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ex enemigos comparten dudas


[Manuel Roig-Franzia] Antiguos enemigos salvadoreños comparten sus dudas sobre la guerra. Quince años más tarde, el problema de la pobreza sigue siendo apremiante.
San Miguel, El Salvador. José Wilfredo Salgado dice que él coleccionaba cráneos de bebés como trofeos de guerra en los años ochenta, cuando peleaba como soldado del gobierno en la guerra civil de El Salvador. Servían como candelabros, recuerda, y como amuletos de la buena suerte.
En la mayoría de los capítulos más brutales de una guerra que se llevó más de 75 mil vidas, Salgado apoyaba activamente la política de tierra arrasada de los jefes del ejército, incluyendo las masacres de niños, de los viejos, de los enfermos, en realidad de aldeas enteras.
Todo eso se hizo en nombre de la lucha contra el comunismo, dice Salgado que recuerda que le dijeron. Salgado es ahora alcalde de San Miguel.
Pero mientras El Salvador conmemora el quinceavo aniversario del fin de la guerra este mes, a Salgado lo persiguen las dudas sobre lo que vio, lo que hizo e incluso el por qué de la lucha. Una guerra respaldada por Estados Unidos durante doce años que fue definida en la época como guerra contra el comunismo, ahora es vista por ex soldados del gobierno como Salgado, y por antiguos guerrilleros, más como una guerra contra la pobreza y por derechos humanos básicos, que una guerra ideológica.
"Nosotros, los soldados, fuimos engañados -nos dijeron que era la amenaza del comunismo", dice Salgado mientras guardaespaldas con pistolas en sus cinturones merodean cerca, en su casa, cercada con alambre de púa. "Pero pienso en el pasado y me doy cuenta de que no estábamos peleando contra los comunistas, que éramos gente de campo inocente matando a otra gente de campo inocente".
Salgado dijo que antes pensaba que los guerrilleros soñaban con el comunismo, pero ahora que considera a esos mismos hombres colegas en negocios y política, se está enterando de que buscaban lo mismo que él: prosperidad, una posibilidad de triunfar en el mundo, libertad y el fin de la represión.
Todo lo cual hace que lo que ven en su entorno hoy sea todavía más conmovedor y frustrante. A pesar de sus sacrificios, El Salvador es todavía uno de los países más pobres del hemisferio occidental -según Naciones Unidas más del cuarenta por ciento de los salvadoreños viven con menos de dos dólares al día. Al país todavía lo atormenta la violencia, y lleva todavía las marcas de la corrupción. Para algunos la pregunta sigue siendo: ¿Valió la pena?
"Dimos nuestra sangre, matamos a nuestros amigos y, al final, las cosas siguen estando mal", dice Salgado, que ha servido tres períodos como alcalde en la segunda ciudad más grande de El Salvador. "Mire toda esta pobreza. La riqueza está concentrada en apenas unas manos".
Al norte del hogar de Salgado, los guerrilleros contra los que luchó en el pasado, tienen las mismas dudas. Recorriendo los serpenteantes caminos de montaña cerca del antiguo bastión rebelde de Perquín una tarde hace poco, el ex guerrillero Benito Chica Argueta lamentó que el futuro no fuera lo que él había esperado.
Hoy, sobrevive como puede: A veces canta en alguna fiesta, a veces vende leña. Al pasar frente a unas sólidas casas con mampostería que parecían fuera de lugar entre las endebles chabolas, observó discretamente que esos lujos estaban fuera de su alcance.
"Esas son gentes que reciben dinero que les envían sus parientes en Estados Unidos", dice. "Son los únicos aquí que se pueden permitir una casa así".
A kilómetros de esas casas, aparcó y cruzó un escarpado barranco, agarrándose a las enredaderas para afirmarse y seguir avanzando hacia arriba por las montañas de Cacahuatique. Al final del precipicio encontró una cueva. Dentro, murciélagos desparramados en la fría oscuridad que fue su refugio cuando era un asustado y joven guerrillero. Todavía lo siente como un lugar seguro para él.
Chico Argueta, que conserva el delgado bigote que llevaba de joven rebelde, pasó una vez arrastrándose por un arroyo poco profundo, de modo que no dejara huellas que delataran la ubicación de los guerrilleros de Radio Venceremos. Ahora, por unos dólares lleva allá a cualquiera.
Con una acaramelada voz que antes canturreaba himnos revolucionarios, Chico Argueta, ahora de 46, dijo que sus visitas guiadas eran parte de una iniciativa para levantar una industria turística sobre la guerra civil de El Salvador -uno de los primeros proyectos en América Central. Pero hay algo más moviéndose. Está tratando de asegurarse un sitio como guerrillero en la historia.
Incluso aunque algunos grupos de la coalición de ejércitos guerrilleros que pelearon en la guerra civil de El Salvador eran marxistas, dijo, la ideología no tenía nada que ver con su decisión de tomar las armas y dejar la granja donde su padre ganaba unos pocos colones por un trabajo devastador. Tampoco jugaba la ideología ningún papel cuando animaba a sus amigos del Ejército Revolucionario del Pueblo -uno de los cinco grupos guerrilleros durante la guerra-, con los que sirvió en la región del norte de Morazán, dijo. Recuerda haber luchado "por un terreno de tierra, por la oportunidad de que mis niños puedan ir algún día a la universidad".
El gobierno de Reagan, temiendo una insurrección comunista, reforzó a los militares salvadoreños con armas, adiestramiento y cientos de asesores para servir como una fuerza sucedánea contra lo que describió como una acosadora influencia soviética y cubana en América Central. Hasta hoy, Chico Argueta hierve de ira cuando recuerda la visión de aviones norteamericanos, sabiendo que estaban allá para luchar contra la amenaza comunista que él cree que había sido exagerada.
La degeneración de la guerra en arbitraria maldad cristalizó, según Chico Argueta, en un pequeño pueblo montañés llamado El Mozote. En diciembre de 1981, un batallón de tropas gubernamentales adiestradas por Estados Unidos, torturaron y ejecutaron allá a unos quinientos aldeanos; los nombres de decenas de víctimas -muchas menores de dos años- están ahora grabados en la pared de la iglesia reconstruida.
Chico Argueta y sus compañeros guerrilleros llegaron a El Mozote varios días después de la masacre y, temiendo que los soldados volviesen, enterraron rápidamente a los muertos debajo de una delgada capa de ladrillos de adobe. Salgado llegó varios meses después, después de que las lluvias hubiesen desenterrado los cuerpos, y metieron los esqueletos en sacos, como recuerdos. Había "perdido su amor por la humanidad", dijo, pero estaba empezando a dudar. Estaba destrozado, como hoy.
Salgado mantuvo los cráneos durante años. Eran recordatorios de la profundidad a la que había sucumbido en depravación, y sin embargo también representaban su toma de conciencia, dijo. Presenciando la secuela de lo que sus colegas hicieron en El Mozote y pensando en esas calaveras cambió de opinión sobre la guerra que se estaba librando. Todavía tendría esos cráneos, dijo, si no fuera por la nueva familia y la nueva vida que se ha forjado.
"¿Te puedes imaginar las pesadillas que tendrían mis niños si los mantuviera en la casa?", dijo.
El tutor de Salgado, el extravagante coronel Domingo Monterrosa, ordenó atacar El Mozote, lo que Salgado dijo ahora que lo consideraba "genocidio". Sin embargo, Salgado exhibe un enorme retrato de él con Monterrosa -que murió en la guerra- en el vestíbulo del Ayuntamiento de San Miguel. Quizás hará que la gente haga preguntas sobre la guerra, dijo Salgado, aunque está seguro de que "la gente me odiará", por exhibirlo.
Si Monterrosa hubiera vivido, dijo Salgado, habría sido enjuiciado por "crímenes de guerra como los de Hitler". Pero moderó su acusación histórica, diciendo que "esos eran otros tiempos".
Todavía perduran las cicatrices de lo que él y sus compatriotas hicieron, de los horrores de su tipo de guerra. En apenas dos años, en un puente de San Miguel, Salgado se encontró con un ex soldado del gobierno que parecía creer que la guerra todavía seguía. Saludó a Salgado y le dijo que había ocupado el puente de modo que los rebeldes no lo pudieran cruzar, incluso aunque la guerra había terminado hace más de una década.
"Esos son heridas viejas", dijo Salgada. "Esos aniversarios las abren todavía más".
Ahora, Salgado y Chico Argueta comparten un punto de vista, un fenómeno común en El Salvador de hoy, donde ex soldados y guerrilleros a menudo trabajan juntos y se casan entre ellos. Chico Argueta dijo que cree que la mezcla de antiguos enemigos fue posible por los acuerdos de paz firmados en 1992 sin declarar un perdedor, dejando por tanto a guerrilleros y soldados del gobierno en un mismo plano.
Mientras Salgado y Chico Argueta se debaten con dudas sobre la guerra, el partido gobernante de El Salvador, la Alianza Republicana Nacionalista, o ARENA, presenta una imagen menos matizada. ARENA se enorgullece de ser un bastión contra el comunismo. El himno oficial del partido, entonado a menudo en manifestaciones políticas y de gobierno, se fanfarronea de que "El Salvador es la tumba de los rojos", una referencia a los simpatizantes comunistas.
Walter Araujo, un incondicional de ARENA que es presidente de la Corte Suprema de El Salvador y ex presidente del partido, dijo en una entrevista que la guerra civil "levantó una barrera a la expansión del comunismo... Decir que el comunismo no era una amenaza en esos momentos, sería negar la historia".
Araujo se apresura a señalar que algunos grupos rebeldes recibían apoyo de Fidel Castro en Cuba y del gobierno sandinista de Daniel Ortega en Nicaragua. Y esos países podrían haber jugado un papel importante a la hora de remodelar El Salvador si la guerra hubiese terminado de otra manera, dice Araujo.
"Si hubiese ganado la izquierda, habríamos sufrido el mismo destino que Nicaragua", dice Araujo.
Hoy, Araujo y otros describen lo que retratan como una amenaza similar: el surgimiento de movimientos populistas socialistas en América Latina -y la preocupación de que El Salvador se vea una vez más envuelto en una encarnizada guerra ideológica.
"Nuevamente corremos ese riesgo", dijo Araujo.
Un grupo de guerrilleros miró hablar a Araujo en la televisión unos días antes del 16 de enero, fecha del aniversario de los acuerdos de paz, y se burlaron de sus comparaciones entre hoy y el período de la guerra civil. En el patio de un pequeño hotel en Perquín, con un museo de la guerra civil que defiende la versión guerrillera de la historia, se muestran inquietos por lo que creen es una mala interpretación de su misión.
La conversación se desvió hacia su desilusión con El Salvador de posguerra: la continuada emigración masiva a Estados Unidos por salvadoreños que no pueden encontrar trabajo en casa, sus temores a la violencia en un país con una de las tasas de homicidio más altas del mundo, su preocupación de que el gobierno no esté haciendo lo suficiente para solucionar los problemas.
"Aquí en El Salvador no tenemos memoria histórica. ¿Se han olvidado de por qué peleamos?", dice Adolfo Sánchez, un ex guerrillero de 47 años cuyo brazo izquierdo es varias pulgadas más corto que su derecho, debido a que una bala le destruyó el codo.
Sánchez se detuvo. En su cara apareció una sonrisa.
"Sabes", dijo. "Antes de la guerra no nos habríamos sentado aquí nunca, en la calle, a hablar sobre estas cosas".
Quizás, dijeron todos, después de todo había valido la pena.

28 de enero de 2007
©washington post

©traducción mQh
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