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el ancianato de caballos


Después de patrullar durante años las calles de la ciudad, los caballos de la Policía pasan a su jubilación. ¿Cómo es la vejez de estos animales que parecían entregados a su rutina?
[José Alejandro Castaño] Colombia. Cuando se hacen viejos, los caballos de la policía van a un ancianato en las afueras de Bogotá, a una explanada inmensa de pasto verde rodeado de bosques y montañas y un río de aguas heladas donde viven salamandras. Después de 15 años de patrullar las calles, algunos llegan locos. La demencia es una condición que los hombres parecen heredarles. De pronto, en la quietud del paisaje, como si estuvieran otra vez en las afueras de un estadio amenazados por una turba de hinchas que les lanza piedras, los animales corcovean, erizan las crines, dan pasos temblorosos hacia atrás y, libres de la presión de un jinete que les ordena avanzar, huyen por la planicie entre la niebla que se les enreda silenciosa en los hocicos, en las ramas de los árboles, en los tallos de hierba. Creerán que es gas lacrimógeno.
A veces, como si oyeran el himno nacional, los caballos jubilados se quedan quietos, con las orejas levantadas y los músculos firmes, los ojos nerviosos, las colas tiesas. Alguno, poseído por la obediencia que ya nadie le exige, hace una reverencia con la cabeza y saluda con la pata derecha. Es sorprendente: los ejemplares que logran sortear los peligros que acechan en las calles consiguen sobrevivir de manera prodigiosa en el ancianato, en ocasiones hasta los 38 años, lo que equivale a vivir más de 100 años humanos. Pobres.
El agente Rodríguez recuerda que a su caballo lo apuñaló un hincha de Millonarios, una, dos, tres veces en la grupa, del lado derecho, como poniéndole una marca del odio. Él no escuchó los quejidos del animal, o no los entendió en medio de la barahúnda. La euforia estúpida que el fútbol desata en algunos no es el único peligro que acecha a los caballos de la Policía. Después de un aguacero, el agente Piedrahíta sintió un chisporroteo de luces bajo las herraduras de su compañero. Era de noche. Iban por la acera, al lado de un semáforo que aún no cambiaba a rojo. Él se salvó porque la descarga eléctrica que fulminó a su caballo se detuvo en el borde de la silla. Caer electrocutadas por culpa de las redes de energía que chispean bajo el cemento es otra de las formas en que pueden morir las costosas bestias oficiales, de 35.000 dólares cada una, más de 70 millones de pesos.
Durante su instrucción de un año en la escuela de carabineros, en los mismos predios del ancianato, los aspirantes a policías montados aprenden lecciones sobre maestranza y técnicas de ataque y evasión, cosas que deberían hacerse en una máquina y no en un animal. Se supone que la era industrial trajo consigo los coches blindados y que el caballo como instrumento bélico solo es admisible en los monumentos de bronce y en los libros de historia. La última vez que un ejército de jinetes cabalgó un campo de batalla se produjo una carnicería. Fue en septiembre de 1939.
Los alemanes avanzaron para invadir Polonia, en esos días dueña de una milicia poderosa e inútil: 70.000 jinetes e igual número de caballos adiestrados, la misma cantidad de espectadores que caben en un estadio de fútbol. Hay quienes aún idealizan aquella muestra de arrojo a galope. Los polacos en defensa de su patria, cada uno como un Quijote, lanza en ristre, contra molinos de viento. Pero las aspas eran de acero.
Las tropas alemanas, en un número muchísimo menor, aplastaron a caballos y a soldados. Apenas 35 hombres de la grandiosa caballería seguirían vivos cuando los nazis tomaron Varsovia, la capital, un par de días después. Los campos quedaron sembrados de cuerpos de hombres y de animales descoyuntados por la dureza de las ametralladoras y enlodaron el aire con una pestilencia que duró semanas. Fue el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la puesta en marcha de la mayor industria militar que el hombre haya visto.
Ya inútiles, los caballos se hicieron metáfora para medir la fuerza de los motores. Y parecía que al fin, como corresponde a su naturaleza dócil, serían utilizados en menesteres menos crueles: tirar de carretas, arrastrar el arado, transportar personas, llevar y traer mercancías, correr en hipódromos, ya nunca más participar en la cacería de seres humanos. A partir de 1940, la crianza del Equus ferus caballus como arma de guerra casi desapareció, pero ocurrió lo predecible de nuestra naturaleza bípeda, ya la quisiéramos cuadrúpeda:
Que en casi ningún lugar la paz fue posible, no del todo, no al menos como reza el sueño, y entonces nuevas y antiguas expresiones de violencia terminaron demandando ingeniosos artefactos de sometimiento para librar otra guerra, esta vez por el control de calles, parques, atrios, puentes, estadios. Se inventaron gases llorosos, pistolas eléctricas, bombas aturdidoras, aguas picantes, balas de goma, todos artefactos que parecen los de un ejército de payasos energúmenos. Surgió un problema.
La carrera armamentista había desarrollado toda suerte de vehículos bélicos, pero eran tan poderosos y rápidos que resultaban excesivos. Frente a una muchedumbre furiosa que quema llantas y lanza piedras, un tanque es inservible, como un revólver para aplastar una mosca. Hasta las patrullas más ligeras, equipadas con vidrios a prueba de impactos y cañones que lanzan agua, suelen quedar varadas en el campo donde se libran las batallas campales. Monumentos, escaleras, hidrantes, piletas, jardines, pueden ser obstáculos insalvables, excepto para un hombre a caballo.

Hoy es un jueves soleado y los potros recién llegados de Argentina aún exhiben un pelaje largo del invierno austral. En promedio, desde las patas hasta la línea del lomo, estos animales suelen superar el metro ochenta de alto, con lo cual la cabeza del jinete casi está a tres metros del suelo, una suerte de gigante. De eso se trata. Los carabineros representan una rudeza contenida. A una orden, sus caballos pueden desatarse con una energía imparable. "Como un Fórmula Uno con cola", dice el patrullero Martínez mientras acaricia el cuello de Carataplán, de 600 kilos de peso, mezcla de percherón y pura sangre inglés. En su plena juventud, el animal encabeza los desfiles militares del 20 de julio y el 7 de agosto, esas procesiones que son, se supone, para enaltecer el espíritu patrio y convencernos a los ciudadanos de que, de ser necesario, los fusiles con miras telescópicas, los tanques de guerra, los aviones supersónicos que pasan dejando unas estelas de colores de circo, nos salvarán de la extinción. No deja de ser una ironía que semejante demostración de la inteligencia humana la encabece un animal. Antes, el caballo estrella de la Policía, el que encabezaba esos desfiles, era Calimío, otro percherón mezclado con pura sangre inglés.
Murió hace poco, recuerda el médico veterinario Ricardo Vega, que es el vigilante de los caballos viejos o dados de baja del servicio por hernias, golpes, fracturas, psicosis después de una trifulca. Él se asegura de que no se enfermen y de que ya nadie los monte o siquiera los persiga para enlazarlos. La orden es que, una vez en el ancianato, las bestias mueran de viejas, hartas de comer el mejor pasto de su vida. Y gracias a esa libertad sin intrusos, Calimío vivió hasta los 36 años, sin dientes, flaco, con el hocico tembloroso y la lengua por fuera, que es un gesto común de los caballos viejos, como si se burlaran de quienes los miran.
Ricardo Vega dice que es culpa de la fuerza de la gravedad, que hace estragos en su corpulencia hasta derribarlos. Cuando eso pasa y los viejos caen vencidos, los policías que los cuidan cavan un hoyo y los entierran allí mismo para evitar desplazar los cadáveres y esparcir enfermedades. El ancianato entonces también es campo santo y sus ocupantes parecen saberlo. El patrullero Martínez dice que los caballos evitan comer el pasto que crece sobre las tumbas. Es un hombre joven, de lentes y apariencia de profesor de escuela. Mientras habla mastica una flor de diente de león.
Los aspirantes a carabineros, cuenta Martínez, deben ser bachilleres campesinos. Ningún joven de ciudad, por listo que sea, logra cabalgar un polo argentino, no en la Policía Nacional. Y la razón es que los patrulleros no solo los montan en sus jornadas de vigilancia. Además deben sacar tiempo para jugar con ellos, darles sus medicinas, herrarlos. "Son fortachones pero dóciles", dice Martínez con el diente de león todavía en la boca. Quizás la docilidad de la que habla el patrullero también se deba a una imposición dolorosa.
A todos los potros, cuando son escogidos para el servicio, de una sola vez, sin que medien más gestos que el brillo quirúrgico de un bisturí, les escinden los testículos. Los caballos de la Policía son eunucos condenados a ser perros guardianes. De nuevo pobres.
Ricardo Vega explica que, de otra manera, con sus órganos completos, los machos no podrían salir a la calle. Al parecer hay pocas cosas más difíciles de controlar que la reacción de un macho que huele a una hembra en celo. Es como si, advierte el médico veterinario, un avión bombardero sufriera una falla general y se precipitara contra la montaña más próxima. La excitación de los caballos es inmediata y no hay rienda, ni brazo, ni valla que pueda evitar que corran desenfrenados. Aquello revela una certeza inapelable: sin testículos, todo lo demás es mansedumbre. Pero siempre hay afortunados.
Unos pocos ejemplares son escogidos para preñar a las yeguas. Son bestias formidables y felices. Liberados de ir a las calles a perseguir gentes, su único esfuerzo consiste en pastar en corrales con 30 hembras que se turnan para montar. Su ración de pasto, salvado y melaza suele ser el doble de un ejemplar patrullero. Si existe, el cielo de los caballos debe ser muy parecido a eso. Al resto les imponen una vida de humanos, con horarios de comida, trabajo y reposo. Sin embargo, hay que admitirlo: incluso a pesar del agotamiento al que terminan sometidos, a las pedreas, a los golpes, a las papas explosivas, al calor del asfalto, al ruido y la contaminación de los carros, ya quisiera alguno de los ocho millones de indigentes que deambulan por las calles del país vivir con tantos cuidados.
El sueño de un menesteroso podría ser ese: ser caballo de los carabineros y no pasar hambre ni frío bajo los puentes y en cambio recibir atención médica y un baño regular con corte de crines y revisión odontológica. Algo anda mal en un país cuyos caballos policiales viven mejor que millones de las personas que protegen. La culpa, claro, no es de las bestias.
En el ancianato, no se sabe si felices o resignados, vagan los caballos viejos y sin que nadie se lo pida repiten las rutinas que les enseñaron. Deben estar enfermos de algo, de humanidad será, para que confundan el viento entre las ramas de los árboles con las notas del himno nacional.
13 de diciembre de 2010
9 de diciembre de 2010
©soho
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