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velázquez, sin adornos


[Michael Kimmelman] Exposición del genial pintor que al final de su vida prefirió convertirse en elemento del decorado de una casa real.

Londres, Gran Bretaña. Está recostada de lado, desnuda, dándonos la espalda mientras se mira al espejo. La piel anacarada se hunde sensualmente en una sábana de satén gris; era de un intenso malva antes de que se destiñera, lo que explica los reflejos rosados que todavía se ven en la parte interior de sus muslos, tobillos y nalgas.
Su expresión es ambigua, sus rasgos a medias ocultos por las sombras, llamando la atención de nuestros ojos, pero emborronada por una tenue luz, el viejo espejo y los suaves y plegados bordes de la pintura. Es el método de la striptisera: muestra poco, deja más a la imaginación. En el arte no existe una imagen más erótica. La belleza perfecta, quiere decirnos Velázquez, elude las definiciones estrictas.
La ‘Venus en el espejo' está acompañada ahora en la National Gallery por otras 45 telas de Velázquez -casi la mitad de su trabajo- para la que está siendo presentada como su primera retrospectiva importante en Gran Bretaña. ¿A quién le importa? Velázquez no es un artista que necesite promoción.
Sobre la exposición de Velázquez en el Museo Metropolitano hace algunos años, se dijo que era la mejor que se podía organizar, tomando en cuenta que ‘Las meninas', y ‘Las hilanderas' no salen fuera de Madrid. Juveniles luchas con la perspectiva y unos pocos retratos forzados y plomizos de los años de iniciación informan un affair que, en el peor de los casos, nos consuela con el conocimiento de que incluso Velázquez tenía sus malos días.
Hay una docena o más obras maestras a la par con ‘Venus' -pinturas pasmosas, asombrosas, en ese frío, natural y despiadado modo que hizo grande a Velázquez. Estoy pensando en el retrato del Infante Felipe Próspero, metido en un pichi y un vestido con volantes; de la Infanta Margarita, una niña todavía más divina; ‘Esopo', un sabio de ojos encapotados; y la ‘Baltasar Carlos en la escuela de equitación'. Como el Zorro, con unos pocos trazos rápidos del pincel Velázquez materializa pequeños, perfectos retratos del rey y la reina en un distante balcón. El escritor Ortega y Gasset lo captó perfectamente bien. El trabajo de Velázquez, dijo, no es arte: es la vida eternizada.
Si estas pinturas no le seducen y no le hacen sopesar una escapada transatlántica, entonces nada lo hará. El otro día visité el museo con David Hockney, que aventuró que Velázquez debe haber usado instrumentos ópticos -por ejemplo, una cámara oscura. Asentí y sonreí. Mirando a Velázquez, los artistas menores (lo que quiere decir todo el resto, sin querer ofender al señor Hockney) naturalmente pueden querer atribuir la enorme brecha entre ellos y él a trampas y cartones.

De hecho, hay algo casi paranormal y desconcertante sobre cómo nos implica este arte del modo en que lo hace Venus, con su mirada que apenas se cruza con la nuestra en el momento mismo en que la vemos. Parece, repentinamente, adquirir vida. Esto tiene que ver con el extraordinario dominio de Velázquez no solamente de lo que vemos, sino de cómo lo vemos. Un retrato de cuerpo entero de Felipe IV, pálido, impasible y luminoso, menos la notoria mandíbula Hapsburg y sus rasgos nada atractivos, envuelven al rey en una chaqueta sin mangas y calzones hasta la rodilla, bordados con hilo de plata.
No es el mejor retrato. Pero observad cómo la plata se convierte en motivos florales que centellean contra el lujoso terciopelo púrpura. A unos metros de distancia, el efecto es enceguecedor. Luego, de cerca, los motivos se disuelven aparentemente en barras, puntos y remolinos al azar. Componen una abstracción de una pintura rápida y suelta cuya elocuencia no puede conservarse en la mente al mismo tiempo que la decoración floral.
Acercarse, retroceder. La ilusión va y viene. Un ayudante en el taller de Velázquez pintó un tejido plateado similar en otro retrato. El catálogo de la exposición reproduce un detalle amplificado de esa pintura; su tenaz precisión no implica un foco más nítido, sino un abrumador aburrimiento. Velázquez, de algún modo, descubrió el misterio de cómo se fusionan esas formas en la distancia, y luego se imprimen en nuestra conciencia como meros trazos de pincel cuando nos acercamos.
Dicho sea de paso, las pinceladas no son nunca virtuosas por virtuosidad. No son nunca superfluas, y son siempre económicas, al servicio de una lúcida descripción, liberando endorfinas por medio de la reiteración del elemental truco conjurador de la pintura. Incluso podrías decir que el arte moderno, centrado en la abstracción y en temas de percepción, reposa en gran parte parte en este simple aspecto de los logros de Velázquez.
La retrospectiva no lleva ningún lujo. Las pinturas no tienen más explicación que el título y la fecha. Un folleto del tamaño de la palma de la mano, que reciben los visitantes, contiene descripciones de las pinturas, dejando que la gente lea lo que quiera y cuando quiera. Nada de melés de cuellos estirados forcejeando ante distrayentes textos de pared. La idea debería ser imitada universalmente.
Y hay luz natural: en lugar de los apretados subterráneos de la moderna Sainsbury Wing, construida para exposiciones especiales, la exhibición desplaza parcialmente a la colección permanente de la National Gallery, ocupando una suite de bonitas salas iluminadas naturalmente en el viejo edificio. Velázquez pintaba con luz natural. Su arte lo declara. Después de esta exposición, el museo la pasará mal tratando de justificar Sainsbury para otra gran exposición de algún viejo maestro.

La exposición se remonta al arco de Sevilla, donde nació Diego Rodríguez de Silva Velázquez en 1599 y aprendió a pintar con el pintor Francisco Pacheco. Claramente prodigioso, pronto se trasladó a la corte de Felipe, en Madrid, donde Rubens recomendó un viaje a Italia en 1629 para una inmersión en Titiano y Veronese, el momento decisivo en la vida de Velázquez.
Como novato, se desesperaba por impresionar, manipulando con efectos espaciales y de luz antes de dominar una disposición que era cortés e insolente a la vez. Figuras de madera cedieron el paso a figuras humanas cada vez más solemnes, como la vieja cociendo huevos.
Glorificándose en la bravuconería de mostrar claras de huevos escalfados en agua hirviendo y la luz del sol centelleando en un cuenco de barro, mortero y piel, esta pintura se eleva por encima de su autosatisfacción en virtud de la expresión de la mujer, sombría y sacramental. Como cualquier otro pintor, Velázquez captaba el lenguaje del cuerpo: cómo la gente marca, ladean sus cabezas, delatan emociones -y aprendió a transmitir esas señales con un mínimo de elementos, fríamente, sin afectación. Los locos y los vagabundos se convierten en su arte instantáneamente en reyes.
Frío, natural y despiadado. Lo ves en las torcidas piernas del enano Francisco Lezcano, compañero de juego del príncipe Baltasar Carlos. Repanchigado frente a lo que parece ser la boca de una gruta, antes un paisaje bañado por el sol, Lezcano nos mira con la boca abierta,su cara fuera de foco. (Velázquez logra este efecto pintando un lado de la cara casi dormido, el otro alerta). Barajando un naipe, Lezcano se ve amatonado, desconfiado. Claramente no tiene un pelo de tonto.
En ‘Marte', una comedia negra, el dios de la guerra, de edad mediana y correoso, con un taparrabos, deprimido, apoya la cabeza en el puño. Con un bigote en forma de manubrio y un casco que es demasiado grande, parece una estrella pornográfica durante una pausa en el plató.
Como lo dijo Ortega y Gasset, es la vida hecha eterna -pero fiel a la vida, no es lo mismo que la realidad. Sobre ‘Venus', el pintor Lucian Freud señaló una vez que, hablando anatómicamente, su brazo derecho torcido no tiene sentido, su pecho se estira como masilla, y su reflejo está fuera de proporción en el espejo. "Está completamente mal, ignora la lógica, y sin embargo funciona como arte", dijo, repitiendo un principio básico de la ilusión. El artificio pictórico, agregó, "depende de la capacidad del artista a la hora de transmitir sentimientos que no son necesariamente los del artista mismo; de otro modo, los artistas más destacados serían también los hombres más virtuosos y extraordinarios".

Desgraciadamente, es verdad. Sabemos que Velázquez chupaba medias infatigablemente en búsqueda de status, emulando el estrellato social de Rubens, pintando cada vez menos, y cultivando en su lugar su papel como decorador real, amo de llaves, curador y cortesano. Como tal, murió en 1660 en medio del éxito, recibiendo incluso la visita del rey en su lecho de muerte. El genio y la humanidad en el arte, nos lo recuerda Velázquez, pueden no tener nada que ver con el carácter noble, lo que supongo puede servirnos de consuelo en una época en que el mundo del arte está embriagado con el dinero y los valores huecos.
Si tan solo alguien pintara hoy tan magníficamente como Velázquez.

nationalgallery.org.uk

10 de noviembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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