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niña boxeadora 4


[Kurt Streeter] Seniesa conoce a la devastadora Durán y se prepara para enfrentarse a una dura rival. Fuera del ring aumentan los problemas. Crecer no es fácil.
"Abajo, ahora arriba, nena", le dijo su padre, que estaba parado al otro lado de las cuerdas, observando. "Rápido, rápido. Dale, trabájalo. Ahora aplícale el durán".
Seniesa brincó en sus pies, manteniendo los guantes frente a su cara y zigzagueando hacia el otro boxeador, un niño un año mayor y 4 kilos y medio más pesado. Él se retiró hacia las cuerdas. Ella lanzó un golpe. Se encorvó. Retrocedió.

El cuerpo del niño se derritió entre las cuerdas. Lanzó unos pocos débiles golpes, y luego se mantuvo a distancia.
"Durán", dijo su padre.
Ella eludió un golpe desviándose ligeramente hacia su derecha. En posición perfecta, se enroscó, con el brazo derecho doblado, y luego bajó el puño hasta su cintura. Entonces lo lanzó. Su puño salió haciendo una pequeña U, doblándose al principio, y luego corrigiéndose en el aire, antes de aterrizar -guap- en el estómago del niño.
Seniesa Estrada, 11, había cambiado su gimnasio por el Solid Rock Boxing, una vieja tienda con un solo ring, donde un antiguo chapero llamado Gil Valdez estaba ayudando a Joe Estrada, 44, su padre, a prepararla. Ella había aprendido toda una gama de golpes. Uno era llamado "el durán", un poderoso golpe de giro como el que perfeccionó el legendario campeón Roberto Durán.
Pero se necesitaría más que un durán para convertir a Seniesa en campeona. Fuera del ring, el mundo tenía sus modos de secuestrarla. Si no era su madre, que la sofocaba con su preocupación de que pudiera pasarle algo, eran sus hermanos, que mataban el tiempo en la calle donde podían matarles, o su padre, un ex drogadicto que estallaba con tal rabia que podía meterse en problemas con la policía. Seniesa misma tenía problemas. Una parte de ella quería ser la púgil de sus sueños, pero otra parte quería seguir siendo una niña. No pasaría mucho tiempo cuando debiera enfrentarse a su oponente más dura, una chica como ella en muchos sentidos. Y la niña era dura.
Más dura que este niño en el ring, cuyo nombre era Richard. Se arrastró a su esquina. Tenía sangre debajo de la nariz. Su preparador lo alumbró. "Vamos, tienes que golpearla primero, o te golpeará ella a ti. Deja de pelear como si le tuvieras miedo. ¿Qué te pasa?"
Richard escupió su protector bucal. "Es tan rápida", jadeó. "Tan rápida".
Su entrenador dejó que le dieran otra paliza. Durante un minuto, él y Seniesa intercambiaron una serie de golpes, hasta que ella lo arrinconó nuevamente contra las cuerdas.
"Durán". Guap. "Durán". Guap. "Durán".
Richard se cubrió con sus brazos y guantes. Quería que terminara. Finalmente sonó la última campana. En su rincón, apoyó su frente sobre la cuerda de arriba. Una lágrima rodaba por sus mejillas, y se frotó el lado donde habían aterrizado tantos de sus golpes. "Duele", murmuró, tocándose el estómago. "Duele".
Saniesa se sentó junto a él a una larga mesa junto al ring. Metió los guantes en su bolso negro. Evitó mis preguntas, como si pudiera arruinar la magia de saber que ella podía derrotar a cualquier niño de su tamaño en Los Angeles Este. Cuando subió la cremallera de su bolso, se encaminó hacia su padre.
Richard la miró, sonrió y sacudió su cabeza. "Pegas muy fuerte", dijo. Le causaba risa que una niña pudiera ser tan buena. Todo lo que hacía era reír. "Seniesa pega muy fuerte".
Seniesa, la amazona, era tan dura y fría como sus golpes. Por la noche, soñaba que peleaba en un ring rodeada de cámaras, luces destellantes y gente. Despertaba lanzando golpes cortos y ganchos.
En el día se imaginaba que era una púgil famosa, con dinero, suficiente para comprar una casa. Una casa, pero no en un lugar pituco, como Beverly Hills", dijo, pero tampoco en El Sereno. Una casa con piscina y un tobogán. Su padre viviría con ella. El futuro era distante, pero estaba trabajando duro para que fuera realidad.
No le preocupaba que, una vez, había superado a otra niña de tal modo que el referí debió parar la pelea durante 30 segundos para impedir un knockout. "Nadie te obliga a subir al ring", me dijo Seniesa, mirando el video de la corta pelea. "Si no estaba lista, no es mi culpa. Si no puedes, es cosa tuya".
Sin embargo, Seniesa podía ser cálida y divertida. Después de torneos fuera de Los Angeles, siempre insistía en bañarse en la piscina del hotel. Le daba la risa boba y chillaba de placer cuando saltaba una y otra vez en el agua tibia.
"¡Esto es divertido!", dijo, saliendo de la piscina y mirando a su padre. "Papi, ¿podemos alojar aquí, para nadar mañana todo el día? Papi, algún día vamos a tener una piscina como esta. Papi, ¿podemos?
"Papi, ¿cuándo seré profesional?"
Sus sueños, siempre presentes.

La Veo Cambiar
Tenías más confianza, pero también más cautelosa. Estaba creciendo.
Ahora, cuando los niños boxeadores la molestaban por ser chica o flaca, ladraba de vuelta con un destello en los ojos. Fastidió a uno por su panza, a otro por sus novias, a otro porque todavía no dominaba el inglés.
Con adultos, sin embargo, era diferente. Una vez rebosaba de preguntas y rápidas respuestas. "¿Cómo es tu esposa?", me preguntaría. "¿Dónde vives? ¿Cómo se llama tu gato? ¿Pablo? Dang, eso no es un nombre de gato. Mi gato se llama Sunny. Ese es un nombre de gato".
Ahora, sin embargo, había dejado de preguntar. Ahora repartía sus preguntas. Era menos confiada. Incluso con su padre, la brillante y resplandeciente exuberancia se desvanecía. "La veo cambiar", me dijo un día. "No dice mucho. Se debe en parte a dónde está creciendo, las cosas que ve y vive. Es loco donde vive ella. Después de un rato, dejas de ser niño. Tienes que, si quieres sobrevivir".
El 2 de septiembre de 2003, Seniesa pasó del quinto, el último de la escuela básica, al sexto, el primero de la secundaria. Medía 1 metro 52. Era más fuerte y parecía una pirámide invertida: hombros anchos, angostándose hacia sus flacos tobillos. También su cara se veía diferente. Más estrecha, la piel tensa en torno a sus ojos, quizás por los golpes. Sus pómulos se veían más prominentes.
Trataba de no llamar la atención. En el quinto, me dejaba venir a su aula. En el sexto, le daba vergüenza y le tomó meses decidir que podría visitarla. La primera vez que lo hice, dijo que estaba enferma y se quedó en casa.
En el quinto, todos sabían que boxeaba. En el sexto, se preocupaba de que la gente podría enterarse. Ahora evitaba a un niño que le había buscado problemas. "Si se enteran de que soy una boxeadora", explicó, "van a hablar un montón, y voy a tener que mostrarles que es mejor que no se metan conmigo".
Ni siquiera de lo dijo a sus maestros.
En un temprano proyecto de deberes, dejó caer que le gustaba pelear. Lupe Arellano, la maestra encargada, pensó que quería decir hacer problemas en clases y pelear en el patio.
"¿No voy a tener problemas contino, no?", le preguntó Arellano. Seniesa dijo no, pero le tomó semanas contarle a Arellano sobre el boxeo, su barrio y su vida en casa. "Tiene un montón de cosas en la cabeza", me dijo su maestra un día, hojeando los deberes de Saniesa. "Por lo que entiendo, hay cosas en su vida para las que tiene que ser fuerte y aguantar y enfrentarse a ello. Seniesa guarda sus sentimientos muy adentro".
Pero la realidad la seguía emboscando.
Una mañana temprano sonó el móvil de su padre. Su Tío Rick, que lo había llevado a la iglesia y ayudado a renunciar a las pandillas y a las drogas, estaba en la cárcel. Abatido por un matrimonio fracasado, arrinconó a su esposa y le disparó dos veces. Sobrevivió por un pelo.
Cuando Joe recogió a Seniesa el día siguiente para ir al gimnasio, le contó sobre el asunto, y trató de tranquilizarla sobre él mismo. Le dijo que estaba okey, que obviamente no era verdad.
Su cuerpo se entumeció. Quería boxear, pero parte de ella quería ocuparse de su padre. Vio el dolor que sentía. Había bolsas debajo de sus ojos, su voz era frágil, y se frotaba la parte de atrás del cuello mientras se preguntaba y preocupaba.
¿No se había dado cuenta de que su hermano la estaba pasando mal? Sabía que Rick tendría que pagar el precio, pero no estaba seguro de que Rick sobreviviera. Temía que su hermano se matara para evitar la cárcel.
Luego había un problema más práctico: la tienda. Rick era su socio. Joe construía e instalaba los letreros. Rick pagaba las cuentas, se encargaba del inventario y atendía a los nuevos clientes. ¿Podría Joe hacerse cargo de todo? No lo sabía.
El tío de Seniesa era una roca. Siempre se alegraba cuando ella llegaba a la tienda de letreros. Podía cerrar los ojos y oírlo: He, campeona, ¿cómo te va? ¿Qué haces hoy, campeona?
Pero ahora el destino de su tío estaba apabullando a su padre. Joe estaba ansioso por hablar sobre esto con la persona que mejor lo entendía: Seniesa. Quería contarle cómo se sentía. Pero, ¿estaba bien hacerlo? ¿Cuántos problemas podía aguantar una niña? Dudó.
Por supuesto, ella sabía qué le pasaba. A medida que pasaban las semanas, podía saber por el modo en que él hundía los hombros y parecía cansado e irritable. "No puedo hacer nada", me dijo una noche, sacudiendo la cabeza, incrédula y frustrada, parada frente al gimnasio, mirando pasar los coches.
Bajó la vista. "Soy una niña".
Pero había algo que podía hacer. Instintivamente, lo sabía. Tenían que boxear, juntos.

Un Caso Vitrina
Seniesa y su padre empezaron a entrenar para el VIII Campeonato Regional Guantes de Plata. Lo había estado pensando durante un año. Ahora era diciembre de 2003, y el torno empezaría en la segunda semana de enero. Era uno de los más importantes eventos regionales en el boxeo amateur, una oportunidad de mostrar al mundo que Seniesa era la mejor niña púgil del momento.
Días antes decidió invitarme a jugar un videojuego de boxeo en la televisión en su casa. Eligió a Roberto Durán. Para mí, escogió a un púgil poco conocido llamado Zab Judah. Desde el principio, su Durán tenía a mi impotente Judah contra las cuerdas. "Así será en el regional. Voy a estrenar el durán".
"¿En serio?", pregunté, frunciendo el ceño, tratando de sacar a mi pobre púgil de las cuerdas, determinado a no dejarme ganar por una niña de 11. "¿Estás segura?"
Tumbó a Judah. Cayó en la lona, knockout.
"¿Sientes la presión?", pregunté. "Toda esa gente mirando. El asunto de tu tío. Es bastante para ti y tu papá".
"Siento la presión", dijo. "Alguna gente dice que voy a ganar en un round, porque soy muy buena. Pero ¿qué pasará si no lo hago?" Hizo una pausa, mirando el suelo. Se movía nerviosamente. Cruzó los brazos.
"Creo que voy a ganar", agregó. "No, sé que voy a ganar. Pero si no, si pierdo, si he tratado de ganar y hago lo que me dice mi padre, no creo que se enfade conmigo. Espero que no se enoje. No voy a perder. Quiero decir, a veces pierdo porque no pego demasiado. Cuando voy a dar un golpe, tengo dudas. Me pongo ansiosa, no nerviosa. Ansiosa. Voy a ganar, pero nunca sabes".
De hecho, quizás no tenía el peso suficiente.
Había empezado la semana sabiendo que tenía que bajar 1 kilo 400, o sería descalificada de su categoría. Podía avanzar hacia la siguiente división, pero en esa división no había niñas con las que pelear.
Pasó hambre durante toda la semana. Para perder peso, se obligó despiadadamente. Corrió esprintes en un callejón, esquivando los coches y tomando cuidado de no meter sus zapatillas en el barro. Se ponía su grueso chandal azul y sus guantes de boxeo y daba vueltas alrededor de la manzana, cuatro, cinco, seis veces, escupiendo en la acera. Se preparaba. Se entrenaba con su enorme saco rojo, la mirada resuelta, feroz.
Nunca la vi tan determinada.
"Pompea ese corto, cariño. Dóblalo, dóblalo", dijo su padre, parado junto a una pared espejo cerca del pesado saco. "A la que pelee contigo este fin de semana, mama, le va a doler. Vamos a ganar, tesoro. Estoy seguro".
Exhalaba con cada ataque relámpago -¡gush! ¡gush! El sudor salpicaba de su camiseta rosada. El sonido de sus puños ahogaba todo lo demás. Guap-guap-guap-guap-guap. Constante, como un metrónomo. Paró, se agachó, con los guantes sobre las rodillas, aspirando. "Necesito agua", dijo. "Necesito agua".
"Nena, eso fue más de un golpe por segundo", dijo Joe, ofreciéndole un refresco. "Así se hace". Palmoteó sus hombros encorvados, resbaladiza con el sudor.
Dio unos lances mirándose al espejo, cautivada, perdida en su reflejo, en el modo en que se doblaba, cómo eludía a una oponente imaginaria con un fluido zigzagueo.
Salió del trance, se agachó y se apretó el estómago.
"No creo que vaya a perder", dijo. Pero mientras hablaba se derrumbó sobre el suelo alfombrado y se tendió exhausta. "Ahora estoy cansada, pero voy a ganar".

Haciendo Peso
Dos noches más tarde, Seniesa y su padre tomaron el coche hacia Norwalk para inscribirse y presenciar el sorteo de su oponente. Era en un enorme salón de conferencias en un centro de recreación. Como ocurría a menudo, estaba prácticamente sola en un mar de hombres y niños. Un referí le dijo que en su división había una sola niña, y era de Arizona.
"Apuesto a que es Kelly", dijo Seniesa. "Kelly de Arizona". Kelly había desaparecido misteriosamente de un match con Seniesa en Thermal, 15 meses antes. Seniesa apretó los puños, luego los estiró, apretó, estiró. Pegarle a Kelly sería dulce.
En la multitud, vio a una niña con shorts, más o menos de su tamaño. Le dio una palmadita en el hombro. "¿Tú eres Kelly?"
No, dijo la niña. Sólo estaba ahí para cuidar a su hermano.
Desalentada, Seniesa se retiró al fondo del salón. Joe estaba allí, con los brazos cruzados, apoyado contra la pared, junto a los niños boxeadores, que tenían peleas propias. El salón estaba lleno de gente, había al menos 200 personas.
Seniesa seguía apretando los puños. Todavía tenía una o dos libras de más. Mañana tenía que subirse a la balanza oficial. Si era demasiado pesada, no podría pelear.
"Vamos, vamos, vamos", dijo Gil, el preparador de su gimnasio. "Corre hasta que te diga que pares".
Trotó por un pasillo oscuro, y de vuelta. Otra vez. Tenía mal aspecto, con la mirada clavada en el suelo mientras se esforzaba. Paró sólo para agacharse en una fuente y escupir. Tengo que pelear, pensaba. He esperado tanto por este torneo. Tengo que pelear.
Corrió durante media hora, terminando justo a tiempo para oír el anuncio: "En la división femenina junior, 75 libras..." Corrió hacia la mesa. "Seniesa Estrada, Los Angeles, contra Daveena Villalva, Phoenix".
Después de todo, Kelly no era su oponente. ¿Quién era esta niña nueva? ¿Quién era Daveena?
Un referí se la mostró. Daveena era enjuta y guapa, en su negro chandal de calentamiento.
Seniesa la miró al otro lado del salón, tratando de no fijar la mirada. Daveena parecía tranquila y despreocupada, hablando con un hombre, quizás su padre.
Seniesa se sentó a su lado, hombro a hombro, sacando ventaja del hecho de que Daveena no sabía quién era ella. Seniesa pretendió estar mirando a los oficiales, pero seguía dando miradas a su oponente. Parecía estar tratando de imaginar cómo sería Daveena en el ring.
Volvió hacia Joe, preocupada. "Papa, ¿crees que peso mucho?"
"No, mija", dijo, tratando de tranquilizarla, aunque no sabía si podría pelear. "No te preocupes. Saldrá todo bien. De esto tenemos que aprender. Tú tienes que alejarte del MacDonald's".
Pesarse ocurriría recién la mañana siguiente, pero quería ir a chequearlo ella misma, en la balanza oficial. Estaba en el centro de otra sala de conferencias, en un hotel cercano. Los niños boxeadores fueron con ella. Pidió ser la primera en medirse. Necesitaba sacarse la ropa, así que los chicos se quedaron haciendo guardia en la puerta.
Métete ahí, le dijeron. Buena suerte.
A los dos minutos, salió corriendo, riendo. "Peso justo 34 kilos", dijo. "Voy a aprobar. Me van a calificar. Si no como esta noche".
Los niños estiraron sus puños derechos. Ella golpeó sus nudillos.
Mientras los chicos se pesaban a su vez, Seniesa se acercó a Laila, 19, la novia de Gil, y esbelta. Seniesa miró sus brillantes escarpines rojos. Le pidió probárselos. Eran demasiado grandes. Pasó tambaleando junto a su padre y dijo que cuando fuera más grande pensaba llevar escarpines rojos, ropa bonita y maquillaje, como Laila.
Ella y Laila se tomaron de la mano y pasearon por el vestíbulo del hotel, mirando la vitrina de una tienda de regalos. Vieron un cachorro de peluche beige con grandes orejas y ojos caídos, una chapa para el nombre y un lazo rosado en su cuello. "¡Oh, qué bonito, qué bonito es!", dijo Seniesa, saltando sobre sus pies, dando golpecitos en el cristal, apuntando a Sad Sam, el cachorro.
"Papá, ¿me lo compras?"
"No ahora", dijo Joe, pensando en el match.
Los niños boxeadores dieron vuelta sus ojos. Rara vez habían visto así a Seniesa.
Laila se volvió hacía, el mentón en alto. "Conmigo se porta como niña", dijo. "Con todo este boxeo, le hace bien".
Esa noche, Seniesa no cenó. Cumplir sus sueños no era fácil. Durmió sin Sad Sam. Crecer tampoco era fácil.
Despertó cansada, de mal humor, débil. Sentía los brazos pesados, recordaría. Le dolía el estómago. Tenía la cara pálida. Apenas podía hablar. Para pesarse, ella y otras niñas en el torneo usaban un pequeño cuarto de baño de mujeres. Entró. Una referí entró con ella para apuntar los resultados. La balanza estaba cerca de los retretes.
Se desvistió, excepto las bragas, y se subió tan cuidadosamente como pudo en las huellas de pies de la balanza. Contuvo el aliento, me dijo después, y se concentró en los números digitales. Trató de dejar de temblar.
Los números subieron: 68, 69, 74, 76, 77...
Pararon en 75.
Oh, sí, susurró.
De vuelta en el pasillo, vio a su padre, parado junto a los chicos.
"¿Quedaste?", preguntó Joe. ""Eh, cuenta. ¿Quedaste?"
Ella estiró la mano para golpear su palma.
Él la abrumó de abrazos.
"Quedé, sí", dijo. "Quedé. Quedé".
Aunque la noche anterior había pasado hambre, apenas podía comer. En un restaurante Jack in the Box, mordisqueó unas patatas con huevo. Ella y los chicos se marcharon temprano a la arena. Seniesa se sentó en una grada de cemento, junto a Laila y a mí.
"¿La viste ayer?", le preguntó Laila. "¿A la chica con la que vas a pelear?"
"Sí, la vi. Estaba aquí la otra noche. No parece fuerte".
"Así, ¿le vas a pegar o qué?"
Seniesa paró. "Bueno, no, no le voy a pegar". Apretó los labios y miró la gravilla. Luego cedió. No podía ser una guerrera todo el tiempo. "Ah, ¿recuerdas el perro de peluche de anoche? Quiero uno. Pensé en él toda la noche. Quiero tener uno. Quiero uno".

Dos Niñas Chicas
Faltaban dos horas para la primera campana.
Seniesa estaba sentada en las gradas de arriba, en shorts bombachos y un top azul suelto, con enormes letras negras: Solid Rock Boxing. Estaba sola, pálida, la piel fría. No hablaba. Se quedó mirando la puerta de entrada del gimnasio.
Entró Daveena.
"Mira", dijo Seniesa, pensativa.
Con los padres a su lado, Daveena se acercó al ring.
Seniesa la miró como una leona mirando a un ratón. No dejó de mirarla. Inconsciente de que alguien la miraba, exhaló, y volvió a aspirar profundamente, tocándose sus delgadas piernas con sus manos. "Ahí está", murmuró suavemente. "Ahí está".
El padre de Seniesa llegó para ayudarla en envolver sus puños. Estaba tratando, recordaría después, de reprimir una sensación: Algo, algo no estaba bien. Se sentía lenta, débil tras perder esos kilos tan rápido.
Maryann llegó con su novio y la madrina de Seniesa. Maryann estaba nerviosa. Quería que Seniesa ganara, pero estaba preocupada, como siempre. "Espero que el boxeo sea solamente una fase de lo que sea que está pasando", me había dicho semanas antes, en el McDonald's cerca de los almacenes Home Depot donde trabajaba todo el día antes de ir al Dodger Stadium por la noche a vender perritos calientes y palomitas. "Me preocupa. Sabes, coágulos cerebrales. No quiero que le pase eso. ¿Qué tal si se rompe la nariz? Mi niña es guapa... Todavía quiero que sea animadora".
Seniesa no quería perder esta pelea, no frente a su madre o a cualquiera de ellos. Luego, estaba su padre. Sabía lo mucho que significaba para él. No había más que mirarlo darse vueltas.
Quince minutos para la campana.
Joe frotó los hombros de Seniesa, sintiendo su nerviosismo. Cogió una pequeña cinta de velcro y sujetó su pelo trenzado. Seniesa se mordió el labio inferior. Miró el ring. Dos chicos estaban dándose de porrazos, y la multitud bramaba.
Tres minutos para la campana.
Cerca del ring, Daveena peleaba consigo misma. Llevaba pantalones cortos negros. Su cara estaba tensa y seria.
Seniesa se abrazó a sí misma. Tiritó, como si tuviera frío.
"¿Qué pasa, mija?", preguntó Joe. ¿Cuál es el problema?"
"Estoy bien. Estoy lista".
Dio unos pasos, susurrando: "Estoy lista. Estoy lista".
Un minuto para la campana.
El anunciador llamó a Seniesa. Agachó la cabeza y se dirigió hacia el ring, seguida por Joe y Gil. Se metió por entre las cuerdas. Joe estaba parado en su esquina, masticando chicle.
La multitud, casi 500 personas ahora, calló al ver a los niñitas. Entonces empezaron a aplaudir y dar vítores.
"¡Vamos, Nini", gritó la familia de Seniesa. "¡Puedes hacerlo, Nini!"
"¡Vamos, Chiqui!", respondió la familia de Daveena. "¡Eres la mejor, Chiqui!"
Ahora les tocaba a ellos.

Golpeando Realmente Fuerte
El referí, un hombre alto con un uniforme blanco nuevo, llevó a las niñas al centro del ring para recitarles las instrucciones, luego las envió de vuelta a sus esquinas.
Daveena saltaba sobre sus pues, lista para correr por el ring y atacar.
Seniesa giraba sus caderas. Tenía mal aspecto. Miró a su oponente. Este era su momento. No podía perder.
La campana sonó. Las niñas avanzaron. Daveena mantenía sus guantes levantados, frente a su cara. Seniesa mantenía los suyos justo sobre su cintura.
Daveena lanzó el primer golpe, un rápido recto que arañó el hombro de Seniesa. Daveena empezó retrotraer su mano derecha. Seniesa vio el hueco y lanzó un zurdazo al estómago de su oponente. Daveena no estaba desconcertada. Avanzó y lanzó un zurdazo que dio de lleno en la cabeza de Seniesa.
Se desarrolló un esquema: Daveena era la agresiva, lanzando la mayoría de los golpes, pero pocos eran duros; Seniesa se convirtió en la que contraatacaba, a menudo en sus talones, pegando menos veces, pero con resultados más claros.
Un intercambio casi al final del primer asalto fue típico. Seniesa se balanceaba y arrastraba los pies, para evitar ser alcanzada. Daveena brincó hacia adelante -dio un brinco, literalmente- y golpeó a Seniesa en la cara. Seniesa retrocedió y plantó un durán en el estómago de Daveena. Guap.
Daveena seguía acercándose. Le dio a Seniesa un fuerte recto en la mejilla izquierda. Seniesa retrocedió, cubriendo su cara con su hombro. Luego paró, giró las caderas, levantó su brazo derecho y soltó. Su guante cayó violentamente sobre el hígado de Daveena. El ring se sacudió. Daveena gruñó.
Grandes golpes, garrapateé en mi cuaderno de apuntes.
Con la campana, Seniesa volvió a su esquina y se dejó caer, escuchando las instrucciones de Joe mientras tragaba agua. Luego se levantó lentamente de su silla y esperó. Se veía agotada, los pies planos, los hombros encorvados, los brazos flojos colgando. Me parecía que no quería pelear.
Pero tenía que pelear.
El segundo round fue una repetición del primero. Daveena salió a buscar a Seniesa con ciega agresividad -ineficiente, pero impresionante para los jueces junto al ring. Lanzó los primeros seis golpes. Sólo uno llegó a destino, un fuerte corto izquierdo que rozó la nariz de Seniesa.
Seniesa buscó una respuesta, sacando energía de algún lugar y parando el siguiente avance de Daveena con un jab a la cara. La cabeza de Daveena se sacudió hacia atrás. Pero volvió a cargar. Los nudillos de Seniesa volvieron a impactar en su cara. Otra vez, su cabeza se dobló hacia atrás. ¿Cuánto más podía aguantar?
Sonó la campana.
De momento, la pelea parecía pareja. La multitud lo sentía. Las dos esquinas sabían que la que ganara el tercer y último asalto se iría feliz a casa.
Cuando empezó, los golpes de Daveena empujaron a Seniesa y la hacían girar.
Pero entonces Seniesa ensartó su respuesta, una serie de duros zurdazos que hicieron traquetear a Daveena hacia un lado, luego al otro. "¡Oooh!", bramaba la multitud con cada golpe. "¡Oooh!"
Daveena frunció el ceño, hizo una mueva, pero lo disminuyó. Su agresión parecía instintiva, como si estuviera peleando por su vida.
Las niñas se enzarzaban y retrocedían, luego se enfrascaban en un violento intercambio de cortos y ganchos. Me sorprendí preguntando sobre el sentido de todo esto. Estas niñas estaban causándose dolor. Dolor de verdad. Aguantaban golpes duros a la cabeza, al hígado y a los riñones. Miré a Seniesa, respirando fuerte, el sudor fluyendo, su cara roja, reuniendo sus fuerzas para un último golpe. En ese momento, los temores de Maryann parecían justificados.
Finalmente, la campana rompió el aire.
Seniesa caminó a su esquina y puso las dos manos en las cuerdas para no caerse. Dobló la cabeza. El pelo sudoroso se le pegaba al cuello.
Luego caminó hacia el centro del ring, saludando a la multitud del modo en que lo hacen los profesionales, pisoteando e inclinándose en cada dirección. Normalmente, lo hacía vigorosamente. Esta vez, se arrastró por el episodio con poco entusiasmo.
Daveena y el referí se unieron a ella. Pasaron los segundos. La expectativa llenaba el gimnasio. Finalmente, la voz del anunciador crujió en los altavoces.
"Qué tal si damos un aplauso a estas jóvenes damas. Las dos son guerreras".
Daveena cerró sus ojos.
"Y la ganadora, en la división de niñas, 75 libras..."
Seniesa miró hacia los focos.
"Por decisión, en la esquina roja... ¡Da-Vee-Na Vi-llal-va!"
Seniesa pateó la lona. Se volvió hacia su esquina y trató de alejarse. Pero el referí impidió con su mano que saliera corriendo hacia su padre y fuera del ring, enojada.
Daveena dio un salto en el aire y levantó sus brazos.
Se volvió hacia Seniesa. El boxeo amateur está lleno de emociones y rudeza, pero después de cada pelea, la tradición exige que los oponentes se den la mano. Daveena quería.
Seniesa no quiso. Apenas podía mirar a Daveena.
Con las lágrimas manando de sus ojos, se dirigió hacia su padre. "Venga, mija", dijo. Tampoco lo podía mirar a él. "Está bien. Peleaste bien. Pensé que habías ganado tú. Eso fue un robo. Quiero decir, vamos, ¿qué hay que hacer para ganar una pelea?" Sus palabras, normalmente suficientes para hacer que se sintiera bien, no le sirvieron de consuelo.
En el vestuario, se arrancó la gaza y la cinta blanca de sus manos y empezó a cambiarse ropa. Miró. Ahí estaba Daveena. Ella también quería cambiarse.
Saniesa recogió sus cosas y salió de mal humor.
Había un rayo de esperanza. Joe. Ahí estaba, erguido como un taco, esperando junto a una enorme puerta de metal para salir del gimnasio. Tenía tensos los músculos en torno a sus ojos.
Antes de echarse a correr hacia el coche de su madre, se volvió hacia su padre. Esta vez, sus ojos se encontraron en una triste mirada, una mirada que pedía perdón.

23 de julio de 2005
13 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh


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