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justicia dispareja


El Estado ha reparado con sumas millonarias a víctimas de soldados y policías, pero muchos de los responsables de las violaciones siguen en la impunidad.
Colombia. A las 4:25 de la tarde del 27 de enero de 1995, Omar Carmona empezaba a rendir testimonio ante un inspector de policía de Tuluá, Valle, cuando un grupo de hombres armados y vestidos de civil, que dijeron ser de la Sijín, irrumpieron en las oficinas de la Estación Tercera de Policía y se lo llevaron a empellones junto con su hermano Henry. Ambos y un amigo común habían sido detenidos en la madrugada por estar involucrados en una pelea callejera. A las siete de la mañana otros dos hermanos de los Carmona, Rodrigo y Herney, también con un amigo, se habían acercado a la Permanencia donde suponían que estaban los detenidos, pero antes de poder encontrarlos fueron metidos a la fuerza en un campero rojo, el mismo que esa tarde se había llevado a los tres detenidos de la inspección de Tuluá.
En los cuatro días siguientes los cuerpos de los cuatro hermanos y sus dos amigos aparecieron destrozados. Mutilados, sin manos, algunos de ellos flotando en el río Cauca, cuyas aguas para entonces hacían de fosa común de los cadáveres de la extendida matanza de Trujillo y de otros episodios violentos del Valle.
En menos de un mes, el Comando de Policía del Valle hizo una investigación de la que sacó unas rápidas conclusiones: ninguna de las víctimas estaba bajo custodia de los agentes, pues los detenidos ya se encontraban con el inspector. En consecuencia cerró cualquier indagación, atribuyéndole la masacre de los hermanos al crimen organizado. Muy a pesar de que los testigos presenciales aseguraban que el carro en el que fueron raptados los muchachos, pertenecía a la Sijín.
La madre de los cuatro jóvenes, otros hermanos y sus hijos, empezaron a trasegar por los tribunales, interponiendo o respondiendo a apelaciones, hasta que 13 años después, la Nación, es decir, la Policía, resultó condenada. En el fallo, el Consejo de Estado no sólo le ordenó al Ministerio de Defensa a pagarle a los familiares por los daños ocasionados, sino que le ordenó a la Policía a pedir perdón públicamente a esta familia, y tomar un conjunto de medidas de justicia restaurativa con la comunidad y de prevención de estos crímenes entre sus agentes.
Para el consejero de Estado Enrique Gil, uno de los autores de la sentencia, esta es histórica porque muestra cómo las altas cortes se han ajustado a los estándares propuestos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, buscando cada vez más un concepto de reparación integral y no sólo un cheque, que es lo que se suele creer que es la indemnización.
En realidad el caso de los hermanos Carmona fue el segundo de esta naturaleza ante el Consejo de Estado. Un año antes, en 2007, al alto tribunal había llegado el caso de una víctima de la masacre y el desplazamiento masivos de El Aro, en Itüango, Antioquia. Para entonces la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya había emitido una condena, y ordenado una reparación integral a las víctimas que habían interpuesto una demanda. Pero el Consejo de Estado tenía en sus manos el caso de una víctima que no había acudido a la justicia internacional, y que merecía, tal como pasó, una reparación en los mismos términos que la ordenada por los jueces internacionales.
Pero tanto en el caso de los hermanos Carmona como en el de Itüango, mientras el Estado ha reconocido, aunque sea tardíamente, su responsabilidad por el daño que sufrieron las personas, y ha ordenado pagarles dinero por ello, además de otras medidas restaurativas, los autores individuales de estas violaciones siguen en la impunidad.
A  muchos juristas les preocupa que el Estado se adapte a la situación de pagar por el daño que han hecho sus funcionarios sin hacer un esfuerzo de igual proporción para aclarar penalmente los casos. Es decir, que el Estado gaste más recursos y energía en defenderse ante el contencioso o en conciliar, mientras que los responsables de estos delitos graves y costosos no resulten castigados por la justicia penal militar ni la ordinaria.
De 13.484 demandas contra el Ministerio de Defensa que había al finalizar 2010, 10.744 buscaban reparación directa. El año pasado el Ministerio resultó condenado en 454 casos asociados a violaciones de derechos humanos, que representan, según el secretario general de esta institución Luis Manuel Neira, el 52 por ciento de los casos. En el resto ha salido exonerado el Estado. Pero no todos los casos llegan hasta la etapa de juicio, ya que hay muchos que se concilian. Es decir, el Ministerio paga un poco más a las víctimas y se ahorra el proceso judicial. No obstante la conciliación es solo económica y en estos casos no se logra una reparación integral ni simbólica.
Más de mil de las demandas que tiene el Ministerio son por presuntos falsos positivos, muertes de civiles, desapariciones y desplazamiento. Sólo el año pasado se pagaron 7.120 millones de pesos por muertes de civiles, 1.087 millones por desaparición forzada, 2.185 millones por muertes en asociadas a la legislación de Derechos Humanos, 2.900 millones por falta de protección a los civiles, 3.800 millones a civiles afectados en enfrentamientos, y 6.900 millones de pesos por muertes presentadas como en combate sin serlo.
Sumados estos pagos, representan casi 24 mil millones de pesos, una suma que, para tener un punto de comparación, duplica los pagos a proveedores que realizó entre enero y septiembre de 2011 el Hospital Militar.

La Justicia Penal
La Fiscalía tenía hasta mayo de este año 1.486 investigaciones relacionados con posibles violaciones a los derechos humanos, especialmente homicidios fuera de combate, que involucran a 2.701 víctimas. No obstante sólo 82 han tenido sentencia condenatoria, 939 avanzan lentamente en el antiguo sistema penal, y 537 están en indagación preliminar.  Existen casos graves como el de la masacre de La Resbalosa, en San José de Apartadó, donde un oficial, el capitán Armando Gordillo, se acogió a sentencia anticipada después de confesar su participación en el crimen. Aun así no ha sido posible que otros militares que estuvieron en el planeamiento y ejecución de esta operación hayan sido castigados y por el contrario, los 60 que habían sido detenidos quedaron en libertad.
Hasta finales del 2010 la justicia penal militar tenía para esas mismas fechas 480 casos en investigación, lo cual permite inferir que se frenó en seco el traslado de expedientes de casos de derechos humanos a la Fiscalía, contraviniendo las directivas dadas por el propio Ministerio de Defensa, a raíz del escándalo de los "falsos positivos" que estalló al terminar 2008.
Si bien es cierto que una condena ante el contencioso administrativo no significa que automáticamente se tengan las pruebas para condenar penalmente a los responsables de un hecho, algunos fallos administrativos podrían dar luces a jueces y fiscales que les permitirían avanzar sus investigaciones  e identificar a los culpables con mayor eficacia. Y en ocasiones, es el propio Consejo de Estado el que le ha ordenado a la justicia penal hallar a los responsables.
Eso ocurrió por ejemplo en noviembre del año pasado con el caso de Rogelio Aguirre López. Este tendero de Medellín estaba en su casa en la madrugada del 6 de octubre de 1994, cuando un grupo combinado de militares, policías y fiscales llegaron a allanar su casa. Según el testimonio que él mismo le dio a la justicia, los agentes llegaron disparando y en los primeros minutos mataron a Antonia Castaño, esposa de Aguirre, quien salió a proteger a su esposo y sus hijos. Aguirre tenía un arma y al ver a su esposa muerta, también disparó. Pero lo que no esperaba era que un juez sin rostro, con testimonio de todos los uniformados presentes, lo enviara a la cárcel acusado de haber matado a su esposa.
Aguirre permaneció preso durante más de un año, hasta que un tribunal superior lo absolvió del crimen, con una sentencia donde cuestiona duramente el papel de la Fiscalía en su juicio. "La Fiscalía General de la Nación aparece en un maridaje vulgar, dañado y punible, avalando la situación, manteniendo al viudo en la cárcel durante un año (su hogar destruido, sus hijos al garete) y acusándolo en una kilométrica providencia donde sobran las repeticiones y la falta de justicia y el sentido común". Así pues Aguirre recuperó su libertad, pero empezó su batalla en la justicia contenciosa, en búsqueda de una reparación económica. Apelaciones fueron y vinieron durante muchos años hasta que en noviembre de 2010 el Consejo de Estado le dio la razón. Ordenó no sólo la reparación económica y que la Fiscalía le pidiera el perdón, sino que ordena que se busquen y castiguen a los responsables del crimen, la detención y el montaje.
Las sentencias del Consejo de Estado muestran un profundo abismo entre la investigación penal y la administrativa y los alcances que cada una puede tener.  Algunas veces, incluso, éste alto tribunal ha ido más allá de las exigencias de las víctimas.
Es el caso de tres campesinos que fueron desaparecidos también en 1993 cuando viajaban de Villavicencio a Monfort, diez minutos después de haber requisados en un retén militar y policial. En dicho retén los militares habían reportado por radio que un hombre llamado Fidel Ortiz, con orden de captura, viajaba en un campero de servicio público. No obstante no lo detuvieron ni a él ni a los demás. Sólo que un poco más adelante, el carro fue interceptado por otro jeep del que se bajaron varios hombres armados. Apresaron a los tres campesinos y se los llevaron con rumbo desconocido.  Testigos dijeron que habían visto el carro en el que se los llevaron, antes, en el  retén.
La justicia penal militar cerró el caso sin mayores preámbulos con el argumento de que los culpables habían sido paramilitares y no agentes oficiales. Lo mismo hizo la Procuraduría.  No obstante, el Consejo de Estado encontró que las tropas habían cometido si no una acción, lo cual eventualmente se podría probar, sí por lo menos negligencia y omisión suficiente como para resultar condenada la Nación.   Especialmente si se agrega que aunque fueron avisados de la desaparición, las tropas esperaron más de 24 horas para iniciar cualquier acción de búsqueda de los desaparecidos, aduciendo que había una orden superior de no avanzar por la carretera por razones de seguridad.
Lo interesante es que el Consejo de Estado no sólo marca un hito condenando por omisión al Estado, y en este caso al Ministerio de Defensa, sino que ordena a la Fiscalía investigar los hechos sobre los que se tendió un manto de impunidad. Militares que fueron indagados en esa ocasión mantuvieron una carrera ascendente dentro de las Fuerzas Militares hasta hace poco tiempo.
Similar sentencia se profirió en el caso de la muerte de Wilson Duarte, un hombre que fue sacado de su casa por la Policía en Saravena, Arauca. Lo encontraron ejecutado después. En este caso la justicia ordinaria si condenó previamente a dos policías por el homicidio, y después de las medidas de reparación ordenadas por el Consejo de Estado, resultó condenado un tercer responsable del hecho.
Pero el hecho de que el Consejo de Estado haya sintonizado su jurisprudencia no quiere decir que no falte camino por recorrer. A juicio de Federico Andreu, de la Comisión Colombiana de Juristas, hay una gran lentitud en el desarrollo de los casos. De hecho, los casos aquí expuestos son de hace 15 o 20 años, lo cual hace más costoso el proceso no sólo para las víctimas, sino para el propio Estado. Adicionalmente, según una experta en defensa jurídica del Estado, todavía a los gobiernos les preocupa más ahorrarse un poco de dinero en cada proceso,  que asumir la indemnización como parte de la construcción de legitimidad de las instituciones.
Aunque muchos de estos episodios se presentan con menos frecuencia después de que estalló el escándalo de las ejecuciones de civiles en 2008, y su posterior presentación como muertos en combate, hay acumulados tantos casos del pasado que el presupuesto para pagar por ellos podría llegar al billón de pesos por año, dados los estándares que hoy se están aplicando. Para acatar los fallos de la justicia nacional se han presupuestado 260.000 millones y para pagar las condenas de la CIDH, se han reservado 600.000 millones. Y no alcanzan. Si a eso se le suma que ahora el gobierno quiere cargar al presupuesto nacional, y del contribuyente, la defensa de los militares involucrados en estos casos, entonces el costo de las violaciones de derechos humanos será aún mayor.
Que el Consejo de Estado ha venido armonizando su actuación con las cortes internacionales lo demuestra la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la que se condenó al Estado por el asesinato del senador de la UP Manuel Cepeda. En ella, la CIDH reconoce lo actuado en materia de indemnización por el tribunal contencioso colombiano y negó a los hijos del senador la reparación económica por daño material a la que aspiraban.
Pero no todas las víctimas, ni las organizaciones que las representan, trabajan con las dos justicias. William Rozo, del Banco de Datos de Derechos Humanos del Cinep piensa que la búsqueda de los fallos de la justicia administrativa, en lugar de impulsar los procesos penales, los desestimulan. "Al Estado le tiene sin cuidado pagar" dice. Y pone como ejemplo el caso de Mapiripán, donde a su juicio las víctimas han perdido el impulso en sus aspiraciones de justicia después de que se produjeron fallos nacionales e internacionales que ordenaron repararlas.
Menos incentivo tendrán aún, ahora que una investigación de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía descubriera que algunas de las víctimas indemnizadas por esta masacre, en realidad no había sido víctimas y había presentado su caso a la justicia internacional con falsas evidencias. Después del escándalo, es muy probable que haya impunidad para los responsables de las otras víctimas, esas sí reales y ciertas, de la masacre de Mapiripán.
Tanto Rozo, como el padre Javier Giraldo, y otras organizaciones especialmente de abogados que llevan casos emblemáticos, consideran políticamente incorrecto que otras ONG litiguen en pro de indemnizaciones. En el caso de Trujillo, por ejemplo, estas organizaciones lideradas por el padre Giraldo tomaron sólo el caso penal, dejando a discreción de cada víctima si quería o no solicitar una reparación en el contencioso.
Rozo pone como ejemplo de víctimas que no han aceptado ninguna reparación económica hasta que no haya justicia, el de las hermanas García Méndez. Se trata de las cuatro hijas de José Rodrigo García, un diputado del Meta por la UP que fue asesinado en 1992 a unos cuantos metros de una estación de policía y minutos después de que miembros de esa institución le practicaran una requisa. El crimen está en completa impunidad, y prescribe el año próximo.
En la práctica, estos casos emblemáticos terminan en la Corte Interamericana que tiene unos altos estándares de pago por daños materiales e inmateriales. No obstante, si el Consejo de Estado y los tribunales administrativos internos elevan sus estándares, las posibilidades de que estos casos lleguen a los estrados internacionales son menores.
Mientras tanto, la justicia penal siga siendo inoperante. El Estado colombiano sigue encaminando mayores esfuerzos a su defensa y la de sus funcionarios en los tribunales contenciosos, que en encontrar a los culpables de las violaciones y castigarlos. El Estado siempre puede encontrar el dinero para pagar sus daños, pero le queda más difícil reparar el boquete que se le abre a la legitimidad de sus instituciones cada vez que un miembro de la fuerza pública viola los derechos del ciudadano que se supone debe proteger. Y lo mínimo que puede hacer para que este no se agrande es identificar a los responsables de las violaciones y castigarlos. Lo demás es seguirle botando dinero al problema que no ha podido solucionar.
1 de diciembre de 2011
23 de noviembre de 2011
cc verdad abierta

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