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el striptease en estados unidos


[Francine du Plessix Gray] Auge y caída del striptease americano.
Una tarde un fin de semana en los insulsos y estirados años cincuenta, poco después de haber terminado la universidad, mis padres convencieron a mi novio, que estaba siempre ansioso por agradarles, que nos llevara a Nueva Jersey para ir a un espectáculo de variedades y striptease. Esta forma de diversión había estado prohibida en Manhattan durante más de una década, pero estaba floreciendo al otro lado del Hudson, y excursiones como la nuestra no eran inusuales entre neoyorquinos ilustrados y sus hijos crecidos. Así que nos apiñamos en el coche, madre, padrastro, novio, y yo, y nos dirigimos al Union City's Hudson Theatre, donde los episodios con peleas de tartas y diálogos obscenos del teatro burlesco clásico alternaban con una sucesión de mujeres espléndidamente vestidas que, a la melodía de canciones como ‘Blues in the Night', se desvestían lenta y majestuosamente.
Una striptisera que recuerdo especialmente llevaba un espléndido vestido de noche negro, de lentejuelas, con una enorme boa de plumas cruzándole los hombros. Cuando el estridente coro masculino de "¡Desnúdate! ¡Desnúdate!" retumbó por el teatro, demoró unos buenos cinco minutos solamente en sacarse los guantes, pavoneándose por el escenario con una expresión de ardiente indiferencia. Con la misma insoportable languidez (para entonces los adolescentes en la audiencia habían colocado sus abrigos sobre sus regazos), procedió a despojarse de su boa, su vestido, y sus bragas. Y finalmente, sin nada más que una tanga y los conitos de papel maché destellante con que las artistas se cubrían los pezones, se pavoneó y con unos pocos más burlones y provocadores pucheros y pestañeos, con sus pechos gordos rebotando por encima de su pequeña y curvilínea cintura, antes de salir del escenario entre una apreciativa silbatina y un ensordecedor aplauso.
¡Estas chicas sí se hacían cargo!, pensaba mientras miraba a dos o tres artistas más pasar por rutinas similares de provocación y denegación, de una gratificación indefinidamente aplazada. Como una joven e independiente mujer recién llegada a la mayoría de edad en la era de Eisenhower, yo tenía pocos modelos femeninos más allá de la sombríamente emancipada Simone de Beauvoir, y estas striptiseras de Nueva Jersey encarnaban muchos principios de desafío que andaba yo buscando en mi propia vida. Manteniendo un control total sobre el ritmo del deseo masculino, burlándose del absurdo de la lujuria al mismo tiempo que la incitaban, parecían estar diciendo: "Haré lo que quiera con mi cuerpo porque no es más que mío".
¿Cómo pude haber previsto que la tradición del striptease tal como lo hemos conocido en las últimas tres décadas estaba al borde de su desaparición? Sería eliminado por la pornificación general de la sociedad que empezó a afectar a la cultura americana en los años sesenta. Pues la tradición del striptease tenía una paradójica función anti-erótica, que su comentarista más elevado, el crítico literario francés Roland Barthes, describió como una especie de vacuna: al inocular al público masculino, argumentaba, con una pequeñísima y altamente controlada dosis de diabluras -la visión de mujeres desnudándose lánguidamente-, nos inmunizábamos contra la más grave amenaza de la lujuria desatada. Pero ¿quién podía protegerse de la visión de una tanga cuando todo el reparto de ‘Oh, Calcutta!' (un juego de palabras con la frase en francés: "Oh, quel cul t'as", "Mira qué culo tienes") exponía por las noches sus partes privadas a audiencias de cientos de personas? Para la época en que mis hijos se hicieron mayores, en los años setenta y ochenta, el arte del striptease se había convertido en un artefacto de mediados de siglo tan anticuado como los corpiños, los guantes blancos y ‘Peggy Sue', de Buddy Holly.

Hasta ahora ha habido curiosamente poca literatura satisfactoria sobre este venerable género americano. Varios artistas han publicado sus reminiscencias en los últimos años, pero, con una o dos excepciones, han tendido a ser tediosas. Así, la primera historia seria del género, ‘Striptease: The Untold History of the Girlie Show' [Striptease: La Historia Desconocida del Desnudo Femenino],de Rachel Shteir, podría ser el primer libro histórico. Shteir, que es directora del Programa de Dramaturgia y Crítica Dramática en la Universidad de DePaul, Chicago, opera con dos premisas: que el elemento de provocación es tan importante para el género como el elemento del desnudo (las palabras no fueron enlazadas sino a fines de los años veinte), y que la esencia del striptease consiste en una rigurosa mantención de la distancia entre la artista y el espectador. Como dijo una vez Gypsy Rose Lee, la carne debe ser "insinuada antes que gritada" para crear la ilusión de seducción que es central en el arte de la striptisera.
El striptease, en la cronología de Shteir, empieza con la danza clásica, que jugó un importante papel en hacer de la desnudez finalmente algo respetable. Con los diáfanos vestidos del ballet romántico de principios del siglo diecinueve, la ballerina francesa Francisque Hutin y la italiana Marie Taglioni causaron conmoción a ambos lados del Atlántico al exponer sus pantorrillas entre piruetas y fouettés, en una época en la que sólo las prostitutas exhibían públicamente sus tobillos. Medio siglo más tarde, los bailes de cancán con el trasero desnudo que surgieron en las salas de conciertos en el París del Segundo Imperio dio más legitimidad a la exposición de la pierna femenina. Y la locura de cambio de siglo por la primera striptisera de la historia, Salomé, provocó numerosos actos con sacadas de velos en el teatro popular, e inspiraron a cientos de artistas y escritores europeos -entre ellos, Gustave Flaubert, Oscar Wilde, y Richard Strauss.
De acuerdo a Shteir, el primero acto de desnudo directo en la historia del teatro occidental fue una pieza francesa de la Belle Époque, titulada ‘Le coucher d'Yvette' [La hora de dormir de Yvette], en la que una mujer se sacaba recatadamente desde su vestido de noche hasta la blusa y finalmente su mojigato camisón de noche, y se metía en la cama -momento en el que se apagaban los focos del escenario. (La pieza tuvo tanta influencia para la tradición americana del striptease que una variante de ella todavía era representada por la artista más espléndida de los años de posguerra, Lili St. Cyr, a fines de los cincuenta). En lo que se refiere a la variedad casera, se desarrolló en las última décadas del siglo diecinueve como una subcategoría de la tradición del teatro burlesco, una forma de espectáculo popular que empezó en los barrios bajos de inmigrantes en Nueva York -Coney Island, el Lower East Side-, pero se extendió rápidamente por todo el país, floreciendo con particular vitalidad en el Midwest, y finalmente afilando los talentos de muchos grandes cómicos americanos, desde Jimmy Durante y Abbott Costello a Lenny Bruce y Milton Berle. Si el desnudo era europeo, la provocación parece haber sido completamente yanqui.
Derivado del burlesco italiano, la sátira lograda con la parodia, el burlesque celebraba a los perdedores, se burlaba de las clases altas, y aliviaba las tensiones de la olla podrida americana con arranques de vulgar humor étnico y, a diferencia del vaudeville más casto, calmaba las tensiones de género con pesadas insinuaciones sexuales. Para cambio de siglo, un espectáculo típico de un burlesque incluiría cómicas satíricas impregnadas de un humor vulgar; bailarines en pantalones bombachos; números con coros; y espectáculo sólo para adultos en los que las mujeres, haciendo las rutinas de la danza del viente y los contoneos -favoritos del circuito de ferias itinerantes-, exponían sus piernas y pechos en grados hasta entonces sin precedentes en un escenario americano.
En las primeras décadas tras la Primera Guerra Mundial, el teatro burlesco llegó a transformarse en un gran negocio, y fue dominado por tres familias, que dejaron su sello en el teatro popular americano durante muchas décadas -los Ziegfields, los Shuberts y los Minskys. Otro productor conocido, Billy Rose, escribió una de las canciones del burlesco más popular del período, ‘Condesa Dubinsky', para su esposa Fanny Brice. La canción trata sobre una aristócrata rusa en decadencia -recuerda los días en "Nicolás y sus príncipes me mordisqueaban mis melones todas las noches"- que se encuentra a sí misma "completamente desnuda, trabajando para Minsky". Skinsky, en realidad, se transformó en un personaje cada vez más importante del teatro burlesco con el advenimiento de la Prohibición, cuando los dueños de teatros, empobrecidos por la pérdida de la venta de licores, sobrevivían presentando más y más chicas usando menos y menos ropa.

Así comenzó la edad dorada del striptease, y la consolidación de un género que, junto con el jazz y el cine, fue una contribución distintamente americana a la cultura popular. Los espectáculos se transformaron en extravaganzas: una revista en un teatro de Nueva York presentaba gigantescas burbujas, estatuas de mármol, enormes candelabros de cristal, floreros giratorios, docenas de mujeres vendadas con plástico transparente ("vírgenes envueltas en papel de celofán", como eran conocidas) y con efectos luminosos de arco iris más lujosos que el Folies-Bergère. Cuando Billy Minsky llevó sus mejores números (‘Mind Over Mattress', ‘The Sway of All Flesh') hacia el centro de la ciudad, al Teatro de la República de Broadway, junto al ‘Private Lives' de Noël Coward, el striptease empezó a atraer tanto a mujeres como a hombres. El advenimiento de la Segunda Guerra Mundial sólo dio más impulso a la industria, con la racionalización de que esos espectáculos eran esenciales para la moral de los soldados y marinos con permiso. ‘Desnúdate para la Acción' y ‘Estrella y Liga' aparecieron en Broadway, y Hollywood produjo muchas películas que asociaban el desnudo con el patriotismo de los tiempos de guerra. En ‘Stage Door Canteen', todavía se puede disfrutar del trabajo de Gypsy Rose Lee, esa extraordinaria mujer cuya carrera personificó el éxito de mediados de siglo del striptease y de cuya saga hace Shteir la crónica con particular brío.
Viviendo en Estados Unidos en los años treinta, cuarenta o cincuenta, uno tendría que haber sido un mormón para no conocer a Gypsy Rose Lee. Inteligente, alta y majestuosa (todas las gran striptiseras, nos recuerda Shteir, han sido altas), Gypsy era una intelectual independiente que disfrutaba de sacarse las ligas jugueteando con referencias a Cézanne y Oscar Wilde. Shteir la apoda "la Dorothy Parker del burlesque" por su adoración de la alta sociedad -se codeaba con Clare Boothe Royce, Carl van Doren, George Jean Nathan y Janet Flanner -y su oportuno ingenio ("Dios es amor, pero lo quiero por escrito"). Tenía un Rolls Royce con monograma dorado y un chofer, y le gustaba alardear de su francés. Aunque tenía un pesado programa de actuaciones, publicó cuentos en el New Yorker y escribió una novela de suspense que fue un éxito de ventas -‘G-String Murders'-, que fue llevada al cine en una inmensamente exitosa película, ‘Lady of Burlesque'. Las versiones de Broadway y cinematográficas de su autobiografía, ‘Gypsy', fueron igualmente lucrativas. Hacia mediados de siglo, se había hecho tan famosa que otras prominentes striptiseras, como Ann Corio, empezó a imitarla dejando caer referencias a Spinoza y Omar Khayyám. Rodgers y Hart, en su musical ‘Pal Joey', tenían una canción titulada ‘Zip' que más bien maliciosamente se mofaba de la deslumbrante marisabidilla de Gypsy. "¡Zip! Anoche estuve leyendo a Schopenhauer / ¡Zip! Y no creo que Schopenhauer tuviera razón".
Fiorello LaGuardia, que describió el striptease como el "vicio comercializado" y como "una diversión para imbéciles y perversos", fue el primero de varios alcaldes que, desde los años treinta en adelante, trató de prohibir el striptease en la Ciudad de Nueva York. Su despiadada campaña anti-vicio, que finalmente triunfó en 1942, cuando fue cerrado el último teatro burlesco de la ciudad, sólo aumentó la fascinación del espectáculo, empujando al público hacia Nueva Jersey en cantidades incluso más grandes y provocando una ola de protestas de grupos partidarios de las libertades civiles y de la intelectualidad. Helen Hayes deplora "el espectáculo de estadounidenses libres que son privados de sus medios de vida, sin juicio". Y Howard Lindsay y Russel Crouse, autores de la pieza de teatro ultra-respetable de Broadway, ‘Life with Father' [Viviendo con Mi Padre], trazó audaces paralelos entre las autocráticas medidas de censura de LaGuardia con los "métodos totalitarios" de Hitler, advirtiendo que "estamos en Munich". Pero, a pesar de campañas de reforma similares e innumerables redadas policiales y detenciones en otras ciudades, el striptease continuaría floreciendo en todo Estados Unidos, desde Las Vegas a Miami.
Lo que lleva tanto al autor como al lector a considerar la paradoja de la eventual desaparición del striptease, obliterado por la sexualidad misma, en sus formas más exageradas: por las revistas Hustler y Screw; por los peep-shows en vivo, bailarinas de percha, lap-dancing, bares topless o incluso bares a gogo con las nalgas al desnudo, y las numerosas permutaciones denotadas por el tenue término de ‘danza exótica'; y sobre todo por el aumento de la industria del cine pornográfico. En realidad es simbólico que una de las más antiguas salas de teatro burlesco del país -el Folly Theatre de Ciudad de Kansas- fuera cerrado en 1969 para hacer lugar a una sala de cine para adultos.

La meticulosa historia de Shteir hace algunas incursiones en la vida privada de las artistas más conocidas: la escandalosa aventura de Blaze Starr con el gobernador Earl Long, de Luisiana; la bailarina Sally Rand llevada a la bancarrota por gángsteres de Chicago (la industria tenía algunos peligrosos vínculos con el mundo del hampa); la inclinación de las striptiseras por los matrimonios desdichados -Gypsy Rose Leem Sally Rand, Lili St. Cyr y Rose LaRose se divorciaron de sus maridos antes de declarar empate. Sin embargo, aunque Shteir alude a los detalles biográficos que llevaron a estas mujeres al espectáculo para adultos -los padres abusadores o alcohólicos, la madre de Gypsy Rose Lee, apasionada del teatro, el ejemplo modélico ofrecido a Tempest Storm por su hermana bailarina, Jewel -nos entrega muy pocas claves sobre la vida íntima de la bailarina. Yo, por muchas razones, me muero de ganas de saber más sobre la psicología de las mujeres que disfrutan de desnudarse ante multitudes que pagan entrada. A este respecto, la memoria de 2001 de Burana, ‘Strip City: A Stripper's Farewell Journey Across America' [La Ciudad del Desnudo: Viaje de Despedida por América de una Striptisera], es una maravillosa lectura suplementaria. Al mismo tiempo que proporciona un sabroso sondeo de primera mano de los espectáculos de chicas contemporáneos, ofrece perspectivas que no ofrecen los estudios académicos como el de Shteir.
Burana, periodista y ex bailarina exótica que decidió cruzar el país haciendo striptease, como una especie de finale de su antigua carrera, nos dice que le encantaba provocar a los hombres porque le repugna su dependencia erótica. Parece gozar de la ruptura de personalidad que vive la mayoría de las mujeres en el ramo, alabando la "habilidad, comodidad, riesgo, disociación o una combinación de todo esto que, en raros momentos, hace que el striptease parezca un estado al borde del éxtasis". Y cruza el país trabajando, documentando lugares con nombres como Mons Venus, Pop-a-Top Pub, Chills & Thrills, y Booby Trap, nos causa la sensación de versatilidad, elasticidad y control de sí mismo que necesita una artista para sobrevivir. Nos lleva a clubes donde dejotas gimotean gravemente "mantén tus manos a tus lados y la lengua en la boca", y a lugares todavía más descarados donde se espera que las bailarinas "muestren rosado" detrás de una pantalla de cristal. ("Te miran [el coño] con la mirada fija, como si esperaran que dijera algo filosófico", escribe). Describe locales en los que no se permite que las bailarinas topless estén a menos de un metro 80 de un cliente, otros en los que las chicas actúan "totalmente desnudas, con bailes en el regazo con generosos privilegios de caricias", y otros aún en los que las bailarinas deben soportar el hedor de "alfombras enmohecidas, amoníaco... pelucas sucias, y esperma", la vista de "un desfile de pollas" y "tantas eyaculaciones que parece una mala película pornográfica". Explica que todas las striptiseras exitosas deben poseer un fuerte narcicismo, que les permita sentir que "todos los corazones en la sala reunidos en la palma de mi mano".
Burana ve el desnudarse -como lo veía yo cuando era joven- como una empresa feminista que respalda la idea de la auto-determinación de las mujeres. "Estos son los primeros días de un feminismo positivo hacia el sexo -cuando el concepto de deseo femenino sea revaluado", nos dice. "Somos... guerreras de género, y hemos establecido los parámetros de la conducta femenina ilustrada". Pero cualquiera sean los beneficios para las mujeres que Burana encuentra en el oficio, su crónica me deja a menudo preguntándome si acaso el lap dancing no fue inventado en realidad por la industria de la limpieza. Su premisa feminista me sorprende como algo sospechoso: le da glamour al negocio del cuerpo, al mismo tiempo que tiende a subestimar sus más sórdidos aspectos monetarios -las dificultades financieras que a menudo empujan a las mujeres al mundo de los negocios, y la cínica economía masculina que la guía. En su libro, Shteir intima que la mayoría de las mujeres preferiría otro trabajo -sea empleada de la limpieza, artista, modelo o jugadora- al de desnudarse.
Ambos libros dejan en claro las enormes diferencias entre la tradición del striptease en los años cincuenta y sus encarnaciones actuales: mientras las primeras variedades de un engañoso desnudo femenino, en muchos espectáculos de hoy las chicas empiezan desnudas -completamente y sin provocación-, ofreciéndonos una impasible imitación del acto mismo. Enfrentado a esos espectáculos, uno no necesariamente protesta contra la propagación de la obscenidad. Más bien, nos entristecemos por la disminución del deseo sexual. La promesa del sexo tiende a mucho más erótica que su realización, y el striptease mantenía su atractivo erótico elaborando sobre la fase en que el deseo se siente con más vigor.
El striptease, como yo lo veo, era otro ejemplo de la intratable necesidad de orden del animal humano, porque ritualizaba el momento más descontrolado del acto carnal: su preludio. Después de todo, todas las otras fases del acto sexual tienen sus reglas de protocolo, pero ¿qué reglas de procedimiento deberían gobernar su preámbulo, que está tan íntimamente asociado a la decisión inicial de participar en el acto? ¡Qué ansiedad (especialmente las mujeres) acompaña a menudo a esa decisión, qué temor a que el ridículo apague el desnudo! Y en nuestros momentos más apasionados, ¡qué prisa y estragos dominan la disposición de nuestras prendas interiores cuando estas son lanzadas al aire en la habitación!
No causa sorpresa que la leyenda de Salomé y sus variantes del siglo 20 hayan sido tan tenaces. La ritualización del desnudo -la inoculación de una mini-dosis de sexo, en palabras de Barthes, ofrecida por el striptease tradicional- ha impuesto, sin prisas y ordenadamente, una cómica domesticidad femenina sobre el acto más frenético y el momento más incontrolable. Burlándose con su sereno y travieso esplendor del tempo, de la ridícula urgencia de la lascivia humana, fue un género adaptado perfectamente a la última era de la cultura americana que era todavía dominada por poderosas prohibiciones sexuales, un género que llena a los miembros de mi generación con nostalgia por los tabúes que hacían de nuestras transgresiones algo tan placentero.
Nadie entendió mejor la dialéctica de la represión y la transgresión que nutrió el arte del striptease, que la más notoria practicante del género, Gypsy Rose Lee, que terminó sus días en un próspero retiro, vendiendo alimento para mascotas en California. "Una mujer no se desviste como si se pelara una cebolla", observó alguna vez. "Eso me haría llorar".

28 de febrero de 2005
23 de marzo de 2005
©new yorker
©traducción mQh

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