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por debajo de la decencia


[A. O. Scott] Director francés especializado en un horror que no está a la altura.
Arnaud Desplechin, que ha dirigido seis películas desde 1991, es uno de los más misteriosos cineastas franceses de su generación: esos directores, la mayoría de ellos en los cuarenta, que crecieron a la sombra de la nueva ola, demasiado jóvenes para haber participado en el revuelo de los años sesenta, pero demasiado próximos a esa década como para librarse de su resaca. Es uno de los más intrigantes. Su trabajo, que ha sido tema de retrospectivas que comienzan esta semana en la Academia de Música de Brooklyn y el Centro para las Artes de Columbus, Ohio, es siempre exigente, a veces elusivo, y a menudo difícil de clasificar. ¿Es moderado o extremista? ¿Un exponente de la civilización o un avatar de la barbarie? ¿Son sus películas violentamente naturalistas o son refinadamente artificiales? ¿Comedias o catástrofes? ¿Crudo o cocido?
La mayoría de sus colegas se inclinan hacia uno u otro polo. En realidad, el cine francés parece a veces nítidamente dividido entre lo soigné y lo chocante. Por un lado hay películas como ‘Como una imagen' [Look at Me] de Agnès Jaoui, que estrenó comercialmente en Estados Unidos el 1 de abril después de una triunfal procesión por los festivales de cine de Cannes y Nueva York. Sus personajes -escritores, cantantes de formación clásica y sus varios amigos y parientes- viven en un universo social que es fundamentalmente estable. La confusión emocional que da a la película su picante comicidad y fuerza dramática, es contenida y se sostiene en dos poderosas suposiciones entrelazadas: que la civilización francesa es esencialmente pacífica y que el decoro narrativo puede controlar cualquier desorden que causen los miembros de esa civilización.
Junto a este cine de ironía y refinamiento -y, si no ideológicamente, al menos estéticamente opuesta a este-, existe un cine de extremos y provocaciones, practicado por gente como Catherine Breillat y Bruno Dumont. En lugar de diálogos eróticos, este tipo de película ofrece sexo de verdad; en lugar de un tableau de la inmoralidad sofisticada, presenta la expresión no mediada de impulsos antisociales, incluso antihumanos; en lugar de un orden social altamente articulado, imagina un revoltoso paisaje de crueldad y necesidad. El ejemplo más notorio puede ser ‘Irreversible', de Gaspar Noé, con su brutal escena de nueve minutos de violación y su cronología inversa.
A primera vista, especialmente si se la compara con Noé, Desplechin parecería pertenecer al grupo de la civilización. A excepción de ‘Esther Kahn' -su única película en inglés-, sus películas están pobladas de especímenes no demasiado raros de la elite cultural francesa contemporánea. Son novelistas, profesores de filosofía, diplomáticos, doctores, actores, empresarios internacionales. Están en psicoanálisis y salpican sus conversaciones con alusiones ilustradas. Sus crisis y choques cuentan con acompañamiento de Vidaldi y Ravel, excepto en una fiesta o en un club, cuando se oye rock o hip-hop -un cosmopolitismo que rescata de la pomposidad sus refinamientos. A menudo ronda el sexo en su cabeza, pero en la pantalla el intercurso es fundamentalmente verbal y feroz, a veces cómicamente analítico. El título del segundo largometraje de Desplechin -‘Mi vida sexual' (1996)- lo dice todo, especialmente en su versión francesa, donde la discusión viene primero y el sexo es una ocurrencia tardía entre paréntesis. En un momento, el héroe de esa película, un estudiante universitario perpetuo con el nombre marcadamente literario de Paul Dedalus (representado por el sorprendente Mathieu Amalric, cuyas maneras nerviosas y susceptible, parece el correlativo perfecto de la visión del mundo del director), expresa su admiración por el trasero de la novia de un amigo citando a Kierkegaard.
Pero esta pátina de refinamiento es engañoso, y a menudo pareciera que Desplechin exhibe la fina porcelana y reliquia familiar de francesa sofisticación sólo para hacerla trizas. No con violencia real, física, sino con un interpretación feroz y directa del arte de narrar que pone de cabeza las convenciones de la literatura y del género, y con una insistente, casi opresiva sensación de un extremo emocional. Sus películas, que son a menudo amenazadoramente largas, parecen desplegarse en un solo y jadeante impulso, una corriente de escenas retrospectivas, distorsiones cronológicas, voces en off y escenas interpuestas. A veces, como en ‘Leó en jouant dans la compagnie des hommes' (2003, basada en una pieza de teatro de Edward Bond, no la película de Neil LaBute), esta técnica conduce al caos y a la dislocación. Más a menudo, sin embargo, produce un ansioso regocijo, coloreado por el temor, como si fueras el pasajero de un coche que avanza toda velocidad a un accidente.
Y en el mundo de Desplechin, el naufragio grotesco y brutal no está nunca demasiado lejos de la superficie. Una secuencia de ‘Mi vida sexual' muestra la recuperación de un mono muerto que se ha quedado atrapado detrás del radiador en la oficina de un importante filósofo, que se pillará más tarde los dedos en la puerta. La trama de ‘La centinela' (1992), gira sobre el descubrimiento de una cabeza humana metida en una maleta, un memento mori que resulta ser un recordatorio de los horrores del Gulag.
‘La centinela' debe ser la película más constreñida de Desplechin, y, en la medida en que funciona como una película de suspense de espionaje a fines de la guerra fría, quizás su más conservador. Contrasta el privilegiado mundo de la juventud burguesa de Europa Occidental, animada por ambiciones profesionales, amistades difíciles y aventurismo sexual, con una historia invisible, reprimida, de una atrocidad casi inimaginable. Esa historia, ajena a la experiencia de la mayoría de los jóvenes personajes, interfiere sin embargo en sus vidas de maneras que apenas entienden. En otras películas de Desplechin, la violencia y la ferocidad amenazan desde dentro -desde la amargura que agobia a las familias, del desprecio que destruye el amor y la amistad, del inmenso caos de la psique humana. Su primera película, de 54 minutos, ‘La vie des morts' (1991), empieza con intentos de suicidio y declaraciones de odio intrafamiliar, y continúa más o menos velozmente.
En su más reciente ‘Reyes y reina', que se estrena el próximo mes, el clímax es un impresionante acto de crueldad que es simultáneamente uno de los más devastadores momentos de películas recientes y una de las menos cinematográficas. Y todo lo que está pasando es que una mujer lee un manuscrito, pero de tal manera que se transforma en insoportable. Hace poco, Marianne Denicourt, la ex amante de Desplechin y un elemento fijo de sus primeras películas, montó un pequeño escándalo cuando atacó ‘Reyes y reina' por interpolar hechos de su vida privada en el personaje de su heroína, representada por Emmanuelle Devos, soporte principal de Desplechin. Esto no podría sorprender. Cuando se mira alguna película de Desplechin, uno se siente a menudo inquieto, culpable de la fascinación de espiar momentos que no se suponía que deberíamos presenciar, incluso cuando las personas a las que miras están realizando actividades públicas -enseñando, actuando, comiendo en restaurantes. O, en cuanto a eso, ir al cine, una actividad altamente civilizada que está peligrosamente cerca de la barbarie si la película en cuestión fuera dirigida por Arnaud Desplechin.

10 de abril de 2005
©new york times
©traducción mQh

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