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dentro del cartel


Cuando un grupo de traficantes de drogas del cartel de Sinaloa, en México, enviaban un gigantesco embarque de cocaína a Los Angeles, agentes de la DEA estaban mirando y escuchando. Primera entrega.
[Richard Marosi] Calexico, California, Estados Unidos. Nunca pierda de vista a la carga.
Todos los que trabajaban para Carlos ‘Charlie’ Cuevas se lo habían grabado. Sus choferes, centinelas, encargados de escondites, despachadores: todos lo sabían. Cuando se estaba preparando una movida, un par de ojos tenían que moverse con ella.
Cuevas acababa de enviar a un equipo de siete de sus hombres para cruzar la frontera en Calexico, California. La carga que trasladaban era cocaína, oculta en un compartimento hecho a medida dentro de un Honda Accord 2003 azul.
El coche estaba todavía en el lado mexicano en una aglomeración de vehículos de diez vías avanzando lentamente hacia el puesto de control del Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos. Vagabundos mutilados trabajaban la cola, junto con hombres con sombreros de ala ancha vendiendo baratijas, tamales y churros a viva voz.
Un centinela mirando desde un coche estacionado en una calle cercana informaba sobre el progreso de la carga. Cuevas, haciendo malabares con celulares, exigía actualizaciones constantes. Si algo salía mal, su jefe en Sinaloa, México, exigiría respuestas.
El Accord llegó a la línea de las cabinas de control y un centinela del lado estadounidense recogió el turno de vigilancia. Era Roberto Daniel López, veterano de la Guerra de Iraq, parado cerca del letrero que dice "Bienvenido a Calexico."
Era el plan habitual: después de pasar por la aduana, el chofer enfilaría hacia Los Angeles, siendo seguido por un tercer centinela en un coche en la South Imperial Avenue.
Pero esta caliente tarde de verano las cosas no estaban saliendo como deberían. López llamó a su supervisor para informar sobre una complicación: el Accord iba a ser llevado a un área de inspección secundaria para un chequeo más minucioso. Había perros rastreadores.
Cuevas hablaba rara vez directamente con sus centinelas o choferes. Pero después de ser reprochado por su supervisor, hizo una excepción. Llamó a López.
"¿Qué pasa?", preguntó.
"Los perros se volvieron locos", replicó López.

Puntos en un Mapa
Cuevas trabajó para el cartel de Sinaloa, la organización del crimen organizado más poderosa de México. Trabajaba en el área del transporte. La droga la transportaban desde el estado de Sinaloa hasta Mexicali, México, en llantas de autobús. El trabajo de Cuevas era pasar la mercadería por la frontera y entregarla a los distribuidores en el área de Los Angeles, a unos 320 kilómetros.
El flujo era incesante y empleó cerca de cuarenta choferes, centinelas y coordinadores para mantener el ritmo.
Los perros que rodeaban el coche con la carga esa noche de agosto de 2006 eran la menor de sus preocupaciones. Ocho agentes del Servicio de Control de Drogas (Drug Enforcement Administration, DEA) se habían reunido en la frontera. Ni los inspectores de aduanas sabían que estaban allí. Los agentes habían estado siguiendo a Cuevas y pinchando su teléfono durante meses.
Debido a que había un vínculo entre los distribuidores de drogas mexicanos y estadounidenses, sus charlas por teléfono eran una mina de oro. Cada llamada exponía a otro contacto telefónico, cuyo teléfono era entonces también pinchado. Los nuevos contactos llamaban a otros asociados, y eso provocaba más escuchas. Pronto los agentes habían trazado un enorme mapa de puntos de la red de distribución.
Sus ramas se extendían por todo Estados Unidos y se creía que conducían de vuelta al corazón del narcotráfico en México, a Víctor Emilio Cazares, del que se decía que era el lugarteniente de Joaquín ‘Chapo’ Guzmán, el más buscado narcotraficante del mundo. Desde su mansión en las afueras de Culiacán, se dice que Cazares dirigía una red de transportistas, distribuidores, camioneros, pilotos y escondites.
Otras investigaciones de la DEA habían atacado a carteles mexicanos, pero esta, apodada Operación Emperador Imperial, estaba proporcionando una imagen muy completa de cómo se movían las drogas desde Sinaloa hasta las calles de Estados Unidos.
Funcionarios de la DEA no tenían ninguna prisa en desmantelarla. De hecho, estaban tratando de retrasar algunas detenciones para poder seguir estudiando la oferta e identificar a los nuevos sospechosos.
Finalmente, el Emperador Imperial resultaría en cientos de detenciones, la confiscación de decenas de millones de dólares en drogas y dinero, y la acusación contra Cazares.
También revelaría una desalentadora verdad: el sistema de distribución del cartel en Estados Unidos era más grande y más flexible de lo que había imaginado todo el mundo, una telaraña que conectaba a decenas de ciudades, regenerándose y expandiéndose constantemente.

El Vecino
Como infante de marina norteamericano en Faluya, Iraq, López había esquivado fuego de mortero, cruzado caminos sembrados de explosivos y recibido una recomendación por liderazgo. De regreso en El Centro, no pudo conseguir trabajando ni siquiera leyendo los medidores de la compañía de aguas local.
Pero López, que tenía dos hijos que alimentar, sabía de otra industria que necesitaba siempre mano de obra.
Una de las principales tuberías del cartel de Sinaloa pasa por el anticuado puerto de entrada de Estados Unidos en Calexico, favorito entre los contrabandistas. El puesto de control está casi directamente en la frontera, sin la usual zona de distensión de varias decenas de metros, de modo que los inspectores tengan dificultades a la hora de revisar los coches en las vías. Los perros rastreadores enferman con el calor del verano, que puede llegar a los 46 grados Celsius.
La región del sudeste de California, que abarca un desierto con dunas y campos agrícolas con la mayor tasa de empleo del estado, ofrecía un terreno fértil para el reclutamiento del cartel.
Los traficantes eran tus vecinos, el tipo que te llama en Wal-Mart, el de las buenas propinas en Applebee, el viejo amigo en tus reuniones de viejos alumnos de la secundaria.
López era amigo de un hombre llamado Sergio Kaiser, que estaba casado con una pariente. Kaiser dijo que era dueño de una hojalatería, pero sus gustos parecían demasiado extravagantes para eso. Estaba construyendo una casa con una gran escalera, copiada de la mansión en la película ‘El precio del poder’ [Scarface].
En realidad, Kaiser era el principal lugarteniente de Cuevas y le dijo a López que lo podía ayudar en sus problemas de dinero. Había varias posibilidades.
Por una noche de trabajo llevando una carga en coche de Mexicali a Los Angeles, el chofer recibe cinco mil dólares que debe compartir con su reclutador y se queda con el coche.
Otra manera de entrar era como centinela. Un centinela seguía al coche desde el escondite en Mexicali hasta la frontera. Otro lo esperaba en el puerto de entrada e informaba cuando el coche había pasado la aduana. Otro seguía al coche hasta la autopista a Los Angeles.
López aceptó la oferta de Kaiser. Ser centinela era inofensivo, pensaba: Apenas estar ahí y ver que un coche cruza la frontera. "No dijo que eso implicaba drogas, pero yo lo sabía", dijo López. "Yo pensé: ‘¿Cuál es el problema?’"

Trucos del Oficio
Cuevas poseía un enorme terreno en casa en Calexico y conducía un BMW323 último modelo. Una cadena de oro colgaba de su grueso cuello. Casado, dos hijos, disfrutaba de las estereotipadas ventajas de la vida de un traficante. Tenía varias amantes, y les pagaba sus implantes y sus viajes a Disneyland y San Francisco.
Conducía su caro sand rail en las dunas de California, y siempre pagaba la cuenta en los restaurantes y los fines de semana salvajes al otro lado de la frontera en Mexicali.
En la barbería de Emmanuel, Cuevas se saltaba la cola para hacerse su corte fade, y luego pagaba los cortes de todo el mundo. Se encargaba de las cuentas de hospital de sus amigos y prestaba dinero a algunos, sin condiciones.
"Cuando piensas en los carteles de la droga, piensas en violencia, armas, asesinatos", dijo López en una entrevista. Este tipo no se parece en nada a eso."
No llevaba armas consigo ni se rodeaba de guardaespaldas. Constantemente manipulando celulares y comprando materiales de embalaje en Costco, parecía más estresado que amenazador. Cuevas tartamudeaba y empeoraba cuando lo llamaba su jefe Cazares desde Sinaloa. Tomaba antiácidos para calmar su ansioso estómago.
Para cruzar la frontera con las drogas, desplegaba una flota de todoterrenos y coches con compartimentos ocultos hechos a medida. Le gustaban los Volkswagen Jettas y los Chevrolet Avalanches. Los dos eran hechos en México y la DEA cree que operativos del cartel pudieron estudiar el diseño para identificar vacíos donde pudieran ocultarse drogas.
Cuevas enviaba los coches a un mecánico en Compton que protegía los compartimentos con elaboradas trampillas. El trabajo tomaba dos semanas y el mecánico pedía seis mil quinientos dólares, pero valía la pena. Sólo una complicada serie de acciones abriría las puertas.
Al escondrijo en el parachoques delantero se podía acceder sólo conectando una pinzas de batería desde la batería positiva hasta el tornillo de un foco. La sacudida por la electricidad hacía caer la matrícula, revelando la trampilla.
Cuevas escogía cuidadosamente a sus conductores, rechazando a los hombres con tatúes visibles o con antecedentes criminales y haciendo pasar por ensayos a los elegidos para poner a prueba sus nervios. Mantenía el cruce fronterizo de Calexico bajo constante vigilancia, concentrándose en la máquina de rayos equis móvil que podía ver dentro de los vehículos. La usaba muy de vez en vez, y cuando los inspectores se marchaban, el equipo volvía rápidamente al trabajo.
Con los años, sus coches eludieron consistentemente ser detectados.
"Fue grandioso. Nunca perdí un coche en la frontera", dijo Cuevas. "Los perros nunca encontraron nada."
Sin embargo, a mediados de 2006, Cuevas perdió su ángel.
En junio, las autoridades siguieron a uno de sus choferes hacia Cudahy, cerca de Los Angeles, y confiscaron 73 kilos de cocaína en un escondite.
Un mes después, agentes apostados fuera de El Centro pararon a su mejor chofer, un vendedor de hot dogs de Mexicali, y encontraron 799 mil dólares escondidos en un compartimento.
Cuevas tenía que recuperar las pérdidas del cartel, sea en dinero o trabajando para pagar la deuda supervisando envíos sin recibir su parte. Entretanto, cientos de kilos de cocaína siguieron llegando todas las semanas desde Sinaloa, y estaba bajo una intensa presión para que la mercadería se siguiera moviendo.
Ahora, esta noche de agosto, un inspector de aduanas había elegido el coche con la carga, el Accord, para examinarlo en una área de inspección secundaria.
"Tío, creo que agarraron a tu hombre", le dijo López a Cuevas, por teléfono. "Le han puesto esposas."
Detrás del tablero de mandos y en un compartimento en la parte de atrás del Honda, los inspectores encontraron 44 kilos de cocaína. El chofer fue arrestado. Todo el mundo se dispersó. López se marchó a casa, despreocupado. Sólo había estado quince minutos en el cruce fronterizo, y nunca estuvo cerca de las drogas.
Cuevas ordenó a sus hombres deshacerse de los celulares, en caso de que alguien hubiese estado escuchando. En el puesto de vigilancia fortificado de la DEA cerca de Imperial, las líneas interceptadas se callaron.
Los agentes de la DEA no habían esperado el descalabro y no estaban nada de contentos. Los agentes habían planeado dejar que el chofer cruzara la frontera y entonces seguirlo hasta su contacto en Los Angeles. Ahora tendrían que reagruparse.

Esperando en la Oscuridad
Dos días después, los agentes esperaban en una furgoneta en la calle donde vivía Cuevas en una casa de dos plantas en Calexico, esperando que las luces se apagaran. Los vecinos de Cuevas en la subdivisión de casas iguales de tejados rojos incluían a bomberos, agentes del Departamento de Seguridad Interior y gendarmes de prisiones del estado.
Después de meses de seguir a Cuevas, los agentes sabían que le gustaba la cerveza Bud Light, las hamburguesas de Rally’s y los tacos de atJack in the Box.
Una vez entraron con el coche lleno de cocaína de uno de sus choferes a una gasolinera después de que el hombre se quedase sin gasolina en la Interestatal 5. El chofer nunca sospechó que los samaritanos que lo ayudaron, lo hicieron para poder seguir siguiéndolo hasta su destino.
Después de medianoche, los agentes apostados en los alrededores de la casa de Cuevas empezaron a escarbar en sus tachos de basura. Estaban buscando una libreta, un recibo, una tarjeta de visita, cualquier cosa donde se pudiera escribir un número de teléfono.
Había suficientes evidencias para arrestar a Cuevas. Pero el objetivo era ampliar la investigación, y eso exigía reanudar la vigilancia telefónica. Los agentes esperaban que Cuevas hubiera arrojado los números de algunos -o incluso de uno- de los treinta celulares nuevos que había distribuido entre sus hombres.
Revisar la basura ha sido siempre un trabajo sucio, especialmente en este caso. Cuevas era padre de un recién nacido. Los agentes habían dado con los pañales sucios.
Finalmente, algo sacaron de la basura: Una pedazo de una libreta con espiral con unos números garabateados encima. Números de teléfono.
26 de agosto de 2011
24 de julio de 2011
©los angeles times
cc traducción c. lísperguer

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