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la isla encantada


[Danielle Pergament] La isla encantada que Bergman llamada casa.
Cuando murió Ingmar Bergman el 30 de julio, dejó tres Oscars, un legado como uno de los cineastas más importantes de todos los tiempos -y su casa en la diminuta isla de Faro, Suecia. Población: 572, ahora 571.
Como Bergman, Faro es remota. Llegar a la isla, frente a la costa este de Suecia, requiere un viaje en avión, tren o autobús, coche y dos transbordadores. Que es exactamente lo que la hacía tan atractiva a ojos del solitario Bergman.
Si Caprona es la isla que el tiempo olvidó, Fao es la tierra que el tiempo nunca supo que existía. No tiene banco, ni correo, ni cajero automático, ni ambulancia, n doctor ni policía. "Tenemos una escuela, pero cerrará sus puertas", dijo Kerstin Kalstrom, maestra durante 38 años. "Simplemente no tenemos suficientes niños".
En un mapa, Faro se ve como si se hubiese desprendido de la punta norte de Gotland y lista para echarse a flotar. Pero desde mi punto de vista, con las manos sobre el manillar de una bicicleta, Faro se veía más como Storybook Hollow. La tierra es plana y verde. La barre el viento y su lado occidental es rocoso, suave y arenosa la costa este, con vacas blanco y negro pastando en exuberantes prados frente al Mar Báltico.
Hay muy pocos caminos en Faro, y la mayoría de ellos son de tierra, del tipo con la hierba alta creciendo en el medio, como un mohicano. Pedregosos campos de flores silvestres amarillas y moradas ceden el paso a bosques de pinos fríos y húmedos que crujen con el viento. La tierra está cubierta por una blanda y musgosa alfombra salpicada de setas del tamaño de platos de cocina, hormigueros de un metro de alto e interminables parches de frisones silvestres.
El lugar está encantado. Después de todo, esta es la tierra que produjo nomos de mejillas gordas y puntiagudos sombreros rojos -y habiendo salido a andar en bici, pensé que podía ver a esos pequeños tipos achaparrados andando contoneándose detrás de los abedules.
"Aquí tenemos nuestro propio dialecto: la gente dice que es la lengua más antigua de Suecia", dijo Kalstrom, cuando nos reunimos para cenar un picante sopón de cangrejos de río y patatas nuevas con mantequilla en Friggars Krog, uno de los pocos restaurantes de la isla. "Pero la gente joven se está marchando y el idioma está desapareciendo", dijo. "No creo que la próxima generación lo hable todavía".
A medida que se debilita la industria agrícola de Faro, su turismo ha crecido enormemente. "En Faro hay unas 250 casas residenciales y más de mil casas de verano", dijo Thomas Soderlund, dueño de Stora Gasemora, lo más parecido a un hotel en Faro. Lo que hace trescientos años era una granja con un establo de vacas y un molino ha sido convertido en quince modernas y elegantes habitaciones, una soleada área común y un romántico comedor de piedra.
"Stora Gasemora significa pantano de los gansos salvajes, pero creo que suena mejor en sueco", dijo Soderlund. "Fue la granja más grande de Faro, pero la tuvimos que cerrar porque no teníamos trabajadores. Yo no podía trabajar en la granja porque soy alérgico a las vacas. Y no puedes ser un buen granjero si eres alérgico a las vacas".
Dejar la granja por la hostelería fue una sabia decisión. "En el verano viene todo el mundo", dijo. "Este verano incluso llegó un italiano".
La prolongar la temporada turística, la comunidad empezó la Faronatta, o Noches de Faro, una fiesta insular que se celebra en septiembre, con luna llena. "Los restaurantes y bares abren toda la noche", dijo Anna Maria Hagerfors, una periodista jubilada de Estocolmo y residente parcial. "Servimos todo tipo de cosas -pescado ahumado, tartas, café, licores. Hay puestos de artesanías en toda la isla, hay una misa a medianoche en la iglesia, y el camino tá iluminado por antorchas".
"Es una noche bastante mágica", agregó.
Pero para algunos, Faro renace en el otoño, cuando las multitudes regresan al continente, liberando a las playas, senderos de bicicletas y cafés de las masas del verano. "Para Bergman el otoño era su estación favorita en la isla", dijo Kalstrom, que también trabaja en el Festival Bergman, un tributo cinematográfico de una semana todos los años en junio. "Cuando llueve en Faro, lo llamamos el tiempo de Bergman".

Como otros lugares remotos, Faro tiene sus excéntricos. Gente como Bror Bogren, una granjero de 87 años con un mechón de canas y sonrisa torcida. No ha viajado nunca a Suecia continentaly vive solo en la misma casa de campo en la que nació su tatarabuelo, sin agua corriente ni electricidad. "No he visto nunca un ordenador", dijo. "Pero vi televisión una vez, creo que en 1980".
En la isla nadie cierra sus puertas ni sus coches ni echa candado a la bici. Todo el mundo se conoce (si es que no son parientes). Y casi todos se consideran buenos amigos. Eso también era válido para el vecino más famoso de la isla.
"Cuando la gente venía para ver a Bergman, los vecinos pretendían no saber dónde vivía", dijo Majvor Ostergren, profesor de arqueología en la Universidad de Visby, en Gotland, y nativo de Faro. "Tenía un letrero en su puerta: ‘Cuidado Perro Peligroso', pero sólo tenía un perro enano. La gente quería proteger su intimidad".
Cuando murió Bergman, los detalles de su funeral también se mantuvieron en secreto. "La gente mantuvo el silencio ante la prensa hasta que se cavó la tumba la noche anterior", dijo Soderlund, que proporcionó la madera que fue usada para hacer el ataúd de Bergman. "Esas fueron sus instrucciones. Él dirigió su propio funeral".
El cariño de Bergman por la isla era mutuo. Rodó varias de sus películas en Faro, incluyendo ‘La pasión de Ana' [The Passion of Anna], ‘La vergüenza' [Shame], ‘Escenas de la vida conyugal' [Scenes From a Marriage] (filmada en la casa de un ex esposa), ‘Como en un espejo' [Through a Glass Darkly] y dos documentales sobre la isla misma. También era dueño del único teatro de Faro -un viejo granero que transformó en una sala de proyecciones privadas-, que visitaba en su camioneta roja casi todos los días.
Si pasas suficiente tiempo en la isla, descubrirás que casi todos tuvieron alguna experiencia con el hombre o sus películas. "Bergman nos quemó la casa", dijo Eric W. Ohlsson, un médico jubilado, refiriéndose a una escena de la película ‘La vergüenza', en la que se usó un granero como un accesorio en llamas. Años más tarde, Ohlsson compró una granja que incluía lo que quedaba del granero. Como otros muchos habitantes de Faro, Ohlsson y su mujer, Olga, se parecen al señor y señora Claus bronceados, sonriendo perpetuamente, de mejillas redondas y ojos azules. "No es tan bonito verlo en una película cuando ocurre que vives aquí", dijo.
En la tradición de Faro, unos ochenta vecinos participaron en la restauración del granero, el que, como decenas de otros en la isla, se ve como algo que pudo haber inventado J.R. Tolkien, con paredes de estuco blancas y techo de paja. "El granjero y su mujer deben alimentar a la gente: café, tartas, bocadillos, tentempiés y una gran fiesta en la noche", dijo Ohlsson. "Se hace todo en un día".
En esos momentos, Faro puede evocar una versión sueca de Colonial Williamsburg, excepto que los isleños no son actores disfrazados. Inga Ohlsson hace lana con sus propias ovejas y teje sus propios suéteres, y Eric Ohlsson tiene un pequeño ahumadero para curar el cordero de Navidad, y otro vecino hace cerveza en invierno. Las altas matas de lúpulos crecen junto a las manzanas, ciruelas y patatas nuevas en el jardín.
"A veces mi cerveza sale bastante bien, y a veces es imbebible", dijo Ohlsson. "Pero no se nos permite destilarla en Suecia", agregó con un guiño.
La gente de Faro está acostumbrada a estar algo aisladas. Debido a la presencia de una instalación militar, no se permitió la entrada de extranjeros sino en los años noventa. "De cierto modo, el gobierno quiere que vivamos en un museo", dijo Soderlund, el posadero. "E incluso aquí es tan ventoso, pero se negaron a colocar turbinas de viento wind turbines* porque estorbaban la vista".
Justo antes de dejar Faro, visité la famosa costa de Langhammars, una rocosa playa puntuada por enormes monolitos de piedra que se remontan a varias edades de hielo. Es un lugar popular en el verano para el pescado a la parrilla y mirar el atardecer. Y, por supuesto, Bergman también filmó en Langhammars -la mítica playa sirvió de telón de fondo de la caída de una mujer en la esquizofrenia en ‘Como en un espejo'.
Pero estar allá en persona -empequeñecido por gigantescas columnas de piedra que parecen despertar con luces tenues y sombras alargadas-, me pregunté si el encanto de Faro era algo que ni siquiera el gran director pudo articular. Una tierra de cuento de hadas con granjeros estrafalarios y graneros de hobbits, de nomos visibles y vacas pastando, de profundos bosques de pinos y vistas de flores silvestres, todo parecía demasiado vívido como para captar en celuloide.
"Desde el mar puedes ver la puesta de sol en la piedra caliza", dijo Hagerfors, la periodista jubilada, caminando por la playa de Langhammars. "Los marinos dicen que los colores de Faro se reflejan en el cielo".

23 de octubre de 2007
7 de octubre de 2007
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un enigma envuelto en piedra


[Susan Spano] El enigma de Castel del Monte, en el taco de la bota del país, atrae a visitantes hacia el misterio de su constructor.
En Castel del Monte, el escenario es perfecto para la tragedia o la magia negra. Las nubes se deslizan por el cielo, mientras sew eleva entre ellas una luna llena y blanca como la leche. Se oye el eco de las pisadas en las frías piedras color trigo, provocando el atemorizado vuelo de las palomas.
Un emperador medieval cazaba aquí con halcones y guepardos, consultaba a los astrólogos y dormía envuelto en sedas orientales.
La gente de la localidad buscaba aquí refugio durante las plagas, y los bandidos se ocultaban en el castillo. Con el paso de los años los vándalos la saquearon, dejando apenas un cascarón vacío en la solitaria cima de un cerro al borde de Murge, una meseta de aspecto inhóspito cubierta de piedras calizas a años luz del soleado sur italiano que conoce la mayoría de la gente.
Esta obra de arte del medioevo empezó en 1240 -casi al mismo tiempo que la Abadía de Westminster- con ocho lados, unidos por ocho torres octogonales.
La repetición aparentemente interminable de la forma octogonal ha intrigado a los matemáticos de todas las épocas, que lo consideran como una obra de absoluta geometría. Los inclinados al misticismo le atribuyen a este templo del octágono significados ocultos, observando que grandes edificaciones en el mundo, como la Cúpula de la Roca, de Jerusalén, de mil trescientos años de antigüedad, también tienen ocho lados.
Icono o ecuación, el castillo tiene más recovecos que ‘El Código Da Vinci', como me tocó descubrir cuando llegué aquí en febrero, atraída como las virutas de hierro a un imán. No sabía por qué tenía que verlo, excepto que me encantan los misterios. Y el Castel del Monte es ciertamente un misterio, un modelo para la laberíntica biblioteca en la novela policial medieval de 1983 de Umberto Eco, ‘El nombre de la rosa'. Estaba en el desierto patio del castillo al atardecer, los nervios de punta, las orejas alerta, anhelando que hablaran las paredes.
Pero Castel del Monte, tan silencioso como un sarcófago y tan extraño como un ovni, guarda sus secretos, y brilla como la corona de su constructor del siglo trece, el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico II.
Como la Inglaterra de Ricardo Corazón de León y del santo Luis IX de Francia, Federico fue uno de los gigantes de la Edad Media europea, aunque mucho más complejo que sus contemporáneos.
Culto y violento, déspota e ilustrado, un cruzado cristiano que fue excomulgado, dejó un legado que los historiadores todavía discuten, incluyendo a David Abulafia, autor de la reciente biografía ‘Frederick II: A Medieval Emperor', que intenta desmitificar al gobernante medieval.
Pero el enigmático aura de Federico ha demostrado ser difícil de desplazar. En su época y después, fue llamado stupor mundi y el Anticristo.
Una biografía de Federico, del historiador alemán Ernst Kantorowicz en 1927, era una de las favoritas de Hitler, cuyos delirios de grandeza fueron en parte aguijoneados por los esfuerzos del emperador por consolidar un reino que incluía a Alemania, Holanda, Austria, Polonia, partes de Francia e Italia, Malta, Chipre, Israel y el Líbano.
Para supervisar su vasto dominio, Federico viajaba extensa e incesantemente, llevando en sus viajes su corona de gemas y su biblioteca, elefantes, camellos, aves de caza, guardaespaldas, poetas que escribían sonetos y matemáticos que dieron a la civilización occidental los números árabes.
De todos los países que gobernó, adoraba a Puglia, en esos días una región ricamente forestada que tocaba al este el Mar Adriático. Aquí construyó su castillo asombrosamente octogonal, parte logia de caza, parte palacio de placer, parte símbolo de su poderío.
Entre las grandes claves arquitectónicas, Castel del Monte destaca por su testaruda reclusión, menos conocido que otros, principalmente debido a que está en el mal reputado Mezzogiorno, en el taco de la bota italiana.

La Sombra de Federico
Las advertencias sobre la pobreza y criminalidad de la región resonaban en mis oídos. Yo llevaba una cartera de seguridad y estaba resuelta a no bajar la guardia, especialmente en Bari, la capital de Puglia de 300 mil habitantes, donde empecé mis exploraciones.
Había planeado recoger un coche de alquiler y dirigirme a la ciudad, pero me asusté en el avión desde Roma al recordar que una amiga se había salvado apenas de que la asaltaran en la carretera cuando se perdió en Bari. Así que llamé a un taxi que me llevó desde el aeropuerto y los feos suburbios industriales de la ciudad hasta el Palace Hotel, que ocupa un moderno rascacielos en el centro de la ciudad.
El decorado de mi cuarto era tan anticuado que parecía que había sido diseñado por Pat Nixon. Pero tenía todo tipo de comodidades y en recepción me dieron direcciones de algunos buenos restaurantes.
Tuve mi primera epifanía del Mezzogiorno esa noche en La Pignata, a la vuelta de la esquina del hotel. Ocupa el lugar de lo que fue antes un restaurante chino y es hoy un templo de la cucina povera, que refleja los campechanos orígenes campesinos de la cocina del sur de Italia.
Empecé con una ensalada de mariscos hechas de grandes y carnosos langostinos, gambas, calamares, pulpo y mejillones con una sencilla salsa de aceite de oliva y limón. Luego me sumergí en un plato de una fresca pasta de orecchiette, cubierta por una salsa de albahaca y tomates, una especialidad de Puglia, acompañada por media botella de tinto de Castel del Monte.
Todas las comidas que me sirvieron en Puglia fueron memorables, en especial un pescado del Adriático y otros productos de las llanuras del noroeste de Bari conocidas como Tavoliere, que quiere decir ‘tablero de ajedrez'. Sus granjas, trazadas geométricamente por los antiguos romanos, producen lo que muchos consideran como el mejor aceite de oliva de Italia, así como sus almendras, frutas, quesos y uvas para los tintos de la región.
En la capital de Puglia es difícil enterarse de la existencia de su interior agrícola. Como Barletta y Trani, otras dos ciudades con conexiones con Federico II, Bari está rodeada por un poco llamativo puerto dedicado en gran parte al embarque de petróleo, arenosos barrios bravos y un laberinto de calles en mal estado. Llegar al centro histórico de la ciudad en la ribera puede ser una angustiante aventura.
Pero cualquier tour dedicado a Federico II debe incluir a la antigua ciudad de Bari. En el siglo nueve fue un emirato árabe, y luego fue gobernado por Bizancio hasta la llegada del clan de Hauteville, filibusteros del noroeste de Francia que lanzaron su propia conquista de Normandía en Italia a principios del siglo once. Los Hauteville hicieron guerra en toda la isla de Sicilia y en el sur del continente italiano, conquistando Bari en 1071, ayudando a fundar el Reino de las Dos Sicilias. Federico heredó este reino de su abuelo normando, Rogelio I.
Pese al paso de ochocientos años, Federico II todavía arroja una larga sombra sobre el sur de Italia. En Bari hay calles, plazas, trattorias e incluso lavanderías que llevan su nombre. Una de las muchas fortalezas que levantó o los puestos remodelados en el malecón, con foso y amurallado. Algunos detalles escultóricos en su portal occidental, tan finamente forjado e imaginativo como un manuscrito ilustrado, incluye el símbolo de Federico, un águila con un león en sus garras.
La bonita catedral de Bari y la basílica de San Nicolás son anteriores a Federico por al menos un siglo, pero dicen mucho sobre la Edad Media italiana, introduciendo a los viajeros al romanesco de Puglia, un estilo único en la región. A diferencia de las catedrales góticas del norte de Europa, las iglesias medievales de Puglia se ven achaparradas desde fuera, aunque sus interiores son nobles, elegantes y llenos de luz, delatando un estado de gracia alcanzado -no la lucha hacia el cielo de Notre Dame.
Incluso más peculiares son sus elaboraciones, inspiradas por el arte bizantino, musulmán y clásico. San Nicolás, por ejemplo, tiene ventanas arábicas, arcos ciegos, esculturales motivos y un portal central terminado por un esfinge. Dos bueyes encuadran el pasillo, y la suavidad de la piedra dan testimonio de la frecuencia con que son acariciadas por los pasantes.
Recogí un coche de alquiler después de recorrer Bari y no tuve problemas en encontrar el camino hacia la costa, primero a Trani, una tranquila ciudad con otro castillo de Federico de 1233, y una exquisita catedral romanesca pugliana en la ribera, defendida por el Adriático.
San Nicolás el Peregrino, la tercera de las iglesias construidas una encima de la otra, tiene una torre campanario alta y elegante, una fachada decorada extravagantemente con todos los animales del zoológico de Federico, incluyendo elefantes y una puerta de bronce del siglo doce finamente labrada (ahora, por razones de seguridad, adentro de la iglesia).
Barletta, a unos 16 kilómetros al norte de Trani, tiene otra impresionante catedral romanesca pugliana y es donde Federico inició una cruzada en 1228 para liberar a Jerusalén de la ocupación musulmana, después de repetidas amonestaciones del Papa Gregorio IX. La tardanza del emperador en empezarla le significó que el Papa lo excomulgara, una censura que llevó por el resto de sus días incluso aunque reconquistara Jerusalén usando medios diplomáticos. Pero su disposición a negociar con los infieles, en lugar de derramar su sangre, enfureció todavía más a Gregorio, que empezó a llamarlo adorador de Mahoma.
En una época en que los teólogos criticaban el cosmopolitismo y el hedonismo de Roma, Federico llegó a ser visto como un instrumento de castigo divino y el Anticristo para la iglesia establecida.
El castillo de Federico en Barletta es un museo ahora, con un busto de él, uno de los pocos retratos que subsisten de él. Pero por más que se lo contemple no revela si era el estupor del mundo o el Anticristo.

Empezó la Cacería
Después de mi noche en Bari, alquilé una habitación en una granja fortificada, masseria, con vistas a Castel del Monte, a unos 64 kilómetros al noroeste de Bari.
Como otras muchas masserias del campo de Puglia, el laberíntico complejo de granjas acoge a turistas. Los alojamientos se encuentran en una ala construida recientemente de habitaciones sencillas y cómodas, donde las sábanas y toallas llevan el blasón del propietario de la masseria, Salvatore Tannoja, cuya familia fue incorporada a la nobleza en 1770.
La cocina tiene un porche con ristras de tomates secándose, y ajos y cebollas colgando de las vigas. Comí la mayor parte de las veces en el rústico comedor, protegido por una enorme chimenea abierta decorada con antiguos implementos de la granja y brillantes cacerolas de cobre. Todo lo que se sirve en el comedor -queso ricotta, pan focaccia, pizza, berenjenas, champiñones en vinagre, aceite de oliva y vino- es hecho en la granja, todo divinamente fresco, auténtico y delicioso.
Mientras estuve ahí el tiempo estuvo frío y nebuloso, lo que hacía que el castillo de Federico se viera todavía más impresionante, especialmente de noche cuando se iluminaban sus murallas. Pero incluso de día, el Castel del Monte se puede ver a kilómetros de distancia. Un camino serpenteante te lleva hacia el castillo, pasando por viñedos y huertos, y luego por un bosque de pinos.
Desde el aparcadero, es una difícil subida hasta el portal, con un clásico arco de triunfo al lado este del edificio, esculpido en breccia de color rosado. Excepto la entrada principal y un puñado de ventanucos, no había nada más en las murallas exteriores.
Dentro del octágono, los cuartos están ordenados en torno a un patio de ocho lados y dan unos a otros, sin corredores. Las torres entre ellos muestran los vestigios de las letrinas del siglo trece, cielos góticos abovedados y escaleras en espiral que conducen al segundo piso, que es casi idéntico al primero. Aunque la mayor parte de los adornos del castillo han desaparecido, algunas chimeneas de mármol, elegantes columnas y capiteles astutamente esculpidos sugieren el decorado original.
Se cree que el aposento sobre la entrada fue el salón del trono de Federico, aunque nunca pasó demasiado tiempo en Castel del Monte, parando aquí sólo de vez en vez para satisfacer su pasión por la caza.
Hacia 1248 el emperador escribió ‘The Art of Hunting With Falcon' [De arte venandi cum avibus], un tratado ornitológico que sobrevive como un manuscrito ilustrado en la Biblioteca Vaticano en Roma.
En él, Federico se identifica a sí mismo como "alguien a quien no le importa el tamaño de la presa, sino sólo la hebra que conecta a hombre y ave, pues esa habilidad ha permitido al hombre extender su voluntad hacia el cielo y retirar a su emisario de entre las nubes".
Este es el hombre que yo pensaba que debía merodear en su castillo en la mortecina luz, no el monstruo herético odiado por el Papa o el tirano medieval admirado por Hitler, aunque los historiadores sugieren que fue quizás las dos cosas.
Bueno y malo al mismo tiempo, como todos los hombres. Quizás ese es el verdadero enigma de Castel del Monte, tentador, problemático, imposible de resolver.

7 de marzo de 2007
2 de abril de 2006
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fantasmas de londres


[Rosemary McClure] Jack el Destripador. La Torre de Londres. Ocurren cosas extrañas, y no solamente en la noche.
La calle de adoquines está oscura y resbaladiza por la llovizna; las nubes se ven cargadas y bajas, tragándose la aguja de la cercana Iglesia de Cristo de Spitalfields.
Pero la luz se difunde desde el Ten Bells. En el interior del bar de la esquina, se sirve cerveza rubia y malta, y hay una docena de parroquianos bebiendo, riendo, acomodados en andrajosos divanes y en la barra de madera oscura.
Hace más de cien años, durante lo que se llamó el Otoño de Terror, el asesino en serie Jack el Destripador merodeaba por este pequeño bar del East End de Londres. Se cree que dos de sus víctimas salieron de este bar en dirección a una noche de horror.
Hoy, el bar se ha convertido en el punto central de uno de los recorridos turísticos más populares de Londres: el tour de Jack el Destripador.
"He tratado de descubrir el porqué de la popularidad del tour", dice el autor y guía Richard Jones, que dirige los paseos nocturnos por la zona donde, en el siglo diecinueve, el Destripador cometió sus crímenes.
"Es una historia muy sórdida: cinco mujeres fueron brutalmente asesinadas", dice Jones. "¿Sabes lo que es realmente extraño? La mayoría de la gente que contrata el tour son mujeres".
Los espeluznantes crímenes de Jack el Destripador le ganan un sitial en cualquier museo de la infamia, incluso en Londres, una ciudad con espantosos crímenes y barrios embrujados. Con su larga historia de crímenes, matanzas y macabros incidentes, Londres tiene la terrible distinción de ser la ciudad capital con más fantasmas del mundo.
Yo recorrí las siniestras calles de la ciudad una noche de la primavera pasada en un tour de Haunted London. Me habría gustado haberme unido al tour de Jack el Destripador de Jones, o al tour London Walks, que me fueron, ambos, recomendados por mis amigos. Pero cuando empezó a llover, pensé que los suspenderían, de modo que lo cambié por un recorrido en minibús. No fue una decisión inteligente. Más tarde me enteré de que los tours se hacen de todos modos, con o sin lluvia. Y el chofer del minibús (que era también el guía de la expedición) no sabía demasiado.
Sin embargo, con las oscuras y estrechas calles y antiguos callejones de Londres como telón de fondo, no se requería demasiada imaginación para oír a fantasmas lamentándose en el viento; ver a soldados sin cabeza entre las sombras; sentir un escalofrío en la espalda cuando te cuentan historias sobre palacios, teatros, cárceles y catedrales embrujadas.
El tour del minibús picó mi interés en la colorida historia de la ciudad, así que hice algunas visitas. Una de las primeras fue a la Torre de Londres, lúgubre escenario de ejecuciones y torturas y la fuente de innumerables leyendas e historias de fantasmas.

De casi de mil años de antigüedad, el Palacio y Fortaleza Real de Su Majestad -ese es su título completo- es un símbolo del país, destacándose durante siglos sobre el horizonte de Londres.
Su historia llena de altibajos, combinada con las joyas de la corona británica que se exhibe allí, atraen a casi 2.5 millones de visitantes cada año. La mayoría de ellos quieren oír historias sobre famosos prisioneros de la Torre, tales como Ana Bolena, Guy Fawkes y Sir Walter Raleigh, y sobre las decapitaciones que tomaron lugar ahí.
"Se llama descabezar", dice Chris Morton, guardia de la Torre, corrigiéndome cuando usé la palabra ‘decapitar'. Morton es el sargento de la guardia a cargo de los celadores, que vigilan la Torre por las noches.
"Les cortaban la cabeza con un hacha sobre un bloque de madera", dijo. "Los descabezamientos continuaron hasta 1747, cuando se los declaró una costumbre bárbara. Entonces el método favorito de ejecución pasó a ser la horca".
Los guardias como Morton -conocidos por sus coloridas chaquetas azul y rojo- han custodiado la Torre desde el siglo catorce. Actualmente 35 de ellos se encargan de la tarea, viviendo con sus familias en apartamentos y casas de la Torre -120 residentes de tiempo completo de uno de los domicilios más espeluznantes de Londres.
"Es como vivir en Disneyland", dijo Morton. "Nunca te alejas de tu trabajo".
"Pero ¿qué me dices de los fantasmas?", le pregunté.
"Alguna gente ha vivido aquí durante años y nunca ha visto nada; otros no llevan más que un corto tiempo y dicen que sienten y ven cosas. Pero yo no he visto nada", agregó rápidamente. "Nunca he visto nada".
Entre los que han sentido presencias sobrenaturales se encuentra Janice Field, esposa del alcaide residente de la Torre, Geoffrey Field. Se dice que es la casa de la pareja -llamada la Casa de la Reina- la que está embrujada.
"Puede ser una mujer fantasma", dice Morton. "Porque si una mujer entra en algunas habitaciones, se aparece un fantasma y la arroja fuera. Le ha pasado varias veces a Janice".
Algunos cuentacuentos dicen que Bolena, decapitada en 1536 por orden de su marido Enrique VIII -no la ‘descabezaron' porque, aparentemente, fue matada con una espada-, fue encerrada en la casa hasta su muerte y se aparece por aquí a menudo. Otros dicen que ella ronda por la Capilla de San Pedro ad Vincula de la Torre, donde fue sepultada.
Nuestra conversación sobre los fantasmas de la Torre fue demasiado para Morton.
"Un montón de esas historias fueron inventadas por los victorianos", dijo. "Querían que la gente viniera a la Torre".
"¿Historias para turistas?", pregunté.
"Exactamente".

Creyentes en lo Paranormal
Londres tiene su cuota de escépticos que aparecen en la tele y dan charlas desacreditando las actividades paranormales y haciendo comentarios despectivos
sobre los que creen en fantasmas,
duendes y cosas que merodean en la noche. Pero por cada escéptico, también hay un creyente, y organizaciones, como el Instituto de Investigaciones Paranormales, ayudan a fomentar esas historias. El instituto, con sede en Londres, investiga los objetos voladores no identificados, actividades sobrenaturales y encantamientos en toda Gran Bretaña.
Jones, que ha escrito 11 libros de guía -el último sobre el tour de Jack el Destripador será publicado en 2007-, también es popular en la tele y en el circuito de conferencias. Su esotérico conocimiento sobre uno de los residentes más infames de Londres ha demostrado ser valioso. "Jack el Destripador me pagó mi casa", dice, riendo.
Pero guiar a turistas en la ciudad no fue siempre una empresa lucrativa. "Cuando empecé hace 24 años mi especialidad era Charles Dickens. Ahora nadie quiere hacer el tour de Dickens".
Ahora dirige un tour cinco noches a la semana, introduciendo a miles de turistas a los sórdidos crímenes de Jack el Destripador. Se especializa en el Destripador y otros recorridos espeluznantes; otras compañías manejan una gama de tópicos más amplia.
London Walks, el abuelito de las visitas a pie de la capital, ofrece docenas para explorar la ciudad. El guía de Jack el Destripador más popular de London Walks es Donald Rumbelow, el ex curador del Museo del Crimen de Londres y autor de ‘The Complete Jack the Ripper'.
El tour del Destripador es de lejos el más popular de la ciudad. "Es inmensamente competitivo", dice Jones. "Más de un millón de personas contrata el tour cada año. Cada noche salen entre veinte y treinta grupos guiados".
Londres es una de las mejores ciudades para explorar a pie. Las visitas guiadas a pie agregan el conocimiento de un guía y la seguridad de visitar una zona en grupo -el East End de Londres todavía puede ser un algo peligroso de noche, como lo era en la época del Destripador. Las visitas duran generalmente dos horas y cuestan unos 12 dólares.
Mi tour de Haunted London, que ya no se hace, era un híbrido. Empezamos en un minibús, paramos en un par de zonas históricas, luego nos trasladamos al East End, donde hicimos un recorrido a pie abreviado. Pero el guía no podía responder mis preguntas, y sus explicaciones eran aburridas y apenas audibles.

Ruidos en la Noche
Pero nuestras paradas no fueron aburridas. Empezamos en Southwark, al otro del Támesis. Ahora la zona hace alarde del reconstruido Globe Theatre de Shakespeare,
que abrió sus puertas en 1997. Pero en general, las calles y edificios son antiguos, históricos y espeluznantes, especialmente por las noches.
Llegamos al atardecer y dimos un rápido paseo por la zona hacia Clink Street, donde pasamos por debajo de una maqueta de patíbulo y un cuerpo en descomposición. ¿No está acostumbrado a las horcas? Yo no lo estaba, pero un transeúnte explicó que es un patíbulo con un viga transversal encima: De ahí se colgaba a los criminales encadenados, y se dejaba ahí sus cuerpos para que se descompusieran.
Esta horca en particular marcaba la ubicación de la Cárcel de Clink. La Clink -de ahí la frase ‘in the Clink'- era una infame prisión que se incendió a fines del siglo dieciocho. Ahora funciona ahí el museo de la cárcel.
Nos montamos en el minibús y volvimos a la ciudad, parando en la Iglesia de San Bartolomé el Grande. Fundada en 1123, es la parroquia más antigua de Londres y se dice que pena en ella un monje al que a veces se ve con su cogulla en el púlpito, otras veces acechando entre las sombras. No vi al fraile, pero tuve miedo de mirar demasiado cerca.
Incluso sin la leyenda, la iglesia apenas iluminada es tenebrosa y espeluznante. Es una locación que apreciarían los cineastas: la Iglesia de San Bartolomé fue el escenario de la cuarta boda de la película ‘Cuatro bodas y un funeral' [Four Weddings and a Funeral] y de algunas escenas de ‘Shakespeare enamorado' [Shakespeare in Love].
La última parada fue en el East End, donde el Destripador mató a cinco de sus víctimas. Pasaban grupos de turistas por las calles cuando nuestro conductor detuvo la furgoneta y habló brevemente sobre las mujeres asesinadas. Algunas de ellas todavía penan en el barrio, dijo. Luego nos dio instrucciones para un paseo de tres cuadras y dijo que nos esperaría con la furgoneta al final del recorrido.
Caminamos hacia la Iglesia de Cristo de Spitalfields, con su aguja dando hacia la zona donde el Destripador cometió sus crímenes.
Me pregunté por qué se habían hecho tan conocidos los crímenes de Jack el Destripador. Quizás porque nunca capturaron al asesino.
La teoría de Jones es que Jack el Destripador fue el primer asesino en serie de la prensa. Sus asesinatos fueron reportados en diarios de todo el mundo. Durante diez semanas de 1888, reinó el terror.
Llegamos al Ten Bells. Afuera, la noche estaba fría y había empezado a llover. Dentro, nos esperaba una birra tibia.

rosemary.mcclure@latimes.com

27 de febrero de 2007
29 de octubre de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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parís de noche 2


[Elaine Sciolino] París, de noche, es simplemente otra ciudad, en la que se desatan los impulsos reprimidos por el razonable día.
El paseante experimentado, entonces, está familiarizado tanto con el ritmo de la luz natural como de la artificial. Esa es la mejor manera de ver las gemas ocultas de París por la noche, la plaza cuadrada, perfectamente proporcionada, de los siglos 16 y 17 en la esquina oriente del Louvre, conocida como la Cour Carrée.
Accesible a través de las arcadas de cada uno de sus cuatro lados, es un oasis de calma en el corazón de París. Mirando desde todas sus arcadas en la plaza, el visitante puede ver al poniente la pirámide del Louvre, brillantemente iluminada, la iglesia de St.-Germain l'Auxerrois al este, la Rue de Rivoli al norte, y el Instituto de Francia, al sur.
Pero el patio cierra a las diez de la noche. El sistema de iluminación está siendo renovado, de modo que la única luz proviene desde el otro lado de las paredes, o de las pocas oficinas del Louvre o quizás de la luna. Debes sentarte en una de las frías bancas de piedra durante varios minutos para que tus ojos se acostumbren a la oscuridad.
Si tiene suerte, Nicolas Lemaire estará tocando su cello cerca de la pirámide, debajo del arco del poniente.
Se ha prohibido hacer música en los patios interiores del Louvre, pero los guardias de seguridad hacen una excepción para Lemaire, músico profesional, tan pronto como cierra el museo. La arcada da a una sala de conciertos, de perfecta acústica, que amplifica el sonido. "No hay otro auditorio en París donde el sonido suene tan bien", dijo Lemaire, 44, al término de un concierto de todo Bach. "Hay algo muy espiritual aquí".
Hay innumerables descubrimientos por hacer mientras se recorre París en la noche: en la Ribera Izquierda, la estrecha Rue Mazarine, que termina en una arcada cubierta que da al Sena y una vista del puente peatonal de madera conocido como el Pont des Arts; la repentina aparición de la Torre Eiffel al final de la Rue Monttessuy; la cúpula de los Invalides, desde una manta de picnic en el césped de la explanada; los Campos Elíseos, desde arriba del Arco de Triunfo; el coloreado neón de los restaurantes y cafeterías desde una percha en los escalones de la Opéra Bastille. (A veces, ver París de noche no es completamente voluntario. Como el metro cierra a las doce y media de la noche, los que no pueden pagar un taxi deben a menudo llegar por sus propias fuerzas a casa).
Sin embargo, la belleza no significa necesariamente quietud. En las noches de fin de semana, en el año, los Campos de Marte, el enorme jardín de la Torre Eiffel, por ejemplo, está atascado con cientos de visitantes.
En la temporada de verano, las familias cogen cestas de picnic y hieleras, y cenan en el césped. La gente joven hace fiestas. En Francia está permitido beber alcohol en público, y la edad mínima para beber es dieciséis, lo que significa que mucha gente está bebiendo.
No hay aseos, pero algunos arbustos colocados a propósito, ofrecen algo de protección. También hay, me dicen mis hijas adolescentes, mirones, drogas, hachís y el ocasional atraco o robo de monedero. Los vecinos de las elegantes casas particulares en la cercanía enloquecen con la música, particularmente si se trata de bongós. La policía, que patrulla en grandes números, parece tener mala vista y sordera.
Al fin, lo que hace de París tan especial en las noches es más que su belleza física. Todavía más memorable, quizás, son los encuentros con los parisinos, que se deleitan con sus propias experiencias con la ciudad.
Un viernes noche hace poco, salí a caminar con Dominique Bertinotti, un teniente de alcalde, por el Cuarto Arrondissement, el distrito que gestiona y cubre gran parte del Marais, la Isla San Luis y la mitad de la Isla de la Ciudad.
En la Rue des Barres me indicó un jardín particular a través de una puerta de hierro forjado de un edificio que estaba siendo remodelado. En el Quai d'Orléans, en la punta de la Isla de San Luis, compartió una de las vistas nocturnas favoritas: las vigas aéreas de la parte de atrás de Nuestra Señora, visible entre los árboles, y lamentó la adición de la espiral de la aguja de Eugene Viollet-le-Duc en el siglo diecinueve a la catedral.
En la Rue du Temple, me condujo a Le Latina, una galería de arte-bar-teatro en portugués y español. Subimos un tramo de escalones para encontrarnos en un salón de baile, donde tocaban tangos.
Un par de mujeres entradas en años vestidas de negro y sensatamente con zapatos de baile con tacón, se habían adueñado de la pista. Parecían ser una pareja. También parecía como si llevasen bailando tango toda la vida.

1 de octubre de 2006
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parís de noche 1


[Elaine Sciolino] París, de noche, es simplemente otra ciudad, en la que se desatan los impulsos reprimidos por el razonable día.
Durante el día, el Pont Royal, en el centro de París, es poco más que un deslucido puente de piedra repleto de automovilistas en dirección al lado derecho, desde la ribera izquierda. Sin embargo, de noche, esta edificación del siglo diecisiete se transforma en una seductora plataforma visual.
Si te encaminas hacia el norte cruzando el Sena, la imponente facha del Louvre domina el primer plano. A la derecha, en la distancia, las torres levemente iluminadas de Notre Dame y la cúpula del Instituto de Francia, sede de la Académie Française, aparecen repentinamente entre los árboles. A la izquierda, puedes todavía divisar los contornos del vasto Jardín de las Tullerías, protegido por puertas de hierro y envuelto en la oscuridad. Más allá se anuncian las curvas iluminadas de los tejados de cristal del Grand Palais. Desde atrás, los relojes gemelos del Museo de Orsay se iluminan brillantemente; se asoma la punta de la Torre Eiffel.
Luego, cuando te acercas al fin del puente y levantas la vista, alcanzas a ver la pequeña escultura de Jean-Baptiste Carpeaux en el Pabellón de Flores del Louvre, con su sonriente ninfa desnuda. Es un mágico momento. Miras en rededor. Parece que nadie más lo ve -y en ese momento, sin importar ni el tiempo ni tu estado de ánimo, la ciudad parece ser tuya.
París tarde por la noche pertenece al paseante, al caminante ocioso que no tiene otro propósito que deambular. Siempre hay algo bello que descubrir, y quizás incluso alguna aventura y amor. "La noche sugiere, no muestra", escribió Brassaï, el conocido fotógrafo del París nocturno del siglo veinte. "La noche nos desasosiega y sorprende. Libera en nosotros impulsos que, en el día, son dominados por la razón".
Eso es verdad, porque París de noche opera a diferentes niveles. Hay una constante interacción entre la permanencia y grandeza del París monumental y las casualidades y sorpresas del París íntimo.
Después de todo, París es una ciudad pequeña, de sólo 105 kilómetros cuadrados -ligeramente más pequeña que el Bronx y mucho más pequeña que Londres, Madrid, Berlín y Roma. Dieciocho kilómetros de ancho, casi diez de largo, París puede ser cruzado a pie de un extremo a otro en cuestión de horas. Incluso París, Tejas, es casi del mismo tamaño que París, Francia. Sin embargo, París tiene quizás la población más densa de las ciudades importantes de Europa occidental. De día, sus calles se atascan con demasiada gente con prisa. El tráfico se embotella en los cruces y rotondas. La gente se abre camino con los codos en los tenderetes de gangas frente a las Galerías Lafayette y a los grandes almacenes Printemps. Los ciclistas compiten con los automovilistas para fastidiar incluso a los más decididos de los peatones.
Sin embargo, de noche sus calles están vacías y su ritmo se reduce. Las inhibiciones se desvanecen. Mientras más tarde, menos gente y todavía mejor. Yo empecé a pasear por la noche a fines de los años setenta como corresponsal de Newsweek, fantaseando despistado que algún día escribiría una tesis doctoral sobre Louis Sébastien Mercier. Mercier fue el paseante máximo del siglo dieciocho y el primer reportero callejero de verdad de París. Su éxito de ventas de doce tomos, ‘Tableau de Paris', revelaba los hábitos y costumbres cotidianas de París en los años de antes de la revolución. "Esta ciudad", escribió una vez, "cautiva eternamente la mirada de todo el mundo".
A Mercier le encantaban no sólo los monumentos de la ciudad, sino sus habitantes: sus agentes de policía y prostitutas, sus vendedores ambulantes y vagabundos. Si él saliese a dar un paseo hoy por el Pont Royal, se concentraría en la escena de abajo, en la ribera del Sena.
Allá, un grupo de gente sin casa ha armado decenas de tiendas de campaña en una bien definida hilera. Una noche hace poco, después de medianoche, se veía todo tranquilo, excepto por la silueta de un hombre que colgaba su lavado en un tendedero colgado entre los árboles. Bañado en el amarillento brillo de las farolas de la calle, el campamento parecía un pequeño y apacible villorrio.
Pero, también, el Sena tiene el poder de transformar en romántico incluso los lados más siniestros de la vida en la ciudad. Debido a su corriente, resplandece perpetuamente con franjas de luz reflejada de las luces del tráfico y los semáforos. También es angosto -el Támesis y el Danunio son más anchos-, lo que le otorga una escala manejable y un sentimiento de seguridad.
Los numerosos puentes del río hacen las veces de imanes, tanto para visitantes como para parisinos. No recuerdo haber cruzado alguna vez un puente de noche sin haber visto alguna pareja besándose apasionadamente. Quizás eso explique por qué incluso las escenas de cine más malas filmadas en el Sena nunca parecen realmente absurdas.
En la película ‘Cuando menos te lo esperas' [Something's Gotta Give] hay una escena hacia el final, en la que Jack Nicholson, creyendo que ha perdido a Diane Keaton, sale a tropezones del restaurante Grand Colbert y pasa por el Pont d'Arcole, frente al Hôtel de Ville, meditando sobre la vida. "Mira quién es la chica", se lamenta en voz en alta, sin dirigirse a nadie en particular, con los ojos llenos de lágrimas. La señora Keaton se baja repentinamente de un taxi para proclamarle su amor.
Una escena incluso mejor de París de noche a orillas del Sena la vemos al final de ‘Todos dicen I love you' [Everyone Says I Love You], en la que Woody Allen y Goldie Hawn, representando a personajes divorciados hace tiempo, bailan en la ribera del río debajo del Pont de la Tournelle. Y no es cualquier baile. Es Fred y Ginger rematados con Peter Pan. ¿A qué mujer no le gustaría ser Goldie Hawn en ese momento, con sus zapatillas con cordones y tacón y un vestido de gala negro, de mangas largas y perfectamente ajustado, con su pelo bermejo ligeramente ondeado por el viento, flotando literalmente en el aire?
En realidad, París de noche tiene el irracional poder de desatar la imaginación incluso de la gente menos imaginativa. Siempre hay parisinos que dejan abiertos los postigos de las ventanas de sus salones, permitiendo que los transeúntes puedan mirar hacia dentro. A menudo los altos cielos rasos y enormes ventanales muestran también arañas de cristal y extravagantes molduras y proyecciones sobre la vida de sus residentes. ¿Qué tendrán de cena?¿Duermen en camas con columnas?
Así que el verdadero secreto de la belleza de París de noche se puede describir en una palabra: luz.
En algunas ciudades, las farolas están diseñadas para iluminar solamente las aceras y calzadas, de modo que los edificios circundantes se pierden en la oscuridad. Sin embargo, en gran parte de París las farolas están adosadas a los lados de los edificios, realzando las curvas y ángulos de las estructuras mismas.
Como la mujer de aspecto corriente que se convierte en una belleza a la luz de una vela, los edificios poco llamativos resplandecen en París. Detalles arquitectónicos que pasan desapercibidos de día, se dejan ver repentinamente. Mi hija de dieciséis, Gabriela, pasa a diario frente a los grandes almacenes Le Bon Marché hacia y desde la escuela. Pero una noche cuando volvía de jugar fútbol, vio repentinamente algo diferente: el letrero de los almacenes y los ventanales superiores envueltos en una espeluznante luz. Después lo fotografió en blanco y negro para su clase de fotografía.
No se aburren ni los más paseantes más exigentes. Mientras paseaba con un funcionario del ministerio de relaciones exteriores francés después de cenar una noche, nos encontramos de pronto frente a la iglesia de la Madeleine, cuyo diseño de templo griego e imponente escala la convierten en todo un espectáculo nocturno.
Pero fue otra iglesia la que cautivó la atención del embajador. Mirando hacia el Boulevard Malesherbes, divisó la iglesia de San Agustín, durante el día un gris esperpento del siglo diecinueve. "Ah", exclamó. "Incluso la fea San Agustín se ve bonita de noche".
La iluminación de los monumentos, iglesias, puentes y edificios públicos de París no es dejado al azar. El proyecto de dotar a la Torre Eiffel de veinte mil focos (resplandecen durante diez minutos cada hora hasta después de la una de la mañana) cuesta cinco millones de dólares y requiere la intervención de cuarenta alpinistas, arquitectos e ingenieros, lo que soportan fuertes vientos, furiosas tormentas, palomas y murciélagos.
Toda una dependencia dedicada a la iluminación del Ayuntamiento es responsable de elegir el diseño, estilo, color, intensidad y horario de la iluminación de casi trescientas estructuras.
E incluso hay dos ‘escuelas' separadas cuando se trata de la ciencia (¿o es arte?) de la iluminación de los edificios públicos de la ciudad. Está la escuela de París, que apoya un enfoque holístico que envuelve las estructuras en un resplandor cálido y uniforme. La Conciergerie, la antigua prisión medieval en la Ile de la Cité, y el Palais Garnier, el extravagante teatro de la ópera del siglo diecinueve, son iluminados de esta manera.
Luego existe la escuela de Lyon, que respalda una aproximación puntillista utilizando pequeños focos para iluminar los elaborados decorados y detalles de los edificios para darles más dramatismo. Los balcones y hornacinas del Hôtel de Ville, el Ayuntamiento de París, y el Pont Alexandre III, con sus candelabros, cupidos, monstruos marinos y otros elaborados decorados, son iluminados al estilo de Lyon.
El ayuntamiento apaga las luces de la mayoría de las estructuras públicas a eso de la una de la mañana. Es un momento especial y parecen desaparecer repentinamente. Los puentes y riberas del Sena, todavía iluminados por las farolas de la calle, adquieren un aspecto apagado y distante.

1 de octubre de 2006
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en las cavernas sagradas de india


[Simon Winchester] Viaje a otro impresionante patrimonio de la humanidad.

Debe haberse asombrado. Debe haber hecho calor, como parece ser siempre el caso en el oriente del estado indio de Maharashtra. El paisaje ante sus ojos debe haber sido en gran parte el mismo que hoy: bastante plano, polvoriento, amarillo, sin rasgos distintivos, adornado con densos matorrales y grandes extensiones de tamarindos y mimosas. Él era un soldado, y sus colegas oficiales estarían detrás de él, manteniéndose tan quietos como podían y al otro lado del viento con respecto a su presa, de momento un tigre todavía invisible.
Entonces se abrió un hueco en la maleza, la tierra se abrió, y abajo, abajo, más allá de la vista, había, inesperadamente, un río serpenteante y de ruidoso caudal. Más allá, ocupando su vista, se elevaba un acantilado que estaba marcado de manera indeleble e increíble con de grandes y extrañas aperturas, cavernas quizás, repujadas por el agua y el viento. O quizás, pensándolo mejor, quizás no, ya que los hoyos parecía más bien pasillos, puertas esculpidas y caladas en la piedra del acantilado.
Debe haber estado asombrado.
Se llamaba John Smith, era capitán en el Ejército de Madrás y habría sido una figura imperial casi olvidada si no hubiese sido por una sola frase garabateada que dejó en la parte de arriba de un pilar de basalto en una de esas cavernas: en una placa placa de cobre perfectamente legible, dejó su nombre y la fecha, abril de 1819. Este pequeño momento de vandalismo documentado marca a este soldado de otro modo no reconocido, como el primer viajero europeo en llegar a esta antigua edificación que hoy, casi doscientos años después, tiene el poder de asombrar y maravillar a los que la ven por primera vez.
Este monumento comprende una serie de 29 cavernas que han sido excavadas en lo más profundo de la pared de un acantilado en forma de herradura a algunos kilómetros de la vieja ciudad amurallada de Ajanta, oculta en el profundo cañón esculpido en las altas llanuras de Deccan, junto al río Waghora, a unos 480 kilómetros al interior de Mumbai. Es un Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, designado como tal en 1983 como uno de los primeros de India, junto con el Taj Mahal. Y aunque el famoso monumento conmemorativo de Shah Jahan, en Agra, es mucho mejor conocido, las Cavernas de Ajanta son inmensamente populares, especialmente entre los indios, que las consideran un elocuente testimonio de la extensa e ininterrumpida historia de su país. Las cavernas, consecuentemente, pueden estar insufriblemente atiborradas de visitantes. Pero yo fui en marzo, el período más tranquilo de la temporada baja -las escuelas no habían cerrado todavía para las vacaciones de primavera y el tiempo, aunque caluroso, no era tan tórrido como lo hubiesen preferido la mayoría de los viajeros indios. Había tan poca gente en el lugar que a veces parecía que los turistas eran superados por los monos, que se reúnen en manadas arriba de los árboles, mirando a los humanos que pasean dispersos, embelesados, entrando y saliendo de los grandes orificios en las elevadas paredes del acantilado.

Y aunque lo que en estos días suscita el mayor interés -y controversia, ya que en su interior hay memorables y bellas pinturas murales e imágenes de más de dos mil años de antigüedad- es lo que hay en el interior de las cavernas, el hecho más asombroso sigue siendo que estas cavernas, en el sentido más genuino, y como sospechaba el capitán, son construcciones enteramente humanas. No fueron solamente ocupadas o usadas por hombres. No fueron la consecuencia de ningún accidente geológico. Fueron excavadas, y todo lo que hay en su interior fue igualmente excavado.
Cada una de esas enormes cavernas fue vaciada a mano en la roca dura como el sílex. Cada uno de los pilares, estatuas, elefantes, budas y grifones en su interior son parte de la roca original, previamente intocada en lo más profundo del acantilado: la tridimensionalidad de los objetos fue lograda por antiguos picapedreros, que trabajaron laboriosamente en torno, junto y debajo de cada futura escultura, creando de espacio con y en la roca, y dejando esos magníficos monumentos subterráneos detrás a medida que cincelaban las cavernas.
Dentro, los visitantes de hoy encuentran guías con linternas, esenciales en la penumbra de las cavernas más profundas para ayudarles a entender la complejidad de la historia. Aunque en algunas temporadas los guías deben atender a grandes grupos de visitantes, fue rara la vez que los encontré con más de tres viajeros a la vez en alguna caverna, y en la Caverna 10, una de las más antiguas y grandes, sólo se hallaba el guía, el señor Malhotra. Revoloteaba enérgicamente, señalando con el débil haz de su linterna algunas de las figuras más estupendas y desaprobando las frases de visitantes indios de mediados de siglo que habían tallado sus nombres y fechas y dejado recados para amantes ausentes en algunas de las paredes.
No sabemos con certeza si el capitán Smith se dio cuenta, ese primaveral día en 1819 cuando él y su partida de caza toparon con el sitio, de cómo se construyeron estas cavernas. Según la leyenda, estaban cazando tigres en las Montañas de Sahyadri cuando llegaron al Waghora, en un lugar donde forma un apretado y tortuoso semicírculo y sus aguas descienden estrepitosamente por una catarata de siete gradas al fin del cañón.
Pero sí sabemos que él y sus hombres vadearon el río y treparon, con gran peligro, el empinado y resbaladizo acantilado de lava, hasta la boca de algunas de las cavernas. Escudriñaron prudentemente sus interiores, utilizando antorchas que hicieron crudamente con las fibras de hierbas silvestres. Y entonces fueron capaces de ver, justo como cuando Howard Carter se asomó y vio una caverna recién descubierta en Egipto un siglo después, apenas "cosas maravillosas... cosas maravillosas". Había estatuas de animales, columnas adornadas, figuras de Buda, altísimos techos que parecían catedrales de piedra -y en las paredes y en algunos de los techos, pinturas, pinturas murales de brillantes colores y deslumbrante complejidad y hermosura. Los turistas de hoy ven todo esto desde una pasarela que rodea el acantilado por las cavernas del primer nivel, evitando a los visitantes una vertiginosa caída en el río.

Una vez de regreso en Madrás, el capitán Smith informó a sus superiores sobre su hallazgo y finalmente la noticia llegó a la Real Sociedad Asiática de Londres, tras lo cual estalló la excitación entre los soldados y administradores que fueron capaces de encontrar el camino a esa parte tan remota de India. Al poco tiempo se puso de moda tratar de encontrar el Valle de Waghora y su extraordinario y secreto cañón.
En los archivos se encuentran relatos de un pequeño número de hombres que lograron, como el teniente James Alexander, del Regimiento de Lanceros 16, que lo visitó en 1824 -y muy consciente de los peligros que representaban a nivel local las feroces tribus Bhil, los ‘ladrones de corazón de piedra' que, advirtió, "te matarán"- vestido de indio, ataviado con sable, pistolas y lanzas de caza para protegerse.
Trepó al acantilado y entró a la primera caverna: ahí encontró "un fétido olor que provocaban los numerosos murciélagos... los restos de una fogata hecha recientemente... el esqueleto entero de un hombre... huellas de tigres, chacales, osos, monos, pavos reales, etcétera, inscritas en el polvo que había caído desde arriba". Alcanzó un lugar seguro para sentarse al sol y allá, mirando el río, se fumó un cigarrillo y se emocionó -pues, aparentemente, era un hombre culto- y citó a Horacio, en la oda que empieza "quae non imber edax non aquilo impotens ..." -"no puede ser destruido por el agua corrosiva ni el violento viento del norte, ni por la infinita procesión de los años ni por el paso del tiempo".
Al poco tiempo, los investigadores estaban llegando en tropel a las cavernas, elevándose con cuerdas, avanzando paso a paso por diminutas cornisas dignas de chivos de montaña, mientras el río tronaba mucho más abajo. Aunque décadas más tarde cinco cabezas de Buda robadas en Ajanta llegarían a estar a la venta en Sotheby's -y se encuentran ahora en el Museo de Bellas Artes de Boston-, las cavernas seguían estando intactas cuando estos primeros visitantes del siglo diecinueve admiraban perplejos lo que habían encontrado.

Los Bhils, cuando se les podía convencer que dejaran de lado sus arcos y flechas con puntas envenenadas, insistieron en que las cavernas eran hindúes y que algunas de ellas todavía eran las casas de sus propios dioses vivientes. Pero los investigadores opinaban de otro modo. Hacia mediados del siglo diecinueve se acordó que se trataba de cavernas budistas, hechas para dos propósitos básicos. Algunos eran monasterios, los llamados viharas, donde los monjes podían vivir con tranquilidad y en soledad (y escapar del tiempo de perros del monzón). Otras eran chaityas, vestíbulos o catedrales de veneración, donde Buda o un símbolo de su espiritualidad (pues en los primeros tiempos se había prohibido toda imagen de él) podía ser venerado en público y ceremoniosamente. El arte en algunas de las cavernas sugiere que fueron trabajadas en el siglo dos después de Cristo.
Poco a poco, la historia de la creación de las Cavernas de Ajanta quedó en claro. Aunque son muchas y polémicas las interpretaciones de los detalles (gracias sobre todo a la franca y testaruda erudición del profesor de historia del arte de la Universidad de Michigan, Walter Spink, que ha dedicado gran parte de su larga vida al arte budista del norte de India), la historia básica es conocida.
En tiempos remotos, el pueblo de Ajanta estaba en una ruta comercial -el principal ferrocarril Delhi-Bombay ahora pasa cerca de ahí, siguiendo esencialmente el mismo sendero. (Algunos visitantes de las cavernas descienden de los trenes en la estación Jalgaon, a 65 kilómetros de distancia; sin embargo, la mayoría viaja a Aurangabad, a unos 97 kilómetros, en avión, que tiene mejores hoteles).
Hace unos dos mil doscientos años, cuando una dinastía de aristócratas conocidos como los satavanas estaba en el poder en este rincón de India, y cuando la doctrina de Buda era aceptada con gran entusiasmo, un grupo de mercaderes ricos decidió auspiciar la excavación de un pequeño número de monasterios en las cavernas, y hacer templos en ellas para el uso de sacerdotes y mendicantes que utilizaban la ruta. (Con el tiempo, la tradición se extendió sobre gran parte del mundo budista: grandes número de cavernas se han excavado desde entonces, por ejemplo, en la pared de un acantilado en Dunhuang, en la Ruta de la Seda chino, donde los estudiosos observan fascinados que los primeros budas tienen rasgos faciales indios).
Los picapedreros se pusieron manos a la obra. Primero se amarraron con cuerdas atadas en lo alto del acantilado, descendieron quizás unos treinta metros desde el borde, y empezaron a romper la pared de la roca, empezando por arriba, dando forma a lo que con el tiempo se convertiría en el techo de la caverna.
Una vez que habían hecho unos cien orificios del tamaño de un buzón de correo en el acantilado, empezaron a tallar hacia abajo. Pero no se limitaron a cortar hacia abajo para hacer un enorme hueco. Habían planeado algo mucho más complejo, y así en sus viajes hacia abajo dejaron deliberadamente partes de la roca sin trabajar, las que con el tiempo se convertirían en columnas, elefantes, camellos y otras criaturas. La roca era muy dura: el proceso de tallar los habitáculos de los habitantes de las cavernas, y su zoológico y sus muebles tomaría muchos años.
Pero finalmente el tallado terminó, y llegaron los pintores. Eran artistas encargados de pintar las estatuas, o partes de ellas, o, más importante, pintar en el techo y en las paredes de las cavernas, lo que hicieron con gran refinamiento y habilidad, usando una paleta de sólo seis colores, todos ellos naturales -rojo y amarillo ocre, negro y blanco, verde malaquita y un azul de lapislázuli molido, que se encuentra en abundancia en los alrededores.
Vertieron charcos de agua en las depresiones poco profundas que habían hecho en el suelo para que hicieran las veces de espejos, para ayudar a reflejar la luz solar exterior en los oscuros techos en los que habían pintado. Hicieron murales, no frescos; la capa sobre la cual aplicaron sus pinturas tenía que estar seca, no húmeda, y la consecuencia es que las pinturas son extremadamente frágiles. Se advierte invariablemente a los visitantes de hoy que no toquen las pinturas; algunas se encuentran protegidas con capas de barniz; otras tienen cristales o escudos de plástico; un inquietante número de ellas se encuentran en ruinas, dañadas por visitantes descuidados del último siglo. Las pinturas que están intactas son impresionantemente hermosas -los artistas pintaron con extraordinaria delicadeza y destreza, bellas jóvenes de pechos grandes, pavos reales, caballos, flores, venados-, de todo excepto a Buda, de quien se prohibía en ese entonces la reproducción de su imagen.

Como ha ocurrido tan a menudo con gobernantes en la historia india, los satavanas finalmente entraron en un período de decadencia. El hinduismo devino dominante a nivel local, y durante tres siglos no hubo más actividades en el sitio. Los viajeros chinos que ya habían observado el esplendor de las cavernas en los cañones ahora informaban a su emperador en casa que la gente local "no conoce... la Ley de Buda".
Pero hacia el siglo quinto después de Cristo, todo eso había cambiado nuevamente. La dinastía vakataka gobernaba ahora, y el gran emperador Harisena -"probablemente el más ilustre gobernante del mundo en esa época", en palabras de Spink- apoyaba la creación de más monasterios y lugares de culto, agregando en su período 23 cavernas a las seis que ya existían.
Caverna por caverna, importantes donantes y patrocinadores fueron convencidos por Harisena para que colaborasen con decorados y estatuas -y esta vez se podía representar enteramente a Buda, por lo que se hicieron muchas imágenes de él y de sus bodhisattavas - que con el tiempo llegarían a representar el completo florecimiento del arte indio clásico durante uno de sus períodos creativos más prolíficos.
Y cuando murió Harisena, hubo turbulencias y pequeñas guerras, y para el 480 después de Cristo, el período de tallado y pintura había terminado. Las rutas comerciales pasaban por otro lado; los excavadores de las cavernas se marcharon hacia el este, a Elora, y empezaron un nuevo conjunto de monumentos de similar majestuosidad; los monjes budistas -que, de todos modos, serían obligados a salir de India finalmente, cuando el budismo fuera proscrito en el siglo siete- abandonaron sus refugios en la cima de acantilados. Los árboles nim y las mimosas ocuparon el lugar, la selva reclamó las paredes del acantilado, y las cavernas se convirtieron en hogar de animales y loros, y en saddhus que pasaban ocasionalmente por el lugar.
Las Cavernas de Ajanta languidecieron, silenciosas y olvidadas y esencialmente abandonadas, durante casi un milenio y medio, hasta que el capitán Smith y sus cazadores de tigres del Ejército de Madrás se aparecieron por allá en 1819.
En gran medida gracias a la designación como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y dado el muy evidente orgullo que exhiben el gobierno indio y el estado de Maharashtra, hay un vigoroso intento de preservar y proteger las cavernas. Los coches y autobuses son mantenidos a un kilómetro y medio de distancia, y no se permiten los puestos de vendedores. Se mantiene una fuerte vigilancia para inducir respeto a los visitantes, y asegurarse de que nadie despoje al monumento de sus incalculables tesoros; los guías con sus linternas también hacen las veces de centinelas. Los visitantes recorren el lugar descalzos, ya que se les pide que dejen sus zapatos fuera para proteger los suelos de las cavernas.
El señor Malhotra, mi guía en la Caverna 10, cerca del medio de la colección en forma de herradura, me habló sobrecogido sobre la antigüedad y escala de las enormes columnas -y luego sobre el gran monumento central, con su enorme y sereno Buda. La caverna misma tenía dos mil años de antigüedad; el Buda fue agregado allí unos seiscientos años más tarde.
Fue una idea asombrosa: durante 1.400 años -mientras la humanidad era atormentada por la peste bubónica, había participado en las Cruzadas, había creado extensos imperios, había fundado el Nuevo Mundo, había peleado contra Napoleón en interminables guerras- las cavernas pasaron desapercibidas, desconocidas, inencontradas. Se lo mencioné a Malhotra. Asombroso, ¿no lo creía así?
En realidad, contestó, y luego me invitó a bajar más profundamente en la caverna. Me llevó bastante abajo, a una pared detrás del monumento. Aquí la luz del sol que entra por la entrada tiene poco efecto perceptible, y era difícil ver bien, así que dirigió el haz amarillo y parpadeante de su antorcha hacia un punto alto en la roca. Y allá, inscrito en una placa victoriana, había una frase: "John Smith", decía, y luego en un manuscrito más florido, una floritura de exuberancia tipográfica: "Abril 1819".
Él fue el primero en verlo, rió el señor Malhotra entre dientes. Hace casi dos siglos. ¿Se lo puede imaginar? Estaba cazando tigres y luego se encontró con esto. Debe haber estado asombrado.

Simons Winchester, autor de ‘A Crack in the Edge of the World', está escribiendo un libro sobre el escritor experto en China, Joseph Needham.

5 de noviembre de 2006
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viajero leído en parís


[Andrew Ferren] En París, ñascos de arte e historia.
Los visitantes veteranos de París saben que es probable que a su regreso sean interrogados y obligados a pasar por un filisteo test cultural. "¿Qué exposiciones visitaste?" "¿Viste X, en Y; me dijeron que Z no vale tanto como para esperar dos horas".
En realidad, que en la capital francesa uno deba hacerse un tiempo para la cultura es algo tan fijo que los visitantes primerizos, sin experiencia ni interés artístico particular se sienten obligados a volver a casa armados de historias (o, mejor, de videos) del pequeño Jimmy extraviado en el Louvre o esperando dos horas en el Orsay para ver a los impresionistas, sólo para emerger un poco abrumados -o, peor, decepcionados- de la experiencia.
Pero no tiene por qué ser así. Más allá de los principales museos que hay que visitar obligadamente y las salas de exposición y las numerosas galerías dedicadas a un solo artista -los museos de Rodin, Maillol y del adorado Picasso-, hay decenas de museos parisinos más pequeños que no te toman todo el día ni te exigen un plan de guerra para visitarlos.
París ofrece museos y fundaciones con estupendas colecciones e instalaciones de todo, desde arte asiático y obras de arte impresionistas hasta arquitectura moderna. Muchos colecciones siguen estando en las antiguas y grandiosas casonas para las que fueron adquiridas, y se agolpan en los vecindarios menos turísticos, haciendo más fácil visitar varios de ellos en una sola tarde. Y probablemente no tendrás que hacer ninguna cola.
Así, mientras varias dependencias de gobierno deciden qué hacer con el Grand Palais y los fans del ‘Código Da Vinci' recorren el Louvre, y los críticos de arte, etnólogos y arquitectos sopesan los pro y contra del Musée du Quai Branly, de Jean Nouvel, inaugurado recientemente, esta podría ser, cuando se trata de arte, la temporada para alejarse del Sena y encontrar algunos de los tesoros insospechados discretamente escondidos por toda la ciudad.
El primero es el Musée Jacquemart-André en el elegante Octavo Arrondissement. Se lo compara a menudo con la Frick Collection de Nueva York, y ofrece similarmente una mirada en otra época de estilos de vida y colecciones elegantes. Aunque la colección, que incluye trabajos de Mantegna, Botticelli, Chardin, Rembrandt y Van Dyck, puede no estar a la altura de los recursos del Frick, la exuberante y teatral arquitectura de 1875 y los lujosos interiores del Jacquemart-André muestran la solidez francesa y nos recuerdan por qué Frick y otros mecenas del arte estadounidenses hicieron sus excursiones europeas en primer lugar. Esto es parte del placer de pasear por interminables habitaciones doradas, recubiertas de paneles o cubiertas de tapices, para no mencionar el mármol y los jardines de invierno de cristal, obras de arte del espionaje cuando menos las esperas.
Edouard André provenía de una familia de banqueros y Nélie Jacquemart era una joven pintora; se rodearon de finos objetos (crearon su propio ‘Museo Italiano' en el segundo piso) y de elegantes amigos a los que recibían con todo lujo, algo que el guía del audio exagera un poco para realzar el espíritu de la belle époque. La cafetería del museo también lo exagera, y el festivo almuerzo o té de la tarde es un rito popular -si no su descarada razón de ser- para los que visitan el museo (entre los cuales hay muchos parisinos).
No muy lejos se encuentra el Musée Cernuschi, recientemente inaugurado, que alberga muchas obras excepcionales de arte asiático en galerías nuevas de dramático impacto. Casi al lado del Cernuschi se ubica el Musée Nissim de Camondo, de estilo mucho más ‘guante blanco y susurros', que exhibe una de las colecciones más elegantes de muebles Continental, y como el Jacquemart-André, destaca la estatura de París como una ciudad que fija tendencias internacional, un faro de refinamiento y opulencia a través de los siglos.
Incluso en una cacería de museos pequeños, uno puede fácilmente pasar a algunos por alto. "Bueno, no nos olvidéis", dijo Bruno Quantin, portavoz del Musée Carnavalet -en la pequeña y densa zona de museos del Maris y la Place desVosges-, recordándome que el museo, de hecho, se compone de dos importantes hôtels particulares, como se conocían las mansiones familiares en los días de Marie Antoinette, fusionados y ampliados durante la dramática renovación urbana de París en la segunda mitad del siglo 19. El Musée Carnavalet debe ser, como repositorio del refinamiento residencial francés, uno de los museos más ignorados de la ciudad.
Más, o menos, un museo de ‘la ciudad de París', el Carnavalet lleva la crónica de la historia de la capital desde las ruinas romanas y los letreros de boticarios del Renacimiento, hasta los Renoirs y los muebles Ruhlm Art Deco. Se exhiben edificios enteros, escaparates y colecciones de arte, así que es como el almacén de los museos chicos, siempre sorprendente.

Por ejemplo, la nobleza francesa del siglo 18 tenía una especial inclinación por las pinturas de escenas de caza y sus secuelas, así que abundan las naturalezas muertas de ciervos, faisanes y liebres muertas y otros cadáveres pintados cariñosamente en su paso de zonas verdes a despensas. Junto a estas imágenes tradicionales, la pintura en el Carnavalet de una rata de alcantarilla muerta de Auguste Charpentier, "nos recuerda qué había de menú en la ciudad durante el sitio de París", dijo un guía a un grupo de estudiantes franceses, refiriéndose a la Comuna de París de 1871.
Un tema similar se puede observar en los muebles algo espartanos y discordantes, incluyendo un pequeña rueca de mesa para matar el tiempo, que acompañaron a Marie Antoinette durante su período en la cárcel, que terminó cuando fue enviada a la guillotina.
Deja atrás esas muestras de excesos del rococó, y encamínate hacia el otro lado de la ciudad y más rápidamente hacia los años veinte, cuando la estética del diseño local había sufrido su propia revolución francesa. La simplicidad remplazó a la opulencia, y el refinamiento significaba ahora suavidad, paredes de yeso blanco inarticuladas, sin un ápice de hojas doradas. Uno de los pioneros del movimiento fue el suizo Charles Edouard Jeanneret (1887-1965), mejor conocido como Le Corbusier y el hombre no es solamente responsable de gran parte de nuestra estética modernista, sino también, se puede decir, el responsable de inspirar a las siguientes generaciones de arquitectos que llevan monóculos geométricos (el suyo era violentamente redondo). En la sección de Auteil, cerca del Bois de Boulogne, se puede unir a la camada de jóvenes talentos con deficiencias oftalmológicas, meditando sobre la maestría minimalista de Le Corbusier en la Maison La Roche, una casa que construyó en 1923, ahora parte de la Fondation Le Corbusier.
La Maison La Roche también incluye ejemplos de los diseños de muebles más conocidos de Le Corbusier, como la curvilínea y tubular butaca de acero y tapizado de poni sobre la que tenderse y contemplar sus pioneras concepciones espaciales; su genialidad bidimensional se exhibe en una pequeña galería con sus pinturas.
No demasiado lejos, hacia el Bois de Boulogne, se encuentra el Musée Marmottan Monet, una institución de la que -al menos metafóricamente- se puede decir que se asegura un lugar entre la cosecha ad hoc del Carnavalet de la pasada opulencia parisina y la visión estrechamente montada de Le Corbusier del futuro de la ciudad. Fundada en el siglo 19 como una colección de arte napoleónico y del Segundo Imperio, y parafernalia relacionada, el Marmottan se convirtió en la Académie des Beaux-Arts y fue como tal el receptor de varios afortunados legados, incluyendo los de los herederos de Monet, lo que lo convirtió rápidamente en uno de los grandes repositorios de sus trabajos en el mundo. Empezando con la pintura que dio al movimiento artístico su nombre -‘Impresión: Amanecer', de 1873, que los críticos al principio llamaron burlonamente impresionismo-, la colección abarca toda la larga carrera de Monet con pinturas de sus jardines en Giverny, sus estudios en la Catedral de Ruán y las Cámaras del Parlamento británico, y sus imágenes casi abstractas de nenúfares. Las obras de Monet son complementadas con unas trescientas piezas de artistas como Pissarro y Gauguin.
Con estos museos marcados en tu plano de París, una buena guía puede ayudarte a trazar un itinerario. Está el Musée Gustave Moreau, antiguamente la lujosa casa y taller de ese pintor simbolista del siglo 19, no muy lejos de Montmartre, la guarida de toda la vida del artista. O toma un descanso cuando hagas tus compras de elegante ropa blanca o carteras Muji en la Rue des Francs Bourgeois y visita el Musée Cognacq-Jay, otro lugar a lo Frick (remodelado recientemente), que prácticamente se extiende hasta el Carnavalet y está a la vuelta de la esquina del popular Musée Picasso.
La mayoría de ellos no exigirán más de una hora de visita. Entonces podrás adornar tu siguiente correo con anécdotas de cócteles parisinos con todo tipo de nombres deliciosamente refinados que confirmarán firmemente tus credenciales culturales parisienses.

Museos
Musée Jacquemart-André, 158, boulevard Haussmann, (33-1) 45-62-11-59; www.musee-jacquemart-andre.com
Entrada 9.50 euros; abre todos los días.

Musée Cernuschi, 7, avenue Velasquez, (33-1) 53-96-21-50; www.cernuschi.paris.fr Entrada libre. Cierra los lunes.

Nissim de Camondo, 63 rue de Monceau, (33-1) 53-89-06-50; www.lesartsdecoratifs.fr 6 euros. Cierra lunes y martes.

Musée Gustave Moreau, 14, rue de La Rochefoucauld, (33-1) 48-74-38-50; www.musee-moreau.fr. 5 euros; cierra los martes.

Fondation Le Corbusier, 10, square du Docteur Blanche; (33-1) 42-88-41-53; www.fondationlecorbusier.fr. 3 euros; cierra los domingos.

Musée Marmottan Monet, 2, rue Louis-Boilly; (33-1) 44-96-50-33; www.marmottan.com. 8 euros; cierra los lunes.

Musée Carnavalet, 23, rue de Sevignée, (33-1) 42-72-41-13; www.carnavalet.paris.fr. Entrada libre; cierra los lunes.

Musée Cognacq-Jay, 8, rue Elzévir, (33-1) 40-27-07-21. Entrada libre; cierra los lunes.

27 de agosto de 2006
©new york times
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trípoli, de paria a zona caliente


[Kevin Gray] Tras años de embargo y aislamiento, Trípoli empieza a asomarse al mundo.
La playa estaba oscura. Junto a la orilla, donde el negro mediterráneo besa la arena libia, unas figuras susurrando se mueven lentamente junto al agua. Mi amigo, un hombre al que había conocido en Trípoli apenas el día anterior, me había dejado allá entre una docena de chozas de hierbas desiertas al final de un camino indescriptible a 30 kilómetros de la ciudad. Se marchó de vuelta detrás de las colinas, dijo, "a hacer una llamada". Eso fue hace una hora.
Decir que estaba nervioso sería un subentendido. Tenía mil dólares amarrados a mi estómago en una riñonera; mi celular internacional no tenía cobertura; y nadie en casa sabía dónde me encontraba. En la punta distante de la playa, en un alto y rocoso embarcadero, una tienda iluminada por fogatas se agitaba en el viento; las siluetas de sus ocupantes tocaban tambores africanos.
Un repentino movimiento cerca de mis pies me hizo pegar un salto. El haz de unas linternas se arrastraba hacia mí sobre la arena. Entonces los vi: decenas de cangrejos de largas patas que se habían acercado a la playa para alimentarse pero que, perseguidas por una decena de niños, se convertirían pronto en una cena.
Segundos después, mi amigo Mecki estaba a mi lado y con él había seis amigos de infancia. Traían pescado fresco que habían cogido con arpones ese día en la misma cala, una parrilla de leña y una botella de plástico de Fanta llena de un destilado hecho en casa.
Eso fue hace dos años, poco después de que Estados Unidos levantara su embargo comercial de 24 años contra Libia, y yo era una curiosidad para mis nuevos amigos -como lo eran ellos para mí. Desde entonces, pequeños grupos de estadounidenses han viajado a Libia y vivido transformaciones similares, de extranjeros desconfiados a amigos bienvenidos.
Han tomado fotos ordinarias debajo de vallas publicitarias del coronel Muammar el-Qaddafi, el hombre al que Ronald Reagan llamó "el perro loco de Oriente Medio". Han recorrido las fragantes callejuelas de la vieja ciudad de Trípoli y regateado con sus hábiles plateros. Por la noche han fumado cachimbas en patios italianos cerca del muelle y saboreado helados junto a familias que escapan del calor de sus casas.
En mayo, Estados Unidos anunció que estaba restableciendo relaciones diplomáticas con Libia, que quiere decir que el caprichoso proceso de aprobación de visados libio debería hacerse más simple, conduciendo a lo que funcionarios de turismo esperan que sea un influjo de visitantes estadounidenses.
Gracias a un flujo de nuevas inversiones occidentales, Trípoli ya se está reconvirtiendo en un destino turístico, como descubrí cuado volví aquí esta primavera. Donde antes los visitantes podían elegir de entre apenas un puñado de hoteles gestionados por el estado, ahora hay decenas de alojamientos privados: desde el Hotel Tebah, administrado por la familia, con su vestíbulo con ribetes de cromo y su colección de gatos embalsamados, hasta el exquisito Corinthia Bab Africa Hotel, con una vitrina de 192 millones de dólares con vista al mar, que cuenta con un balneario, un gimnasio y exclusivos restaurantes.
No es ningún misterio por qué los fenicios, hace 2.500 años, escogieron este puerto de aguas profundas como uno de sus principales establecimientos comerciales en la costa norafricana. El agua es azul y serena como en las islas griegas. Los muelles de los puertos deportivos están atiborrados de guapas lanchas de pesca, pescadores curtidos por el sol y niños que venden tazas de espresso y latas de Pepsi envueltas en papel de aluminio para mantenerlas frías a un dinar la pieza (un dólar 25 más o menos). En el horizonte se ven enormes buques petroleros a la espera, cuyas luces en las cubiertas forman en las noches una tenue cuerda de joyas desde un lado a otro de la Tierra.
Una ajetreada calzada separa al mar de la Plaza Verde, una amplia plaza desde la que surgen las principales calles comerciales y un buen lugar donde comenzar el día. Lo más probable es que seas el único occidental a la vista, y tu nuevo amigo querrá saber si acaso conoces personalmente a Oprah, a la que ve en la televisión por satélite, o por qué ‘Amigos' fue suspendida.
Paseando por la calle del 1 de Septiembre, llamada así en honor del golpe del coronel Qaddafi en 1969, te darás cuenta inmediatamente de que el corazón de Trípoli, una ciudad de 1.7 millones de habitantes (más o menos un tercio de la población libia), se mueve a un ritmo colonial. Es la Habana del mundo árabe, una cápsula de tiempo gracias a años de estrictas sanciones.

Los italianos, que gobernaron Libia como colonia de 1911 a 1947, construyeron esta sección de la ciudad en los años veinte, con sus balcones de hierro de filigrana y amplios patios de mármol, ahora llenos de ropa secándose, cables y los gritos de escolares jugando al fútbol. Las tiendas de ropa donde se paga en euros, con sus jerseyes de fútbol y zapatos Armani, se dirigen casi todas a los hombres (la mayoría de las mujeres llevan el tradicional hijab y compran tela en la medina, el casco antiguo). Jóvenes en imitaciones Diesel se apoyan contra las ventanas en las altas y estrechas aceras, y te ofrecerán cálidos saludos si los aproximas.
Aunque la ciudad todavía funciona con una economía de dinero contante, en los grandes hoteles ya están apareciendo los cajeros automáticos y en algunas tiendas de cámaras que atienden a turistas aceptan tarjetas de crédito. Por supuesto, una vez que cruzas la Plaza Verde y entras a la medina, lo moderno desaparece de la vista. Sus serpenteantes mercadillos ofrecen de todo, desde maletas baratas e imitaciones Nike hasta pitones embalsamadas y pieles de guepardo hasta marfil ilegal y joyas arabescas de oro y plata hechas a mano, por gramos.
Como la ciudad cierra por un período de unas tres horas a eso de la una de la tarde, de modo que los habitantes puedan evitar el abrasador sol con una siesta a la sombra en casa, es una buena idea almorzar en la medina. El mejor lugar para hacerlo es al-Bouri, una rústica cafetería con alfombras de lado a lado a unos metros al norte de la puerta de la medina y a través de un laberinto de callejuelas y callejones. Una comida (una picante sopa libia, cuscús con cordero y shilba a la plancha, un tipo de besugo) no sobrepasará los cinco dinares.
Hay poco que hacer cuando la ciudad duerme, así que podrías coger un taxi en la Plaza Verde (la mayoría de los trayectos en la ciudad cuestan entre dos y tres dinares) para volver a tu hotel para descansar. A los taxistas libios les gusta compensar las estrictas políticas de su presidente ignorando los semáforos y embistiendo contra el tráfico a toda velocidad si eso significa que se evitarán un embotellamiento.
Y si estás alojando en la zona de la calle de al-Kendi, un próspero distrito residencial y comercial al sur de la plaza, donde están surgiendo hoteles en casi todas las calles, no te alarmes por los escombros y basura de las calles. Es todo parte del caos del progreso y de la ausencia de un plan de limpieza claro.
Las noches en Trípoli son un poco aburridas si andas buscando vida nocturna. Libia es uno de los pocos países secos que quedan en el planeta. La mejor apuesta es una cena tranquila a algunos kilómetros al este de la ciudad, en el mercado de pescado Hoffra (significa Hoyo). Es un callejón de pescaderos, resbaladizo y viscoso, que ofrece calamares, gambas, farouge (un pez de la zona) y otras cosas, por kilo.
Una de las varias cafeterías cercanas cocinarán lo que sea por cinco dinares por persona. Y puedes seguir con una relajante cachimba y una taza de fuerte y turbio café árabe.
Si ocurre que has apuntado el número de teléfono de ese desconocido que conociste en la mañana, sin embargo, y si ocurre que te ha invitado a la playa, te encontrarás a ti mismo bebiendo grandes tragos de destilados caseros hechos en una cacerola mientras las estrellas arriba titilan todavía con más brillo. Por supuesto, a la mañana siguiente despertarás con un venenoso dolor de cabeza, pulgas de mar mordiéndote la cara y mirando una estrambótica escena frente a tu choza de hierba, de chiquillas en hijabs negras chapoteando en las deslumbrantes olas encima de balsas infladas de Donald Duck.
Y sentados más cerca de ti, tus nuevos amigos estarán fumando cigarrillos y riendo, mientras las familias miran y un nuevo amiguete grita: "No te preocupes, no son terroristas".

27 de agosto de 2006
©new york times
©traducción mQh
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