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dios en la política 6


[Mark Lilla] El resurgimiento de las teologías políticas en el mundo político. Sexta entrega: Milagros.
El renacimiento de la teología política en el Occidente moderno es una historia humillante. Nos recuerda que este modo de pensar no es el monopolio de ninguna cultura o religión, ni pertenece solamente al pasado. Es un hábito mental antiquísimo que lo puede adquirir cualquiera que empiece a mirar el nexo divino de Dios, los hombres y el mundo para que revele el orden político legítimo. Esta historia también nos recuerda cómo se puede adaptar la teología política a las circunstancias y reafirmarse a sí misma, incluso frente a fuerzas aparentemente irresistibles como la modernización, la secularización y la democratización. Rousseau tenía razón: parecemos criaturas teotrópicas, anhelando conectar de algún modo nuestras vidas mundanas con el más allá. Ese impulso puede ser suprimido, se pueden adquirir nuevos hábitos, pero mientras sobreviva el impulso hacia la conexión, el reto de la teología política nunca desaparecerá completamente.
Así que sólo somos los herederos de la Gran Separación si queremos serlo, si hacemos un esfuerzo consciente de separar los principios básicos de la legitimidad política de la revelación divina. Sin embargo, se necesita todavía más. Debido a que el reto de la teología política es permanente, necesitamos permanecer conscientes de su lógica y la amenaza que representa. Esto quiere decir vigilancia, pero sobre todo quiere decir auto-conciencia. No debemos olvidar nunca que no había nada históricamente inevitable en nuestra Gran Separación, que era y sigue siendo un experimento. En Europa, las ambigüedades políticas de una religión, el cristianismo, desencadenó una crisis política que pudo haber sido evitada, pero no lo fue, encendiendo las Guerras de Religión; la carnicería resultante hizo a los pensadores europeos más receptivos a las ideas heréticas de Hobbes sobre la psicología religiosa y las implicaciones políticas que se derivaban de esta; y con el tiempo esas ideas políticas se liberalizaron. Incluso entonces, fue sólo después de la Segunda Guerra Mundial que echaron raíz en Europa continental los principios de la moderna democracia liberal.
En cuanto a la experiencia americana, es absolutamente excepcional: no hay ninguna sociedad industrial completamente desarrollada con una población tan dedicada a sus credos (y algunos muy exóticos), como a la Gran Separación. Nuestra retórica política, que debe mucho a los sectarios protestantes del siglo diecisiete, vibra con energía mesiánica, y es sólo gracias a una fuerte estructura constitucional y varios golpes de suerte que la teología política nunca ha cuestionado seriamente la legitimidad básica de nuestras instituciones. Los estadounidenses tienen diferencias religiosas potencialmente explosivas sobre el aborto, rezar en la escuela, censura, eutanasia, investigación biológica e innumerables otros temas, pero las mantienen dentro de los límites de la Constitución. Es un milagro.
Y los milagros no pueden ser provocados. Pese a todo lo bueno que hizo Hobbes en cambiar nuestro centro de atención política de Dios al hombre, causó la impresión de que el reto de la teología política desaparecería una vez que se rompiera el ciclo de temor y los seres humanos afirmaran su autoridad sobre sus propios asuntos. Todavía partimos de esta creencia cuando hablamos de las ‘causas sociales' del fundamentalismo y el mesianismo político, como si el mejoramiento de las condiciones materiales o un cambio de fronteras provocara automáticamente la Gran Separación. Nada en nuestra historia o experiencia contemporánea confirma esta creencia, y sin embargo no la abandonamos. Hemos aprendido demasiado bien la lección de Hobbes, y no hemos entendido a Rousseau. Y así nos encontramos en un apuro intelectual cuando topamos con la genuina teología política de hoy: o asumimos que la modernización y la secularización finalmente acabarán con ella, o la tratamos como una incomprensible amenaza existencial, utilizando términos familiares como fascismo para describirla del mejor modo posible. Ninguna respuesta nos ayuda a acercanos a una comprensión del mundo en el que vivimos ahora.
Es un mundo en el que millones de personas, particularmente en la órbita musulmana, creen que Dios ha revelado una ley que gobierna todos los asuntos humanos. Esta creencia modela la política de importantes países musulmanes y también da forma a las opiniones de numerosos fieles que viven que países occidentales -y en democracias no-occidentales como Turquía e Indonesia- fundados sobre los principios ajenos de la Gran Separación. Estos son los puntos más importantes de fricción, a nivel internacional y nacional. Y realmente no podemos abordarlos si no reconocemos primero el abismo que hay entre nosotros: aunque es posible traducir la carta de Ahmadinejad a Bush del farsi al inglés, sus presupuestos intelectuales no pueden ser traducidos en los de la Gran Separación. Podemos tratar de aprender su idioma para diseñar políticas sensibles, pero el acuerdo sobre principios básicos no será posible. Y debemos aprender a vivir con eso.
Igualmente, de algún modo debemos encontrar un modo de aceptar el hecho de que, dadas las políticas de inmigración implementadas por países occidentales en el último medio siglo, ahora son anfitriones de millones de musulmanes que tienen enormes dificultades de adaptación en sociedades que no reconocen ninguna exigencia política basada en su revelación divina. Como la ley judía ortodoxa, la sharia musulmana debe cubrir toda la vida, no sólo una esfera privada marcada arbitrariamente, y su sistema jurídico tiene pocos recursos teológicos para establecer la independencia de la política de las órdenes divinas. Es una situación desafortunada, pero estamos en la misma situación, musulmanes y no musulmanes por igual. Los acomodos y el respeto mutuo pueden ayudar, así como normas que regulen las áreas de tensión, como la condición de las mujeres, los derechos de los padres sobre sus hijos, las expresiones ofensivas para las sensibilidades religiosas, normas de vestir en instituciones públicas y cosas parecidas. Los países occidentales han adoptado diferentes estrategias para tratar estos asuntos, algunos de ellos llegando a prohibir el uso de símbolos religiosos como el pañuelo de cabeza en las escuelas, otros permitiéndolos. Pero debemos reconocer que controlarlos es la orden del día, no la defensa de algún alto principio, y que nuestras expectativas deben seguir siendo bajas. Mientras una población considerable crea en la verdad de una teología política comprehensiva, no se podrá esperar una reconciliación completa con la democracia liberal moderna.

Mark Lilla es profesor de humanidades en la Universidad de Columbia. Este ensayo ha sido adaptado de su libro ‘The Stillborn God: Religion, Politics and the Modern West', que será publicado en septiembre.

30 de agosto de 2007
19 de agosto de 2007
©new york times
©traducción mQh
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