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[Michael Leahy] Los Vigilantes de Herndon están decididos a parar la inmigración ilegal. Pero ¿es lo que quiere Estados Unidos?
Con su camiseta blanca y chaqueta de cuero negra, Chris Simcox se viste como se hubiera vestido Fonz, si Fonz hubiera llevado un chaleco antibalas debajo de su camiseta. Está parado en una acera en una postura familiar. Es ligeramente jorobado y esquivo; sus ojos escudriñan los alrededores mientras responde las preguntas de desconocidos preguntones.
Esta mañana de diciembre se ha aparecido para dirigir una protesta en un sitio en Phoenix, en la esquina de la calle 36 con East Thomas Road, donde se reúnen los jornaleros. Es un evento que fue bastante publicitado de antemano, lo que garantizaría que la prensa, sus admiradores y enemigos, incluyendo un equipo de seguimiento de la ACLU, llegaran aquí en tropel. Entre los asistentes se encuentran varios equipos de televisión de Arizona, un equipo francés que prepara un documental y un periodista alemán, todos dispuestos a informar sobre cualquier reyerta y con la esperanza de filmar unos minutos de Simcox. Delgado, de barba canosa y ojos azul grisáceos, suficientemente telegénico como para aparecer habitualmente en el circuito de programas de entrevistas, Simcox, 45, ha alcanzado ese nivel de estrafalaria celebridad donde efusivos desconocidos lo asaltan de repente y le piden que se tome fotos con ellos.
Su vida cambió para siempre en abril pasado, cuando dirigió, de acuerdo a algunas estimaciones, a unas cien personas cada vez, algunas de las cuales se quedaron hasta treinta días, para tomar posiciones a lo largo de un tramo de la frontera norteamericana-mexicana, cerca de Naco, Arizona, con la misión de detectar a inmigrantes sin papeles y denunciarlos a la Patrulla Fronteriza norteamericana. Muchos de los jornaleros latinos que viven en Herndon conocen bien Arizona, porque la han cruzado varias veces. Simcox llegó a considerar al estado en general, y a Naco en particular, como un tamiz, y estaba decidido a parar ahí a los que cruzaban la frontera.
En su mayoría de edad mediana o viejos, sus voluntarios aparcaron sus vehículos cerca de tramos de la valla de alambre de púa y tomaron posiciones en sillas de jardín, en grupos espaciados a intervalos de 300 metros. El presidente Bush ha llamado a estos grupos "vigilantes". La Patrulla Fronteriza declaró que sus actividades no contribuían a las operaciones de la Patrulla. Los opositores de los vigilantes, entre ellos importantes organizaciones de defensa de los derechos de los latinos, enviaron representantes a la frontera para protestar contra el grupo de Simcox.
Para entonces, Simcox había empezado a hacerse acompañar por un guardaespaldas y a llevar una pistola, explicando que había recibido amenazas de muerte anónimas por teléfono. Él y sus seguidores han dado con algo bruto y enrabiado en las psiques de otros estadounidenses que piensan como ellos lejos de Arizona -aunque portavoces de la Patrulla Fronteirza comentarían secamente más tarde que la mayoría de los voluntarios no han vuelto a la frontera. Invocando el espectro de una crisis nacional que hace peligrar la seguridad de Estados Unidos, el diputado Tom Tancredo (republicano de Colorado) elogió a los vigilantes. El tema de la inmigración ilegal empezó a crear candidaturas políticas. En las votaciones por un escaño en el congreso por California durante las elecciones especiales de diciembre, James Gilchrist, un incondicional aliado de los vigilantes, terminó tercero, con un respetable 25 por ciento de los votos. Simcox dice, seguro de sí mismo: "Somos el futuro en cuanto a las políticas de inmigración, y eso es lo que asusta a los políticos".
De vuelta en Phoenix, las cámaras están listas, pero escasean el antagonismo y el drama. La mayoría de los jornaleros, que se habían reunido cerca del normalmente ajetreado sitio de enganche, se alejaron a toda prisa cuando vieron acercarse a Simcox y los otros vigilantes. Sólo quedó una docena de tranquilos trabajadores y quizás hasta veinte vigilantes, así como algunos provocadores ocasionales, que lanzan epítetos en dos idiomas. "¡Racista!", grita un anglosajón desde un enorme Chevy, añadiendo un insulto y acelerando a toda velocidad, las llantas chillando, antes de que Simcox pueda responder.
"A esa gente les digo siempre que a mi hijo, que es un mix mitad blanco y mitad afro-americano, no le gustaría oír eso", dice.
"¿Están aquí ahora, su esposa y su hijo?", pregunta alguien.
"Ya no vivo con su madre".
"¿Anda su hijo por aquí?"
"No". Su ojos escudriñan el grupo. "Está con su madre... Está bien. Hicimos un acuerdo de visitas después del divorcio".
Era su segunda esposa; el divorcio es un tema doloroso para él. De ese período de su vida, cuando vivía en Los Angeles, no le quedaron muchos recuerdos agradables. Trató de trabajar como actor. Fue maestro en una escuela básica pública, preocupado, dice, entre otras cosas, por la cantidad de niños hispanos que entraban a la escuela sin hablar inglés.
Estaba en Los Angeles cuando los terroristas atacaron en Nueva York y Washington. A fines de octubre de ese año, Kim Dunbar, que llevaba seis años divorciada de Simcox, lo llevó a tribunales y pidió la custodia de su hijo adolescente. En documentos presentados ante el Tribunal Superior de Los Angeles, Dunbar dijo que poco después del 11 de septiembre de 2001, Simcox dejó una serie de inquietantes mensajes en su buzón de correo en los que le anunciaba un inminente ataque nuclear contra Los Angeles, juraba enseñar a su hijo a usar un arma y declaraba su intención de marcharse de California del Sur para proteger la frontera norteamericana con México.
Simcox dice que hizo esas llamadas desde Arizona, donde estaba pasando las vacaciones cerca de la frontera y había visto a numerosos extranjeros ilegales cruzándola. "Después de eso supe a qué me iba a dedicar", dice. Se asentaría en la legendaria ciudad de Tombstone, a unos 45 kilómetros al norte de la frontera al este de Arizona. Allá, lavaba platos en un restaurante y tuvo brevemente un pequeño rol como actor, haciendo de pistolero en recreaciones del Salvaje Oeste. Patrullaba la frontera por la noche, pasando información sobre entradas ilegales de extranjeros a la Patrulla Fronteriza, que lo consideró demasiado viejo cuando pidió trabajo ahí como agente. En mayo de 2002, decidido a encontrar un medio para fomentar su lucha contra la inmigración ilegal, dice, utilizó los ahorros de su jubilación para comprar Tombstone Tumbleweed, un semanario.
Artículos en el Tumbleweed le ganaron partidarios y así nació su movimiento. "Las cosas transcurrieron muy rápidamente", dice. "Yo salía a patrullar con la gente y a medida que se empezó a extender la noticia sobre la manifestación de abril, un montón de gente empezó a llamar. Creo que esta causa estaba esperando nacer. La gente estaba enfadada, pero no sabía qué hacer. Sólo faltaba que alguien dijera lo que debía hacerse".
Los vigilantes dicen que sus miembros han denunciado a la Patrulla Fronteriza a más de seis mil inmigrantes sin papeles, pero dice que no tiene cómo probar que es verdad. Pero incluso esta cifra, sabe Simcox, no es más que una minúscula parte de los ocho mil a diez mil inmigrantes diarios que se dice cruzan la frontera. "Necesitamos tropas en la frontera", declara Simcox. "Alguna gente tiene miedo de enviar a nuestros soldados aquí, pero es lo que debería hacerse... Y si hay que levantar una muralla, pues levantémosla".
En 2004, los habitantes de Arizona erigieron una especie de muro, convirtiendo en ley el Proyecto 200, que prohíbe que los inmigrantes indocumentados reciban beneficios públicos.
Un coche disminuye su velocidad y un joven latino en el asiento de pasajero grita un insulto contra Simcox.
"Eso no sonó simpático, ¿no?", dice, sonriendo, tenso.
Mete la mano debajo de su camiseta, para ajustarse el relleno. Simcox, que se casó por tercera vez el año pasado, está inquieto por su seguridad en estos días. Cuenta frecuentemente a sus audiencias que le han lanzado piedras y disparado desde el otro lado de la frontera. Se estira la camiseta mirando sobre los hombros de sus oyentes.
Una pregunta de uno de sus partidarios lo hace volver al motivo de su visita a esta esquina. "Sí, estamos tratando de llamar la atención de los dueños de negocios en Phoenix que están hasta el cuello con los delitos que cometen los ilegales, y toda esa basura", dice.
Más abajo en la calle, en un signo de que al menos en Arizona el mensaje del grupo empieza a difundirse más allá de su grupo de electores conservadores, una quiropráctica llamada Melody Jafari está esperando a los vigilantes en el estacionamiento, donde se reúnen después de la manifestación para intercambiar informaciones. Aunque se describe a sí misma como "moderada y apolítica", cuidadosa de no etiquetarse como vigilante, Jafari sin embargo apoya las campañas de Simcox, en parte porque el aparcadero de su oficina es uno de los lugares de reunión de los jornaleros. "Hay tantos, y están en todas partes... y están echando a perder mi negocio", dice. "Puedo no estar de acuerdo en todo con ellos, pero los vigilantes son los únicos que han dado la cara por gente como yo".
La mañana termina cuando Simcox les dice a los vigilantes que han enviado un mensaje a los jornaleros de Phoenix y en todo el país de que tienen los días contados. Se despide dando la mano. A la hora, un grupo de jornaleros se ha reunido en la esquina de la 36 con Thomas. Primero vacilantes, luego recuperando el entusiasmo de todos los días, las contrataciones se reanudan.
"Ves, ya están volviendo", dice Jafari.
"Es fácil", dice un jornalero llamado Francisco Hernández, mexicano, que ha vivido aquí en los últimos cinco meses. "Simplemente esperas a que se marche esa gente encolerizada".

19 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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