los propósitos de Estados Unidos como dar respaldo a un gobierno de unidad nacional inclusivo. Pero cada día que pasa se hace cada vez más claro que ese gobierno de unidad nacional no existe, que nunca existió y que las varias ramas de la dirección política iraquí ni siquiera están tratando de formar uno.
El gobierno electo de Iraq es dominado por dos partidos chiíes fundamentalistas respaldados por Irán. En las calles de Bagdad y en el sur chií son respaldados por dos milicias armadas similares a Hezbolá. En el parlamento, su poder es reforzado por dos partidos separatistas kurdos, también con sus propias milicias, a los que se ha dejado que gobiernen el nordeste de kurdo de Iraq como si fuese un estado independiente dentro del estado.
Washington no se queja con demasiado ruido de estas milicias, porque sin ellas el gobierno iraquí sería todavía más débil de lo que es hoy. Pero mientras se les permita que sigan implementado su homicida versión de justicia patrullera de las patrullas de barrio, es ridículo afirmar que los iraquíes viven en democracia o en un estado de derecho.
Algunos partidos sunníes también participan en el gobierno, pero sin ningún poder de decisión real. Esta semana, el orador sunní del parlamento consideró su renuncia para protestar por su aislamiento.
Fuera de las zonas chiíes y kurdas, la autoridad del gobierno iraquí apenas se advierte. Allá, los rebeldes sunníes pelean y matan a soldados estadounidenses. Esa resistencia no murió cuando se capturó a Saddam Hussei, como esperaba Bush que ocurriera. Tampoco murió con las elecciones, cuando se ratificó la constitución, cuando se formó el gobierno ni cuando mataron al cabecilla local de Al Qaeda, Abu Musab al-Zarqawi. La resistencia continúa, y nadie sabe cuándo ni cómo terminará.
El otro elemento clave en la política de Bush es su promesa de que cuando las fuerzas iraquíes estén preparadas, las fuerzas estadounidenses se retirarán. Incluso en las raras ocasiones en que las fuerzas iraquíes han resistido, se han mostrado a menudo ineficaces y nada de fiar. En junio, el primer ministro Nuri Kamal al-Maliki anunció una campaña iraquí y con tropas americanas para controlar Bagdad. Pero Bagdad se convirtió todavía en menos segura y se debió llamar a más tropas americanas para hacer el trabajo que se supone que no tendrían justamente que estar haciendo. En julio murieron más iraquíes que en cualquier otro mes de la guerra.
Y el caos en Bagdad no ha disminuido en absoluto. Las patrullas locales, de hecho, es el único trabajo que pueden hacer los iraquíes exitosamente. Pero casi tres años y medio después del derrocamiento de Saddam Hussein, todavía no hay en Iraq una fuerza capaz de ocuparse del país. Y, mientras el actual gobierno iraquí dependa de milicias religiosas armadas que son responsables de la violencia en Bagdad, es difícil ver que pueda llegar a tener una fuerza semejante.
Las cosas en Iraq no empezarán a marchar bien por inercia. La respuesta no es la ciega perseverancia en mantener un curso que, a todas luces, ha fracasado.

16 de agosto de 2006
©new york times
©traducción mQh
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