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testigos del mal


[Craig Whitlock] A través del tiempo, testimonios sobre el mal en la Tierra.
Oranienburg, Alemania. Al final de esta apacible calle de vecindario, pasadas las ordenadas casas de campo de la preguerra y algo más allá de la cafetería que ofrece helados en este frío día de primavera, se asoma lo que queda de un campo de concentración nazi.
Son las 10:07 de la mañana y las aves trinan en las copas de los árboles, las voces de alegres escolares rebotan desde un patio de escuela cercano en la hora del recreo. Pero es al otro lado de las puertas del campo de Sachsenhausen. Dentro, a excepción del sonido del fuerte viento, es tan tranquilo como una tumba.
Los nazis construyeron Sachsenhausen en 1936 como prototipo de su creciente red de campos de concentración en rápida expansión. Con nueve atalayas y un diseño topográfico designado para una vigilancia óptima de los prisioneros, fue saludado por Heinrich Himmler, el líder de las SS y jefe de la policía alemana, como un "campo de concentración moderno, al día, ideal y fácilmente extendible".
A diferencia de muchos de los campos de exterminio de los nazis, Sachsenhausen estaba ubicado en una zona poblada, en las afueras de Oranienburg, una pequeña ciudad de unos 32 kilómetros al norte de Berlín Central. Los oficiales y gendarmes de las SS que atormentaron a las más de 200 mil personas que pasaron por el campo en el curso de nueve años -y asesinaron a unos cincuenta mil de ellos- vivían con sus familias en las casas suburbanas recientemente construidas fuera del perímetro del campo.
De la infraestructura original del campo no queda demasiado. Pero en el curso del tiempo se ha restaurado o reconstruido lo suficiente como para ofrecer un espeluznante e inolvidable recordatorio del mal que echó raíces ahí.
En la puerta principal, el cruel saludo de ‘ARBEIT MACHT FREI' -El Trabajo Libera- sigue estando labrado en el portón de acero, en grandes letras negras.
Justo dentro, dos chiquillas alemanas pasan lentamente por un sendero, mirando el oxidado alambre de púa y los postes de las vallas de concreto que en el pasado acorralaron a miles de prisioneros enfermos y famélicos. Es la primera vez que las niñas visitan un campo de concentración, algo que prácticamente todos los alumnos de secundaria alemanes deben hacer antes de la graduación.
"Es difícil imaginar lo que la gente que estuvo encerrada aquí tuvo que sufrir", dice Liza Rausch, 16, de décimo, de Bensheim, al centro-sur de Alemania. Unas cuarenta de sus compañeras están visitando Berlín. El grupo estaba dividido en cuanto a si querían salir de la capital para visitar Sachsenhausen, dijo. Pero al final, todas hicieron el viaje.
Su amiga, Julia Jannink, 17, dijo que la experiencia era "triste", pero necesaria. Pero se siente ligeramente irritada. La mayoría de los visitantes de Sachsenhausen hoy son grupos de estudiantes de otros países, como España, Holanda, Grecia y Noruega. Y algunos no pueden evitar las payasadas que son normales entre adolescentes: bromear, molestar, burlarse del entorno.
"Estoy sorprendida del poco respeto que muestran", dijo Jannink. "Simplemente pasan por aquí riéndose".
Sachsenhausen es visitado por unas 350 mil personas al año. Este fin de semana, unos cuarenta sobrevivientes volvieron para celebrar el 62 aniversario de la liberación del campo nazi.
La maleza cubre los terrenos barridos por el viento, junto con unos escuálidos dientes de león. En las últimas décadas se han plantado varios sicomoros y abedules, pero no hay nada vivo que sea anterior a la Segunda Guerra Mundial. Remolinos de polvo caracolean sobre la tierra desnuda en los senderos en torno al perímetro del campo.
Junto a una enorme zanja conocida como la Zanja de Ejecuciones -donde los nazis mataron sumariamente a miles de prisioneros-, un aspersor enganchado a una manguera de jardín riega un pequeño terreno cubierto de musgo marrón y verde. Un letrero dice que aquí se dispersaron las cenizas de "patriotas de todos los países europeos". En 1940, las SS construyeron un crematorio. A veces, negras nubes de humo colgaban en el aire de Oranienburg durante semanas.
Los reclusos originales de Sachsenhausen eran prisioneros políticos, enemigos interiores del Tercer Reich. A medida que la guerra se extendía por Europa, los prisioneros eran traídos acá desde toda Europa.
Las placas que adornan las paredes del campo rinden homenaje a ucranianos, belgas, luxemburgueses y otras víctimas. Una señal recuerda a 890 testigos de Jehová "que sufrieron por su fe cristiana en Sachsenhausen". Aquí también murieron judíos, aunque en menores números que en otros campos. Se estima que unos diez mil prisioneros de guerra soviéticos fueron asesinados en una sola masacre.
A las 11:07 de la mañana, Marta Gunn Dynna, 60, maestra noruega, atraviesa lentamente el sendero hacia la Zanja de las Ejecuciones. Ha estado trayendo estudiantes de su escuela secundaria cerca de Lillehammar desde 1992.
"Provoca una profunda y duradera impresión", dice. "Tratamos de que recuerden este período de la historia. Nadie debería olvidar lo que pasó. Para la gente joven de hoy es difícil de comprender".
Sachsenhausen fue arrollado por el Ejército Rojo Soviético el 22 de abril de 1945. Cuatro meses después, los soviéticos reabrieron Sachsenhausen como campo de prisioneros, esta vez para nazis y anticomunistas. Aquí estuvieron detenidas unas cincuenta mil personas, hasta que fue cerrado para siempre en 1950.
En 1961, el gobierno de Alemania del Este declaró el sitio un memorial de la lucha contra el fascismo. Pero no fue sino hasta la caída del Muro de Berlín en 1989 que Sachsenhausen se convirtió en un museo no ideológico.
A las 12:17 de la tarde, una adolescente norteamericana cruzó la puerta principal, llevando en una mano un bocadillo de salchichón y acunando un celular contra su oreja en la otra. "¡Es increíble!", dijo en voz alta, para que la oyera todo el mundo.

1 de mayo de 2007
22 de abril de 2007
©washington post
©traducción mQh
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