la provence de cézanne
[Barbara Ireland] Una serie de casas de rocas doradas pintadas como cubos inició las observaciones que concluirían en el cubismo.
Quizás la colina no era tan empinada. Pero todas las casas modernas, y de aspecto caro, que pasé en el camino daban definitivamente hacia un vecino más abajo, y hacia otro vecino más arriba. Y al mediodía de un tardío y brillante día de primavera en el corazón de Provence, el fuerte sol agregaba al menos cinco grados a la pendiente. Haciéndome camino a resoplidos en esta angosta calle, mientras las cigarras zumbaban y un ocasional y diminuto Renault pasaba a toda velocidad, tuve un presentimiento: Paul Cézanne no era simplemente un artista; era un atleta.
En el pequeño y desierto estacionamiento en la cima, un camino conducía más arriba a través de serpenteantes senderos en miniatura, delimitados por piedras blancas y plantas en flor de aromas suaves, y populares entre las abejas. Pero los pies y las llantas habían encontrado una ruta más expedita en el césped, hasta el punto en que, al final, fue tiempo de parar y volverse.
Y ahí estaba, el panorama que Cézamme, entrado en los sesenta y acarreando las herramientas de su oficio, podía ver tras trepar hasta aquí desde su estudio, para pintarlo, todos los días, una y otra vez obsesivamente. Las ondulantes líneas de oscuros cipreses y pinos separados por campos de color pastel que se extendían hacia abajo durante kilómetros, una demostración en claridad que todos parecen recordar de Provence, de cómo abundantes y ricos tonos pueden resumirse en la palabra ‘verde'. Los tejados de tejas rojas brillaban en casas distantes y pequeñas. Y más allá de todo eso, resaltando en el brillante cielo azul, estaba la montaña de Cézanne, el Monte de Santa Victoria.
Algunas semanas antes, en un frío día en Washington, había recorrido, deslumbrada, la exposición ‘Cézanne en Provence' en la Galería Nacional de Arte, uno de los varios eventos que se realizan este año para conmemorar el aniversario cien de la muerte del artista. A veces me fundí con el flujo de público que recorría la exposición con reproductores de audio y adoptando posturas de interés; otras, luché contra la corriente para mirar una vez más una pintura demasiado valiosa como para no verla nuevamente: los grupos de oscuros árboles prestados por el Museo Pushkin de Moscú, la escena de una casa y una caseta de castaño que pertenece a un coleccionista privado inverosímilmente afortunado, cuatro llamativas pinturas hechas exactamente en el mismo lugar, con el Monte de Santa Victoria avanzando firmemente, siempre elocuente, hacia la abstracción que Cézanne fue el primero en imaginar y que no vivió para ver. Cézanne no era el único artista que se sentía atraído por Provence, por supuesto. Pero a diferencia de Van Gogh, Picasso y Matisse, que, eventualmente, todos se instalaron en el sur de Francia para pintar, Cézanne había nacido en Provence, y conocía íntimamente el paisaje. Más que cualquier otro, es él el responsable de la familiar imagen de Provence como una especie de paraíso rural de pequeñas casas color ocre e inmensos montones de piedras dispersos entre apacibles granjas. Sin embargo, no era romántico. Si pensaba que una pintura se estaba volviendo incluso ligeramente bonita, la cortaba en pedazos con una espátula. Quería transmitir una belleza que fuera auténtica, y en casa en Aix-en-Provence, estaba seguro de que la había visto.
Qué guía turística de Provence.
"Este es el sur de Francia", dijo, con una ancha sonrisa, Henri Pons, el director de turismo de Aix cuando mi hija y yo, novicias en Provence, preguntamos si acaso se necesitaban entradas para ver la casa familiar de Cézanne y la cantera abandonada donde pintó durante un tiempo, ambas abiertas y con bien organizadas excursiones por primera vez este año. "Debería haber reservado", dijo, "pero si llegáis allá, probablemente os dejarán entrar".
No fue el primer recordatorio de que no estábamos en París. Incluso los choferes que dan vueltas en la rotonda principal parecen más tranquilos, como si vieran el deporte francés de conducir agresivamente más como un partido amistoso del club de fútbol del barrio, que como un Super Tazón. Fue difícil encontrar intérpretes, y nuestro francés de la secundaria fue recibido torpemente por el inglés de las secundarias de Aix. Pero aparentemente la mayoría de la gente se había imbuido de luz solar, y pronto estábamos también nosotras bebiéndola, despertando todas las mañanas para descubrir que otro poco más de tensión se había derretido.
Nos aparecimos de repente en Jas de Bouffan, una casa solariega de tres pisos reconocible por las pinturas, tan pronto como pasamos la puerta y entramos a una arcada de majestuosos plataneros. ¿Que no teníamos reservas? Ah, bueno, ya encontraríamos la manera. Casi inmediatamente se materializó una joven que nos susurró un recorrido en inglés cuando nos uníamos a un grupo de turistas franceses que miraban imágenes de Cézanne proyectadas sobre una pared desnuda. En realidad, Cézanne había pintado en esa pared.
Como peregrina de Cézanne, conozco las historias. El Jas de Bouffan fue construido con las doradas piedras locales en 1730; el padre de Cézanne compró el sitio en 1859, cuando estaba iba en camino de convertirse, de aprendiz de sombrerero en banquero rico y Paul, su único hijo, tenía 20. La guía nos llevó de vuelta, y caminamos rodeando el jardín y el estanque reflectante y miramos la elegante casa desde la sombra de los castaños. Cuando los Cézanne vivían aquí, había incluso una vista del Monte de Santa Victoria. No sorprende que Cézanne dejara París para volver a casa y pintar el patio.
La escena se veía como en las pinturas, y diferente a la vez, y no solamente porque algunas cosas hubieran cambiado. Aquí, comparando la realidad con un fresco recuerdo de las pinturas, parecía que había refinado la escena al mismo tiempo que la reducía a lo esencial. "Cézanne no es fácil", escribió el crítico de Arte Michael Kimmelman en el New York Times de 1996, llamándolo tanto "exigente" como "conmovedor". Pero convertirse en un fan de Cézanne no tiene nada de difícil.
La casa Jas de Bouffan era también la zona cero del prolongado problema con el padre de Cézanne. Cézanne padre no era un amante del arte, y quería que Paul se encargara del banco. Al final, cedió y apoyó a Cézanne en su pintura, pero a regañadientes, manteniendo la correa corta y una mezquina mesada durante los siguientes 25 años. En el retrato de él que hizo Cézanne en su casa en la Jas, incluida en la exposición, se ve como un hombre al que hay que tomar en cuenta.
La hospitalidad sureña francesa volvió a hacerse sentir en la Cantera de Bibémus, adonde llegamos tarde después de haber estado agradablemente extraviadas durante horas entre verdes campos salpicados de rojas amapolas. Nuestra reservación había expirado, pero nos permitieron seguir a un grupo de turistas franceses y su entusiasta guía a través de un tórrido y árido paisaje de polvorientos senderos, torcidos pinos y grandes pedazos de rocas doradas. La cantera ya había sido abandonada cuando Cézanne pasaba por ella, cuando era un adolescente, con un compañero de escuela Émile Zola (sí, ese Zola), empezando bien en atletismo. Volvió en los años de 1890 para pintarla, fascinado por sus enormes piedras en forma de cubo entre irregulares ramas verdes. Frente a la rústica y vieja casa de piedra que alquilaba, el guía nos llevó a algo que probablemente no debería ser una sorpresa: otra impresionante vista del Monte de Santa Victoria.
Endebles en comparación con Cézanne, que en sus años mozos acostumbraba a caminar hasta aquí desde la ciudad, trepamos alegremente a nuestro coche con aire acondicionado y volvimos a Aix. Era tiempo para una experiencia urbana.
Aix, una ciudad universitaria de 140 mil habitantes, se extiende de un núcleo de edificios del siglo 18 hechos con piedras doradas de la Cantera de Bibémus. Altos plataneros bordean el Cours Mirabeau, un boulevard con cristalinas fuentes cerca de un laberinto de antiguas y ventosas calles dedicadas ahora al comercio del siglo 21. Cézanne se reunía para cenar con sus amigos en Les Deux Garçons, abierto en el Cours desde 1792 (aunque era un notorio solitario, no lo era en cuanto a los cafés). Ahora se reúnen aquí estilosos estudiantes, elegantes parejas maduras y los inevitables turistas. Hay mesas en la terraza, pero los frescos comedores para no-fumadores, elegantemente antiguos, con sus tradicionales y altos cielos rasos, decorados con ribetes dorados, parecían más acogedores.
Nuestro delgado y urbano camarero, con un largo mandil blanco, nos recibió con una digna versión de la genial sonrisa provenzal mientras nos servía un frutoso vino blanco. Escogimos el menú con ternera, empezando con un suculento gazpacho servido en un enorme vaso. La entrada de pescado resultó ser "poison selon arrivage", una bandeja de puré de patatas deliciosamente sazonadas y trozos de bacalao. De postre, debíamos probar el mousse de chocolate, oscuro y sabroso.
El camarero preguntó de dónde éramos. "Ah, Nueva York", dijo cuando respondimos, cerrando sus ojos, llevando sus dedos a sus labios y elevando su brazo para soplar un beso al aire. Me tomó un rato pensar en que alguna gente realmente puede querer marcharse de Aix-en-Provence.
De nuevo en el centro de la ciudad algunos días después, estábamos frente a una tienda en una angosta calle llena de gente hablando sobre Cézanne con Marci Hohenstein, una animada jubilada de Blaine, Washington, que estaba viajando por Europa con un plan barato y su espíritu de aventura. Estaba en la tienda buscando zapatos cómodos (esenciales para los adoquines de Aix), pero estaba en la ciudad por Cézanne.
"Asistí a algunas clases de arte y me encanta su trabajo", dijo. "Quiero ver dónde pintaba. Quiero ver el campo". Ella y una amigo, Harry Huvner, de Escondido, California, tras seguir la ruta del pintor en la ciudad, se habían inscrito para el tour de Cézanne esa tarde.
Era día de mercado y en torno a nosotros una resuelta multitud empujaba carritos plegables y cochecitos, hacia las tres plazas centrales atascadas con varias toneladas de alimentos frescos: verduras de primavera, fresones, carne fresca y ostras, codornices vivas en jaulas, hierbas y miel y versiones artesanales de una pasta local de almendras llamada el calisson. Nos dijeron que el ambiente en el mercado de Aix es puesto en peligro por flotillas de buses turísticos los veranos, pero en este día de mayo los únicos desconocidos patentemente obvios estaban reunidos en torno a un guía que sostenía un letrero en italiano. Cézanne no dejó archivos para hacer comparaciones; no pintó los coloridos mercados de Aix, ni de muchas otras cosas de la ciudad, prefiriendo los paisajes naturales de las afueras. Pero aparte de las bolsas de plástico, el mercado que vimos no puede haber sido demasiado diferente a como era en sus días.
Paramos en el café Le Pain Quotidien y nos dimos cuenta de que algunos pescaderos habían instalado sus tenderetes a unos pasos de ahí. Pero a las familias y parejas de la localidad que tomaban ahí el desayuno en las mesas de la terraza no parecía importarles, así que nos unimos a ellos. El pan era fresco y delicioso, digno de las mejores panaderías de París; las porciones eran generosas, no solamente de mantequilla y mermelada, sino también de potes de chocolate líquido en varios tonos de marrón y blanco.
Nos alejamos y nos encaminamos hacia una atracción más sana, un lujoso balneario construido en el sitio de los baños romanos del siglo dos en Aix. En el vestíbulo embaldosado examinamos las ruinas conservadas detrás de cristales y probamos el agua mineral. Pero no aprovechamos la oportunidad de unirnos a los parroquianos de aspecto sereno retozando batas de tela de toalla.
Todavía teníamos que visitar las aldeas de la peregrinación: Le Tholonet, donde Cézanne prefería un pequeño restaurante ahora llamado Le Relais Cézanne. Gardanne, donde pintó varias pequeñas casas de piedra como una serie de cajas y encendió la sucesión de observaciones que Picasso y Braque convertirían en el cubismo. Y L'Estaque, el viejo pueblo de pescadores junto a Marsella, adonde Cézanne escapó para evitar ser reclutado para la Guerra Franco-Prusiana y donde más tarde escondió a su mujer e hijos para que su padre no los descubriera. El pueblo dio a Cézanne sus únicos paisajes marítimos, y Renoir y Monet lo visitaron ambos para pintar con él allí.
Cézanne mismo no alejó demasiado de Provence. Incluso así, nuestra veneración por Cézanne nos llevó a un pueblo todavía más distante, la fortaleza medieval en la cima de la montaña de Les Baux. Aquí viven permanentemente sólo 485 personas, pero la visitan un millón y medio de personas al año y al caminar por sus claustrofóbicas calles de piedra para mirar hacia el valle de olivares desde su derruida fortaleza supimos por qué.
Pero estábamos ahí realmente por los ‘Colores de Cézanne', la exposición actual en la Catedral de Imágenes, a corta distancia de la fortaleza. Parte museo y parte teatro y literalmente cavernoso, este lugar es una extraña e impresionante exhibición de espacio esculpido en una enorme colina de rocas grises. Fotografías de piezas de arte son proyectadas en gigantescos telones de fondo en las paredes, techo y suelo. El objetivo es andar entre las imágenes como si estuvieras dentro de ellas.
Al principio es muy oscuro, y dentro de la colina nos alegramos de haber traído nuestras chaquetas. "Froid!", nos advirtió la mujer de pelo canoso, apretando su suéter cuando entrábamos una calurosa tarde.
Pero aunque es un poco inusual, una vez que te acostumbras, el montaje funciona. Cézanne nos envolvió a todos nosotros, y las claras luces proyectadas en las paredes grises eran más fieles a sus colores que cualquier impreso o libro de láminas, mucho más cerca de los complejos y tintes misteriosamente bellos de las pinturas mismas: los colores de Provence.
"Formad la imagen con el color", dijo Cézanne. "De eso se trata". Y parada en medio de sus árboles verdes sobre verde, rocas doradas y azules, mar azul, todo aumentado a tamaños gigantescos, con una respetuosa música coral rebotando en las rocas, incluso la fan de Cézanne menos dotada artísticamente empieza a captar la idea.
En el pequeño y desierto estacionamiento en la cima, un camino conducía más arriba a través de serpenteantes senderos en miniatura, delimitados por piedras blancas y plantas en flor de aromas suaves, y populares entre las abejas. Pero los pies y las llantas habían encontrado una ruta más expedita en el césped, hasta el punto en que, al final, fue tiempo de parar y volverse.
Y ahí estaba, el panorama que Cézamme, entrado en los sesenta y acarreando las herramientas de su oficio, podía ver tras trepar hasta aquí desde su estudio, para pintarlo, todos los días, una y otra vez obsesivamente. Las ondulantes líneas de oscuros cipreses y pinos separados por campos de color pastel que se extendían hacia abajo durante kilómetros, una demostración en claridad que todos parecen recordar de Provence, de cómo abundantes y ricos tonos pueden resumirse en la palabra ‘verde'. Los tejados de tejas rojas brillaban en casas distantes y pequeñas. Y más allá de todo eso, resaltando en el brillante cielo azul, estaba la montaña de Cézanne, el Monte de Santa Victoria.
Algunas semanas antes, en un frío día en Washington, había recorrido, deslumbrada, la exposición ‘Cézanne en Provence' en la Galería Nacional de Arte, uno de los varios eventos que se realizan este año para conmemorar el aniversario cien de la muerte del artista. A veces me fundí con el flujo de público que recorría la exposición con reproductores de audio y adoptando posturas de interés; otras, luché contra la corriente para mirar una vez más una pintura demasiado valiosa como para no verla nuevamente: los grupos de oscuros árboles prestados por el Museo Pushkin de Moscú, la escena de una casa y una caseta de castaño que pertenece a un coleccionista privado inverosímilmente afortunado, cuatro llamativas pinturas hechas exactamente en el mismo lugar, con el Monte de Santa Victoria avanzando firmemente, siempre elocuente, hacia la abstracción que Cézanne fue el primero en imaginar y que no vivió para ver. Cézanne no era el único artista que se sentía atraído por Provence, por supuesto. Pero a diferencia de Van Gogh, Picasso y Matisse, que, eventualmente, todos se instalaron en el sur de Francia para pintar, Cézanne había nacido en Provence, y conocía íntimamente el paisaje. Más que cualquier otro, es él el responsable de la familiar imagen de Provence como una especie de paraíso rural de pequeñas casas color ocre e inmensos montones de piedras dispersos entre apacibles granjas. Sin embargo, no era romántico. Si pensaba que una pintura se estaba volviendo incluso ligeramente bonita, la cortaba en pedazos con una espátula. Quería transmitir una belleza que fuera auténtica, y en casa en Aix-en-Provence, estaba seguro de que la había visto.
Qué guía turística de Provence.
"Este es el sur de Francia", dijo, con una ancha sonrisa, Henri Pons, el director de turismo de Aix cuando mi hija y yo, novicias en Provence, preguntamos si acaso se necesitaban entradas para ver la casa familiar de Cézanne y la cantera abandonada donde pintó durante un tiempo, ambas abiertas y con bien organizadas excursiones por primera vez este año. "Debería haber reservado", dijo, "pero si llegáis allá, probablemente os dejarán entrar".
No fue el primer recordatorio de que no estábamos en París. Incluso los choferes que dan vueltas en la rotonda principal parecen más tranquilos, como si vieran el deporte francés de conducir agresivamente más como un partido amistoso del club de fútbol del barrio, que como un Super Tazón. Fue difícil encontrar intérpretes, y nuestro francés de la secundaria fue recibido torpemente por el inglés de las secundarias de Aix. Pero aparentemente la mayoría de la gente se había imbuido de luz solar, y pronto estábamos también nosotras bebiéndola, despertando todas las mañanas para descubrir que otro poco más de tensión se había derretido.
Nos aparecimos de repente en Jas de Bouffan, una casa solariega de tres pisos reconocible por las pinturas, tan pronto como pasamos la puerta y entramos a una arcada de majestuosos plataneros. ¿Que no teníamos reservas? Ah, bueno, ya encontraríamos la manera. Casi inmediatamente se materializó una joven que nos susurró un recorrido en inglés cuando nos uníamos a un grupo de turistas franceses que miraban imágenes de Cézanne proyectadas sobre una pared desnuda. En realidad, Cézanne había pintado en esa pared.
Como peregrina de Cézanne, conozco las historias. El Jas de Bouffan fue construido con las doradas piedras locales en 1730; el padre de Cézanne compró el sitio en 1859, cuando estaba iba en camino de convertirse, de aprendiz de sombrerero en banquero rico y Paul, su único hijo, tenía 20. La guía nos llevó de vuelta, y caminamos rodeando el jardín y el estanque reflectante y miramos la elegante casa desde la sombra de los castaños. Cuando los Cézanne vivían aquí, había incluso una vista del Monte de Santa Victoria. No sorprende que Cézanne dejara París para volver a casa y pintar el patio.
La escena se veía como en las pinturas, y diferente a la vez, y no solamente porque algunas cosas hubieran cambiado. Aquí, comparando la realidad con un fresco recuerdo de las pinturas, parecía que había refinado la escena al mismo tiempo que la reducía a lo esencial. "Cézanne no es fácil", escribió el crítico de Arte Michael Kimmelman en el New York Times de 1996, llamándolo tanto "exigente" como "conmovedor". Pero convertirse en un fan de Cézanne no tiene nada de difícil.
La casa Jas de Bouffan era también la zona cero del prolongado problema con el padre de Cézanne. Cézanne padre no era un amante del arte, y quería que Paul se encargara del banco. Al final, cedió y apoyó a Cézanne en su pintura, pero a regañadientes, manteniendo la correa corta y una mezquina mesada durante los siguientes 25 años. En el retrato de él que hizo Cézanne en su casa en la Jas, incluida en la exposición, se ve como un hombre al que hay que tomar en cuenta.
La hospitalidad sureña francesa volvió a hacerse sentir en la Cantera de Bibémus, adonde llegamos tarde después de haber estado agradablemente extraviadas durante horas entre verdes campos salpicados de rojas amapolas. Nuestra reservación había expirado, pero nos permitieron seguir a un grupo de turistas franceses y su entusiasta guía a través de un tórrido y árido paisaje de polvorientos senderos, torcidos pinos y grandes pedazos de rocas doradas. La cantera ya había sido abandonada cuando Cézanne pasaba por ella, cuando era un adolescente, con un compañero de escuela Émile Zola (sí, ese Zola), empezando bien en atletismo. Volvió en los años de 1890 para pintarla, fascinado por sus enormes piedras en forma de cubo entre irregulares ramas verdes. Frente a la rústica y vieja casa de piedra que alquilaba, el guía nos llevó a algo que probablemente no debería ser una sorpresa: otra impresionante vista del Monte de Santa Victoria.
Endebles en comparación con Cézanne, que en sus años mozos acostumbraba a caminar hasta aquí desde la ciudad, trepamos alegremente a nuestro coche con aire acondicionado y volvimos a Aix. Era tiempo para una experiencia urbana.
Aix, una ciudad universitaria de 140 mil habitantes, se extiende de un núcleo de edificios del siglo 18 hechos con piedras doradas de la Cantera de Bibémus. Altos plataneros bordean el Cours Mirabeau, un boulevard con cristalinas fuentes cerca de un laberinto de antiguas y ventosas calles dedicadas ahora al comercio del siglo 21. Cézanne se reunía para cenar con sus amigos en Les Deux Garçons, abierto en el Cours desde 1792 (aunque era un notorio solitario, no lo era en cuanto a los cafés). Ahora se reúnen aquí estilosos estudiantes, elegantes parejas maduras y los inevitables turistas. Hay mesas en la terraza, pero los frescos comedores para no-fumadores, elegantemente antiguos, con sus tradicionales y altos cielos rasos, decorados con ribetes dorados, parecían más acogedores.
Nuestro delgado y urbano camarero, con un largo mandil blanco, nos recibió con una digna versión de la genial sonrisa provenzal mientras nos servía un frutoso vino blanco. Escogimos el menú con ternera, empezando con un suculento gazpacho servido en un enorme vaso. La entrada de pescado resultó ser "poison selon arrivage", una bandeja de puré de patatas deliciosamente sazonadas y trozos de bacalao. De postre, debíamos probar el mousse de chocolate, oscuro y sabroso.
El camarero preguntó de dónde éramos. "Ah, Nueva York", dijo cuando respondimos, cerrando sus ojos, llevando sus dedos a sus labios y elevando su brazo para soplar un beso al aire. Me tomó un rato pensar en que alguna gente realmente puede querer marcharse de Aix-en-Provence.
De nuevo en el centro de la ciudad algunos días después, estábamos frente a una tienda en una angosta calle llena de gente hablando sobre Cézanne con Marci Hohenstein, una animada jubilada de Blaine, Washington, que estaba viajando por Europa con un plan barato y su espíritu de aventura. Estaba en la tienda buscando zapatos cómodos (esenciales para los adoquines de Aix), pero estaba en la ciudad por Cézanne.
"Asistí a algunas clases de arte y me encanta su trabajo", dijo. "Quiero ver dónde pintaba. Quiero ver el campo". Ella y una amigo, Harry Huvner, de Escondido, California, tras seguir la ruta del pintor en la ciudad, se habían inscrito para el tour de Cézanne esa tarde.
Era día de mercado y en torno a nosotros una resuelta multitud empujaba carritos plegables y cochecitos, hacia las tres plazas centrales atascadas con varias toneladas de alimentos frescos: verduras de primavera, fresones, carne fresca y ostras, codornices vivas en jaulas, hierbas y miel y versiones artesanales de una pasta local de almendras llamada el calisson. Nos dijeron que el ambiente en el mercado de Aix es puesto en peligro por flotillas de buses turísticos los veranos, pero en este día de mayo los únicos desconocidos patentemente obvios estaban reunidos en torno a un guía que sostenía un letrero en italiano. Cézanne no dejó archivos para hacer comparaciones; no pintó los coloridos mercados de Aix, ni de muchas otras cosas de la ciudad, prefiriendo los paisajes naturales de las afueras. Pero aparte de las bolsas de plástico, el mercado que vimos no puede haber sido demasiado diferente a como era en sus días.
Paramos en el café Le Pain Quotidien y nos dimos cuenta de que algunos pescaderos habían instalado sus tenderetes a unos pasos de ahí. Pero a las familias y parejas de la localidad que tomaban ahí el desayuno en las mesas de la terraza no parecía importarles, así que nos unimos a ellos. El pan era fresco y delicioso, digno de las mejores panaderías de París; las porciones eran generosas, no solamente de mantequilla y mermelada, sino también de potes de chocolate líquido en varios tonos de marrón y blanco.
Nos alejamos y nos encaminamos hacia una atracción más sana, un lujoso balneario construido en el sitio de los baños romanos del siglo dos en Aix. En el vestíbulo embaldosado examinamos las ruinas conservadas detrás de cristales y probamos el agua mineral. Pero no aprovechamos la oportunidad de unirnos a los parroquianos de aspecto sereno retozando batas de tela de toalla.
Todavía teníamos que visitar las aldeas de la peregrinación: Le Tholonet, donde Cézanne prefería un pequeño restaurante ahora llamado Le Relais Cézanne. Gardanne, donde pintó varias pequeñas casas de piedra como una serie de cajas y encendió la sucesión de observaciones que Picasso y Braque convertirían en el cubismo. Y L'Estaque, el viejo pueblo de pescadores junto a Marsella, adonde Cézanne escapó para evitar ser reclutado para la Guerra Franco-Prusiana y donde más tarde escondió a su mujer e hijos para que su padre no los descubriera. El pueblo dio a Cézanne sus únicos paisajes marítimos, y Renoir y Monet lo visitaron ambos para pintar con él allí.
Cézanne mismo no alejó demasiado de Provence. Incluso así, nuestra veneración por Cézanne nos llevó a un pueblo todavía más distante, la fortaleza medieval en la cima de la montaña de Les Baux. Aquí viven permanentemente sólo 485 personas, pero la visitan un millón y medio de personas al año y al caminar por sus claustrofóbicas calles de piedra para mirar hacia el valle de olivares desde su derruida fortaleza supimos por qué.
Pero estábamos ahí realmente por los ‘Colores de Cézanne', la exposición actual en la Catedral de Imágenes, a corta distancia de la fortaleza. Parte museo y parte teatro y literalmente cavernoso, este lugar es una extraña e impresionante exhibición de espacio esculpido en una enorme colina de rocas grises. Fotografías de piezas de arte son proyectadas en gigantescos telones de fondo en las paredes, techo y suelo. El objetivo es andar entre las imágenes como si estuvieras dentro de ellas.
Al principio es muy oscuro, y dentro de la colina nos alegramos de haber traído nuestras chaquetas. "Froid!", nos advirtió la mujer de pelo canoso, apretando su suéter cuando entrábamos una calurosa tarde.
Pero aunque es un poco inusual, una vez que te acostumbras, el montaje funciona. Cézanne nos envolvió a todos nosotros, y las claras luces proyectadas en las paredes grises eran más fieles a sus colores que cualquier impreso o libro de láminas, mucho más cerca de los complejos y tintes misteriosamente bellos de las pinturas mismas: los colores de Provence.
"Formad la imagen con el color", dijo Cézanne. "De eso se trata". Y parada en medio de sus árboles verdes sobre verde, rocas doradas y azules, mar azul, todo aumentado a tamaños gigantescos, con una respetuosa música coral rebotando en las rocas, incluso la fan de Cézanne menos dotada artísticamente empieza a captar la idea.
11 de junio de 2006
©new york times
©traducción mQh
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Florencia -