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trípoli, de paria a zona caliente


[Kevin Gray] Tras años de embargo y aislamiento, Trípoli empieza a asomarse al mundo.
La playa estaba oscura. Junto a la orilla, donde el negro mediterráneo besa la arena libia, unas figuras susurrando se mueven lentamente junto al agua. Mi amigo, un hombre al que había conocido en Trípoli apenas el día anterior, me había dejado allá entre una docena de chozas de hierbas desiertas al final de un camino indescriptible a 30 kilómetros de la ciudad. Se marchó de vuelta detrás de las colinas, dijo, "a hacer una llamada". Eso fue hace una hora.
Decir que estaba nervioso sería un subentendido. Tenía mil dólares amarrados a mi estómago en una riñonera; mi celular internacional no tenía cobertura; y nadie en casa sabía dónde me encontraba. En la punta distante de la playa, en un alto y rocoso embarcadero, una tienda iluminada por fogatas se agitaba en el viento; las siluetas de sus ocupantes tocaban tambores africanos.
Un repentino movimiento cerca de mis pies me hizo pegar un salto. El haz de unas linternas se arrastraba hacia mí sobre la arena. Entonces los vi: decenas de cangrejos de largas patas que se habían acercado a la playa para alimentarse pero que, perseguidas por una decena de niños, se convertirían pronto en una cena.
Segundos después, mi amigo Mecki estaba a mi lado y con él había seis amigos de infancia. Traían pescado fresco que habían cogido con arpones ese día en la misma cala, una parrilla de leña y una botella de plástico de Fanta llena de un destilado hecho en casa.
Eso fue hace dos años, poco después de que Estados Unidos levantara su embargo comercial de 24 años contra Libia, y yo era una curiosidad para mis nuevos amigos -como lo eran ellos para mí. Desde entonces, pequeños grupos de estadounidenses han viajado a Libia y vivido transformaciones similares, de extranjeros desconfiados a amigos bienvenidos.
Han tomado fotos ordinarias debajo de vallas publicitarias del coronel Muammar el-Qaddafi, el hombre al que Ronald Reagan llamó "el perro loco de Oriente Medio". Han recorrido las fragantes callejuelas de la vieja ciudad de Trípoli y regateado con sus hábiles plateros. Por la noche han fumado cachimbas en patios italianos cerca del muelle y saboreado helados junto a familias que escapan del calor de sus casas.
En mayo, Estados Unidos anunció que estaba restableciendo relaciones diplomáticas con Libia, que quiere decir que el caprichoso proceso de aprobación de visados libio debería hacerse más simple, conduciendo a lo que funcionarios de turismo esperan que sea un influjo de visitantes estadounidenses.
Gracias a un flujo de nuevas inversiones occidentales, Trípoli ya se está reconvirtiendo en un destino turístico, como descubrí cuado volví aquí esta primavera. Donde antes los visitantes podían elegir de entre apenas un puñado de hoteles gestionados por el estado, ahora hay decenas de alojamientos privados: desde el Hotel Tebah, administrado por la familia, con su vestíbulo con ribetes de cromo y su colección de gatos embalsamados, hasta el exquisito Corinthia Bab Africa Hotel, con una vitrina de 192 millones de dólares con vista al mar, que cuenta con un balneario, un gimnasio y exclusivos restaurantes.
No es ningún misterio por qué los fenicios, hace 2.500 años, escogieron este puerto de aguas profundas como uno de sus principales establecimientos comerciales en la costa norafricana. El agua es azul y serena como en las islas griegas. Los muelles de los puertos deportivos están atiborrados de guapas lanchas de pesca, pescadores curtidos por el sol y niños que venden tazas de espresso y latas de Pepsi envueltas en papel de aluminio para mantenerlas frías a un dinar la pieza (un dólar 25 más o menos). En el horizonte se ven enormes buques petroleros a la espera, cuyas luces en las cubiertas forman en las noches una tenue cuerda de joyas desde un lado a otro de la Tierra.
Una ajetreada calzada separa al mar de la Plaza Verde, una amplia plaza desde la que surgen las principales calles comerciales y un buen lugar donde comenzar el día. Lo más probable es que seas el único occidental a la vista, y tu nuevo amigo querrá saber si acaso conoces personalmente a Oprah, a la que ve en la televisión por satélite, o por qué ‘Amigos' fue suspendida.
Paseando por la calle del 1 de Septiembre, llamada así en honor del golpe del coronel Qaddafi en 1969, te darás cuenta inmediatamente de que el corazón de Trípoli, una ciudad de 1.7 millones de habitantes (más o menos un tercio de la población libia), se mueve a un ritmo colonial. Es la Habana del mundo árabe, una cápsula de tiempo gracias a años de estrictas sanciones.

Los italianos, que gobernaron Libia como colonia de 1911 a 1947, construyeron esta sección de la ciudad en los años veinte, con sus balcones de hierro de filigrana y amplios patios de mármol, ahora llenos de ropa secándose, cables y los gritos de escolares jugando al fútbol. Las tiendas de ropa donde se paga en euros, con sus jerseyes de fútbol y zapatos Armani, se dirigen casi todas a los hombres (la mayoría de las mujeres llevan el tradicional hijab y compran tela en la medina, el casco antiguo). Jóvenes en imitaciones Diesel se apoyan contra las ventanas en las altas y estrechas aceras, y te ofrecerán cálidos saludos si los aproximas.
Aunque la ciudad todavía funciona con una economía de dinero contante, en los grandes hoteles ya están apareciendo los cajeros automáticos y en algunas tiendas de cámaras que atienden a turistas aceptan tarjetas de crédito. Por supuesto, una vez que cruzas la Plaza Verde y entras a la medina, lo moderno desaparece de la vista. Sus serpenteantes mercadillos ofrecen de todo, desde maletas baratas e imitaciones Nike hasta pitones embalsamadas y pieles de guepardo hasta marfil ilegal y joyas arabescas de oro y plata hechas a mano, por gramos.
Como la ciudad cierra por un período de unas tres horas a eso de la una de la tarde, de modo que los habitantes puedan evitar el abrasador sol con una siesta a la sombra en casa, es una buena idea almorzar en la medina. El mejor lugar para hacerlo es al-Bouri, una rústica cafetería con alfombras de lado a lado a unos metros al norte de la puerta de la medina y a través de un laberinto de callejuelas y callejones. Una comida (una picante sopa libia, cuscús con cordero y shilba a la plancha, un tipo de besugo) no sobrepasará los cinco dinares.
Hay poco que hacer cuando la ciudad duerme, así que podrías coger un taxi en la Plaza Verde (la mayoría de los trayectos en la ciudad cuestan entre dos y tres dinares) para volver a tu hotel para descansar. A los taxistas libios les gusta compensar las estrictas políticas de su presidente ignorando los semáforos y embistiendo contra el tráfico a toda velocidad si eso significa que se evitarán un embotellamiento.
Y si estás alojando en la zona de la calle de al-Kendi, un próspero distrito residencial y comercial al sur de la plaza, donde están surgiendo hoteles en casi todas las calles, no te alarmes por los escombros y basura de las calles. Es todo parte del caos del progreso y de la ausencia de un plan de limpieza claro.
Las noches en Trípoli son un poco aburridas si andas buscando vida nocturna. Libia es uno de los pocos países secos que quedan en el planeta. La mejor apuesta es una cena tranquila a algunos kilómetros al este de la ciudad, en el mercado de pescado Hoffra (significa Hoyo). Es un callejón de pescaderos, resbaladizo y viscoso, que ofrece calamares, gambas, farouge (un pez de la zona) y otras cosas, por kilo.
Una de las varias cafeterías cercanas cocinarán lo que sea por cinco dinares por persona. Y puedes seguir con una relajante cachimba y una taza de fuerte y turbio café árabe.
Si ocurre que has apuntado el número de teléfono de ese desconocido que conociste en la mañana, sin embargo, y si ocurre que te ha invitado a la playa, te encontrarás a ti mismo bebiendo grandes tragos de destilados caseros hechos en una cacerola mientras las estrellas arriba titilan todavía con más brillo. Por supuesto, a la mañana siguiente despertarás con un venenoso dolor de cabeza, pulgas de mar mordiéndote la cara y mirando una estrambótica escena frente a tu choza de hierba, de chiquillas en hijabs negras chapoteando en las deslumbrantes olas encima de balsas infladas de Donald Duck.
Y sentados más cerca de ti, tus nuevos amigos estarán fumando cigarrillos y riendo, mientras las familias miran y un nuevo amiguete grita: "No te preocupes, no son terroristas".

27 de agosto de 2006
©new york times
©traducción mQh
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