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el azote de la violación de las niñas


[Sharon LaFraniere] Cifras escalofriantes. En Namibia, una de cada cinco mujeres es violada antes de los cinco. En Madagascar la situación es apenas mejor.
Sambava, Madagascar. A 48 kilómetros de esta sórdida ciudad a orillas del mar, Justin Betombo cuida sus plantas de vainilla y vitorea al equipo local de fútbol como si no tuviera otra preocupación en la vida. Y, de hecho, lo que había sido uno de sus problemas más grandes, ha desaparecido casi mágicamente.
En la oficina del fiscal general, un documento con las acusaciones de que había sodomizado a su sobrina de nueve años, ha desaparecido.
Betombo fue detenido en 2003 después de que la niña, Kenia, dijera que él la violaba salvajemente. La policía obtuvo su confesión, de la que más tarde se retractó, y un certificado de un médico certificando que Kenia había sido violentada sexualmente, lo que la había dejado incontinente y anoréxica. La denuncia había sido enviada dos veces al fiscal.
Allá había terminado todo. Betombo asistió a una audiencia en la oficina del fiscal, pero los padres de Kenia no fueron informados. Las actas no se encuentran en ninguna parte. Y Betombo salió de la oficina como un hombre libre. Los padres de Kenia, afligidos por lo que veían como una parodia de justicia, pidieron que se publicara su nombre, con la esperanza de que su caso sentara un ejemplo.
Entre los niños del África subsahariana, estas historias son inquietantemente corrientes. Incluso en momentos en que esta región lucha por adoptar muchas de las normas del mundo desarrollado en cuanto a los niños, incluyendo la educación universal y restricciones al trabajo infantil, hay un problema -el de los abusos sexuales de los niños- que es testarudamente resistente al cambio.
En gran parte del continente, dicen los defensores de los niños, los perpetradores son protegidos por el estatus tradicionalmente bajo de las niñas, una persistente creencia de que los abusos sexuales deben resolverse en privado y sistemas judiciales que son una pista de obstáculos para las víctimas. Los datos son escasos y la violencia sexual claramente no es reportada completamente. Pero los informes de la policía de Sudáfrica dan una idea del alcance del acoso sexual de que son víctimas los niños. En los doce meses que terminaron en marzo de 2005, la policía informó de más de 22 mil casos de violación de niños. En contraste, Inglaterra y Gales, con nueve millones de personas más que Sudáfrica, reportó 13.300 violaciones de mujeres y niñas en el período de doce más reciente.
"La prevalencia de la violación infantil en Sudáfrica es realmente astronómicamente alta", dijo la doctora Rachel Jewkes, especialista en violencia sexual del Consejo de Investigaciones Médicas de Sudáfrica.
África no es la única que tiene altas tasas de abuso. Aunque un sondeo de nueve países el año pasado, realizada por la Organización Mundial de la Salud, constató en Namibia la incidencia más alta de abuso sexual infantil -más de una de cada cinco mujeres son violadas antes de los quince años-, también reportó abusos frecuentes en Perú, Japón y Brasil, entre otros países. En África los perpetradores son frecuentemente familiares, como en gran parte del mundo. Pero las niñas de este continente se enfrentan a otros riesgos, especialmente en la escuela. La mitad de las niñas escolares de Malawi encuestadas en 2006 dijeron que sus maestros o compañeros de curso las habían tocado de manera sexual sin su complacencia.
Según las estadísticas, el número de casos de abusos está aumentando en Sudáfrica, Zimbabue, Zambia, Uganda, Kenia, Sierra Leona y otros países africanos. Es imposible determinar si eso significa que más niños se están convirtiendo en víctimas, o si son más los que se atreven a denunciar los abusos -o ambas cosas-, dicen los expertos.
Los investigadores citan varias razones por las que el abuso sería tan común: la pobreza, que hace difícil que los padres mantengan seguros a sus hijos; un legado de sociedades violentas y oprimidas, y usos culturales que permiten que los perpetradores eludan los castigos, a menudo casándose con sus víctimas o compensando a las familias de las víctimas.
Pero, a fin de cuentas, según Jewkes, del Consejo de Investigaciones Médicas, la enorme brecha entre el estatus de hombres y niños y el de mujeres y niñas explica gran parte del clima de relativa tolerancia. "Si tuviera que indicar un problema predominante, sería el de la desigualdad de género", dijo.
Cada vez más los países africanos están reconociendo abiertamente el problema, en parte debido a que el SIDA ha hecho que sea más probable que los niños enfermen o mueran debido al abuso sexual. Hay en curso campañas contra los abusos en Zimbabue, Lesoto, Suazilandia, Kenia, Sierra Leona y otros lugares.
El impacto es evidente en Zimbabue, donde un grupo de defensa de los derechos de los niños calcula que al menos dos mil niñas víctimas de violación han muerto de SIDA desde 1998. "Literalmente por primera vez en la historia de Zimbabue, el abuso infantil ya no es un tema tabú", dice James Elder, portavoz de la UNICEF.
Eso dicho, la respuesta es minúscula cuando se la compara con el alcance de los abusos, dice Pamela Shifman, especialista en protección de la infancia en la sede de UNICEF en Nueva York. "Hay una gran cantidad de niñas afectadas", dice. "Esos delitos todavía son tratados como la falta o el problema de la víctima".
Sudáfrica es quizás la que más lejos ha llegado en el desarrollo de tribunales especializados, tratamientos médicos y terapia, que han sido durante tiempo cosas corrientes en Occidente. Pero incluso allá, dijo Jewkes, un trabajo policial desastroso -por ejemplo, no verificar los domicilios de sospechosos y acusados- condena al fracaso los procesos judiciales.
Más allá de eso, dice Joan van Niekerk, coordinadora nacional de Childline, que gestiona las líneas telefónicas de urgencias infantiles en Sudáfrica, los niños se quejan regularmente de que enfrentarse al sistema de justicia criminal es peor que el abuso sexual mismo.
Como en gran parte de la región, Madagascar, una isla de unos dieciocho millones de habitantes frente a la costa este de África, está haciendo progresos, pero todavía no alcanza los bajos estándares de Sudáfrica.
Desde 2000 UNICED ha formado once equipos de protección a la infancia, los que incluyen a médicos, educadores y jueces para que informen a la opinión pública sobre el abuso sexual y ayuden a las víctimas. Hassan Mouigni, que encabeza las investigaciones de la brigada contra el vicio en la principal estación de policía en Antananarivo, la capital de Madagascar de 1.4 millones de habitantes, ve algunos resultados. Este año, dijo, la comisaría ha investigado 95 casos, en comparación con 40 en 2003.
Pero las autoridades médicas y legales dicen que la enorme mayoría de las familias todavía se aferra a la tradición de aceptar pagos de parte de los perpetradores. Los pocos que presentan denuncias se ven sumergidos en un proceso de justicia criminal que Mouigni califica de profundamente frustrante.
A las víctimas que llegan a su comisaría apenas si puede ofrecerles un poco más que un agente detrás de una máquina de escribir -no tiene psicólogos, ni cámaras de video para grabar las declaraciones, ni cuartos con juguetes o intermediarios amistosos. En lugar de eso, niñas de hasta cinco años deben enfrentarse a sus torturadores cara a cara. Quizás lo más desalentador es que las familias pobres deban pagar al menos quince dólares para pagar costes de la investigación, como guantes y papel para los exámenes médicos.
Eso fue casi suficiente para disuadir a Claudine Ravoniarisoa, que se presentó a la comisaría de Mouigni un jueves hace poco con su hija de quince. Restregando incesantemente las manos, la niña contó a los agentes que un vecino la había violado cuando su madre estaba en el hospital. "Destruyó mi vida y mi cuerpo", dijo.
Pero una vez que la madre se enteró de los costes, decidió identificar al perpetrador solamente como "el señor X".
"No tengo dinero para seguir con esto", protestó, mientras un agente trataba de convencerla de que persistiera.
En otro cuarto. Domoima Rahamtanirima denunciaba a su cuñado por acosar a su hija de cinco años, Menja. Durante dos semanas después de los abusos, dijo la señora Rahamtanirima, la niña lloraba cuando orinaba.
Rahamtanirima pidió prestado el dinero que necesitaba para el examen médico. No le quedó nada con qué comprar las medicinas que les prescribió el doctor. Terminada la denuncia, la niña recorrió con su vestido blanco con volantes la sala del tribunal, tan atiborrada de demandantes, acusados y sus partidarios como una estación del metro de Nueva York en hora pique. Esperó durante horas, luego se sentó a una mesa frente a todos ellos y, con su débil voz, identificó a su tío, sentado al otro lado de ella, como su agresor.
"Tuvimos que hacerlo", dijo su madre, que dijo que todos en el pueblo sabían sobre el caso y que pidió que se mencionara el nombre de su hija y permitió que se le tomaran fotografías. "Todos deberían saber que estas cosas no se les hacen a los niños".

Búsqueda de Justicia
Los padres de Kenia, Antoine y Joazandry Moravelo, se muestran igualmente apasionados sobre la necesidad de justicia para su hija.
Pero después de cuatro inútiles años, han perdido todo, menos la esperanza. Aunque su foto y nombre aparecieron en los diarios locales, dijeron, nadie ha sido responsabilizado.
Kenia, la sexta de ocho hijos, se mudó a vivir con su tía y tío Lydia y Justin Betombo a los ocho después de que ellos prometieran ocuparse de su educación. Compartir la educación de los niños es común en África, y los Betombo, que vivían a 45 minutos de distancia, tenían más que los Moravelo: un coche y una casa arbolada de dos habitaciones, con paredes de metal en lugar de la choza con techo de paja de los Moravelo.
Pero Kenia dijo que la casa no era un paraíso. Dijo: "Mi tío me mostraba su pene siempre que podía, y yo siempre huía". La respuesta habitual de su tía era, dijo: "No se lo cuentes a nadie".
Una noche a mediados de 2002, estando su tía fuera, contó Kenia, su tío la llamó a su cama. "Como no quise, él se metió en mi cama", dijo. Después, dijo ella, él le dijo: "Si cuentas lo que ha ocurrido, te mataré". Dijo de ella, de todos modos, se lo contó a su tía, y esta le dijo que no se lo contara a nadie. Sin embargo, era difícil ocultar las consecuencias físicas de la violación.
Kenia perdió el control de su esfínter, tuvo que dejar de ir a la escuela y no quería salir de casa. Durante seis o más meses, su único tratamiento fue un curandero tradicional que le dijo que hirviera algunas hiervas y se lavara con ellas. Finalmente, demacrada y débil, Kenia se acercó a una vecina. "Me dijo: ‘Estoy enferma, estoy enferma', y estaba llorando", dijo la vecina, Suzanne Mboty, que conocía a los padres de Kenia.
Horas después de que la vecina llegara a su pueblo, el señor Moravelo fue a recoger a su hija. "Estaba tan, tan delgada, que no podía creer lo que veían sus ojos", dijo. Su madre dijo que Kenia ni siquiera se podía sentar. "Abrí su bolsa, y todo lo que llevaba eran sus bragas llenas de excrementos", dijo. "Me dije: ‘Dios mío, ¿qué es esto?'"
Kenía se negó a decir nada. Pero en la clínica local, la enfermera le mostró las tijeras y le dijo que la operaría no Kenia no decía la verdad.
Eso inició un tratamiento médico de Kenia de casi cuatro años, incluyendo una colostomía, los operaciones para suturarla, y repetidas hospitalizaciones por emaciación muscular, incontinencia y anorexia. Su madre dijo que a veces ella se niega a comer, porque defecar le es doloroso. Los informes médicos indican que el músculo que controla la defecación fue en gran parte destruido y que su canal anal está gravemente cicatrizado.
La familia está destrozada: los padres de Kenia tuvieron que vender su arrozal y mudarse a Diego-Suarez al norte para su tratamiento. La mayoría de los otros hijos se quedaron en casa, al cuidado de los hermanos mayores. Kenia, ahora de trece, vive temporalmente en Antananarivo, donde un doctor está tratándola con una dieta especial.
Un cirujano que la examinó hace poco dijo que era improbable que se recuperara completamente. La incertidumbre acecha a Kenia, dijo su madre. "A veces me dice: ‘Me duele el cuerpo. Tengo tantos problemas. Ya no voy a la escuela. Todo lo que me pasa son enfermedades'", dijo.
Los esfuerzos jurídicos de la familia han sido todavía menos exitosos. Moravelo presentó una denuncia a la policía, pero los agentes no tenían coche; él tuvo que llamar a un taxi para que pudieran ir a por Betombo, para ser interrogado. Asustada y sollozando, Kenia acusó a su tío en la caótica comisaría.

Justicia Subvertida
Betombo y su mujer negaron la versión de Kenia. Pero finalmente -después de que los policías lo golpearan, dijo Betombo- firmó una confesión, fue detenido
y llevado al despacho del fiscal en la cercana Antalaha.
El padre de Kenia dijo que eso fue lo último que oyeron del caso hasta unos días después, cuando unos amigos le dijeron que Justin Betombo estaba "feliz y libre" otra vez en su pueblo.
Betombo dijo que él había convencido al fiscal de que su confesión era falsa. Los padres de Kenia dicen que nunca fueron llamados para corroborar su versión.
"Yo trataba a esta niña como si fuera mi propia hija", dijo Betombo. "No puedo entender por qué dicen que yo habría hecho una cosa tan terrible. Creo que me tenían envidia y que están tratando de arruinarme la vida".
El departamento de policía de Sambava envió, meses después, una nueva denuncia al despacho del fiscal. Pero Sophie Ramahakaraha, la fiscal a cargo, dice ahora que no tiene ni archivos ni recuerda el caso. Los casos reales de violación de niñas son raros, dice. "A menudo los padres son pobres y utilizan este método para conseguir dinero", dijo.
Pero para Daul Randriamalaza, inspector de policía de Sambava, no hay ninguna duda de quién es la víctima en este caso.
"No quiero hablar sobre corrupción aquí, pero creo que es seguramente lo que pasó", dijo, mientras los presos miraban desde el pequeño calabozo de la comisaría.
"Yo mismo tengo hijos. ¿Cómo podría aprobar esta situación?"

1 de diciembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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