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la misión de john kaiser


Su misión en Kenia no se limitaba a la iglesia. Era uno de los pocos miembros estadounidenses de la sociedad de Misioneros de Mill Hill, de Londres, que necesitaba sacerdotes en África. Otros sacerdotes le advirtieron sobre el peligro que corría, pero siguió hablando y denunciando al gobierno, hasta que lo mataron.
[Christopher Goffard] Lolgorien, Kenia. Donde quiera que fuera, el hombre de Dios iba con su escopeta. Como su dueño, el arma calibre 12 de dos cañones estaba vieja y rota en algunas partes, cubierta por el polvo de kilómetros de difíciles caminos africanos. Mantenía juntas las partes astilladas con un pedazo de goma negra, y creía que podía ser su única protección, salvo por el buen Señor y su nombre estadounidense, en un país que no había sido nunca tan peligroso.
De día se aventuraba en lo más profundo de la sabana para visitar las dispersas iglesias de su enorme parroquia. La escopeta yacía en el asiento de su camioneta Toyota, junto a las cuentas del rosario y la caja en que llevaba los objetos de la misa. Sus fieles llegaban desde los cerros, envueltos en sus brillantes túnicas tribales, para oírlo hablar en suajili sobre el Salvador resucitado, para recibir la hostia en la lengua.
Su parroquia de ladrillos rojos estaba junto a un inmenso valle que se extendía hacia la pradera de Serengeti, y de noche la escopeta se quedaba con él mientras volvía a controlar los candados y atravesaba el pasillo hacia su espartano cuarto. La mantenía a su lado mientras subía a su estrecha cama de somier de metal y dormía irregularmente, las hienas riendo y tosiendo en la oscuridad frente a su ventana.
La mantenía esa mañana de febrero de 1999 cuando arreglaba su cuello romano; se subió a la camioneta y condujo durante horas por caminos en mal estado que causaban estragos en su cuello artrítico. Finalmente, llegó a un sencillo edificio oficial llamado Ayuntamiento de Nakuru.
Este era el escenario de la Comisión Akiwumi, un tribunal creado para investigar las causas de los enfrentamientos tribales que en los últimos años habían costado la vida a más de mil personas en Kenia. Pero muchos sospechaban que su verdadero propósito era ocultar el importante papel que jugó el gobierno en la violencia.
Enteró a la atiborrada sala. Era un hombre de espaldas anchas y brazos largos, de manos curtidas por el trabajo y pelo ralo y canoso. Tres jueces miraban desde el estrado debajo de sus pelucas empolvadas -un vestigio de la justicia colonial británica. Se sentó en una silla ante un micrófono, sobre una mesa cubierta de raspaduras.
Cuando empezó a hablar, con su voz firme y compuesta, era imposible saber que había estado viviendo en un estado de terror durante semanas, temeroso de que no le permitieran hablar, con miedo a que una vez que empezara, no lo dejarían terminar.
Nadie pudo haber previsto que este clérigo estadounidense, enigmático y profundamente excéntrico, se convertiría en un héroe nacional para los keniatas, y su nombre sería un grito de guerra.
Aparte de su iglesia y las tribus a las que atendió durante los 35 años en una exuberante y palúdica región del este de África, pocos habían oído hablar de John Kaiser, de Minnesota, misionero y ex paracaidista del ejército norteamericano. Todavía no ha sido liberado de su cuerpo dolorido ni de su desordenada humanidad hacia la abstracción, como un símbolo limpio y perfecto.

Llegó a Kenia en diciembre de 1964, en una lancha, entrando al duro sol ecuatorial con un talego del ejército debajo del brazo. Su sociedad misionera, la congregación de Mill Hill, de Londres, necesitaba sacerdotes en África. Kaiser tenía 32 años y se acababa de ordenar.
Asignado a las fértiles tierras altas al occidente de Kenia, construyó iglesias en todo el campo, estructuras rápidas y crudas de tierra rojiza y arena del lecho de los ríos. El sacerdote, un hombre sólido de un metro noventa, subía escaleras con los bolsillos llenos de ladrillos y jalaba con una soga las vigas para los tejados.
Aprendió a llevar consigo un pan de jabón marrón para parchar grietas en el motor de su camioneta, y se sentaba en un cajón de embalaje cuando se rompía el asiento delantero. Aprendió a llevar agua bendita en una botella de Coca-Cola, y cuando olvidaba las hostias de la comunión, usaba un chapati, una galleta de pan, para su transubstanciación en el cuerpo del Salvador.
Bautizaba y sepultaba, oía confesiones a la sombra de los eucaliptos, observaba cómo el SIDA y la malaria se llevaban a miles. Cortaba leña para las viudas, construía toscas escuelas, vadeaba ríos desbordados para llegar a los fieles. Administró los sacramentos a una niña de dieciocho agonizante, que los recibió serenamente, y escribió: "En esos momentos, no cambiaría por nada mi posición de sacerdote".
Arrastraba los cuerpos hasta camposantos ancestrales en lo más profundo de la selva, para depositarlos con oraciones en el fondo de la tierra.
El país, con su furiosa luz y su impenetrable oscuridad, sus hileras de maíces gigantescos y temporadas de hambre, era suficientemente grande como para contener sus dos personalidades dispares: el sacerdote y el paracaidista, el sanador y el cazador, el cuello y la escopeta, el hombre de obediencia que retaba a las autoridades.
Siempre hubo dos John Kaiser, y a veces su coexistencia era difícil. Cuando crecía en una sucia granja de Minnesota, prodigaba tanta atención a los rifles en sus dibujos de guerra como a la lana de oveja en los belenes de la escuela.
Durante su período de servicio en tiempos de paz en la División Aerotransportada 82 en el Fuerte Bragg, Carolina del Norte, era el soldado entusiasta que dominaba la estocada con bayoneta, saltaba en el cielo desde un Flying Boxcar y se hincaba en la capilla preguntándose si podría matar.
Era el gracioso misionario de selva que estrechaba cada mano que podía encontrar y se retiraba durante horas a la soledad de la sabana.
Se rompió los huesos gracias a las veces que volcó en moto, sobrevivió el tifus y la hepatitis y una viga de tejado que le cayó en el cuello. Un tirador de primera, desaparecía entre el pasto elefante, acechando ñúes e impalas, jabalíes y cebras. Troceaba la carne con su machete y la repartía en las escuelas. Tallaba la culata de sus armas y hacía sus propias balas. La caza ilegal había sido prohibida desde fines de los cincuenta, pero esa era una ley humana y, por tanto, negociable.

Kaiser llevaba la crónica de su vida en cartas a sus amigos y familiares, llevando la cuenta de los animales que había matado, escribiendo a casa para pedir una ballesta, describiendo encontronazos con leones. Las cartas también mostraban su desencanto con el presidente Daniel Arap Moi, un hombre al que había llegado a considerar como un "gran príncipe cristiano".
Moi se hizo con el poder en 1978, sucediendo al héroe de la independencia Jomo Kenyatta, que era kikuyu, el grupo étnico más grande del país. Moi provenía de la tribu kalenjin, más pequeña y débil y sin nada del magnetismo de Kenyatta.
Sin embargo, se convertiría en uno de los dictadores de uno de los regímenes más prolongados del continente. Moi destruyó la independencia judicial, puso en la ilegalidad a los partidos de oposición y empezó a encerrar a sus enemigos en cámaras de torturas, desnudos y sumergidos en aguas fétidas.
Los territorios tribales habían sido revueltos por los británicos y más tarde por Kenyatta, y Moi explotaba los resentimientos que se venían gestando desde hace mucho tiempo. Convirtió en práctica el robo descarado de tierras, recompensando a los aliados y expropiando a los grupos rivales.
A fines de los años ochenta, Kaiser, que trabajaba entonces en la diócesis de Kisii al occidente de Kenia, vio cruzar el campo a miles de campesinos acarreando con sus pertenencias. Los caciques políticos habían enviado a guerreros masai a desalojarlos de sus tierras, escribió, quemando sus casas y destruyendo sus escuelas.
Kaiser se lo contó a su obispo, Tiberius Mugendi, un viejo keniata al que consideraba su padre espiritual. Imposible, dijo Mugendi. La intervención de las tropas del gobierno significaría reprobar a Moi, y Moi era el padre de la patria.
"Como Poncio Pilato, me lavé las manos pensando que tenía un montón de trabajo en una parroquia concurrida", escribió Kaiser. "Al actuar así, almacené más combustible para una larga estadía en el purgatorio".
Luego vino el colapso de la Unión Soviética y el fin del reflexivo apoyo occidental a Moi, que se definió a sí mismo como un bastión contra el marxismo. Los países donantes insistieron en elecciones libres.
A fines de 1991 Moi aceptó a regañadientes un régimen multipartidista, pero los meses que siguieron parecieron confirmar su advertencia -o, según lo vieron muchos, su amenaza- de que en un país de lealtades étnicas divididas, la democracia sólo conduciría a un derramamiento de sangre. Para asegurar la supremacía de su partido, Moi utilizó sus milicias para hacer la guerra contra los bastiones de la oposición.
Mientras las aldeas ardían en un pandemónium de llamas, flechas y machetes, Kaiser hablaba en reuniones en iglesias, denunciando la incapacidad de Mugendi de protestar con energía contra esos ataques. También atacó los criterios del obispo en la gestión de la diócesis, su elección de la directora de la escuela, su método de interrogar a los catequistas. La conducta de Kaiser resquebrajó una prohibición cultural muy enraizada: Un obispo africano, como un presidente, era una figura paterna que no debía ser desafiada.
"Mi conciencia está limpia y no pediré excusas por ninguna de mis declaraciones y opiniones. Siempre puedo admitir y lamentar el hecho de que sea un zopenco poco diplomático, pero para mí ese no es el punto", escribió Kaiser a un amigo en junio de 1992.
Otros sacerdotes advirtieron a Kaiser que su estilo era "demasiado americano", demasiado polémico. Sin inmutarse, expuso sus quejas en una carta y la repartió en la iglesia. El obispo envió una carta a la sociedad misionera de Kaiser: Retiren a ese sacerdote de mi diócesis.
Kaiser, que había pasado décadas con la gente de Kisii, estaba devastado. No abandonaría la diócesis sin una orden directa de Mugendi. Esperó durante horas frente a la casa del obispo en Kisii, exigiendo ser recibido. Mugendi salió de casa y se subió a su coche. Se negó a reconocer la presencia del sacerdote.
"Quiero su bendición", dijo Kaiser, colocándose de rodillas ante el coche del obispo. Se quedó así hasta que el obispo cedió, despachándolo con un rápido gesto, su mano trazando una cruz en el aire.

Fue así como, exiliado de Kisii, se encontró nombrado capellán de una mísera ciudad de tiendas en un cerro a 160 kilómetros al este. Era julio de 1994. Tenía 61 años. El lugar se llamaba Maela, y Kaiser dijo que aprendió mucho más sobre la crueldad del régimen de Moi en los seis meses que pasó allá que en las tres décadas anteriores.
De Maela la gente recordaba el polvo. Lo sentían en sus dientes, y lo tosían en sus manos y dormían con él en sus mantas. Envolvía sus casuchas de polietileno donde las familias se acurrucaban contra el frío. Cubría la choza de adobe y cañas donde Kaiser pasaba la noche, incapaz de dormir debido a los gemidos que llegaban a sus oídos.
Horrendos accidentes eran cosa común en las tiendas atiborradas. Los niños chocaban con las cacerolas al fuego y se escaldaban con agua hirviendo. Los infantes se asfixiaban con el humo del carbón. Florecían las enfermedades. "Este es un lugar terrible", dijo. "Un páramo".
Los refugiados, en su mayoría de la tribu kikuyu, habían sido un bastión de la oposición expulsados de sus granjas por guardabosques, agentes de policía y guerreros. Cuando las condiciones de vida llegaron a oídos de la prensa internacional, Moi decidió erradicar el campamento. Cuando gentes del gobierno lo arrasaron el 23 de diciembre de 1994, la policía retuvo a Kaiser. Observó cómo los hombres quemaban las tiendas y golpeaban a los refugiados, para hacerlos subir a camiones que los dispersarían por todo el campo.
Cuatro días más tarde, agentes de policía llegaron a buscar a Kaiser y varios cientos de personas que se habían refugiado en una iglesia. Anunció que no se marcharía pacíficamente. Lo dominaron, lo esposaron con las manos a la espalda y se marcharon con él en su Land Rover. El vehículo se perdió en la noche dando bambazos mientras las botas de los agentes aplastaban los miembros y la cabeza de Kaiser contra el suelo de metal. Lo arrojaron frente a una iglesia.
Como "una gran pena", definió Kaiser su retiro de entre los refugiados. Más tarde se fanfarronearía de que se necesitó todo un pelotón de policías para subirlo al vehículo. Los diarios informaron sobre su detención. Se había convertido en un espectáculo, aunque todavía menor.

Eso es lo que, finalmente, lo que lo llevó a una remota casa de ladrillos en el corazón del territorio masai. Su nuevo obispo lo envió allá, al borde sud-occidental del país, a una aislada comarca llamada Lolgorien. "Para protegerme, sin duda", escribió Kaiser.
Era un lugar donde los pastores masai usaban las espinosas ramas de las acacias para proteger, por la noche, sus pueblos de chozas de barro contra los leones. Incluso entrado en sus sesenta, Kaiser era suficientemente rápido como para cazar a un conejo con una piedra o un antílope dik-dik con un machete. Con la ayuda de la gente del pueblo construyó una sencilla iglesia de ladrillos rojos encimada con metal corrugado, como muchas de las que había visto en el campo.
Maela lo angustiaba. En su casa parroquial, escribió un breve manuscrito y lo envió a todo el mundo: amigos, jefes de la iglesia, la sociedad misionera. Le escribió a Paul Muite, un político de oposición con el que había trabado amistad, y le pidió ayuda para que la publicaran. La gente le advirtió que lo podían deportar o asesinar.
"Quiero que sepan todos que si desaparezco, porque la selva es grande y las hienas muchas, que no estoy planeando ningún accidente, ni, Dios no lo quiera, ninguna autodestrucción", escribió Kaiser.
En sus travesías por el campo, acumuló los ingredientes de una acusación. Reunió las escrituras de propiedad de los granjeros expulsados. Documentó los llamados del gobierno a expulsar a los no masai del Great Rift Valley. A medida que los aldeanos contaban sus pecados, el ritual de la confesión se convirtió en una ventana a la historia subterránea del país, su pasado de tierra y sangre.
Su cuerpo empezó a fallar. Viajó a Estados Unidos para someterse a un tratamiento para su cáncer a la próstata. Llevaba un collarín para aliviar la agonía de sus vértebras y huesos aplastados. Contra el consejo del osteópata, para llegar a los masai recorría los cerros en su moto y pasaba las noches en sus chozas de estiércol y ceniza, volviendo a casa arrastrándose y lleno de piojos y pulgas.
Cuando se acercaban las elecciones de diciembre de 1997, nuevamente la carnicería étnica asoló el país. Moi se aferró al poder mediante fraude y expulsiones en masa. En las reuniones en la iglesia, Kaiser despotricaba contra la pasividad de la iglesia, lo que llamaba "el escándalo de nuestra falta de liderazgo". Entre sus objetivos se encontraba el nuevo obispo, un inglés llamado Colin Davies, que le dijo a Kaiser: "Mira, no te dediques a provocarlos".
Kaiser estaba acostumbrado a hacer sentir incómodos a sus colegas. Clérigos sensatos sabían lo vulnerable que podía ser una casa parroquial, cómo hablar demasiado fuerte ponía en peligro no solamente a ti mismo, sino a todos los demás a tu alrededor. Para poder atender las necesidades espirituales de la gente, se pensaba entonces, la iglesia dependía de la buena voluntad del gobierno.
La lógica de Kaiser era diferente. ¿No era el papel de la iglesia aliviar el sufrimiento, y no era el "mal fundamental" del país, su lucha fratricida, obra del régimen? "¿Por qué entonces aceptamos tan fácilmente la admonición de los ministros de gobierno de que los religiosos debemos mantenernos alejados de la política?", escribió Kaiser. "¿La exagerada adulación con que tratan tantos líderes, incluso religiosos, al presidente Moi, es respecto verdadero, o es miedo?"

Era obvio en Kenia que cuando Moi necesitaba una táctica dilatoria, una distracción, una cortina de humo, formaba una comisión. El objetivo explícito de la comisión formada en julio de 1998, bajo la presidencia del juez Akilano Akiwumi, era investigar los enfrentamientos tribales que se habían cobrado la vida de más de mil personas en los últimos siete años.
Kaiser vio una oportunidad, una plataforma pública. Sabía que los líderes de la iglesia consideraban su ansiedad por denunciar inútil, imprudente o ambas cosas a la vez. El obispo Davies consideraba el tribunal "una pérdida de tiempo" -¿pensaba Kaiser que Moi iba a cambiar de opinión?-, pero no se opuso.
El sacerdote pensaba nombrar a los culpables. Pidió oraciones. Se sentía "muy solo". Sin embargo, le contó a un amigo keniata, el carpintero Melchizedek Ondieki: "Estados Unidos me defenderá. La iglesia me defenderá".
Para hacerle compañía a Kaiser mientras se preparaba, el obispo envió a otro sacerdote de la congregación de Mill Hill, un sociable irlandés llamado Tom Keane, para vivir con él en Lolgorien.
Keane se enteró pronto de la intensidad de los temores de Kaiser. Tenía pesadillas que lo hacían despertar gritando. Iba con su escopeta a misa, la llevaba en su camioneta, en su moto. Dormía junto a ella en su cama, contó Keane, "como si fuera una mujer".
Keane observó a Kaiser pasar de estallidos de entusiasmo, ardiendo de propósito, al abatimiento más profundo. En la cama, Kaiser jugaba al solitario. Leía el Eclesiastés. Hacía balas.
Una noche, Keane lo invitó a sentarse en la galería de la casa parroquial con vista a un árbol de las salchichas y una ondulante sabana. Después de un día de labores pastorales, a Keane le gustaba relajarse con una cerveza y escuchar a las hienas. "Es una bonita tarde, John", le dijo.
Kaiser se negó a unirse a él. La oscuridad era intensa y total. No quería convertirse en blanco de los enemigos que podrían estar acechándolo.

"He trabajado como misionero en este país durante 35 años, pero debería sentirme como invitado", empezó Kaiser su declaración el 2 de febrero de 1999. "Hay cosas que un invitado normalmente no hace cuando está en la casa o el país del anfitrión. Una de esas cosas... es criticar al gobierno de ese país".
Pero dejó en claro que eso era lo que pensaba hacer. Narró en detalle los horrores de Maela. Describió cómo miles de campesinos debieron huir de la violencia policial. Dirigió su ataque contra Julius Sunkuli, un abogado masai y miembro del creciente círculo íntimo de Moi. Dijo que la reelección de Sunkuli al parlamento era fraudulenta y lo acusó de organizar las expropiaciones de tierra en los días previos a las elecciones de diciembre de 1997.
Nombró más nombres. Declaró que era de "conocimiento general" que los ministros del gabinete, William Ole Ntimama y Nicholas Biwott habían organizado el adiestramiento de matones para aterrorizar a los campesinos.
El abogado de Biwott se levantó para denunciar a Kaiser, calificando sus acusaciones de "totalmente despreciables".
Para rembolsar a los despojados, dijo Kaiser, los funcionarios de gobierno deberían vender sus propias propiedades. Deberían rezar, dijo, "por su confesión, condena, arrepentimiento, y para restituir a la gente sin tierra".
Al día siguiente, los grandes diarios del país publicaron extensos relatos sobre su testimonio. Sunkuli respondió furioso, y amenazó con deportar a Kaiser. "Los cristianos van a estar mejor sin él en el distrito", dijo Sunkuli.
Mientras se preparaba para su segundo día de testimonio, Kaiser escribió a su hermana que esperaba que, en caso de que muriera, pudiera llegar a su funeral. "Espero que tengas el pasaporte al día", escribió.
Volvió el 11 de febrero de 1999. Los abogados se turnaron para interrogarlo ferozmente. El abogado de Sunkuli lo llamó mentiroso.
La sesión tomó horas. Luego Kaiser dijo algo que electrizó a los asistentes. Dijo que Moi mismo era el responsable de gran parte de las penurias del país, el hombre que tenía el poder para terminar con las guerras tribales, pero había preferido no hacerlo.
Los procedimientos fueron paralizados. El juez Akiwumi borró del archivo la observación sobre Moi y ordenó no publicarlo a la prensa. Declaró que Kaiser era un "entrometido" y le dijo: "Usted parece estar muy interesado en cosas que no pertenecen a los asuntos espirituales".
Kaiser salió exhausto de la sala del tribunal. Pensaba que se había mantenido firme. Escribió que había visto el temor en las caras de los abogados del gobierno. La prensa había estado allá, y la versión de Kaiser -al menos una buena parte de ella- era ahora pública. Creía que eso le proporcionaba algo de seguridad.
Sor Nuala Brangan le aconsejó no volver a Lolgorien, por motivos de seguridad.
"No te preocupes, disparo bien", respondió el sacerdote. "Voy a disparar unos balazos al aire y se echarán a correr".
Un mes después de su testimonio, Kaiser y Keane fueron perseguidos por un coche blanco en un camino de tierra a unos kilómetros de la casa parroquial. Kaiser aceleró hasta un puente, por el que sólo podía pasar un vehículo, y frenó, bloqueándolo. "Bájate", le dijo a Keane.
Kaiser llevaba su escopeta. Keane portaba un machete. Gatearon hasta una ribera boscosa, observando y esperando. Todo el mundo sabía que Kaiser andaba armado y que era un buen tirador. Los perseguidores deben haber presentido que estaban en desventaja. Pronto desaparecieron.

Ese verano, dos jóvenes mujeres de su parroquia se acercaron a Kaiser a pedirle ayuda. Dijeron que Sunkuli las había violado y dejado embarazadas cuando eran adolescentes.
Kaiser apeló a la Federación de Mujeres Abogados para proteger a las mujeres e iniciar una querella criminal. Los partidarios de Sunkuli localizaron a las mujeres en una casa de seguridad de Nairobi y las llevaron a la comisaría de policía. El mensaje era escalofriante: Te podemos encontrar en cualquier parte.
Sin embargo, Kaiser instó a las mujeres a proseguir y una de ellas presentó una querella civil que llegó a las primeras planas: "Sunkuli Acusado de Agresión Sexual". Un juez de Nairobi ordenó a Sunkuli que compareciera ante el tribunal para oír los cargos.
"Es una guerra justa", escribió Kaiser, "y estoy en el lado correcto".
Sunkuli, entonces ministro de estado y, según corrían los rumores, sucesor del presidente, acusó a Kaiser de orquestar "un escándalo sexual" y calificó las acusaciones de "políticas".
A fines de octubre, el gobierno ordenó la deportación de Kaiser, con el pretexto de que su visado había expirado. Intervino la embajada estadounidense. Kaiser se escondió en el altillo de un convento, deslizándose hacia el patio trasero por un tubo de fierro cuando llegó la policía. La orden fue revocada.
En su torpeza, el régimen estaba convirtiendo al cura en un símbolo. En marzo de 2000, la Law Society de Kenia, punta de lanza del movimiento pro democracia, le honró con un reconocimiento por sus esfuerzos en defensa de los derechos humanos. En el banquete, un orador lo comparó con el profeta Elías. Abogados y diplomáticos extranjeros hicieron cola para darle la mano. Kaiser llevaba su cuello romano y pantalones de diez dólares.
Dirigiéndose a los presentes, Kaiser declaró que Moi debería ser juzgado en La Haya por crímenes contra la humanidad.
Después del banquete, caminando por Nairobi con un compatriota de Minnesota llamado Don Beumer, Kaiser le señaló a un hombre corpulento al otro lado de la calle. "Ese es uno de los matones", dijo Kaiser. Le dijo a su amigo que no se sorprendiera si lo mataban. "Dirán que me suicidé".
Algunos sacerdotes preocupados reprocharon a Kaiser. Pedir que Moi fuera llevado a juicio era invitar represalias. Podrían matarnos, dijeron los sacerdotes. ¿No podrías calmarte, John? Más de una vez, sus superiores eclesiásticos le instaron a volver a Estados Unidos para descansar. Dijo que su trabajo estaba en Kenia.
En Lolgorien, recorrió la casa parroquial, asegurándose de que las ventanas estuvieran cerradas y las cortinas corridas. Escribió: "Han tratado de deportarme & fracasaron & me han amenazado de muerte, pero ¿qué puede significar eso para alguien que ya cumplió los 67?".

Las amenazas no cesaron.
Kaiser contó a sus amigos que un guardabosques le entregó un mensaje: Hay un plan para asesinarlo y van a plantar a un animal muerto a su lado, para que parezca que le dispararon tras sorprenderlo cazando ilegalmente.

Una piedra rompió la ventana de Kaiser. Llegó una carta anónima a su buzón. La abrió. La amenaza estaba en suajili.

Utaona moto.
Verás fuego.
Luego, el sábado 19 de agosto de 2000, le llegó una carta que le fue entregada personalmente, proveniente de un sorprendente remitente: Giovanni Tonucci, el portavoz nombrado por el Papa en Kenia, conocido como el nuncio papal. Quería ver a Kaiser en Nairobi, urgentemente.
Kaiser sabía que el nuncio no enviaba citaciones casualmente, y creía que ahora le ordenarían marcharse del país, exiliado para siempre. Lloró durante la misa del lunes en la mañana.
Esa noche, el 21 de agosto, llegó en camioneta a la casa del obispo en las afueras de Nairobi. Parecía trastornado, aterrado. Dijo que lo habían seguido. Se quejó de que no había dormido en los últimos tres días.
Su conducta durante los días siguientes sería más tarde examinada y diseccionada. Incluso después del encuentro de Kaiser con el nuncio, tras enterarse de que no lo iban a expulsar de Kenia, su ánimo cambió pronunciadamente. Jugó al croquet. Visitó el sitio donde se construía una iglesia. Lloró al almuerzo. Le dijo a un hermano de Mill Hill que se sentía "cerca de una crisis nerviosa".
El 23 de agosto se acercó a otro misionero, Paul Boyle, para decirle que pensaba que no llegaría vivo al día siguiente.
Poco después de las seis esa noche, se oyó la camioneta de Kaiser salir del recinto amurallado del obispo. Su cuarto estaba vacío, la cama deshecha. No le dijo a nadie adónde iba.
A la mañana siguiente, unos trabajadores vieron la camioneta de Kaiser atravesada sobre la cuneta en la berma de un camino a unos ochenta kilómetros al noroeste de Nairobi. En el suelo yacía Kaiser, boca arriba. Le faltaba la parte de atrás de la cabeza. La escopeta estaba a su lado.

17 de febrero de 2009
8 de febrero de 2009
©los angeles times 
cc traducción mQh
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