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mirando el asesinato de un inocente


La turba, enceguecida en busca de venganza, encontró a un improbable guía que los condujo hacia su oscuro trabajo. Siphiwe, de quince años, chico, de cara redonda y una sonrisa segura, declaró: "Yo sé dónde viven esos ladrones."
[Barry Bearak] Era un adolescente caprichoso, un chico malo que quería ser peor, y esto le daba credibilidad en cuanto a dónde se podían encontrar esos viciosos criminales. Unos hombres lo izaron sobre sus hombros de modo que la multitud, de varios cientos de personas, lo pudiera ver mejor. Entonces un hombre mayor, más entendido en estos asuntos, ordenó que lo bajaran. Era más que probable que estaban a punto de matar a alguien. Nadie debía ser demasiado conspicuo.
Diepsloot, en el extremo norte de Johanesburgo, es un asentamiento de ciento cincuenta mil personas, la mayoría de ellas indigentes. La delincuencia supera incluso a la pobreza como el mal más apremiante, y la noche anterior una pandilla de matones recorrió uno de los enormes campamentos de okupas en una subdivisión llamada Extensión 1. Fueron metódicos, se tomaron su tiempo, fueron astutos en cuanto dónde encontrar pilas de dinero en medio de la miseria, conscientes también de la reluctancia de la policía a entrar en el entramado de chozas -las mokhukhus- donde los estrechos y oscuros senderos pueden convertirse en un peligroso laberinto. Los delincuentes mataron a dos personas, aunque la fábrica de rumores elevó el número de víctimas a once.
Siphiwe mismo dijo que le habían robado. "Me quitaron mi celular", le dijo a los otros. No estaba acostumbrado a sentirse tan importante, y caminó engreído dirigiendo a la turba por la calle Thubelihle. Era casi mediodía un sábado despejado a fines de enero, el corazón del verano sudafricano. El camino rebosaba con la vida de las barriadas: buena música que salía de radios malas, mujeres colgando la ropa lavada en los tendederos, almaceneros espantando moscas regordetas. La gente quería saber las intenciones de la turba, y algunos la siguieron, como quien se une obedientemente a una milicia.
En unas pocas cuadras, el pavimento de Thubelihle se convirtió en un sendero de tierra endurecida y piedras. Una tubería reventada había estado meses sin reparar y el agua que se fugaba había creado una depresión en el suelo, que ahora acarreaba basura y aguas servidas. El hedor era espantoso, pero había aire fresco más adelante, un extenso y pantanoso terreno que separaba a la Extensión 1 del campamento de okupas de la Extensión 2. La turba siguió una ruta undulante a través del terreno y una vez que se detuvo, Siphiwe señaló hacia una choza vacía y un remolque con cerrojo. Pertenecen a los ladrones, dijo, y las estructuras fueron desmontadas rápidamente con algunas herramientas y manos fuertes y luego entregadas al fuego.
La gente celebró el crepitar de las llamas, pero esta pequeña demolición era apenas suficiente para llevar su venganza a un fin catártico. La justicia vigilante no es desconocida en Diepsloot, y la mayoría de las veces implica la rápida captura del presunto ladrón, del delincuente que será golpeado, lapidado, quizás incluso envuelto en un sudario empapado en bencina. Pero esto era algo enteramente diferente. Los vigilantes habían caminado una larga ruta en un día agobiante en la incierta búsqueda de ladrones desconocidos, y todo porque lo había dicho un niño parlanchín.
Finalmente la turba se movió desde las apretujadas callejas del mokhukhus a un claro usado como cancha de fútbol. Empezaron a hablar y varias mujeres de la Extensión 2 comentaron enfadadas sobre la delincuencia: las balaceras y las violaciones y cómo tuvieron que esconder a los niños debajo de la cama. Una dijo que los delincuentes se reunían frente a una pequeña tienda, de esas conocidas como spaza shop. Todo el negocio consistía en dos bolsas de tentempiés de queso Simba, dijo con desdén. "¿Para qué tener una spaza que sólo vende dos bolsas Simba?"
Siphiwe dirigió a la turba a lo largo de los polvorosos senderos entre las chozas al borde de un terreno pantanoso. La tienda estaba cerrada, y aunque no había nadie, en realidad estaba bien abastecida de refrescos, bizcochos, cerveza, artículos de perfumería y parafina. Sin embargo, la turba echó abajo las paredes y Siphiwe hurgó un rato en un cuarto trasero, haciéndose con un par de zapatillas, un buzo Nike y una chaqueta de nylon. La tienda fue incendiada, nuevamente con la bulliciosa aprobación de la multitud, aunque esto tampoco les pareció venganza suficiente contra los ladrones asesinos. ¿Quiénes eran esas personas tan despreciables?
Mientras la turba deambulaba frenética, un inmigrante de veintiséis años, llamado Farai Kujirichita, emergió de uno de esos angostos pasajes que llevan a la cancha. Llevaba una camisa de color lila, cuidadosamente planchada, y estaba hablando por el celular. Para entonces, muchas personas iban y venían; su llegada no fue nada del otro mundo. Y sin embargo algunos hombres de la multitud lo increparon.
"¿Con quién estás hablando?", le preguntaron. "¿A quién le estás avisando?"
Luego le hicieron una pregunta más complicada: "¿De dónde eres?"
Se responsabiliza a los extranjeros, especialmente de Zimbabue, por la mayor parte de la delincuencia en Diepsloot. Farai debe haber decidido que mentir sería más seguro. Dijo que era sudafricano, y respondió en sepedi, una lengua sudafricana. Fue un acto arriesgado. Es fácil identificar las nacionalidades, distinguir los acentos, la manera de vestir, la forma de la cara, la manera de caminar.
Los hombres le arrebataron el teléfono. En la lista de contactos había guardados muchos números y nombres zimbabuanos. La mayoría de la gente no podía oír nada de esta tensa conversación, pero desde la distancia asumieron que finalmente uno de los delincuentes había sido aprehendido.
Empezaron a empujar y a jalar de Farai. Sus captores le ordenaron arrojarse a su tienda en llamas. Los gritos de los que lo querían muerto era más numerosos que los gritos de los pocos que decían: "Lo conocemos. Es inocente."
Farai se soltó. Corrió hasta que cayó, y la turba se le echó encima.

Mi amigo Golden Mtika, que vive en Diepsloot, me llamó cerca de una hora después. Había filmado la escena en video, lo que era peligroso. Las turbas prefieren ser vistas como anónimas antes que como una colección de individuos; aquellos que dan los golpes más mortíferos no quieren ser identificados. Golden estaba impresionado por lo que había visto, y hablaba tan rápido que apenas podía entenderle. Oía las palabras: "Linchamiento". Luego dijo: "Lo golpearon una y otra vez. Lo mataron como quien mata a una culebra."

Golden es hijo de padre malawi y madre sudafricana. Cuando lo conocí, era dueño de una pequeña taberna en la Extensión 1. No era un negocio habitual para un mormón que no había bebido nunca, y después de que una noche los ladrones le robaran todas las botellas que tenía en la bodega, cerró para siempre y empezó a depender de su otra fuente de ingreso: hacer fotos y vender historias al diario The Daily Sun, un tabloide con mucha página roja. Según su versión, ha fotografiado a más de doscientas víctimas de homicidio. Golden, de 39 años, es una de las personas mejor conocidas en Diepsloot; como periodista estadounidense a veces lo contrato para que traduzca para mí y me ayude con las presentaciones. Está relativamente bien conectado, permitiéndome conectarme con los ángeles y demonios de las barriadas, y todo lo que hay en el medio. Muchos lo consideran un buen samaritano por opción, y ser su amigo es caro, porque a menudo reúne dinero para los funerales de algún indigente, o para algún huérfano.
Yo vivo en circunstancias muy diferentes, alquilo una casa en el Golfo de Daintern y en un Residential Estate, una de decenas de comunidades amuralladas levantadas en una ciudad dominada por el crimen. El perímetro está fortificado con altas murallas encimadas con alambre de púa electrificado; los guardias patrullan los senderos y rotondas. Las casas son grandes y se ven muchas entradas ornamentadas con cascadas y viveros. Aunque seguro, Dainfern es más claustrofóbico, y su ubicación está tan al norte que parece inconveniente para todo, excepto la escuela privada de mi hijo y Diepsloot. Según algunos economistas, Sudáfrica es la sociedad más desigual del mundo, y en apenas diez minutos puedes conducir desde el extremo de una gran disparidad a la otra. En las mañanas, criadas y jardineros de Diepsloot caminan hacia sus trabajos. Yo voy a menudo en la dirección opuesta.
Esta vez, fui a mirar el video, que sólo duraba tres minutos. Temeroso de ser sorprendido por la turba, Golden paró su cámara en varios momentos claves. También llamó a la policía, una pequeña subcomisaría -que es la única policía en la región-, pero nadie respondió. Entonces marcó el número general de emergencia en la región y suplicó al despachador que le ayudara.
El video muestra a Farai ya en el suelo, usando su pierna izquierda para bloquear los golpes de una hombre que manipula un pesado pedazo de manera. Otros lo están apedreando, lanzándole piedras por detrás y golpeándolo con ramas. En ese momento, todavía es posible imaginar el escape del joven. Puede hablar; sus movimientos son vivaces; apenas si hay una mancha en su camisa lila. Pero en la escena siguiente, está rendido y lesionado gravemente. Sus desesperados esfuerzos por escapar fracasaron y ha caído en una poza llena de agua sucia. Cuando gatea hacia afuera, agarrándose a la tierra con las manos, un hombre de azul le da una patada en el pecho, y Farai vuelve a caer hacia atrás, zambulléndose. Algunas personas en la multitud, incluyendo niños, tratan de ubicarse para ver mejor.
Luego el video adelanta. Farai está nuevamente en tierra seca, yaciendo de espalda, a punto de morir, pero todavía respirando. Le sale sangre de la cabeza. Apenas puede levantar su mano izquierda y este trivial movimiento de algún modo se convierte en una señal para seguir golpeándolo. Un hombre de gorra blanca lo golpea fuertemente siete veces en la cara y cabeza con una plancha, se ven los brazos del agresor levantando la tabla alto en el aire para dar más fuerza al golpe. Otro golpea a Farai repetidas veces en la ingle. Para algunos en la cercanía, esos últimos y devastadores golpes son demasiado terribles, y un niño que lleva un pequeño balón de fútbol, mira hacia otro lado. Otros empiezan a celebrar el triunfo de la turba. Una delgada mujer joven con un apretado top rosado se ve entrando y saliendo en varias escenas. Es tan menuda como fuertes los hombres. Su sonrisa es infantil. Antes de que Golden pare la cámara, la mujer levanta un enorme bloque de cemento por sobre su cabeza, preparándose para golpear con él a hombre caído. Un buen rato después, finalmente llega la policía. Los agentes impiden que la turba queme a Farai y lo acompañan en su último suspiro.
Golden y yo estábamos en mi coche mirando el video en su cámara. Repitió lo que había dicho antes: "Lo mataron como quien mata a una culebra."
Sudáfrica, correctamente ensalzado como un país de espectacular belleza y un faro de democracia, también es conocido por su delincuencia, aunque no tanto por la cantidad de delitos sino por la violencia que los acompaña. Las comparaciones entre países son problemáticas; la integridad de las estadísticas varía enormemente de un país a otro. Pero las estadísticas globales de homicidios son consideradas relativamente precisas, y Sudáfrica tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo, siete veces más que la de Kenia o de Estados Unidos. La frecuencia de violaciones es absolutamente chocante. Un riguroso estudio muestra que el 37 por ciento de los hombres de la provincia de Gauteng, que incluye a Johanesburgo, admite haber obligado a una mujer a tener sexo.
El tema de la delincuencia es una preocupación nacional. En 2007 se pagó medio millón de dólares a una organización de políticas administrativas para que explicara por qué los legisladores cometían esos ilícitos con tanta ferocidad. Muchos legisladores y funcionarios públicos se mostraron decepcionados con las conclusiones del estudio. No existe una teoría de campo unificada de la violencia en Sudáfrica, sino solo "una variedad de factores" de sonidos familiares: demasiadas armas, demasiada pobreza, la urdimbre de la historia.
La mayoría de los investigadores empiezan sus análisis con el apartheid, el pecado más grande, la causa que se convierte en cien más, su legado como un defecto arcaico en el país del arco iris de diecisiete años de Nelson Mandela. Después de todo, la violencia era el medio de la dominación blanca: desalojando a la gente de sus casas, explotando forzadamente su trabajo, golpeando a los desobedientes para imponer la obediencia. La tortura y el asesinato eran considerados necesarios para mantener el equilibrio racista, y después del apartheid quedó no solamente la rabia reprimida de los que habían sido subyugados, sino también el perverso efecto de las malvadas constricciones del sistema sobre la vida de familia, la educación y los mercados laborales.
Sudáfrica, un país de cincuenta millones, es el país más rico del continente, pero tiene uno de los niveles de empleo más bajo del mundo. La mayoría de los desempleados no han trabajado nunca, y un tercio de los empleados gana menos de ciento cincuenta dólares al mes. Los blancos, que constituyen el nueve por ciento de la población, tienen un ingreso promedio siete veces mayor que el de los negros. Pero la pobreza no es necesariamente un vaticinador de la delincuencia, y aunque el apartheid fue terrible, otros países también han sufrido largos episodios de opresión, escribe el criminalista sudafricano Antony Altbeker, cuyo libro ‘A Country at War With Itself’ estudia las explicaciones corrientes de la inclinación violenta del país y encuentra pertinentes la mayoría de ellas, aunque ninguna como enteramente adecuada. Sin embargo, si sopesas el impacto del apartheid, afirma, la conducta violenta se ha convertido de algún modo en un "fenómeno cultural" para una importante minoría de jóvenes, "una expresión de su identidad." Ahora la violencia se alimenta de su propia energía.
Para protegerse a sí mismos, los sudafricanos ricos compiten en una carrera armamentista con sus vecinos, las elevadas murallas de uno superadas por las  murallas más altas del vecino. Uno de cada catorce de los nuevos empleos creados es de guardia de seguridad.
Pero los pobres son los más vulnerables a la delincuencia, porque la gente pobre vive en medio de delincuentes pobres. Bajo el apartheid, la policía efectuaba la represión del estado y todavía no son tratados completamente como protectores. Es más probable que los linchamientos ocurran en los campamentos informales del país. En Diepsloot, donde un océano de chozas cubre gran parte del espacio, los agentes de policía a menudo son, en el mejor de los casos, ridiculizados de día como torpes, y como ladrones, de noche. Los tribunales están lejos, y el debido proceso parece un ideal poco práctico. Mucha gente pobre, sin electricidad y compartiendo con vecinos grifos e inodoros, siente la necesidad -el deber- de hacer de policía. Se decía comúnmente: Mientras más horrenda la muerte de un criminal, mejor disuade a otros.
Golden y yo habíamos trabajado antes en un artículo sobre el linchamiento. Ambos encontrábamos esos acontecimientos terriblemente perturbadores, pero yo no había visto nunca que un grupo de vigilantes completara alguna vez su despiadada misión. Ahora, viendo el video, me asaltaron emociones desconcertantes: horror, tristeza, pena. Estas respuestas no iban a ser breves. Al mirar, hice, sin darme cuenta, un acuerdo conmigo mismo. La terrible muerte de Farai iba a perdurar en mi memoria, y buscaría la respuesta de algunas preguntas sobre lo que vi, o dejar que me atormentaran toda la vida. Ahora estaba obligado, por mí mismo y por él.
Le pregunté a Golden: "¿Quién es este tipo? ¿Realmente hizo algo malo?"
La tarde siguiente, conocí a tres de los cuatro hermanos de Farai, todos ellos trabajadores, todos de la Extensión 2. "¿Por qué no estaban ustedes con él?", preguntó su madre, llorando, cuando la llamaron a Zimbabue para contarle la noticia. Esa era una pregunta terrible, y se la estaban haciendo ellos mismos, no porque hubiesen podido salvar a Farai de la turba, sino porque se sentían vagamente avergonzados de no haber muerto a su lado.
Los hermanos -Clemence, James y Washington- fueron indefectiblemente amables y me agradecían constantemente por mi interés. Clemence, el mayor, era el que mejor inglés hablaba. Podía pagarse un cuarto de ochenta dólares al mes en un edificio en forma de U, lejos de las hacinadas chozas. "Todavía me cuesta creerlo", dijo cuando nos sentamos en una cama que ocupaba prácticamente todo el espacio de su casa. "Es difícil encontrar a alguien que pueda realmente explicar qué pasó, porque la gente tiene miedo, y yo soy débil y estoy cansado y no puedo defenderme."
Los hermanos eran muy cercanos y Clemence, que tiene 31 años, ya estaba ocupándose de la logística para llevar el cuerpo de Farai a su pueblo natal, Mukukuzi, en el sudeste rural de Zimbabue. Trabaja en la oficina de una compañía de turismo y dijo que su jefe accedió a prestarle un vehículo. Sin embargo, también tendría que alquilar un remolque, comprar un ataúd, pagar a la morgue, alimentar a las personas en el funeral. Eso costaría la sobrecogedora suma de mil o más dólares.
Por supuesto, el dinero es lo que, en primer lugar, llevó a los hermanos a Sudáfrica, llegando Clemence en 1998 y los otros, uno por uno. Farai llegó hace cinco años. El vecino Zimbabue era en el pasado el granero de la región, pero su presidente durante los últimos treinta años, Robert Mugabe, de 87 años, se volvió cada vez más excéntrico y tiránico y empujó al país al desastre. Millones de personas huyeron -casi un cuarto de la población de Zimbabue- cuando los alimentos empezaron a escasear y la inflación consumió los ahorros de la gente.

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Sudáfrica es el principal terminal de la diáspora de Zimbabue, y algunos de sus propios pobres desprecian a esos recién llegados que aceptan salarios tan bajos que podrían bajar la escala de salarios de todo el mundo. En mayo de 2008, hubo paroxismos de violencia en una serie de ciudades sudafricanas. Farai y uno de sus hermanos se retiraron a Mukukuzi hasta que pasó la carnicería. Al menos sesenta personas, muchas de ellas zimbabuanas, fueron asesinadas por turbas. Cerca de 35 mil extranjeros fueron sacados de sus casas.
Farai era uno de esos inmigrantes que consiguieron un trabajo decente. Trabajaba como pintor de brocha gorda, y ganaba cien dólares a la semana. Su patrón, Don Myburgh, es un viejo cascarrabias de rebeldes canas. "Me robaba pintura. Debería haber despedido al desgraciado", dijo sobre su empleado asesinado. Mientras hablábamos sacó una libreta verde que contenía presuntamente las confesiones de robos de un Farai arrepentido, pero aunque encontré una admisión sobre replicar, las otras entradas eran descripciones muy poco gramáticas de peleas con su patrón. Una decía: "Le digo por qué me agarra usted así, recuerde que no es la época del apartheid. Me gritó. Y después de eso me persiguió." Le pregunté a Myburgh porqué siguió empleando a Farai durante dos años y medio. "Con estos tíos, uno es tan malo como el otro", dijo.
Farai estaba casado y su esposa, Caroline, dio a luz a su segundo hijo en agosto pasado, una niña a la que bautizaron Nancy. La joven familia visitó Mukukuzi cerca de Navidad, pero en esa época Farai estaba profundamente atribulado. Durante semanas había tenido pesadillas en las que él y su hermano Washington peleaban contra enemigos que no podían reconocer. De acuerdo a sus creencias tradicionales, estos sueños significaban que alguien podría estar haciendo brujería contra ellos para causarles alguna desgracia. "Witchcraft" fue la palabra inglesa utilizada por los hermanos para explicar esto. No querían sugerir nada que tuviera que ver con lo oculto, sino más bien la posibilidad cotidiana de que una persona pudiera emplear remedios y amuletos contra otras.
Farai volvió a Diepsloot el 29 de diciembre. Su esposa se quedó atrás con los niños, pensando en unirse a él más adelante. Alarmados por los portentosos sueños, Farai y Washington, que tiene veintiún años, se unió a una iglesia que aceptaba la brujería y Jesús, para repeler el mal bajo la guía de dos congregantes que eran considerados profetas. El 21 de enero, el día anterior a su muerte, Farai pasó la noche bajo las estrellas, ayunando y orando hasta la madrugada con decenas de otros de la iglesia. Los campamentos de okupas de Diepsloot pueden ser una antiestética confluencia de sucias chozas, pero hacia el este, al otro lado de la ajetreada avenida, yacen las onduladas colinas en la sabana abierta. Los feligreses se reúnen allá entre los arbustos y marcan los lindes de sus iglesias al aire libre con piedras en el suelo.
Los dos hermanos, vestidos con túnicas blancas, bailaron y cantaron en una maratón de devocionarios, volviendo a Diepsloot justo antes del amanecer. Farai dormitó en su choza, una casucha de dos por tres metros, el espacio atiborrado con una cama llena de bultos, una mesa diminuta, viejas latas de pintura usadas para guardar agua y la ropa apilada en una cesta de mimbre. La única luz provenía de una larga vela blanca metida en una botella de Coca Cola.
Cuando despertó a eso de las nueve, se preparó unas gachas en un hornillo a parafina. Washington se acercó a compartir este desayuno, y los dos hermanos caminaron hacia la calle principal, donde decenas de vendedores ambulantes vendían ropa vieja bajo los andrajosos toldos de los rudimentarios refugios. Entonces los hermanos se separaron. Washington se fue a mirar una lucha libre profesional en una taberna. Farai volvió a su choza en la Extensión 2, y en el camino se encontró con Preciosa Mbedzi, una amiga zimbabuana. Le preguntó si le podía lavar la ropa, contó ella, y los dos regatearon por el precio sin ponerse de acuerdo. Los dos oyeron el ruido de la multitud, y cada uno tomó una ruta diferente hacia el humo.
Preciosa recuerda: "Cuando empezaron a golpearlo, yo corrí hacia ellos y dije: ‘Este hombre no es un delincuente’, y ellos me dijeron: ‘¿Quieres morir con él?’"
Dos días después, la policía arrestó a siete sospechosos en relación con la muerte de Farai Kujirichita y Patries Zonke, una víctima anterior de un linchamiento que tuvieron una muerte horrenda a manos de turbas diferentes. Los asesinatos ocurrieron con once horas de distancia, y la versión de Golde Mtika llegó a la primera plana del Daily Sun. Otro diario, The Star, envió a un periodista para hacer el seguimiento. Mientras recopilaba información, estalló una protesta contra la policía. Algunos de los enfadados manifestantes veían las detenciones como una afronta a los bien intencionados vigilantes; otros simplemente creían que los polis habían detenido a personas equivocadas. El titular del Star arriba en primera página era una declaración hiperventilada: "Anarquía en Diepsloot."
Según mi experiencias, las cosas no eran más anárquicas que normalmente. Las calles eran normalmente seguras en el día y extraordinariamente peligrosas de noche. Pero la ráfaga de publicidad provocó una visita de un miembro del gabinete provincial, Faith Mazibuko, que habló en una reunión en una tienda de campaña. Oradora carismática, trató de convencer a la enorme multitud reconociendo un razonable listado de quejas de los asentamientos sobre la delincuencia: la policía no patrulla nunca a pie; no contestan el teléfono durante horas; prefieren los sobornos a las detenciones. Fue ampliamente aplaudida hasta que condenó valientemente los linchamientos, citando a los Diez Mandamientos como textos de apoyo. Seguramente muchas personas estaban de acuerdo con ella, pero desde entonces dominaron los abucheos y silbidos. Vivir en la miseria es bastante malo; vivir en un ambiente sin protección contra la delincuencia es insoportable. Cuando se abrió el turno para que la gente hiciera preguntas, la ovación más grande la recibió un hombre que entendió mal a Jesús en la frase "ojo por ojo."
Cualquiera sean los defectos de la policía, durante un tiempo persiguieron a los asesinos de Farai. Golden no había compartido su video con los detectives. "Si me hubiesen visto como informante, hoy sería un cadáver en Diepsloot", me dijo. Pero a los investigadores les dieron otro video, tomado con un celular, y con más o menos las mismas evidencias. Los siete hombres arrestados inicialmente fueron liberados, pero otros cuatro -dos de ellos adolescentes- fueron encarcelados y acusados de homicidio.
Los nuevos sospechosos no incluían a los tres principales agresores que se ven en el video. Esos hombres escaparon tan pronto como la policía empezó a acercarse. Pero la joven con el top rosado, la que había arrojado un pedazo de cemento, estaba detenida. Dada su aparición en el metraje, no tenía sentido negarlo. "Le pegué porque oí decir a la gente que era un matón y yo quería participar", dijo llanamente en una de nuestras conversaciones, sus palabras traducidas desde el tswana.
Se llama Dipuo. Tiene diecisiete años, aunque parece más joven debido a que usa la blusa blanca y la chaqueta gris del uniforme de la escuela secundaria. Se lamentaba de que la hubieran arrestado; de hecho, los nervios le provocaron un soponcio en una de las audiencias. Pero no se interesaba en el hombre que había muerto a sus pies. "El amigo de mi mamá dijo que había oído que la persona matada no era la correcta", me dijo, agregando con un encogimiento de hombros: "En realidad, no sé."
Menos remordimiento sentía el otro adolescente, Siphiwe, el niño que dirigió a la turba. Lo entrevisté siete veces, más que suficiente para saber que él y la verdad eran solo conocidos casuales. "¿Cómo hago para que deje de mentir?", le pregunté a su madre, Oniccah. "Para que cuente la verdad, hay que golpearlo", dijo, sin conmiseración. Siphiwe es el mayor de sus tres hijos, cada uno de padre diferente. Dijo que dejó de controlarlo hace tiempo y que ahora vivía en el mundo ilegal de los fumadores de ganja, los ladrones, y quién sabe qué más. Rara vez dormía en casa.
Los dos adolescentes fueron liberados y dejados bajo la custodia de sus madres y se esperaba que, como menores, serían sometidos a orientación psicológica y no a penas de prisión. Pero los otros dos sospechosos, Walter Baphadu y Evens Matamisa, fueron encerrados en Pretoria. Hace dos años que conocía a estos hombres y tenía dudas sobre la profundidad de su participación, si es que participaron en absoluto. El linchamiento era seguramente uno de sus temas favoritos, pero eran astutos y aparentemente demasiado inteligentes como para matar a un hombre frente a cientos de testigos.
Una vez Baphadu encabezó un foro de vigilancia comunitaria de la Extensión 1, una organización de ciudadanos legalmente autorizada para ayudar a la policía. Estas organizaciones operaban en todo el país, aunque el modo en que interpretaban sus atribuciones variaba ampliamente. En Diepsloot, era igualmente probable que la gente denunciara delitos a estos vigilantes que a la policía. Los miembros del foro detenían a sospechosos por su propia cuenta, y aunque a veces entregaban a algunos a la policía, ocurría más a menudo que juzgaran los casos ellos mismos y determinaran golpizas, multas y expulsiones. Estas prerrogativas cuasi legales llevarían a la tentación y algunos grupos las usaron en tramas para hacer dinero, operando firmas de protección, o funcionando como autoridades de la vivienda, repartiendo chozas. Baphadu, 40, trabajaba como yesero, aunque consideraba que su vocación superior era ser algo así como un sheriff voluntario. Él y la policía tenían una historia problemática. En 2009 fue detenido por los presuntos excesos de su foro, lo que le causó tal enfado que renunció a sus deberes policiales oficiosos. Una vez se negó a intervenir cuando una turba le puso fuego a un hombre después de obligarlo a confesar haciéndole tragar agua de la alcantarilla. "Si veo que queman a alguien, si veo que violan a alguien, hago la vista gorda", dijo entonces, enfurruñado.

Matamisa, 39, era otro tipo de vigilante enteramente diferente, líder de un grupo de la Extensión 1 que se hacían llamar los Camaradas. A sus miembros les gustaba presentarse como servidores de la justicia, pero no eran más que matones. A veces la gente pagaba a los vigilantes para recuperar cosas robadas, y aunque pedían dinero por golpear a los ladrones, también aceptaban dinero para estrangular a esposas infieles o a cualquiera que sus clientes encontraran fastidiosos. Este trabajo no era siempre lucrativo, y el grupo acumuló implacables enemigos así como satisfechos clientes. El año pasado, Matamisa casi murió después de ser atacado con un tubo de plomo. Lo vi poco después de que le dieran de alta del hospital. El matón intimidado se sacó su gorro tricotado y apartó sus trenzas para mostrarme las marcas en su cabeza.
Visité a los dos hombres en la cárcel. Hablamos a través de una ventana de grueso cristal, y negaron toda participación en la muerte de Farai. Baphadu, rutinario, lamentó la violencia en la sociedad. "Los asesinatos, las violaciones", dijo, taciturno. "Supongo que es el fin del mundo."
Golden Mtika también estaba cansado de la delincuencia. Quería vivir como la mayoría de los sudafricanos, lejos de los problemas de las chozas, y estaba ahorrando dinero para marcharse con su esposa y su hijo de cinco años lejos de Diepsloot. La policía, los vigilantes, algunos conocidos: lo telefoneaban a cada rato para informarle sobre asesinatos, violaciones, incluso simples invasiones de morada. Esto lo beneficiaba como periodista, y lo agotaba como ser humano. "Todas las víctimas quieren que las ayude, pero yo no puedo ayudar a todo el mundo", dijo.
Nuestra investigación sobre la muerte de Farai fue en sí misma agotadora. Al principio, simplemente al campamento de okupas donde vivía e interrogamos a los que vivían cerca, ampliando cada día algo más el arco de nuestra búsqueda. Normalmente las chozas son construidas con trozos de metal y madera y a menudo se apoyan unas en otras. Los tejados son asegurados con el peso de rocas grandes o llantas viejas. El calor aumenta en el aire atrapado dentro, y la gente a menudo se sienta fuera. Nos contaron diversas versiones sobre lo que ocurrió ese sábado, y eran casi todas versiones erróneas, algunas escandalosamente. La gente no estaba mintiendo. Pero la escena había sido caótica. Era difícil ver bien en esa enorme multitud, para qué hablar de oír. Muchos testigos dejaron de mirar para evitarse los momentos más espeluznantes. Después, muchos repitieron las historias. Como ocurre a menudo, incluso los detalles más importantes cambiaban de versión en versión.
En una de ellas habían encontrado una foto de Farai en la tienda incendiada, y es por eso que la turba supo que era culpable. En otra, fue capturado ocultándose en un enorme tubo de plástico y luego confesó todo. En otra más, fue golpeado por una mujer embarazada que lo acusó de ser ladrón o violador o ambas cosas. También había otras tramas secundarias. En una, ella era su novia abandonada. En otra, ella era prostituta, y él le había dado dos dólares menos en el cambio.
Mi interés no yacía tanto en quién le había dado los golpes fatales como en saber por qué la turba había escogido a Farai como blanco. Los que tenían informaciones serias eran difíciles de localizar, y cuando los encontrábamos, no querían hablar. Al cabo de una semana, Golden y yo éramos un dúo marcado: el
tipo alto y flaco del Daily Sun y el blanco con barba. Quizás algunos arrojaron una piedra o dieron un puñetazo durante la golpiza; la policía había hecho algunas detenciones y tal vez seguirían más, si pudieran hallar a los culpables. Nuestras pesquisas eran consecuentemente una amenaza, y muchas de las personas dispuestas a hablar con nosotros temían miedo de ser vistos en nuestra compañía.
Recluté un pequeño cuerpo de intermediarios, y ellos harían los contactos con los testigos, lejos de los campamentos de okupas, y luego nos alejaríamos a prudente distancia de Diepsloot, para hablar. Durante varias semanas este fue nuestro plan de trabajo. Por cada entrevista lograda, hubo dos que fracasaron; por cada persona que realmente sabía algo, había una que no sabía nada.
Una vez cuando me reuní con algunas personas, expresaron horror ante el hecho de que la turba se volviera tan violenta; se sorprendían de saber que Farai estaba en una iglesia la noche que se supone que andaba robando.
"¿En la iglesia?", dijo suavemente Katlego Matheta, 29, guardia de seguridad. "Eso quiere decir que era cristiano. Eso quiere decir que mataron a Jesús."
La familia también estaba tratando de entender cómo llegó la turba a sus homicidas presunciones. James Kujirichita, 29, era el más religioso de los hermanos. "El espíritu de Dios se apoderará de ellos; no vivirán", dijo sobre los agresores de Farai. "Deseo que mueran todos los implicados."
Quería organizar una ceremonia especial donde se pudieran rezar oraciones de venganza. Era la intención de Dios, dijo, y dentro de cuarenta día los asesinos de su hermano morirían. "Morirán violentamente, quizás arrollados por un coche", dijo.
James es un hombre de peculiar intensidad. Se considera a sí mismo un profeta, un cristiano con el poder para comunicarse con lo divino. Cuando le conté que Dipuo, la niña de diecisiete, se había desmayado en la corte, de miedo, concluyó que un espíritu vengativo había entrado en su cuerpo.
"Dios ya está mostrando su grandeza", dijo.
Clemence, el hermano mayor, también habló enfadado sobre la turba, no solo sobre su ciega ira sino también sobre sus bizarras muestras de júbilo. "¿Por qué celebra la gente de esta manera? Estos son asesinatos brutales. Creo que lo aprendieron en los viejos tiempos. Se convencen de que la vida de una persona no es demasiado importante. Algunos, cuando ven sangre, lloran. Otros, cuando ven sangre, la chupan."
Yo visitaba a los hermanos Kujirichita los domingos por la tarde, la mayor parte de las veces en la habitación de Clemence, y compartiendo una enorme botella de Coca Cola. Una vez fuimos a la iglesia de Farai, nos sacamos los zapatos y calcetines para entrar y oramos de rodillas. Le pedimos a Dios que nos protegiera del mal, al menos eso fue lo que me dijeron. Los feligreses eran Shonas, que son el grupo étnico dominante de Zimbabue, y shona era el idioma que se hablaba.
Para entonces, tras semanas de reportaje, finalmente me di cuenta de que los hermanos veían la muerte de Farai a través de una lente metafísica diferente a la mía. Una y otra vez repetían frases que yo había escrito diligentemente en mis libretas, y luego, sin darme cuenta, olvidé. Llamaban "mala suerte" al asesinato; había ocurrido "un día malo"; o que era el resultado de "mala muthi", malas medicinas.
Finalmente, por oír mejor, mis preguntas cambiaron. Para los hermanos, la turba era solamente el instrumento del asesinato de su hermano. La causa más profunda residía en fuerzas que habían sido soltadas en las profundidades más rurales de Zimbabue por un poderoso n’anga, o curandero tradicional. "Un brujo", lo llamaban. Sus conocimientos secretos conectaban el mundo de los vivos con el de los espíritus. Este hombre era su padre, Wilson Kujirichita.
Según la tradición shona, cuando alguien muere, joven o viejo, la familia busca la explicación subyacente de su muerte: no las causas médicas, sino las malas conductas de la persona que pueden haber provocado los achaques de salud o un accidente.
Es probable que los cristianos pregunten a un profeta por este tipo de información; los tradicionalistas africanos visitan a un n’anga. Estas consultas revelan a menudo que el pariente de un difunto tiene la culpa, y entonces a esta persona se le pide que haga una restitución, normalmente en ganado. A principios de diciembre pasado, la esposa de Washington dio a luz a un niño, pero el infante, que se veía sano, lloró sin parar durante su quinto día y murió. Un profeta dijo que Wilson, el abuelo del bebé, era responsable de su muerte, una idea que el n’anga rechazó como una humillación. Se negó a participar en las deliberaciones familiares sobre la situación y advirtió a sus hijos que dejaran caer el asunto o "asumir las consecuencias", dijo Clemence.
Este fue elección de palabras crucial, porque cuando la turba mató a Farai, los hermanos lo consideraron como la realización de la amenaza del padre. Antes de llevar el cuerpo a casa para su entierro, interrogaron apresuradamente a adivinos para saber la verdad, los que confirmaron que "problemas dentro de la familia" habían llevado a la muerte. Cuando oí más tarde la historia, esto pareció una endeble corroboración de la culpabilidad de Wilson. Pero los hermanos estaban tan aferrados a sus conclusiones que la misma tarde que llevaron con el cuerpo a Mukukuzi, atacaron a su padre con puños y pies y con un palo de golf. Los aldeanos tuvieron que intervenir para salvar la vida del hombre de 57 años.
Luego, como si para reunir mayores evidencias de las malas acciones de su padre, los hermanos visitaron a otros profetas y n’angas, a veces viajando durante horas para consultar con alguno. Estos otros adivinos, me dijeron, también responsabilizaron a Wilson, y se especulaba que el renombrado curandero, en posesión de objetos de poderes arcanos -quizá incluso partes de cuerpos humanos- había usado este muthi para demostrar su continuado poder sobre su familia. "Es un brujo", dijo Clemence, convencido.
Para castigar a su padre, los tres hermanos decidieron que él debía dejar de ser un n’anga y deshacerse de todos los objetos usados en sus prácticas esotéricas. El escarmentado patriarca accedió hace poco, recogió sus medicinas, huesos y cueros animales y los empacó en dos sacos. Los hijos se llevaron a Wilson a cincuenta kilómetros, lugar donde arrojaron los objetos a las crecidas aguas del río Sabi para que los llevaron a los remotos pastizales y a Mozambique.
La familia Kujirichita cultiva maíz y algodón en un pequeño terreno, pero Wilson vive aparte, en una plantación de azúcar, donde trabaja como funcionario de fumigación. Contraté a un periodista de Zimbabue para hablar con él. (En abril de 2008, me encarcelaron por "cometer periodismo" cuando cubría las elecciones en Zimbabue y aunque el juez desechó el caso, la policía sigue amenazándome con arrestarme.) Wilson acogió halagado a su visitante, confirmando la mayor parte de lo que dijeron sus hijos, pero rechazando su rol como el malo de la película. Su práctica como curandero tradicional era algo que él venía haciendo como algo secundario desde hace veinte años, y con el dinero extra pagaba las matrículas de la escuela de los mismos niños que ahora lo estaban regañando. Estaba sufriendo no sólo de pesar por la muerte de su hijo, sino también el persistente dolor de la golpiza física, que dejó cicatrices en su cabeza, muslos y tobillos.
Wilson lamentó la pérdida de sus objetos de valor, las cosas que le habían permitido curar a los enfermos: la túnica blanco y negro que llevaba cuando se ponía en contacto con el mundo de los espíritus; los huesos y piedras que arrojaba normalmente sobre una estera para comprender la significación de los acontecimientos; la manteca de cordero que quemaba para ahuyentar a los malos espíritus; sus cuentas y cuernos de impala; sus pociones, hierbas, raíces, corteza y rapé.
Su lado de la historia era mucho más mundana que la versión vivida por los espíritus. La envidia estaba en el origen del rencor de su familia, dijo. Su esposa e hijos empezaron con "odiarme apasionadamente" después de que tomara una segunda esposa, una mujer mucho más joven que ahora recibía el beneficio de sus atenciones.
De diecisiete años, la República de Suráfrica es todavía suficientemente joven como para ser apreciada como una maravilla. El "zorrillo del mundo", como describió Mandela al estado del apartheid, se ha transformado pacíficamente en una democracia constitucional. Hay decepciones, sin ninguna duda. El optimismo de los primeros años -la gloriosa idea de que Sudáfrica debería ser una inspiración para un liderazgo ilustrado- ha desaparecido hace mucho. El frágil Mandela, a sus 82 años, puede seguir siendo el hombres más amado y respetado del planeta, pero durante su año en el poder, la organización que presidía, el Congreso Nacional Africano, se ha convertido, en palabras del historiador Martin Meredith, "simplemente otro partido político sucio en el proceso de nacer."
Cualesquiera los defectos del CNA, los pobres se han beneficiado inmensamente: el gobierno ha construido dos millones y medio de casas, llevado electricidad a ocho millones y medio de hogares, triplicado la cantidad de personas con acceso a agua potable. El progreso ha sido mayor todavía si la necesidad no se multiplicara tan rápidamente. La gente está inundando las ciudades, y desde 1994 la cantidad de asentamientos informales han aumentado diez veces con dos mil 700 asentamientos. Más de un millón y medio de familias viven en favelas.
En Diepsloot, casi todo el mundo es de alguna otra parte: de otro asentamiento, de otro pueblo, de otro país. Las raíces son superficiales, y la posesión más anhelada es una de las cinco mil casas RDP -dos dormitorios, un living-comedor, un baño y una cocina- construidas por el estado, conectadas a servicios. Más que meros refugios, estas casas dan al beneficiario un ingreso constante. Los dueños normalmente construyen varias chozas en los patios, para alquilarlas a inquilinos que pueden conectarse a las tuberías de agua y a la electricidad. En un rápido giro, los sin tierra se convirtieron en caseros, los aristócratas de las villas miseria.
Pregunté a las madres de los dos adolescentes acusados si habían postulado a una casa RDP. Oniccah dijo que ella puso su nombre en una lista en 1998; Rosina, la mamá de Dipuo, había estado esperando desde 2004. Esta conversación ocurrió en febrero, después de una audiencia en tribunales. Yo había llevado a los adolescentes y sus madres a almorzar en el Spur Steak Ranch, un restaurante en el Fourways Mall, a mi lado de la división rico-pobre. Ahí se comía solomillo y costillas, y la camarera acababa de servir helado de chocolate y bizcochos. Siphiwe se sentía alegre y fanfarrón esa tarde. Farai, dijo, era la segunda persona que estaba implicada en el asesinato. Hubo otro linchamiento hace apenas unas semanas, el castigo merecido de un "patrón de los ladrones", alguien culpable de "robar" el celular de Siphiwe.
Entonces nosotros nos estábamos recién conociendo. Ambas madres escribieron los nombres de sus hijos en mi libreta para asegurarse de que quedaran bien escritos. Cuando vi a Siphiwe por primera vez, negó saber algo sobre la muerte de Farai. Pero ahora, después de oír su jovial confesión, me inquieté. El diálogo era demasiado alegre para lo que se estaba discutiendo. Para cambiar de ánimo, saqué una fotografía de Farai y ahí estaba él, un hombre sonriendo, en camiseta de manga corta, con su cabeza razonablemente bien afeitada, posando con su mano izquierda sobre la cadera de sus pantalones blancos. Todos los que estaban a la mesa pidieron verla. "Parce todo un caballero", dijo Dipuo. Estaba sorprendida por su atractivo; la única otra vez que vio su cara, esta estaba hinchada y ensangrentada.
Golden, que estaba traduciendo, estaba ansioso por confrontar a la joven mujer. "Dipuo, no entiendo", dijo, malhumorado. "¿Por qué participaste en ese linchamiento?" No respondía, y Rosina, normalmente demasiado tímida como para hablar, estaba tan perturbada por la aparente despreocupación de su hija y también molesta consigo misma. Ese día ella no estaba en Diepsloot. Dipuo "sabe que no acepto que ella vaya a lugares donde haya gente peleando", dijo la madre.
En esa temprana coyuntura en el caso, parecía que la justicia avanzaba a paso acelerado. La policía decía que el juicio podría empezar en un mes. Pero desde entonces no ha pasado demasiado. Cada una de las audiencias realizadas a la fecha han sido para tratar formalidades. La fiscalía dice que se necesita investigar más. Y, por supuesto, los principales inculpados todavía no han sido capturados.
El caso contra Evens Matamisa fue desechado. Los testigos habían implicado a un hombre con trenzas llamado Rasta. Pero en Diepsloot viven muchos hombres que lucen ese peinado, y muchos de ellos son conocidos por el mismo apodo. Matamisa era simplemente el más conocido de los Rastas, y pudo probar que ese día estaba en otro lugar. Sin embargo, se mantienen los cargos por asesinato contra Walter Baphadu. Varios testigos, incluyendo a Dipuo y Siphiwe, dicen que él estaba en el lugar, aunque ninguno afirma que haya sido él el que dio el golpe fatal. Cuando Baphadu fue liberado con una fianza de ciento cincuenta dólares, Golden y yo tratamos de aguijonearlo para que nos contara lo que sabía, si acaso sabía algo. En ese momento, yo parecía uno de esos polis de la tele en el cuarto de interrogatorios. "Tenemos trece testigos que dicen que usted estaba allá", dije, elevando mi voz e inflando el número. Pero Baphadu todavía niega que haya estado allí.
Dipuo sigue en la escuela, quedándose a veces hasta más tarde para recibir una lección extra en su asignatura favorita: contabilidad. "¿Derramó alguna vez una lágrima privada por lo que había hecho? No sé. Ahora tiene un novio, lo que agrada a su madre desempleada. El padre de Dipuo murió hace muchos años, y de todos modos había abandonado a la familia. El dinero es un tema constante de tensión y el nuevo novio está cerca de los treinta y gana los sólidos salarios de los mineros. A veces no lo ven durante mes o más, pero cuando viene a visitarlos usualmente deja cien dólares. "Es muy generoso", dice Rosina, agradecida.
Golden, demasiado tiempo cronista de finales lúgubres, predice que este romance producirá profunda pena. "Algún Dipuo encontrará un novio de su edad, y entonces empezará el problema", dijo. "La madre necesita el dinero. El minero ha hecho una inversión. Alguien querrá matar a alguien."
Un domingo tarde hace poco, encontramos a Siphiwe recorriendo las calles. La madre lo echó de la casa hace unas semanas. Le venía robando desde hacía un tiempo, pero en su último delito fue demasiado lejos cuando le robó las zapatillas a su novio. Siphiwe llevaba los descabellados zapatos, uno con cordones naranja, el otro con cordones verdes. Pero sin su fanfarronería habitual. Alejado de su madre, no tenía a nadie que le recordara el calendario y se había perdido dos notificaciones. Asustado de que la policía pudiera detenerlo, hablaba en susurros ilegibles, con su cabeza metida en una capucha marrón. Parecía un niño. Parecía cansado. Necesitaba un baño.
La tarde había empezado y Golden estaba todavía vestido como para la misa de la mañana, con una sólida corbata rosada cosida a su cuello. La ropa parecía destacar su rectitud. "Tienes que ir donde tu madre y pedirle perdón de rodillas", lo sermoneó. "El problema es que ofreces disculpas y luego, después de unos días, hace algo malo otra vez, y ella pierde confianza." Hizo una pausa para que sus palabras se entendieran. "La cárcel no te gustará, Siphiwe. No es como Diepsloot, donde puedes ir de un lado para otro."
No estaba seguro de que volvería a ver al adolescente alguna otra vez. Una vez me dijo que el asesinato de Farai había sido "divertido". Eso me indignó, pero no dije nada. El linchamiento no es estúpido; ahí hay mentes funcionando, y esas mentes se auto-justificaban. El asesinato, por supuesto, no era únicamente la falta de Siphiwe. También otros guiaron a la turba, otros atacaron a Farai y le propinaron los golpes más mortíferos. Pero él era el culpable que estaba más convenientemente a la mano. Una avalancha de duras palabras se apretujaron en mi garganta, pero solo atiné a decir: "No deberías haber matado a Farai."
El adolescente no había mostrado nunca ningún indicio de que se sintiera culpable, nunca una señal de que él y su conciencia estaban en guerra, y ahora tampoco mostraba ninguna emoción. El inglés no es su lengua materna, pero incluso en un idioma extranjero, su confianza volvió a renacer.
"Eso es lo que hacemos aquí", dijo, desafiante, contento lo que había hecho la turba.
19 de julio de 2011
2 de junio de 2011
©new york times
cc traducción mQh

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