hombre-niño en tierra prometida
El camino pasa junto a un elevador de cereales y una iglesia pentecostal con un letrero a un lado anunciando un ‘Renacimiento del Espíritu Santo’. Si pasas de largo, terminas en una caravana con ventanas tapadas con papel de aluminio y un gallo pavoneándose en el patio. El otro día cuando un periodista finalmente encontró la casa de Johnston y llamó a la puerta a la una de la tarde, Bill, su padre, abrió y le dijo: "Dan está durmiendo todavía. Lo voy a despertar. Acaba de salir del hospital, sabes".
Los hospitales son lugares familiares para Daniel Johnston: ha estado varias veces en el Hospital General de Austin, Texas; largos períodos en el Hospital General de Weston, en Virginia del Oeste; conoce incluso el Bellevue, donde terminó en 1988 poco después de su detención por garabatear el símbolo cristiano del pez dentro de la base de la Estatua de la Libertad.
Pero la estadía más reciente fue diferente. Algo, posiblemente la medicación que usa para controlar su grave trastorno bipolar le provocó una infección renal y una caída en un estado comatoso que duró varias semanas. De hecho, el 30 de noviembre, cuando el Whitney anunció sus artistas para la Bienal de 2006, Johnston ignoraba completamente que había sido elegido y que la predicción que había hecho ante tantos desconocidos en el curso de los últimos años -"¡Hola, mi nombre es Daniel Johnston y voy a ser famoso!"- se estaba convirtiendo nuevamente en realidad. No es una exageración decir que marzo será el Mes de Daniel Johnston en Nueva York. La Bienal, que empezó el 2 de marzo con la exposición de más de una docena de recientes y alucinantes dibujos de Johnston a bolígrafo y con Magic Marker. El 16 de marzo se abrió una exposición de sus obras desde los años setenta en la Galería Clementine de Chelsea. Y el último día de ese mes tuvo su estreno el galardonado documental sobre él, ‘The Devil and Daniel Johnston’ en Nueva York y Los Angeles.
Johnston ha disfrutado antes, como músico, de este tipo de atención de los medios de comunicación. Un cierto sustrato de fans del indie lo veneran por sus canciones dulces y terriblemente honestas, grabadas por él mismo de modo muy rudimentario y cantadas como con la voz de un Jerry Lewis despechado. Su música han sido cantada, entre otros, por Beck, Tom Waits y Wilco, e incluso ha inspirado al ballet contemporáneo. Pero su arte gráfico, producido con la misma y entusiasta intensidad religiosa año tras año -hay fácilmente miles de dibujos en existencia- no se conoce tan bien.
Todo eso va a cambiar, lo mismo que los precios de sus trabajos, que Johnston acostumbraba a regalar o a cambiar por cómics cada vez que encontraba algún dependiente simpático detrás de los mostradores en Austin, su hogar de toda la vida. Ahora incluso algunos de sus dibujos rápidos se están vendiendo por más de mil dólares cada uno. Y con esta repentina cotización de su mercado, se encuentra sumido en medio de un tira y afloja en el mundo del arte que hace surgir preguntas sobre lo ético de explotar el trabajo de un hombre que es en general incapaz de manejar sus propios asuntos o a veces incluso de salir de su cama.
A un lado están su padre y Dick, su hermano, sus agentes y feroces protectores. Al otro, dos coleccionistas: Jeff Brivic, un marchante de Los Angeles que en los últimos cinco años ha reunido la que es probablemente la colección más grande de dibujos de Johnston, y Jeff Tartakov, antiguo agente de Johnston y parte del mobiliario de la escena musical de Austin, que ha reunido algunos cientos. La Galería Clementine, en West 27th Street, que ha cortejado a las tres partes y venderá trabajos de todos ellos, entró hace poco a la refriega tratando de arbitrar y establecer un mercado estable para sus piezas, que se encuentran disponibles en su mayoría en internet.
La familia acusa a Tartakov y a Brivic de sacar ventaja de Johnston, contactándolo sin el conocimiento de la familia y engañándolo, persuadiéndolo de que les regale sus dibujos por poco o nada de dinero.
Los dos niegan que exploten al artista y Tartakov -retratado en el documental como un sufrido Danny Rose de Broadway, que ha gastado gran parte de su vida adulta patrocinando a Johnston- dice que si no fuera por sus esfuerzos en la década pasada de organizar exposiciones de los dibujos, fundamentalmente en Europa, sus trabajos no valdrían tanto como hoy. "Siempre he cuidado a Daniel", dice Tartakov. (Agrega que además de pagar a Johnston por sus trabajos -a veces 50 a 100 dólares por dibujo-, ha dividido con Johnston los beneficios, una afirmación que la familia rechaza).
Los dos coleccionistas son genuinos fans y seguidores, pero ninguno niega querer ganar dinero a medida que asciende la fortuna de Johnston. "Nunca en mi vida invertí tan oportunamente como en mi colección de Daniel Johnston", dijo Brivic en una entrevista telefónica. Tartakov, hace poco en su modesto apartamento de Austin rodeado de dibujos y casetes de Johnston, sacudió su cabeza mientras examinaba su trabajo de toda la vida. "Siempre he bromeado diciendo que me he ganado la mitad de la vida haciendo esto", dijo. "Ahora espero ganar la otra mitad".
Algunos que conocen a todas las partes involucradas dicen que entienden la preocupación de la familia, pero que no consideran oportunistas a Tartakov o Brivic. "Son los únicos que han ayudado a Daniel y lo han apoyado y tratado de hacer lo mejor por él", dice Jeff Feuerzeig, director del documental, que pasó varios años investigando la vida de Johnston. "¿Por qué no podrían ser como Mary Boone y comprar temprano grandes piezas de arte que valdrán mucho más después?"
En el centro de todo este frenesí está Johnston, 45, que parece casi completamente ignorante de todo. Interrogado hace poco sobre qué pensaba de la Galería Clementine y sus propietarias -Abby Messitte y Elizabeth Burke, dos exitosas marchantes que viajaron a Waller (población de 2.032 habitantes) en septiembre pasado para encontrarse con él-, dijo: "No tengo ni idea. No las conozco".
Interrogado sobre si esperaba viajar a Nueva York para ver su trabajo en el Whitney, sacudió resueltamente su cabeza: "No estoy en condiciones de viajar al extranjero. Me mataría".
En casa de sus padres un reciente y ventoso día en Texas, salió de su cuarto con pantalones de calentamiento azul oscuro y un raído jersey naranja con un hoyo de cigarrillo en el pecho. Todavía es posible ver en él al delgado músico de aspecto pícaro cuya fotografía apareció en los diarios de Texas después de que entrara vociferando a un programa de MTV en 1985 y se convirtiera en un héroe local en Austin. Pero ahora está mucho más gordo y, con sus hirsutas canas y cejas como zarzas, se ve más viejo que sus cuarenta y cinco. Sufre de prediabetes y tiene pronunciados temblores en ambas manos. Su voz, aunque todavía extrañamente aflautado, está desgastada por los Doral 100’s, que fuma sin parar.
No conduce y tiene pocas posibilidades de dejar la casa donde ha vivido por más de una década con su padre, 84, y su madre Mabel, 83. Así, como hace con casi todos los que se acercan a visitarle, sugiere un viaje al pueblo. Comiendo tacos y con varios vasos de té frío y azucarado, fue por rachas amistoso, se excitó, se puso petulante, se distrajo, a veces todo esto en un par de minutos, tal como habían advertido sus amigos.
Pero en entrevistas hechas a lo largo de dos días parecía agudamente consciente de que es visto como extravagante, como un niño grande -o como dijo Feuerzeig, "una mascota del underground". Es una imagen que parece simultáneamente que odia y le deleita, usándola para eludir responsabilidades o expectativas. (En la tienda de gangas en Waller, donde Johnston pidió que lo llevaran, un periodista se ofreció a pagar varias de las botellas de Diet Ccola, y Johnston gritó intempestivamente: "No me ningunees, man. ¡Soy una estrella de rock!". Las cajeras también rieron, nerviosas).
Johnston dijo que no se sorprendía de que sus trabajos se hicieran finalmente conocidos. "Nunca pensé que me haría famoso con la música", explicó. "Pensaba que iba a ser famoso como dibujante. Incluso en 1985, el año que salí en MTV, todavía pensaba que iba a ser un dibujante famoso".
Quiso ser artista desde que era niño, y adoraba a leyendas del cómic como Jack Kirby con el mismo fervor que a Leonardo, Picasso y Dalí. Sus razones para querer ser artista, dijo, no eran diferentes a las todo bohemio que se precie en la historia. "Veía a todas las familias y a todos los tipos -incluso a mi propio padre- trabajando en las fábricas y esos lugares, haciendo trabajos reales, sabe. Y me dije: ‘Hey, ¿cómo me voy a escapar de eso? ¿Cómo puedo escaparme? Tengo que ser artista, tengo que hacerme famoso’".
Aunque se lo ha descrito a menudo como un artista marginal, la etiqueta no le conviene tan bien como a Henry Darger. Johnston estudió arte en Kent State, cerca de donde creció en Virginia del Oeste, y todavía está consciente de sus influencias, entre las que se incluye Duchamp.
Sus descripciones de la escuela de arte dejan claro que estaba lejos de ser un estudiante convencional. En los dibujos al natural, por ejemplo, estaba más interesado en la modelo que en las técnicas para dibujarla. "Fue la primera vez que vi a una chica desnuda", contó, abriendo los ojos. "Man, me aficioné a las señoras desnudas. Ya estaba comprando revistas con chicas. Y ahí aparecía ella". (Más tarde salió con la modelo, dijo).
El arte de Johnston refleja este tipo de visceral conexión con sus deseos y sus miedos, algunos reales, otros imaginarios. Los dibujos, que algunos críticos han comparado con los de Raymond Pettibon, son fuertemente simbólicos y expresan sus obsesiones con el cómic, como Capitán América y Gasparín, el Fantasma Amigable, junto a sus propias creaciones, con nombres como Rana de Inocencia, el Hombre con Calzoncillos de Lunares y un personaje que normalmente lo representa a sí mismo, un hombre con la parte de arriba de su cráneo nítidamente extirpada, conocido como Joe el Boxeador. Las swásticas son un motivo más inquietante, que Johnston atribuye a su fascinación con la Segunda Guerra Mundial.
Ocasionalmente el trabajo también gira hacia lo pornográfico, aunque sus padres -miembros de la Iglesia de Cristo- lo desalientan y echan humo cuando se enteran de que Tartakov y Brivic han estado vendiendo dibujos explícitos.
Philippe Vergne, director suplente del Walker Art Center en Minneapolis y uno de los curadores de la Bienal de Whitney, dijo que ha sido un fan de Johnston durante años y rechazó la idea de que su trabajo fuera meramente una curiosidad nacida de una enfermedad mental. "Lo veo como un artista en la periferia del mundo del arte, pero no un artista marginal", dijo. "Es impresionante cuando ves la consistencia de su obra".
Como otros muchos artistas, marginales o no, Johnston se impacienta cuando se le pide que explique qué lo inspira. "Me gusta inventar cosas, porque es fácil", dijo, sin desviar la vista de los tacos. Pero a diferencia de muchos otros artistas, especialmente en estos días, no parece preocuparle demasiado el valor de su trabajo, mientras pueda satisfacer sus necesidades básicas: cigarrillos, refrescos, Cdés, Dvdés, y el detritus de cultura pop que llena el atiborrado estudio que ha montado en el garaje de sus padres, en sí mismo una especie de obra de arte.
De hecho, ahora su padre compra casi todos sus dibujos. "Voy a juntar un lote de dibujos y venderlos", explicó, "y luego iremos a la tienda de gangas y me voy a comprar mi cargamento de Diet Coke con el dinero que me da por mis dibujos".
Su padre y hermano venden sus trabajos, principalmente por internet, en www.hihowareyou.com, y han utilizado el dinero de los dibujos y de su música para abrir una cuenta de ahorro para Johnston y construir una casa de dos dormitorios para él -ahora casi terminada- junto a sus padres. ("Es una de las cosas más bonitas que me han pasado", dice Johnston sobre la casa, radiante).
Pero en los últimos años, Johnston también ha eludido a veces a su familia y vendido directamente sus dibujos a Tartakov y Brivic y quizás a otros que han tomado contacto con él. Bill Johnston también se queja de que Tartakov ha visitado la casa familiar los domingos en la mañana cuando saben que Daniel está en casa y sus padres en la iglesia.
Tartakov reconoce las visitas subrepticias. "No puedo ir cuando el padre está cerca: me dispararía", dice. Pero enfatiza que Johnston es un hombre adulto y un amigo de toda la vida, y no ve razón por la que no debiese permitírsele que tome sus propias decisiones. "Nunca lo llamo ni los molesto por dibujos", dice. "Él me fastidia a mí para que se los compre".
Durante años la familia de Johnston no se preocupó del mundo del arte, concentrándose más en la música. Pero su hermano Dick, un consultor de informática que vive cerca, dice que cuando quedó claro que los dibujos ayudarían a pagar los cuidados médicos de Johnston, la familia tuvo que involucrarse más.
Entró en una relación con la Galería Clementine en parte, dijo, porque la galería accedió a dividir los beneficios no solamente de los trabajos proporcionados por la familia sino también de los proporcionados por Tartakov y Brivic. El padre de Johnston agregó que con el dinero que se ganaba la familia pudo contratar a un abogado para estudiar los modos de proteger sus intereses.
"Chico, los lobos están en la puerta", dijo.
En la puerta en ese momento, sin embargo, estaba su hijo, que había recién vuelto a entrar en la casa después de fumar varios cigarrillos en el porche de atrás y lanzando las colillas en un cuenco relleno de ellas. Anunció que estaba cansado de ser entrevistado y empezó a acompañar al periodista hacia la puerta. Pero antes de salir dijo que quería darle una carpeta de dibujos recientes. El periodista se negó.
"Ok", dijo Johnston, alegre. "Entonces te los mando por correo".
19 de febrero de 2006
©new york times
©traducción mQh
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