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el día que decidieron matarlo


[Abukar Albadri] Como periodista somalí, estaba acostumbrado a las amenazas. Pero una escalofriante llamada el día que mataron a dos de sus colegas, lo dejaron temblando.
Mogadishu, Somalia. La voz al otro lado de mi celular sonaba curiosamente calma, pero intensa.
"Abukar, le estoy llamando para informarle que hemos decidido tomar su vida", dijo el que llamaba. Miré mi celular por la identidad del que llamaba, y decía: "Privado".
"No merece vivir", dijo el hombre. "Tiene tres horas para decírselo a su familia y despedirse".
"¿Quién habla?", pregunté.
"Soy un hombre", fue la respuesta.

No era mi primera amenaza de muerte. Como periodista en Somalia, he recibido más amenazas de las que puedo llevar la cuenta. En algunas ocasiones, tipos enfadados me han maldecido como "títere" del gobierno de transición en Baidoa que cuenta con el respaldo de Naciones Unidas y de tropas etiopes. Otros me acusan de ser un "terrorista" que apoya a los rebeldes musulmanes.
Pero esta llamada ocurrió al final de uno de los días más oscuros de mi vida. Apenas unas horas antes había asistido al funeral de un amigo y colega, Mahad Ahmed Elmi, locutor de radio que fue asesinado a balazos una mañana de agosto. Después, cuando mis colegas periodistas y yo volvíamos del funeral, estalló a nuestro paso una bomba improvisada, matando a Ali Iman Sharmarke, otro prominente personaje en Mogadishu.
Este mes, un grupo de pistoleros mataron a otro amigo, Bashir Nur Gedi, director interino de Radio Shabelle, que había sido arrestado por fuerzas gubernamentales en septiembre.
Organizaciones periodísticas internacionales dicen que al menos siete periodistas han sido asesinados este año en Somalia. Nadie ha sido capturado o castigado por ninguno de esos atentados.
Después de colgar, decenas de preguntas pasaron por mi cabeza: ¿De qué soy culpable? ¿Quién son mis enemigos? ¿Por qué me persiguen a mí?
Pero por primera vez, una pregunta me obsesionaba: ¿Debo marcharme de Somalia?
He estado muchas veces junto a tumbas de amigos. Ahora imagino a mis amigos y familiares llorando sobre la mía.

Empecé a trabajar como periodista hace diez años, a los diecinueve, porque quería mostrar al mundo las cosas que no se saben sobre Somalia. Siempre he admirado a un primo mayor que trabajó como corresponsal de radio durante el régimen de Mohamed Siad Barre, que cayó en 1991.
Como periodista en la capital Mogadishu, he cubierto batallas callejeras, asesinatos y ejecuciones públicas. Me han apuntado con armas a la cabeza y he pasado por sobre retorcidos cadáveres en el camino. Me han llamado a ruedas de prensa en el palacio presidencial sólo para ser detenido por funcionarios corruptos que querían una mordida.
En el curso de los últimos años he visto ir y venir gobiernos y autoridades. Señores de la guerra, cortes islámicas, gobiernos de transición. Una cosa sigue igual: Cuando nuevos grupos llegan al poder, atacan a la prensa.
Hoy los periodistas que han dedicado sus vidas a contar las historias de Somalia se encuentran atrapados entre insurgentes suicidas y las brillantes armas de los dementes soldados del gobierno de transición. Todos quieren convertir a la prensa en títeres.
Este año el gobierno ha arrestado a más de cincuenta periodistas; ocho de ellos siguen tras las rejas. Funcionarios de gobierno han tratado de cerrar órganos de prensa e impuesto leyes que restringen las actividades de los periodistas.
De acuerdo al Comité para la Protección de los Periodistas, Somalia es el segundo país en el mundo en cuanto a bajas de periodistas después de Iraq.
Al mismo tiempo, los insurgentes nos han atacado y acosado, distribuyendo octavillas en muchos barrios amenazando con matar a los periodistas que perciben como amigos del gobierno. Este verano fuimos advertidos terminantemente que seríamos atacados si cubríamos la conferencia por la reconciliación del gobierno.
Yo acostumbraba pensar que con compromiso, dedicación y un corazón fuerte, yo podría sobrevivir. Ahora no estoy tan seguro. Este trabajo puede ser gratificante. Pero a veces creo que es una maldición.
Durante el reinado de la Unión de Tribunales Islámicos en 2006, observé a un guardia atar a un hombre de cincuenta años a una estaca después de que fuera encontrado culpable de haber matado a puñaladas a otro hombre. Luego, en conformidad con la interpretación de la ley islámica del régimen, el hijo de la víctima dio un paso al frente y cortó al acusado desde su ingle hasta la clavícula.
Algunas mujeres empezaron a ulular como demostración de respaldo, pero muchos espectadores vomitaron o se desmayaron. Yo desvié la mirada. La escena tuvo lugar frente a una escuela básica, y los alumnos miraban por sobre los muros. Pensé para mí mismo: ¿Qué está ocurriendo con mi país?
Se puso peor: En Marzo enfurecidas turbas arrastraron por las calles cuerpos de soldados del gobierno para finalmente quemarlos. Con balas y proyectiles volando en todas direcciones, decidí tomar algunas fotos, garabatear unas notas rápidas y marcharme.
Cuando estaba por marcharme, sentí un arma contra mi cabeza. Un miliciano me ordenó entregar mi cámara. Vacié mis bolsillos, elevé mis manos y supliqué por mi vida. Me quitó la cámara y el celular, luego se volvió hacia la enfurecida multitud y declaró que yo era un espía. La turba empezó a maldecirme y gritarme.
"Soy periodista, soy periodista", grité, mostrando mi carné de prensa. El sudor corría por mi cuerpo. Temía terminar como los soldados gubernamentales.
Sin embargo, el miliciano tenía otro plan en mente. Me llevó hacia sus jefes, ansioso de mostrar a su prisionero.
Tuve suerte. Los líderes de la milicia me conocían, y respondieron por mí. Me dejaron ir.
Sin embargo, esas experiencias no fueron el punto decisivo. Lo fue el asesinato de mis dos colegas en agosto. Pero no fue una decisión fácil. Nací y fui criado en Mogadishu. Marcharme sería como rendirme.
En lugar de eso, me oculté, abandoné mi casa, dejé de trabajar y limité mis movimientos.
Me puse desconfiado. Veía a los transeúntes como potenciales asesinos.
Un día, un amigo y yo estábamos mudándonos de uno de nuestros escondites hacia otro cuando se aparecieron tres hombres jóvenes detrás de nosotros. Empezamos a caminar más rápido. Ellos también empezaron a acelerar. Mi corazón marchaba a toda velocidad. Paramos para dejarlos pasar, y uno de ellos murmuró algo al pasar.
Pensábamos que estábamos seguros. Pero unos minutos más tarde, cuando llegábamos a nuestro destino, vimos a los mismos hombres acercándose. Nos paramos en seco. Yo empecé a rezar y a pedir la clemencia de Dios.
Mi amigo me dijo algo, pero yo no podía oír sus palabras. Cerré mis ojos y esperé las balas. Recordé al hombre en el teléfono hace unos días, el escalofriante odio de su voz.
Los tres jóvenes pasaron a nuestro lado, sacudieron la cabeza y nos dijeron hola.
¿Estaban tratando de intimidarnos? ¿Había algo impedido el ataque que planeaban? ¿Eran simplemente tres hombres de paseo?
Eso ya no importaba. Ya había tomado mi decisión.
Cinco días después dejé el país.

Albadri ha trabajado como periodista para varias organizaciones de prensa occidentales, incluyendo Los Angeles Times. Actualmente vive en Djibouti y espera volver a casa algún día.

5 de noviembre de 2007
29 de octubre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh

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