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parís de noche 2


[Elaine Sciolino] París, de noche, es simplemente otra ciudad, en la que se desatan los impulsos reprimidos por el razonable día.
El paseante experimentado, entonces, está familiarizado tanto con el ritmo de la luz natural como de la artificial. Esa es la mejor manera de ver las gemas ocultas de París por la noche, la plaza cuadrada, perfectamente proporcionada, de los siglos 16 y 17 en la esquina oriente del Louvre, conocida como la Cour Carrée.
Accesible a través de las arcadas de cada uno de sus cuatro lados, es un oasis de calma en el corazón de París. Mirando desde todas sus arcadas en la plaza, el visitante puede ver al poniente la pirámide del Louvre, brillantemente iluminada, la iglesia de St.-Germain l'Auxerrois al este, la Rue de Rivoli al norte, y el Instituto de Francia, al sur.
Pero el patio cierra a las diez de la noche. El sistema de iluminación está siendo renovado, de modo que la única luz proviene desde el otro lado de las paredes, o de las pocas oficinas del Louvre o quizás de la luna. Debes sentarte en una de las frías bancas de piedra durante varios minutos para que tus ojos se acostumbren a la oscuridad.
Si tiene suerte, Nicolas Lemaire estará tocando su cello cerca de la pirámide, debajo del arco del poniente.
Se ha prohibido hacer música en los patios interiores del Louvre, pero los guardias de seguridad hacen una excepción para Lemaire, músico profesional, tan pronto como cierra el museo. La arcada da a una sala de conciertos, de perfecta acústica, que amplifica el sonido. "No hay otro auditorio en París donde el sonido suene tan bien", dijo Lemaire, 44, al término de un concierto de todo Bach. "Hay algo muy espiritual aquí".
Hay innumerables descubrimientos por hacer mientras se recorre París en la noche: en la Ribera Izquierda, la estrecha Rue Mazarine, que termina en una arcada cubierta que da al Sena y una vista del puente peatonal de madera conocido como el Pont des Arts; la repentina aparición de la Torre Eiffel al final de la Rue Monttessuy; la cúpula de los Invalides, desde una manta de picnic en el césped de la explanada; los Campos Elíseos, desde arriba del Arco de Triunfo; el coloreado neón de los restaurantes y cafeterías desde una percha en los escalones de la Opéra Bastille. (A veces, ver París de noche no es completamente voluntario. Como el metro cierra a las doce y media de la noche, los que no pueden pagar un taxi deben a menudo llegar por sus propias fuerzas a casa).
Sin embargo, la belleza no significa necesariamente quietud. En las noches de fin de semana, en el año, los Campos de Marte, el enorme jardín de la Torre Eiffel, por ejemplo, está atascado con cientos de visitantes.
En la temporada de verano, las familias cogen cestas de picnic y hieleras, y cenan en el césped. La gente joven hace fiestas. En Francia está permitido beber alcohol en público, y la edad mínima para beber es dieciséis, lo que significa que mucha gente está bebiendo.
No hay aseos, pero algunos arbustos colocados a propósito, ofrecen algo de protección. También hay, me dicen mis hijas adolescentes, mirones, drogas, hachís y el ocasional atraco o robo de monedero. Los vecinos de las elegantes casas particulares en la cercanía enloquecen con la música, particularmente si se trata de bongós. La policía, que patrulla en grandes números, parece tener mala vista y sordera.
Al fin, lo que hace de París tan especial en las noches es más que su belleza física. Todavía más memorable, quizás, son los encuentros con los parisinos, que se deleitan con sus propias experiencias con la ciudad.
Un viernes noche hace poco, salí a caminar con Dominique Bertinotti, un teniente de alcalde, por el Cuarto Arrondissement, el distrito que gestiona y cubre gran parte del Marais, la Isla San Luis y la mitad de la Isla de la Ciudad.
En la Rue des Barres me indicó un jardín particular a través de una puerta de hierro forjado de un edificio que estaba siendo remodelado. En el Quai d'Orléans, en la punta de la Isla de San Luis, compartió una de las vistas nocturnas favoritas: las vigas aéreas de la parte de atrás de Nuestra Señora, visible entre los árboles, y lamentó la adición de la espiral de la aguja de Eugene Viollet-le-Duc en el siglo diecinueve a la catedral.
En la Rue du Temple, me condujo a Le Latina, una galería de arte-bar-teatro en portugués y español. Subimos un tramo de escalones para encontrarnos en un salón de baile, donde tocaban tangos.
Un par de mujeres entradas en años vestidas de negro y sensatamente con zapatos de baile con tacón, se habían adueñado de la pista. Parecían ser una pareja. También parecía como si llevasen bailando tango toda la vida.

1 de octubre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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