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envoltorio de celofán


[Yiyun Li] Envoltorio suizo en China.
Después de la masacre de la Plaza de Tiananmen en 1989, el ministerio de Educación chino empezó a enviar a futuros estudiantes de la Universidad de Pekín, un semillero de protestas pro-democracia, al servicio militar durante un año. Así, en 1991, a los 18, en lugar de empezar a estudiar, entré al ejército. Allá, junto a otros 1.500 estudiantes, pasé horas de formación de adiestramiento y muchas más veces siendo indoctrinada sobre la inevitable derrota del capitalismo y de la victoria del comunismo.
A la primavera siguiente, el ejército nos envió a una marcha a través de la montaña Dabie para que conociéramos nuestro "legado revolucionario"; en los años veinte y treinta la montaña sirvió como base del Partido Comunista. La marcha fue dura, sin poder bañarnos durante semanas y con ampollas en nuestros pies; el aire de la montaña y los campos en primavera hicieron de la excursión una especie de aventura turística. Por eso entramos a un pueblo un noche sonriendo y elevando nuestras manos al cielo.
Éramos las únicas mujeres de la compañía, y marchábamos detrás de un batallón de chicos; el camino que cruzaba la aldea estaba envuelta en el polvo. Un búfalo, usado para apisonar, pastaba impertérrito. Un aldeano nos vio y gritó: "Ahora chicas soldados". Los aldeanos se asomaron a todas las puertas, con cuencos de arroz en sus manos, indicándonoslos con sus palillos para comer. "Niñas soldados", gritaban también los niños, corriendo junto a nosotros. Nosotras sonreíamos, saludábamos con la mano y seguíamos caminando. Una anciana estaba moliendo ajíes secos en un enorme mortero de piedra. La brisa esparcía el fino polvo y muchas de nosotras estornudamos; los aldeanos rieron.
En las afueras de la aldea nos ordenaron hacer un descanso. El polvo se asentó y cientos de figuras de uniformes verdes nos sentamos en fila india junto al serpenteante camino. La escena fue interrumpida pronto por los niños del pueblo, todos estirando sus manos, pidiendo caramelos y negándose a marcharse después de recibir su parte. Incluso los soldados más compasivos entre nosotros, empezaron a ahuyentar a los niños como si fueran moscas. Cuando otra niña se plantó frente a mí, le dije: "¿Cuántos necesitas para irte a casa?"
"¿Puede quedarme el envoltorio?", preguntó. Miré a la niña, demasiado pequeña para su blusa heredada. "¿Coleccionas envoltorios?", pregunté. Asintió y me mostró un manoseado libro. Entre las páginas había sobre todo envoltorios baratos, rojos y azules, con caracteres simples, tang guo (caramelo) impresos sobre ellos diagonalmente.
"¿Cuántos años tienes?", pregunté. "Ocho", dijo ella. "¿Vas a la escuela?" Se encogió de hombros. En la montaña no muchas niñas recibían educación. Trabajaban duramente para sus padres hasta que tenían edad suficiente para buscarse un marido. Hoy, supongo, si las niñas de esta región logran dejar sus aldeas, podrían tratar de participar en el auge económico chino convirtiéndose en obreras en una fábrica.
Le pasé una barra. Lo desenvolvió, sacó el envoltorio y me devolvió el chocolate. La miré cómo lo aplastaba entre sus manos. Había montañas nevadas y un cielo azul como telón de fondo, y una pequeña flor blanca floreciendo en el centro.
A su edad, yo también coleccionaba envoltorios de caramelos y entendí la alegría de tener un envoltorio de primera en tu colección. Yo tenía uno que me había dado un occidental, a fines de los años setenta, cuando las caras extranjeras eran todavía raras en Pekín. Estaba hecho de papel celofán con rayas doradas y plateadas transparentes, y si mirabas de través, podías ver un mundo dorado, mucho más bonito que la aburrida vida de todos los días.
Para cuando cumplí 10, estaba trabajando en los objetivos señalados por mis padres: destacarme con mis deberes escolares de modo que algún día pudiera marcharme a Estados Unidos. Asistí a la secundaria en Pekín que sólo admitía a estudiantes con los mejores resultados en el examen de admisión. Financiada por la UNESCO, tenía una piscina cubierta, televisión a color y un laboratorio científico.
No cambié mi vida simplemente por un envoltorio de caramelo, pero fue la semilla de un sueño que se convirtió en realidad: Dejé China hacia una universidad americana en 1996 y desde entonces vivo aquí.
La niña estudió el envoltorio antes de colocarlo en su libro. Me pregunté si nutriría sus ideas sobre otros mundos. Pero no le dije nada sobre mi colección. No le dije que el caramelo venía de Suiza. No pude explicarle que la flor en el envoltorio era la edelweiss o que aparecía en una canción en una película americana llamada ‘Sonrisas y Lágrimas' [The Sound of Music] -la había visto muchas veces en mi escuela, de modo que pudiéramos cantar las canciones cuando nos visitaran delegados occidentales.
Incluso a 18, a pesar de mi re-educación forzada en el ejército, yo sabía que yo era más feliz que ella, un transeúnte en la montaña y encaminada hacia un destino mejor. Yo sabía que nunca vería un edelweiss excepto en un envoltorio de celofán.

Yiyun Li es autora de un libro de cuentos, ‘A Thousand Years of Good Prayers', publicado esta semana por Random House.

27 de septiembre de 2005
©new york times
©traducción mQh

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