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perra rica


La batalla legal por los fondos fiduciarios para mascotas.
[Jeffrey Toobin] La vida de Leona Helmsley es un perfecto ejemplo de la perogrullada de que el dinero no hace la felicidad. Nacida en 1920, se sobrepuso a una juventud en la pobreza en Brooklyn para convertirse en una exitosa corredora de condominios en Manhattan, posándose finalmente, en los años sesenta, en una firma de propiedad de Harry B. Helmsley, uno de los agentes inmobiliarios más importantes de la ciudad. Los dos se casaron en 1972, y Leona se convirtió en el rostro público de su imperio, la autoproclamada ‘reina’ de la cadena de hoteles de Helmsley. En una serie de anuncios que fueron publicados en la revista Times y en otras publicaciones, el rostro de Helmsley se convirtió en símbolo de la celebración de la riqueza en los años ochenta. Ella no aceptaba toallas chicas. "¿Por qué las aceptaría usted?"
En privado, según se supo, la sonriente monarca era más déspota que exigente. Durante toda su vida, Leona dejó tras de sí un reguero de ruinas: parientes amargados, empleados despedidos y, fatídicamente, impuestos impagos. Sabiendo que los Helmsley habían usado fondos de la compañía para remodelar su enorme mansión, Dunnellen Hall, en Greenwich, Connecticut, los socios contrariados filtraron los archivos al Washington Post. Entre las cuentas cargadas a la compañía se encontraba una por una pista de baile de un millón de dólares instalada sobre una piscina; un reloj de plata de cuarenta y cinco mil dólares; y una mesa de juego de caoba de doscientos diez mil dólares. En 1988, la fiscalía de Estados Unidos acusó a la pareja por evasión de impuestos, entre otros delitos. (Harry Helmsley se libró del juicio por su mala salud; murió en 1997, a los 87 años). En el juicio, una ama de llaves declaró que Leona le había dicho: "Nosotros no pagamos impuestos. Sólo la gente chica paga impuestos" y el público se calentó con una fogata de tabloides armada debajo de la Reina de la Maldad. Leona fue condenada por múltiples cargos y pasó dieciocho meses en una prisión federal. Tras su liberación, llevó una vida recluida y murió en Dunnellen Hall el 20 de agosto de 2007.
Tras la muerte de su marido, Leona Helmsley adquirió un perro llamado Trouble, una perra maltés. En su testamento, que hizo dos años antes de su muerte, Helmsley destinó doce millones de dólares a un fideicomiso para cuidar de Trouble. Además, instruyó que cuando muriera Trouble, la perra debía "ser enterrada junto a mis restos en el Mausoleo Helmsley", en el Cementerio de Sleepy Hollow, en el condado de Westchester. Helmsley no dejó más que un puñado de herederos en el testamento, y dejó la mayor parte de su fortuna a la Fundación Leona M. y Harry B. Helmsley. Según cifras mencionadas en documentos judiciales, ese fondo puede tener un valor de cerca de ocho mil millones de dólares, lo que convertiría a la fundación en una de las diez fundaciones más importantes de Estados Unidos. (La fortuna de Leona era enorme debido a que Harry le dejó la suya). De acuerdo a una ‘misión’, que Helmsley firmó el 1 de marzo de 2004, el fondo debía incurrir en gastos para "propósitos relacionados con el cuidado de los perros". El monto de los legados, a Trouble y a los perros en general, ha provocado asombro universal.
De hecho, el motivo detrás del testamento de Leona Helmsley -su deseo de dejar su fortuna a los perros- es más común de lo que se podría suponer. Los amantes de las mascotas (muchos de los cuales prefieren ahora el término ‘animal de compañía’) han montado una revolución silenciosa en la ley que permite, de hecho, que los animales pueden heredar y gastar dinero. Se ha convertido en una rutina que los perros reciban dinero y propiedades bajo la forma de fideicomisos, y ya existe al menos una fundación importante dedicada a ayudar a los perros. Estos cambios han sido orquestados por una red de abogados y animalistas, en gran parte sin ninguna oposición, para reducir las distinciones jurídicas entre humanos y animales. Ya están haciendo planes para gastar los miles de millones de dólares de los Helmsley.
Para una pareja que llegó a ser emblemática del Nueva York de fines del siglo veinte, Harry y Leona Helmsley formaban una extravagante pareja. Harry, nacido en 1909 y criado en el Bronx, tenía dieciséis cuando se unió a una pequeña firma inmobiliaria de Manhattan como recadero por doce dólares a la semana, y pronto se hizo camino para convertirse en socio. En 1938 se casó con Eve Green, una viuda. Alto, encorvado, un adicto al trabajo antes de que se inventara el fenómeno, Helmsley empezó a comprar edificios que eran, en cierto sentido, un reflejo de sí mismo -gris pero rentable. Colaboraba a menudo con un grupo rotante de socios en diferentes proyectos, hasta que, en 1961, se hizo con algunas memorables adquisiciones, como el Empire State Building. Pero llegaba a extremos para evitar llamar la atención sobre sí mismo. Él y Eve no tuvieron hijos. "Mis hijos son mis propiedades", dijo alguna vez.
En contraste, Lena Rosenthal, era una presencia estridente y conflictiva, aparentemente desde que nació. (Más tarde se cambió el nombre a Leona Roberts). Casi todos los aspectos de su biografía han sido puestos en duda, especialmente si ella era la fuente de información. Afirmaba haber trabajado como modelo para los cigarrillos Chesterfield en sus primeros años, pero las pruebas son elusivas. Se casó tres veces, pero en general reconocía haber tenido sólo dos maridos. Se casó con Leo Panzirer en 1940, divorciándose doce años más tarde. Luego se casó y divorció de Joseph Lubin (en sus últimos años simplemente dejó de mencionarlo), antes de casarse con Harry Helmsley, que abandonó a la que había sido su esposa durante treinta y tres años poco después de la llegada de Leona a su firma. Leona tenía un hijo, Jay Panzirer, que murió en 1982, debido a una afección cardiaca, a los cuarenta años. Jay Panzirer tuvo cuatro hijos, y esos nietos le sobrevivieron. El testamento sugiere que las relaciones entre ella y sus únicos descendientes eran tensas.
Leona tenía relaciones conflictivas con casi todo el mundo, excepto Harry. En particular despreciaba a la viuda de Jay, Mimi, su tercera esposa, por razones que Mimi dijo más tarde que nunca entendió. Tras la muerte de Jay, los Helmsley procedieron inmediatamente a expulsar a Mimi y al nieto mayor, Craig, de su casa en Florida, que era propiedad de una sucursal de Helmsley. Durante los años siguientes los Helmsley presentaron no menos de seis demandas contra Mimi, diciendo que tenían derecho al dinero de Jay, una suma claramente modesta en comparación con su propia fortuna. Después de cinco años de encarnizado litigio, Leona ganó casi dos tercios de los doscientos treinta y un mil dólares en cuestión. Como resultado del triunfo jurídico de Leona, cada uno de sus nietos heredó de su padre poco más de cuatrocientos dólares.

6 de octubre de 2008
29 de septiembre de 2008
©new yorker 
cc traducción mQh
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