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enemigo íntimo


"Aquí estás, triste párpado, estiércol / De siniestras gallinas de sepulcro, pesado esputo, / Cifra de la traición que la sangre no borra..." (Pablo Neruda, ‘El general Franco en los infiernos’).
[Miguel Ángel Molfino] Argentina. La imagen más recurrente que tengo del Pato es esa en que le cebaba mate a Mamá mientras ella estiraba la masa de los fideos del mediodía que comeríamos todos, o sea, mis hermanos, yo y el mismísimo Pato. Estudiante de Ciencias Económicas en la Universidad del Nordeste, en Resistencia, novio de mi hermana Marcela, desde hacía años era un habitué de mi casa. Cuando digo habitué, digo que se pasaba el día entre nosotros, como un hermano más.
Al desclasificarse la nómina de espías civiles dependientes del Batallón 601 de Inteligencia, nos estrellamos con la sorpresa de que el agente civil de inteligencia –con rango de agente de reunión– con número de orden 2832, DNI 7.863.331, no era otro que nuestro amigo del alma, Julio César Marturet, para nosotros el Pato.
Pero eso no es todo: es el actual subsecretario de Acción Cooperativa y Mutual de Misiones, donde reside desde 1982, una vez que se evaporó de Resistencia. Espía en la dictadura, funcionario en la democracia, como titula la revista digital Superficie de Misiones.
Nuestra historia familiar sólo necesitaba esta nueva crueldad para cantar ¡Bingo!
Fuimos infiltrados en nuestro propio hogar.
El espía Marturet llegó a Resistencia en 1967 procedente de Goya, Corrientes, de donde es oriundo. Alquiló una habitación en una pensión vecina a nuestra casa familiar en la que vivía también el sargento ayudante Cáceres, que revistaba en la unidad de la SIDE de Resistencia.
Nos hicimos muy amigos, jugábamos al fútbol, salíamos a varearnos por las rutinarias calles resistencianas y era un puntual asistente de los asaltos que mis hermanas organizaban en mi casa (las mujeres ponen la comida, los varones ponen la bebida). Así fue como se puso de novio con Marcela, mi tercera hermana, que terminaría secuestrada y desaparecida en 1979.
Durante cinco años fueron novios, hasta que Marcela lo dejó para unirse al que sería el compañero de su corta vida: Guillermo Amarilla, uno de los máximos líderes de la JP nacional.
Mientras duró el noviazgo, el espía Marturet frecuentó una casa que hervía de pasión política, los Molfino se preparaban para dar el gran salto: unirse a las crecientes luchas populares que sacudían el país por entonces. Y él fue un testigo privilegiado.
Nadie reparó en el silencio contemplativo de Marturet: mientras se sucedían las discusiones, él asistía con esa cualidad que sólo poseen los espías: son invisibles, grises, se mimetizan con las paredes y el mobiliario. Nunca se le escuchó una sola opinión y ahora, gruñendo con mis hermanos, pegando puñetazos a las paredes, nos repetimos hasta el cansancio, ¡cómo fuimos tan ingenuos! Por qué no sospechamos de él hacia esa época, porque es de conjeturar que sus delaciones habrán decidido muchos de los rumbos represivos que adoptaron los milicos para destrozar a nuestra familia. Y se habrá ganado un prestigio negro entre sus pares por la calidad de su implantación.
No conozco un caso igual. Todos los que militamos en los ’70 sabemos de varios casos de infiltración, pero que se haya infiltrado una familia es toda una novedad. Y lleva a pensar que debieron existir situaciones similares.
Cuando finalmente la familia empezó a desarmarse (pasajes a la clandestinidad, cárcel, exilio) el espía Marturet –ya no conservaba el status de novio de Marcela– siguió concurriendo a casa, ahora en plan de solo amigo.
Y cuando ya se produjeron las desapariciones de Marcela y Guillermo Amarilla y el asesinato de Mamá, el espía Marturet persistió en una agónica amistad con mi hermano José Alberto, hasta que abandonó Resistencia en 1982, con la misión cumplida.
Hoy hablé con él por teléfono. Lo localicé en su oficina de subsecretario misionero. Y se cansó de negar su papel siniestro durante la dictadura. Podrán imaginarse qué clase de palabras usé para azotarlo.
Ahora el problema es que, para el gobierno de Misiones, es una brasa que les quema y no sabe qué hacer. Amigos de Posadas me comentaron que no lo quieren cesantear, aduciendo que es un tipo muy eficiente en su puesto.
Según esos corrillos, lo trasladarían a una oficina en Iguazú, rodeado por la belleza de las cataratas.
Un buen premio para un traidor. Ojalá Dios tenga ganas de apiadarse de su alma. La familia Molfino no tiene ganas.

6 de mayo de 2010
©página 12
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