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los juicios por genocidio en ruanda


Se pensaba que la justicia comunitaria (gacaca) era el  modo más práctico de superar la división entre hutus y tutsis. Pero no resultó.
[Christopher Goffard] Kigali, Ruanda. Issa Munyangaju está dispuesto a contar su historia, pero pide una cerveza a cambio. Bebe a sorbos una Primus en un oscuro bar de cemento y habla sobre el criado que mató durante el genocidio.
Eran amigos, dice, hasta que llegaron a un puesto de control de milicianos hutu. Le dieron a Munyangaju, que es hutu, un fusil. Le dijeron que si no ejecutaba a su amigo, cuyo grupo étnico, tutsi, había sido condenado al exterminio, lo matarían a él.
"Obedecí sus órdenes", dice Munyangaju, 44. Le disparó al joven en el estómago, y pudo oír el balazo que terminó con su vida.
Cuando estaba en prisión, funcionarios de gobierno lo visitaron para explicarle las ventajas de la confesión en un tipo de juicio conocido como gacaca, un radical experimento en justicia comunitaria. Gacaca se traduce del idioma kinyarwanda como "justicia sobre la hierba", debido a que muchos juicios se realizan en canchas, en colinas y a la sombra de árboles. No tenían abogados, y en lugar de jueces profesionales fue una comisión de notables la que distribuyó condenas y absoluciones.
Munyangaju dice que su confesión en su juicio gacaca redujo su pena de prisión de treinta a diez años y le ayudó a aliviar el peso de su culpa. "Ahora puedo ir al cielo", dice.
En 1994, las masacres étnicas se cobraron la vida de más de ochocientos mil tutsis y las personas que fueron vistas como sus aliados. Cuando empezaron los juicios ocho años después, el gobierno de Ruanda argumentó que el proceso gacaca impediría no solamente que las cárceles se atiborraran de acusados del genocidio, sino que además aceleraría casos que podrían tomar décadas si fueran llevados por tribunales tradicionales, víctimas también de la masacre de funcionarios judiciales.
Los sobrevivientes sabrán finalmente quiénes mataron a sus familiares y dónde encontrar sus cuerpos. Los asesinos confesos recibirán sentencias reducidas y la posibilidad de reinserción social. Finalmente, se esperaba que hubiera reconciliación.
Pero mientras los tribunales ven los últimos de más de un millón de casos, el legado de los juicios es fuertemente disputado. En un informe reciente titulado ‘Justicia comprometida’, la organización de derechos humanos Human Rights Watch dice que el proceso ha sido utilizado para arreglar cuitas personales, así como para silenciar a periodistas, activistas y funcionarios.
El informe dice que los tribunales han ignorado los asesinatos masivos atribuidos al Frente Patriótico de Ruanda, el partido que puso fin al genocidio y ahora dirige al país.
El informe también menciona la falta de "derechos justos" para los acusados durante los juicios, tales como acceso a abogados, y denuncian a los jueces voluntarios de escasa formación, indiferentes ante las reglas que hacen a las evidencias, que a veces juzgan sobre la base de rumores.
Munyangaju dice que tras ser liberado de la cárcel, descubrió que su esposa estaba embarazada de otro hombre, y en venganza implicó al hombre en ataques relacionados con el genocidio. Más tarde, dijo, confesó que había mentido.
Ahora se sienta en una silla de plástico junto al camino a remendar zapatos; gana apenas lo suficiente para alimentar a su mujer y sus dos hijos. Su casa se está desmoronando. Trató de criar cabras, pero se las mataron, y ahora sospecha que fueron sus vecinos. Quizás lo hizo algún familiar de un sobreviviente. No está seguro.
"No sé quién mató a mis cabras", dice. "Esa persona puede venir a matarme a mí. Creo que pudieron haber sido todos."

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El genocidio empezó en abril de 1994, cuando extremistas hutu aprovecharon el asesinato del presidente de Ruanda para azuzar a soldados, milicianos y ciudadanos hutu contra la minoría tutsi.
Las radios bramaban con órdenes de exterminar a los tutsi como si fueran cucarachas. Se calcula que más del 75 por ciento de la población tutsi fue masacrada. Sin embargo, han sido hutus, el grupo étnico mayoritario del país, el que a menudo juzga a otros hutus en los tribunales gacaca.
"Al principio era muy difícil entender cómo un hutu podía juzgar a otro hutu", dijo Naphtal Ahishakiye, 37, que trabaja para un grupo de sobrevivientes. Perdió a sus dos padres y cuatro hermanos, y escapó de las milicias ocultándose en un río, debajo de las raíces de un árbol, sumergiendo el cuerpo durante semanas, hasta que su piel se volvió blanca y se le empezó a caer de los brazos. Cuando se recuperaba, ansiaba vengarse.
"Justo después del genocidio, los sobrevivientes pensábamos que a los asesinos había que matarlos", dijo. "Era difícil pensar en otro tipo de castigo."
Dijo que llegó a apreciar el proceso gacaca cuando confrontó a algunos de los asesinos de su familia, que eran sus vecinos y, antes del genocidio, sus amigos. Unos siguen en prisión; otros están cumpliendo sus penas en proyectos de servicios públicos.
"No hay pueblos para sobrevivientes y pueblos para hutus", dijo. "Vivimos juntos y no hay nada que hacer. No te puedes vengar."
Debido a las sentencias relativamente ligeras que muchos reciben en los juicios gacaca, incluso algunos partidarios del proceso no dudan en definirlo como "media amnistía."
Entre ellos se encuentra Reverien Interayamahanga, 39, investigador en el Instituto de Investigación y Diálogo por la Paz [Institute of Research and Dialogue for Peace] en Kigali, que escapó a duras penas de la muerte cuando era estudiante en 1994.
"Pero con el fin de la reconciliación, creo que la opción se justifica", dijo Interayamahanga. "¿Cómo puedes meter a un quinto o un décimo en la población a la cárcel y esperar que sus familiares coexistan con los sobrevivientes?"
Propuso una historia común: un huérfano de genocidio ve libres a los asesinos de sus padres.
"Desde la perspectiva de la justicia clásica, no es justo", dijo. "Pero, para mí, el tribunal gacaca era la opción menos mala."
En contraste con la asombrosa cantidad de casos tratados por los tribunales ruandeses, el tribunal de Naciones Unidas en Arusha, Tanzania -levantado para tratar de juzgar a los organizadores del genocidio de Ruanda- ha avanzado lentamente, llevando apenas unas decenas de casos.
Phil Clark, profesor de política internacional en la Universidad de Londres que ha estudiado los tribunales gacaca, dijo que el proceso se ha concentrado no solamente en el castigo, sino en promover las conversaciones directas entre culpables y sobrevivientes.
"Creo que las organizaciones de derechos humanos no han tomado eso en cuenta", dijo. "Nunca me ha quedado en claro qué alternativa proponen para los tribunales gacaca."
El sistema "está inclinado hacia la indulgencia", con el objetivo de reintegrar a los asesinos en la sociedad, aunque otra explicación es que los jueces hutu simpaticen con los acusados hutu, dijo Clark.
"El sistema de acuerdos es bastante generoso", dijo. "La inmensa mayoría de los que han sido declarados culpables en el sistema gacaca no han vuelto a la cárcel."
En un caso estudiado por él, un comerciante encarcelado que confesó múltiples asesinatos obtuvo la libertad con un acuerdo declaratorio. Indignados sobrevivientes bombardearon su casa con piedras. Encontró casa junto a una mujer a cuyos tres hijos había asesinado, y trabajaban el mismo maizal.
"Es una situación habitual", dijo Clark. "Existe una suerte de tensa coexistencia, y del pragmatismo que lo justifica."

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Uno de los últimos tribunales gacaca se realizó hace poco en Kigali, donde el acusado, Frederic Bazimaziki, asistió a la audiencia con el uniforme rosado de los reos en una oscura dependencia del gobierno.
Estuvo preso durante un año, después de haber sido juzgado y condenado en ausencia. Dice que nunca recibió ninguna citación. Ahora está recurriendo su la sentencia a diecinueve años de cárcel.
"Tengo miedo", dijo, "porque son muchos años."
Sin embargo, Bazimaziki, 44 años y padre de siete hijos, no confesaría para obtener clemencia.
Un vecino, un carpintero llamado Charles Ngirunkunda, estaba haciendo declaraciones que lo incriminaban.
En realidad, el denunciante nunca vio a Bazimaziki matar a nadie. Pero insistió en que lo había visto armado de un garrote, que formaba parte de una milicia y usaba el uniforme de la Coalición para la Defensa de la República, conocida como CRD, un partido extremista hutu.
Solo ante seis jueces voluntarios, Bazimaziki negó todas las acusaciones y dijo que estas obedecían a rencores: Él era un funcionario de gobierno con una buena posición, y el denunciante un simple carpintero que le había robado algunos muebles.
Cerca de cincuenta personas se reunieron en el lugar. Después de dos horas de testimonios, los jueces deliberaron brevemente y volvieron con el veredicto: no culpable.
El local guardó silencio. Los jueces removieron sus fajas, las doblaron cuidadosamente y las metieron en una caja de madera. No era un delito portar un garrote ni pertenecer a una organización extremista hutu, dijo un juez después. Nadie vio al acusado matar a nadie, y no había víctimas específicas.
Otro acusado que se marchará a casa.
"Decir que eres de la CDR es echarte una pesada carga encima", dijo Bazimaziki después, rodeado de familiares. "Él decía eso, pero no era verdad."
El juez presidente en este caso, Eric Mushimire, es un electricista de 44 años que dice que perdió a sus dos padres y ocho hermanos en el genocidio.
Como sobreviviente, asistió a un juicio gacaca para ver confesar y pedir perdón a los asesinos de su familia, lo que, dijo, le permitiría perdonarles. Como juez, había presidido más de mil casos semejantes. El gobierno no le paga, ni siquiera una botella de agua, dijo.
Interrogado sobre si el proceso estaba ayudando a sanar al país, replicó: "Lo está, empezando por mí mismo."
21 de agosto de 2011
20 de agosto de 2011
©los angeles times
cc traducción c. lísperguer

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