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a 40 años del asesinato del che


[Jon Lee Anderson] Hace 40 años nació el mito. Icono pop y símbolo de la revolución, se cumplen 40 años del asesinato de Ernesto ‘Che' Guevara.
La noche del 9 de octubre, cuando el Che estaba maniatado y tendido en el suelo de la escuela en La Higuera, Aleida se despertó bruscamente con una sensación inexplicable de que su esposo estaba en grave peligro. La premonición fue tan fuerte que a la tarde siguiente, cuando aparecieron en su puerta los hombres enviados por Fidel desde La Habana, ella los esperaba.
Durante meses había recibido las noticias de Bolivia con angustia creciente: Fidel la visitaba regularmente para mantenerla al tanto y ella sabía que la situación del Che era mala. Aleida se encontraba en los montes Escambray, donde había conocido al Che, para realizar una investigación de campo. Había reanudado sus estudios de Historia en la Universidad de La Habana, como la había instado él para "mantenerse ocupada".
En La Habana, Fidel analizaba los informes de Bolivia con una mezcla de recelo y preocupación creciente. El 9 de octubre informaron de que el Che había caído y luego que estaba "muerto a causa de sus heridas". Cuando llegó la primera fotografía del cuerpo que se decía que era suyo, Fidel observó un cierto parecido, pero no pudo creer que aquel cadáver demacrado fuera el del hombre que había partido de Cuba once meses antes.
Apenas llegó a La Habana, Aleida se reunió con Fidel y juntos estudiaron los informes y las fotografías. Al principio se negaron a creerlo, pero cuando Aleida identificó la caligrafía del Che en las fotos del diario secuestrado, ya no quedaron dudas.
En medio de la ola de rumores, Fidel se dirigió a la nación el 15 de octubre en un discurso televisado. Confirmó que los informes sobre la muerte del Che eran "desgraciadamente ciertos", decretó tres días de duelo oficial y anunció que desde entonces el 8 de octubre sería el Día del Guerrillero Heroico en conmemoración del último combate del Che.
Aleida sufrió un colapso emocional. Fidel la llevó con los niños a su casa y la atendió durante una semana. Después los instaló en otra casa, donde estaban incomunicados y lejos de la atención del público. La visitaba todos los días, y gradualmente ella empezó a recuperarse.
Orlando Borrego [uno de sus más cercanos colaboradores] sufrió una crisis emocional que duró varios meses. Según él, la muerte del Che lo afectó más que la de su padre. Al principio su dolor quedó en suspenso mientras reconfortaba a Aleida y los niños, pero luego lo golpeó con fuerza. "Fue como si perdiera el equilibrio. No podía hacerme la idea de que el Che estaba muerto, tenía sueños recurrentes en los que se me aparecía con vida", recordó.

Como el Che
La noche del 18 de octubre, en la Plaza de la Revolución de La Habana, Fidel se dirigió a uno de los auditorios más grandes de su vida. Casi un millón de personas asistieron al velatorio nacional del Che. Con voz enronquecida por la emoción, Fidel rindió un fervoroso homenaje a su antiguo camarada, al que exaltó como la encarnación de las virtudes revolucionarias. "Si queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre que pertenece al futuro, ¡de corazón digo que ese modelo sin una sola mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación, ese modelo es el Che! Si queremos expresar cómo deseamos que sean nuestros hijos, debemos decir con todo el corazón de vehementes revolucionarios: ¡queremos que sean como el Che!"
La tarde del 9 de octubre, el cuerpo empapado de sangre del Che fue colocado en una camilla sujeta al tren de aterrizaje de un helicóptero y transportado sobre los áridos cerros de Vallegrande. Lo acompañaba Félix Rodríguez, vestido con uniforme de capitán del Ejército boliviano. Poco después de aterrizar se perdió en la multitud y desapareció.
Días después se encontraba nuevamente en Estados Unidos para informar a sus jefes en la CIA. Llevaba consigo algunas reliquias de su viaje, entre ellas uno de varios relojes Rolex del Che y un resto de tabaco a medio fumar sacado de su pipa y envuelto en papel; más adelante lo pondría en una burbuja de cristal encajada en la culata de su revólver preferido. Pero el recuerdo más insólito que aún conserva es la falta de aliento que empezó a padecer poco después de su llegada a Vallegrande. "Al caminar en el aire fresco de la montaña, me di cuenta de que jadeaba y se me hacía difícil respirar. El Che estaba muerto, pero su asma, un mal que nunca había padecido en mi vida, se me había transmitido. Aún hoy mi crónica falta de aliento es un recuerdo constante del Che y sus últimas horas de vida en la aldea de La Higuera", escribió Rodríguez 25 años después.
Colocado sobre una pila de hormigón en el lavadero del jardín del Hospital Nuestro Señor de Malta, de Vallegrande, el cuerpo del Che permaneció en exhibición esa noche y todo el día siguiente con la cabeza alzada y los ojos pardos muy abiertos. Para detener la descomposición, un médico le abrió la garganta y le inyectó formaldehído. Una multitud de soldados, pobladores curiosos, fotógrafos y periodistas desfilaron junto al cuerpo, que daba la macabra impresión de estar vivo. Entre las monjas del hospital, la enfermera que lavó el cadáver y las mujeres de Vallegrande se difundió rápidamente la impresión de que presentaba un parecido extraordinario con Jesucristo; varias de ellas cortaron mechones de su cabello para conservarlos como talismanes.

Desaparecido
El teniente coronel Andrés Selich y el mayor Mario Vargas Salinas se hicieron fotografiar junto al cuerpo. Selich se llevó el portafolio de cuero del Che y uno de varios relojes Rolex; el capitán Gary Prado se quedó con otro. El verdugo Mario Terán se llevó la pipa. El coronel Zenteno Anaya se llevó como trofeo personal la dañada carabina M-2 y autorizó a Prado a repartir el dinero hallado en poder del Che varios miles de dólares y una buena cantidad de pesos bolivianos entre los suboficiales y la tropa.
A esas alturas se había resuelto que el Che no tendría tumba. Sus restos, como los de sus camaradas que habían muerto antes, acabarían ‘desaparecidos'. Para contrarrestar las expresiones de incredulidad procedentes de La Habana, el general Alfredo Ovando Candía propuso decapitar al Che y conservar su cabeza como prueba. Félix Rodríguez, quien aún se encontraba en Vallegrande, dice que calificó la propuesta de "excesivamente bárbara" y propuso que conservaran un dedo. Ovando Candía cedió en parte: le amputarían las manos. La noche del 10 de octubre se realizaron dos máscaras mortuorias de cera y se tomaron las impresiones digitales; se amputaron las manos para ser conservadas en frascos de formaldehído. Dos peritos forenses de la policía argentina llegaron para comparar las huellas con las del expediente de ‘Ernesto Guevara de la Serna' en Buenos Aires; coincidían totalmente.
En las primeras horas del 11 de octubre, el cuerpo del Che fue enterrado, como siempre, por el teniente coronel Andrés Selich, acompañado, según él, por el mayor Mario Vargas Salinas y otro oficial en calidad de testigo. La viuda de Selich dice que lo arrojaron a una tumba secreta abierta por una excavadora bajo la maleza cerca del campo de aviación de Vallegrande; en otra tumba colectiva enterraron a seis de sus camaradas.
Esa mañana llegó Roberto, el hermano del Che, con la esperanza de identificarlo y llevarse los restos, pero ya era tarde. El general Ovando Candía dijo que lo lamentaba, pero ya habían incinerado el cadáver. Esta y otras versiones contradictorias de los generales bolivianos empezarían a circular durante los días siguientes, y el paradero de los restos del Che sería un enigma sin solución durante los 28 años siguientes.
A Roberto, de expresión sombría y traje oscuro tan parecido a su célebre hermano y a la vez tan distinto , no le quedaba otra cosa que hacer que volver a Buenos Aires, donde lo esperaban su padre y sus hermanos. Todos aceptaron la triste noticia menos la tía Beatriz, quien jamás reconoció la muerte de su sobrino preferido ni aceptó hablar del asunto.

Fragmento del libro ‘Che Guevara, una vida revolucionaria', de Jon Lee Anderson.

7 de octubre de 2007
©la nación
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