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hambre de humanos


[Manohla Dargis] Vino del río, con ganas de comer gente.
El horripilante monstruo que salta del río de una ciudad en ‘Bicho de agua dulce' [The Host] para atrapar y tragarse a los infortunados que cruzan su camino -hombres, mujeres, una chica de trece lista como un zorro llamada Hyun-seo- es algo que uno podría encontrar acechando en el fondo de una pintura de Hieronymus Bosch o pescando en las profundidades de un turbio acuario de restaurante en medio de un vertedero de materiales tóxicos. Parpadea y parece que ha salido del mar en una pesadilla creacionista.
Tendría que ser un acuario terriblemente grande, como es el caso, porque esta horrible criatura, este misterio de las profundidades con ese hocico insaciable de forma de pétalo y un rabo prensil es del tamaño de un autobús escolar y, por si fuera poco, frenético. Corre bajo el agua y en la tierra, removiendo el césped con sus robustas y pequeñas piernas. De vez en vez se voltea hacia atrás en espiral tan elegantemente como un púber gimnasta rumano o se zambulle en el agua como un cuchillo. Es feo como un pecado, pero tiene un estilo que escuece. Como escuece esta película, un descabellado híbrido, fervientemente imaginativo, del director coreano Bong Joon-ho, sobre los demonios que nos acechan, dentro y fuera.
Carnaval de horrores y melodrama de familia (en realidad, variaciones sobre el mismo tema), ‘Bicho de agua dulce' también repiensa esas fáciles películas de los años cincuenta en las que hormigas, langostas, avispas, cangrejos y caracoles y reptiles anfibios seriamente mutantes salían de cacería, castigando a una desventurada y culpable humanidad. Como Godzilla (Gojira en el original japonés), algunos de estos mutantes nacieron debajo de una nube atómica; otros fueron incubados en el invernadero de las películas B del oportunismo taquillero. La criatura desatada en ‘Bicho de agua dulce', entretanto, fue engendrada por un coreano de 37 años que ha pasado toda su vida bajo la sombra de la presencia militar norteamericana. No sorprende que los malos de la película parezcan actores de Hollywood de vacaciones. Lo son.
Como si preparándose para la carnicería que nos aguarda, esta historia de tiempos remotos empieza en una moderna sala de autopsias con dos hombres, uno norteamericano y otro coreano, vestidos con batas de cirujanos. Bañados en una espeluznante luz azul plateada, el patrón americano (Scott Wilson) ordena al coreano (Kim Hak-sun) que arroje botella tras botella de formaldehído en el fregadero, con el pretexto de que los recipientes están demasiado polvorientos.
Asombrado, el coreano objeta, observando que los químicos escurrirán por el fregadero en el río Han, la gorda cinta de agua que atraviesa Seúl y desemboca en el Mar Amarillo. El norteamericano hace muecas, envolviendo su petición con una amenaza apenas velada ("Es una orden"), que lo delata como un emisario del poder militar norteamericano.
Avanzamos entonces hacia un día como cualquier otro y la familia Park trabaja en su tenderete de comidas en las riberas del río Han. Calculadora y tontorronamente disfuncional, con suficientes temas como para poblar grupos de desintoxicación, los Park no se ven nada de diferentes de la prole de ‘Pequeña Miss Sunshine' [Little Miss Sunshine]. Hay un abuelete, Hee-bong (Byun Hee-bong), sus tres hijos adultos -incluyendo un asalariado en el paro, Nam-il (Park Hae-il) y su hermana campeona de tiro al arco, la hermosa Nam-joo (Bae Doo-na)- y su única nieta, la ya mencionada Hyun-seo (Ko A-sung). La mayor parte de las veces, sin embargo, se trata del primogénito de la familia, Gang-du (el maravilloso Song Kang-ho), un bebé grandulón con un mechón de pelo rubio pésimamente teñido y una cara de luna que crece y mengua dependiendo de su proximidad a su adorada hija, Hyun-seo.
Las películas previas de Bong Joon-ho incluyen un sabiondo ejercicio en gratuitos absurdos titulado ‘Perros que ladran no muerden' [Barking Dogs Never Bite] (simplemente estiran la pata) y la escalofriante película policial ‘Memorias de un asesinato' [Memories of Murder]. Como en ‘Memorias', que gira sobre la persecución de un asesino en serie, Bong descansa en ‘Bicho de agua dulce' en una cesta familiar de trucos de película. Pero, como Steven Spielberg (una innegable influencia), logra que esos viejos trucos se vean como nuevos. Eso es especialmente así durante el primer ataque del monstruo, cuando Bong instila una sensación inicial de sosiego y luego una de pánico cada vez más grande con su diestra orquestación de los varios tempos creados por los actores (caminando, corriendo), el monstruo (nadando, galopando), la cámara (siguiendo, corriendo) y el montaje (lento, lento, rápido).
El primer ataque está sensacionalmente bien dirigido, y si el resto de la película no acelera nunca el pulso de la misma manera, le da a la historia tanto su principal excusa (el monstruo coge a la nieta) y algo igual de satisfactorio como inesperado: un retrato de los padres, hijos y los vínculos que los unen, a veces hasta el punto de estrangulación. ‘Bicho de agua dulce' puede haber nacido de tensiones socio-políticas, de miedos sobre el síndrome respiratorio agudo severo y la gripe aviar, o de la imaginación de Bong, pero es también una instantánea de la Corea del Sur moderna, al borde de la anarquía social, una anarquía en la que un veterano fatídicamente obediente y sus tres hijos adultos sobrenaturalmente inmaduros se enfrentan a una bestia insaciable junto con despistados doctores, Keystone Kops, amigos descreídos e incluso hordas de fotógrafos.
Sitiada al mismo tiempo por humanos y monstruos, la familia no tiene dónde ir, sino ensimismarse todavía más. Esta estrategia de nosotros-contra-ellos funciona taimadamente bien porque se asegura que los Park sean la principal atracción, no el monstruo. No que la criatura no tenga su cuota de clamorosos momentos, como cuando la sorprenden comiendo, con un par de piernas colgando de su hocico. O cuando regurgita un cuerpo y lo arroja en su guarida con un viscoso escupitajo, un acto que sella con un tierno lamido con su larga lengua. Es en esta guarida que Hyun-seo, con su cara y uniforme de colegiala salpicada de mugre, pone a prueba su sangre fría y recupera el celular que se convierte en el salvavidas de su familia y protege a otra niña, lo que agrega una conmovedora dimensión al preparado.
Aunque algunas de las escenas de acción de Bong están a la altura de algunas de ‘Tiburón' [Jaws], él parece estar hecho de materiales más severos que Spielberg. Puede ser igual de cruel, dispuesto a colocar a los niños en peligro, pero no comparte la compulsiva necesidad del maestro estadounidense de finales ordenados.
‘Bicho de agua dulce' es una película floja, casi desordenada, que a veces causa la sensación de ser un compuesto de varias películas, métodos y emociones opuestas. Bong nos hace chillar lo mismo de risa que de miedo. Pero es precisamente esta soltura, esa disposición a apartarse de la historia lineal y estrecha, lo que hace que se vea más cercana a un nuevo capítulo que a una vieja trama.
Del mismo modo es la disposición de Bong a no limitarse a contemplar sino también a entregarnos una trama del tipo del peor de los casos, lo que separa ‘Bicho de agua dulce' del horror corriente y puede haber contribuido a convertirla en un debocado éxito de taquilla en Corea. Más cerca de casa, la película no me hace recordar tanto el usual salpicón de diversiones que abarrotan los teatros americanos como otra reciente película de horror, una en la que un extraterrestre descongelado hace poco y con un cerebro gigante, ofrece apocalípticas advertencias a la humanidad sobre su inminente futuro. Por supuesto, me refiero al documental ‘Una verdad incómoda' [An Inconvenient Truth].
En gran parte como la charla en pantalla grande de Al Gore, ‘Bicho de agua dulce' es una fábula ecologista sobre el dominio de la naturaleza y los costes de la insensatez humana, y te provoca tiritones de horror en todo el cuerpo.

10 de marzo de 2007
©new york times
©traducción mQh
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