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habla la derecha


La columna de Carlos Peña, en El Mercurio, es un profundo y preciso análisis del modo de pensar del dirigente conservador de Renovación Nacional, uno de los partidos de la extrema derecha chilena.
Alguien atribuyó a Bachelet haber hecho una analogía entre su propia situación y la de Ana Frank.
Eso bastó.
Carlos Larraín escribió entonces una carta. Enumeró las diferencias entre una y otra situación y se quejó, al final, que la analogía era una burda maniobra de propaganda.
Si se tratara de una carta de un lector común y corriente, el asunto sería inofensivo. Pero ocurre que quien la firma es un importante dirigente político, uno de quienes flanquean a Piñera en sus aspiraciones presidenciales, el presidente de Renovación Nacional. Y eso justifica de sobra que se la analice y se la discuta.
Desde luego, la carta parece desconocer en qué consiste exactamente una analogía.
Cuando se argumenta por analogía (como en el caso que erizó a Larraín) se equiparan realidades que no son iguales en todos sus aspectos, pero que coinciden en alguna característica relevante (que es la que importa para la argumentación). Es obvio que Ana Frank no es Bachelet en un sinnúmero de aspectos.
Pero en algo coinciden: ambas fueron víctimas de abusos en razón de su identidad (étnica en un caso, política en el otro). Y ambas son sólo una de las miles de víctimas que, en diversos grados, padecieron lo mismo.
Y esa equivalencia es la que justifica la analogía: bajo ese respecto -el abuso de que fueron víctimas por parte de quienes monopolizaban la fuerza-, ambas situaciones merecen la misma evaluación moral y quienes la ejecutaron, la misma condena.
Por supuesto no es eso lo que piensa Carlos Larraín y tampoco es eso lo que, en el fondo de su corazón, piensa la derecha.
El dirigente de Renovación Nacional afirma que los casos son incomparables porque mientras Ana era una niña a la que se persiguió por ser judía, Bachelet era "mayor de edad y ya manifestaba opiniones políticas". Es difícil entender por qué esa sería una diferencia relevante desde el punto de vista del abuso que vivieron la una y la otra. ¿Acaso no es igualmente reprochable perseguir a alguien por su origen que hacerlo por las ideas que defiende?, ¿no es igualmente repugnante infringir los derechos básicos de una niña que los de una mujer adulta?, ¿no es quizás igual maltratar a una por lo que es y a otra por lo que cree?

Por supuesto que es igual.
Salvo, claro, que usted piense que mientras Ana no tuvo culpa en lo que le ocurrió, Bachelet (y los miles que padecieron lo que ella) sí.
Y eso es -me temo- lo que, al final del día, piensan amplios sectores de la derecha en Chile.
La derecha cree -aunque no se atreva a confesarlo con la claridad con que lo hace Carlos Larraín- que en las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura nadie sería totalmente culpable, por la sencilla razón de que nadie, tampoco, sería totalmente inocente. A fin de cuentas -parece pensar la derecha- las víctimas no lo son tanto: se trataría de personas que, en alguna medida, y a diferencia de Ana Frank, se hicieron merecedoras de lo que les ocurrió.
Esa íntima convicción es la que explicaría -después de la carta de Carlos Larraín se entiende- la renuencia de la derecha a condenar de manera tajante las violaciones cometidas en dictadura y la facilidad con que se deja dominar por quienes fueron sus altos funcionarios. Después de todo -piensa la derecha-, en un mundo en el que las víctimas no son inocentes, los victimarios tampoco son culpables.
Se trata de un curioso ejercicio de teología política: como todos estamos sucios del pecado original, nadie puede acusar a nadie.
Es también increíble que Larraín incluya dentro de la categoría de las "vicisitudes personales" el que alguien haya sido víctima de abusos. Decir eso no muestra falta de sensibilidad, sino algo peor: una grave confusión intelectual entre la esfera pública y la privada. ¿Habrá que enseñar ahora que los atropellos por razones políticas son cuestiones privadas regidas por el pudor y no en cambio asuntos relativos a la vida cívica? ¿Que las violaciones a los derechos humanos son una mera vicisitud de las víctimas y no un problema que debe interesar a todos?
No hay que quejarse entonces por el hecho de que un dirigente critique a la Presidenta o escriba cartas al diario. De eso se trata la política democrática. Lo que merece escándalo es lo que la derecha piensa de los derechos humanos y que Carlos Larraín, con involuntaria sinceridad, puso de manifiesto en esa carta.

31 de mayo de 2009
©el mercurio
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