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sombrías historias desde zimbabue


[Robyn Dixon] Por donde viajes en el país se ven evidencias de decadencia y absurdos que serían cómicos si no fueran tan trágicos.
Nkayi, Zimbabue. Avanzábamos trabajosamente en una vieja camioneta casi sin frenos, esquivando los baches. Los pernos parecían gemir con el esfuerzo, pero Max Mkandla dice que el vehículo está funcionando bien. En realidad, habla como un padre orgulloso que comenta las proezas de su hijo inteligente.
"Estoy tratando de proteger estas llantas", dice Max. Guarda silencio un rato. Luego agrega: "Porque no tengo llantas de repuesto".
Ahora conduzco yo. El asiento no se desliza hacia adelante -lo que no es bueno para alguien apenas por sobre el metro 52, de modo que he metido bolsas con bultos y libros detrás de mí para alcanzar los pedales.
Repentinamente una ternera cruza patosamente el camino y yo aprieto los frenos, o en todo caso trato de hacerlo. No parece que nuestro caótico y rechinante movimiento se vaya a detener, pero finalmente disminuye la velocidad. La ternera trota hacia la seguridad.
Pero, en protesta, los frenos se pusieron todavía peor. Una línea de luces de emergencia parpadean furiosamente en el tablero. Cuando se lo señalo, Max toma el volante, pero a la hora el coche abandona.
"Se acabó, las luces de los frenos, todo", dice, deteniéndose en un terreno cubierto de matorrales. Estamos empantanados en el interior de Zimbabue sin cobertura telefónica en un camino por donde pasan pocos coches.
Abandono la esperanza de hacer algo. Se supone que debo investigar con Max, un esmirriado veterano de guerra convertido en activista, para un reportaje sobre el hambre. Pero nada es fácil en Zimbabue. Yo había planeado partir a las ocho. Pero con los problemas para adquirir diesel (y la elástica idea de Max sobre la puntualidad), nos llegó la hora de almorzar antes siquiera de ponernos en marcha.
Después de que el coche descansara un rato, Max lo enciende y decide que podemos seguir renqueando.
La música de las cigarras casi ahoga las metálicas vibraciones de la casetera. El artista zimbabuano Oliver Mtukudzi está cantando una balada en shona llamada ‘Bvuma': "Acepta que estás viejo. Acepta que estás agotado... No lo niegues, estás acabado". Podría haberla escrito para el vehículo de Max. ¿O gira sobre el todopoderoso presidente del país, Robert Mugabe, de 83 años?
Los caminos de Zimbabue cantan sus propios inolvidables lamentos por un pueblo y sus penurias.

Junica Dube sintió las primeras punzadas de su primer hijo. Quería que fuera un niño. En el Hospital, Dube trabajó y pujó, sola. No había analgésicos, ni comodidades en un sistema médico asolado por la escasez incluso de artículos básicos. Pidió ayuda, pero las enfermeras le dijeron que las llamara cuando tuviera realmente dolor.
"La enfermeras me dijeron que me mantuviera tranquila, que yo estaba haciendo demasiado ruido" , dice la mujer de 28 años. "Traté de no llamar la atención, pero sentía demasiado dolor".
Se sentía pequeña, asustada y terriblemente sola. Frente al patio de la maternidad, Luke, su marido, esperaba ansiosamente, con su hermana Daisy.
Pasaron dos días, pero el bebé no nacía.

Pese al coche y los caminos, Max y yo llegamos a una aldea llamada Nkayi, al oeste de Zimbabue. Hemos encontrado un mecánico. Resulta que hemos estado conduciendo durante bastante tiempo sin correa del ventilador.
Max dice que siempre lleva consigo una correa de recambio, pero hoy no.

Estamos sentados en la polvorienta plaza mayor, con el capó levantado y las ventanillas abiertas. Hace calor y Mtukudzi resuena por los altavoces. Un pequeño con un palo da vueltas por ahí y al ver a un viejo burro lleno de garrapatas, le da un golpe.

Cuando viajé a Zimbabue por primera vez en 2005, los residentes se inflamaban alabando la belleza del país, aunque se podía ver porqué se estaba marchando tanta gente. Más tarde, las cosas se pusieron todavía peor, aunque su atractivo me seguía seduciendo -es el tipo de lugar apartado y somnoliento, aunque amenazador, que habría sido una gran ambientación para una novela de Graham Greene.
La vida aquí está llena de dilemas que desafiarían su verosimilitud si fuesen imaginarios: Por ejemplo, ir a trabajar sale más caro que el salario que ganas. No existe una economía digna de mencionar, ni mercado negro donde incluso el gobierno pueda adquirir dólares. Y los hospitales, como aquel en que estaba dando a luz Junica Dube, sin medicinas y apenas empleados, son lugares de muerte, no de vida.

Toda vez que he venido a Zimbabue he conocido a alguien, me he hundido en su vida y vivido su historia por un momento. Terminas con una colección de historia desparramadas como fotografías sobre una mesa, algunas sobre la supervivencia, otras sobre el dolor. Una de esas fotografías es Junica Dube contando su historia en su casa, iluminada por una vela durante uno de los diarios apagones.
Pero muchas historias no llegan a ser contadas. Aquí es difícil hacer periodismo. Debido a que el gobierno rara vez entrega visas de periodistas a extranjeros, la mayoría de nosotros trabajamos clandestinamente, corriendo el riesgo de que nos encarcelen.
Así que cuando pregunté a unos activistas de la iglesia que sabían dónde se encontraba la gente que pasaba hambre que me llevaran a Nkayi, me dijeron horrorizados que eso era imposible. Todo el mundo preguntaría por la mujer blanca. Me vigilarían. Las autoridades serían advertidas.
Pero Max había ignorado esos temores. Ahora, sentada en el coche, observando a los aldeanos matando el tiempo en la polvorienta plaza, disfrutando de las últimas horas de su apacible domingo, las advertencias se atropellaban en mi cerebro.
Me ponga tiesa cuando un coche policial se detiene cerca y descienden tres hombres.
¿Vienen hacia mí? No.
Cuando el sol se hunde algo más, la voz de Mtukudzi es distorsionada por los zumbidos de los altavoces. Está cantando un tributo a los campesinos que producen el alimento.
La zona alrededor de Nkayi, dice Max, estaba en manos de granjeros blancos pero fue recuperada por colonos negros en 2000 durante la aplicación de la política de redistribución de la tierra de Mugabe. La agricultura industrial se vino abajo y las cosechas cayeron en picado. Ahora el país ni siquiera se puede alimentar a sí mismo.

Pasadas las cuatro encontramos una correa de ventilador y reparamos la camioneta. Pero no es demasiado tarde para mi reportaje. Tengo tiempo para hacer algunas entrevistas antes de que oscurezca. Cuando nos preparamos para salir de la ciudad a la puesta de sol, me ofrezco para conducir un rato y detecto un dejo de alarma en el rechazo de Max. Cree que le hago mal al vehículo.

Pero al tercer día, Junica Dube estaba exhausta y asustada. Los médicos y las enfermeras estaban peleando frente a ella, acusándose unos a otros de los errores cuando quisieron provocarle el parto. Le dijeron que tenían que volver a provocárselo.
"Le pregunté a las enfermeras: ‘¿No hay otro modo para que pueda parir?' Me dijeron: ‘Eso es todo lo que podemos hacer por usted'".
Su cuñada le dijo que pidiera una cesárea, pero "tal como estaban las cosas, es muy difícil pedir eso", dice Dube.

Al cuarto día, los doctores decidieron que Dube necesitaba una cesárea.
Su ánimo mejoró. Finamente su niño podría nacer.

En todas partes se observan en Zimbabue instantáneas de deterioro.
Por los lados de las carreteras pasan mujeres viejas con enormes ramas en sus cabezas, sacadas del monte.
Una camioneta sale de la ciudad con sus luces de emergencia parpadeando, un ataúd improvisado en la parte de atrás y familiares andrajosos lamentándose en torno a la caja. El viento es gélido.
En la carretera desde Sudáfrica, todoterrenos jalan remolques hinchados de cargas tan grandes como elefantes: artículos de consumo inexistentes en las miserables tiendas de Zimbabue.
Aquí las tiendas están tan vacías que la oficina de estadísticas del gobierno dice que es imposible calcular la tasa de inflación. (Economistas independientes calculan que varía entre el 40.000 y el 90.000 por ciento). Dada la profundidad de la crisis económica, es difícil entender cómo funcionan las cosas.
La respuestas se encuentra en una expresión zimbabuana: "Haremos un plan", que puede querer decir plantar tus propias verduras, ir al mercado negro, hacer treque, sobornar a algún funcionario, robar en tu lugar de trabajo y vender luego los artículos, comprar lo que necesitas en Sudáfrica o Botsuana, o tener trabajos múltiples para llegar a fin de mes.
Un periodista duplica su salario fabricando velas los fines de semana. Un empleado del Banco de la Reserva compra vacas y las sacrifica, para ganar algo extra. Un pintor de letreros vendes bocadillos hechos con pan difícil de encontrar. Los maestros, que pueden entrar sin visado a Sudáfrica, vuelven con aceite de cocina, masa de maíz, harina de maíz y azúcar, para revenderlos.
En Harare, el tenue barniz de normalidad y aires de plácida complacencia de la capital ha ido desapareciendo en los últimos años. Los ascensores en los pocos, modestos rascacielos, no funcionan. Espero en la cola de la gasolina mientras Mtukudzi canta una canción sobre un viejo díscolo que ha perdido el respeto de todo el mundo. Una niñita con un paraguas naranja baila en la lluvia.
Conducir por las calles de Harare es un negocio arriesgado. No se trata de las advertencias que te hacen los residentes sobre la policía secreta de Mugabe pululando como enjambres en toda multitud. El peligro son los peatones.
Cruzan las calles, envolviendo al vehículo como olas una roca. Se detienen a mirar a un ladrón, corriendo escopetado a través de la multitud, con una cola de sudorosos perseguidores.
En el hacinado mercado de Mupedzanhamo, en Harare, conozco a un comerciante rasta rodeado de pieles disecadas de babuinos y unas cosas gordas en frascos que están aprovechando la escasez de medicinas occidentales -cuando estás desesperado, cualquier cura parece atractiva.
Me ofrece un diminuto trozo de madera del tamaño de la mitad de mi uña más chica. Dudo. Es una cura llamada ‘Hoy y mañana', que dice que destruirá toda infección o impureza que tenga en el cuerpo. Su desagradable sabor ácido y amargo empieza a quemarme tan rápidamente que es imposible seguir chupándolo. Me lo trago rápidamente, sintiendo la abrasadora sensación arrastrarse en mi gaznate y estómago, provocándome una mareante náusea que dura horas.

En el camino de Harare a Bulawayo, hay un cerro llamado Acre de los Héroes donde yacen los famosos veteranos de la victoriosa insurrección de Mugabe contra el gobierno de la minoría blanca de Ian Smith en los años setenta. Al pasar por ahí, siento una punzada de curiosidad de ver el alto obelisco diseñado en Corea del Norte que hay en su interior, pero para entrar ahí se necesita un permiso especial del gobierno. Los vecinos se encogen de hombros ante mi interés y dicen que el lugar está habitualmente desierto. Pero de vez en vez en el partido gobernante estallan peleas por celos sobre quién merece ser enterrado aquí.
Los abundantes controles en la carretera son principalmente un instrumento para que los policías mal pagados puedan cobrar sobornos. Últimamente no pueden incluso encontrar coches o combustible para dotar los controles.
Pero los controles se ponen serios si el gobierno tiene alguna gran campaña, como la Operación Murambatsvina (Saquemos la basura) de hace dos años, cuando los militares invadieron municipios y arrasaron con las chozas. El gobierno de Mugabe dijo que eso puso fin a la delincuencia y se recuperó la limpieza y el orden. Pero sólo se atacó zonas que habían votado por la oposición.
Entonces en los municipios el aire estaba lleno del polvo de las demoliciones. La ruta desde Harare a Bulawayo parecía el camino de una zona de guerra, con gente desesperada arrastrando carretillas con sus enseres.
Una noche durante la operación, me pararon en un control cuando iba saliendo de una de esas zonas. Descuidadamente había dejado notas de entrevistas entre las páginas de una guía, entre folletos y mapas.
La policía nos ordenó descender del coche y empezaron a registrar el vehículo. Revisaron meticulosamente los bolsillos, el maletero, mi mochila. Levantaron los asientos. Un agente cogió el libro con mis notas y empezó a hojearlo. Yo desvié la vista.
Por un momento sentí algo del temor con el que viven los zimbabuanos, como una fina e invisible red que se pega a todo el mundo.
Pero cuando volví a mirar, había dejado el libro en el coche.

Al cuarto día del parto de Junica Dube, "las enfermeras empezaron a decir: ‘Estamos tratando de salvar la vida del bebé, no la suya'", dice. "Pensé, lo que tiene que ocurrir, tiene que ocurrir. Si muero yo o si muere mi bebé, lo aceptaré".
Su hijo nació vivo, con una cesárea. Pero débil. La madre yacía inconsciente.
El doctor se marchó rápidamente para ver un partido de fútbol. Pero repentinamente una enfermera corrió tras él, diciéndole que volviera. Luke Dube y su hermana podía oír a las enfermeras susurrar en la sala de espera. Luego, un largo silencio.

El nombre del autoestopista es Efficient. Es otro viaje, otro día, hacia el sur mientras expone un apasionado diagnóstico de los males del país. La gente ni siquiera puede encontrar jabón, un elemento básico que era barato y siempre disponible en las tiendas. Y hoy, cuando hay, es impagable.
Dice que nadie en Zimbabue es completamente honesto. Para viajar en un autobús del gobierno tienes que mojar al chofer, así que prefiere hacer autoestop o viajar arriba de trenes.
Efficient es un cómico nato, contándome hilarantes historias como precio del viaje, hasta que lo dejo en una ciudad inundada por la lluvia junto a un camino tan lleno de hoyos que es casi intransitable.

En todo el país los caminos abundan en autoestopistas. Pululan en torno a las camionetas; se asoman como enormes y dignos pájaros encima de gigantescos camiones. Algunos llevan bebés a la espalda; otros esperan con enormes sacos. Incluso los soldados hacen autoestop para movilizarse, parados prominentemente al frente de la multitud, mirando a los conductores, desafiándolos a recoger a alguien más.
Efficient no es el único autoestopista que me cuenta su historia en mi viaje por el país. En otro viaje, con un activista de la iglesia en un enorme camión rojo al oeste de Zimbabue, paramos para recoger a dos adolescentes, Patrick y Sarah, alumnos de un internado que van a casa a comer. Cada vez que pregunto algo, Sarah se cubre la boca tímidamente y le da la risa tonta.
Los dos están excitados porque nunca estuvieron antes en la cabina de un vehículo. Vienen de un lugar llamado Peligro, bautizado así por sus ancestros en un lugar alto con un río. Imagino despeñaderos cortados a pico sobre un torrente. Una hora después, cruzamos un pequeño puente a unos metros sobre un escuálido arroyo.
"Aquí es, esto es Peligro", dice Sarah.
En la aldea cercana, dos agentes de policía nos piden que los llevemos. Mi amigo activista accede a regañadientes. En el camino los reprende por arrestar y golpear a la gente sin razón alguna, ignorando sus poco efectivas protestas de inocencia.
El activista pidió no ser identificado, por temor a repercusiones que le puedan hacer difícil su trabajo. Como todos los demás, tiene algo que temer.
La elite tiene miedo de perder sus privilegios y riqueza, o de ser arrestados como traidores si caen en desgracia. Los vendedores y minoristas temen ser encarcelados por sus actividades en el mercado negro, o por violaciones de las estrictas leyes de divisas y control de precios. La oposición y activistas de derechos humanos temen ser arrestados, golpeados, torturados o ‘desaparecidos'.
La gente cree que la policía secreta está en todas partes, escuchando las conversaciones por teléfono, revisando y leyendo el correo electrónico. Si el aparato de seguridad de Mugabe es grande, el temor que inspira es todavía mayor.
La gente camina por la hoja de un cuchillo. Incluso dar a luz da miedo.

Luke Dube esperó durante lo que le pareció un largo rato, y luego el doctor le dijo que su bebé había muerto. Era un niño. El doctor parecía fastidiado cuando esquivaba las preguntas sobre qué había salido mal. A la mañana siguiente, una enfermera le dijo la verdad a la madre.
"Cuando vi su cuerpo, sentí que estaba vivo", dice Junica Dube.
Estaba todavía en el hospital cuando se realizó el barato funeral. Ni siquiera pudo ver cuando depositaron el pequeño ataúd en la tierra.
Yo di con la historia de Junica Dube mientras escribía un artículo sobre los hospitales, que resultó que significa escribir sobre la muerte.
Han pasado apenas unos días tras la muerte del bebé; Junica está todavía en el hospital, demasiado traumatizada como para hablar. La tía del bebé, Daisy, es la primera en contar fragmentos de la historia.
Daisy habla de un tipo diferente de heroísmo que aquel celebrado tan grandiosamente en el Acre de los Héroes: simplemente la lucha para dar a luz y nacer en un país donde nada funciona.
"Para mí, ellos son los verdaderos héroes", dice orgullosa, y repentinamente mi libretas de notas se llena de lágrimas. Le quiero hacer otra pregunta, pero no me salen las palabras.
En Zimbabue, los caminos desaparecen. La gente muere demasiado joven.
Una noche conduzco mientras Mtukudzi canta mi balada favorita, ‘Akoromoka Awa', una elegía por los que han muerto.
Me detengo junto a un cementerio. En las tumbas crecen cardos y malezas. La mayoría de las tumbas son simplemente montones de tierra, decorados con flores de plástico amarillas y azules, y un letrero de metal pintado a mano como lápida. Hilera tras hilera, tumba tras tumba, las fechas conmemoran a gente joven.
Aquí está enterrado el bebé de Junica Dube, su tumba marcada por una lápida de hojalata con sólo una fecha.

robyn.dixon@latimes.com

2 de enero de 2008
22 de diciembre de 2007
©los angeles times
cc traducción mQh
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