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en el lado oscuro


[Peter Gilstrap] En sus libros sobre crímenes y novelas pornográficas, John Gilmore ilustra el lado oscuro de Los Angeles.
Desde el punto de vista del tiempo, es una tarde de domingo que pudo haber sido sacada de un Los Angeles desaparecido hace mucho tiempo: sol, intenso cielo azul, suave brisa. El aire huele bien: un toque de gas de tubo de escape de autobuses entrelazado con el Pacífico. John Gilmore, de un metro ochenta y dos y siete décadas, está parado en el centro de la Plaza de Pershing en el medio de la ciudad que ha sido el telón de fondo de todos los asesinatos y masacres y dolor y muerte que ha llevado a la vida en las páginas de sus libros.
La plaza está prácticamente vacía, incluso tranquila. Un policía, algunos turistas, una pareja de tipos durmiendo, que son o pordioseros o están cansados o las dos cosas. Nada parecido a lo que era la Plaza de Pershing cuando Gilmore llegó aquí de niño, cuando Liz Short lanzaba miradas ardientes a los marinos fuera de servicio, cuando la gente todavía sabía quién había sido Pershing.
"Había gente en todas partes", recuerda. "Los tipos gritaban y chillaban, hablaban sobre la Depresión y los sindicatos y cosas parecidas. En el centro había césped, había grandes fuentes en el medio y estaba llena de palmeras. Todavía es bonita, si miras al viejo Biltmore y la arquitectura más reciente. Es una sensación simplemente maravillosa, un sentimiento maravillosamente positivo".
Se puede decir que la mayoría de la gente no se para a leer las leyendas de los monumentos públicos, pero Gilmore quiere señalar algo, unas palabras grabadas en una pared suavemente combada de muchos metros de largo. Es un pasaje escrito en 1946 por el escritor y activista Carey McWilliams. Uno de sus pasajes dice:

En Hollywood había pasado una noche extremadamente agitada y un alma caritativa me había dejado, cuando se acercaba la mañana, en una habitación en el Hotel Biltmore. Al día siguiente salí del hotel para enfrentarme con el sol dolorosamente brillante y emprendí, cruzando la Plaza de Pershing, un inestable peregrinaje hacia mi oficina en un estado de miserable decrepitud. Frente al hotel los canillitas gritaban los titulares de la hora: recién se había descubierto en el maletero de un coche el cuerpo de un hombre asesinado; el fiscal de distrito había sido acusado de soborno; Aimee Semple McPherson había puesto a la ciudad de cabeza con una espectacular travesura; un famoso jugador de rugby de la Universidad de California del Sur había sido capturado robando un banco; se había desmantelado un burdel en Los Feliz Hills; un productor de cine había hecho una estrambótica oferta al gobierno egipcio pidiendo permiso para iluminar las pirámides y publicitar una película que sería lanzada dentro de poco; y, en los intervalos de estas revelaciones, había noticias sobre otro profeta, recién venido del desierto, que predecía el fin de la ciudad, una predicción por la que le estoy morbosamente agradecido. En el centro del parque, un poco acomplejado por mi tenida nocturna, me paré a mirar una típica diversión de la Plaza de Pershing: una desaliñada rubia entrada en años, con la falda muy por arriba de las rodillas, animada por una multitud de gesticulantes y lascivos viejos, cantaba un gospel mientras bailaba alegremente en torno a la fuente. Se me ocurrió, repentinamente, que no había ni habría nunca en ninguna parte del mundo un lugar como la Ciudad de Los Angeles...

Gilmore descubrió hace poco este pasaje, que describe su propia atracción por la perversa belleza de Los Angeles, una tierra de brillante sol y de cuerpos encontrados en maleteros.
"Un día me dirigí temprano hacia el centro porque quería eludir el tráfico, y me tomé una taza de café en la Grand", dice. "Estaba cruzando la Plaza de Pershing -recuerdo que había estado ahí de niño- y leí la leyenda en esa pared. Levanté la vista, y ahí estaban esos enormes edificios, brillando todos como botellas de termo bajo el sol de la mañana, y pensé: ‘No es como en los viejos días', y de repente me di cuenta de que la ciudad siempre cambia, ¿no es así?, y cambia y cambia y cambia y de repente surge del polvo esta cosa enorme, surge entre la vieja ciudad, y ahí está, y estás contra ella o a favor de ella. Eso es lo que sentí. Fue muy vigorizante, muy excitante".
Y esto lo dice un hombre que ha pasado la mayor parte de su vida moviéndose en este y otros países, de ciudad en ciudad, buscando un oficio, una existencia creativa que correspondiera con un tiempo y un espacio.
"He llegado a creer que el lugar donde naces y el lugar donde te crías inicialmente, de algún te marcan para siempre", dice. "Puedes vivir en otros lugares, pero todavía persiste esa lejana voz, que veces la puedes distinguir, ¿sabes?".
Una joven latina en pantalones perversamente apretados y tacos altos pasa pavoneándose. Gilmore la mira apreciativamente.
"En Los Angeles hay también otro montón de cosas".

El Los Angeles de John Gilmore está poblado por legiones de muertos. Esa es una cosa buena; son personajes por los que se siente atraído. En el curso de once libros, en gran parte autobiográficos y policiales, se ha convertido en el Boswell del cicatrizado bajo vientre de la ciudad, el cronista de la gente buena que perdió el norte, de la gente mala que se hizo peor y de las cosas que han salido muy, muy mal.
En sus 71 años ha sido actor, pintor, director, escritor de novelas baratas, periodista, bohemio desempleado. Ha sido amigo, confidente, oyente de incontables personajes de Hollywood -prominentes y del lado oscuro- y es con estas experiencias con las que escribe, ofreciendo rudas descripciones de la vida en el lado escabroso con una prosa concisa y cruda. Aparte de su libro autobiográfico ‘Laid Bare: A Memoir of Wrecked Lives and the Hollywood Death Trip', la mayoría de sus escritos son familiares artículos de novela negra: ‘Severed: The True Story of the Black Dahlia Murder', ‘The Real James Dean', ‘Manson: The Unholy Trail of Charlie and the Family'. Su revelación más reciente, ‘L.A. Despair: A Landscape of Crimes and Bad Times', presenta la distintiva visión de Gilmore sobre sucesos como los asesinatos de Wonderland, la triste implosión de Barbara Payton, la bomba de los años cincuenta, y el brutal asesinato de su esposa separada por la pequeña estrella del country, Spade Cooley. Sin embargo, Gilmore no es un vendedor zalamero ni un ex famoso vengativo venteando chismes perimidos. Es un diestro narrador de primera mano, un artista de la crónica roja capaz de humanizar leyendas y monstruos.
De ‘Laid Bare', al ver una presentación de Hank Williams a principios de los años cincuenta:

Se ha escrito que Hank doblaba las rodillas cuando cantaba, y que también las movía de lado a lado en cámara lenta, como en el Charleston, semi-doblado y casi agachado sobre la rodilla, con la cara cubierta de sudor. Mantenía la parte superior de su cuerpo tieso, como si los huesos se hubiesen fundido de algún modo, y para girar su cabeza, tenía que girar también el cuerpo. Sus ojos parecían enfadados: no le gustaba nadie de toda esa gente. En su rígida cara, la piel apenas se movía, excepto para arrugarse en los bordes, como una dura calcomanía que se suelta bajo el agua.
Yo describiría el espectáculo de Hank como desesperado, como el de un hombre arrinconado por algo. Miraba a la gente como si buscara alguna salida secreta por donde escapar a toda prisa.


De ‘L.A. Despair', una visión de John Holmes cuando se aleja a toda velocidad del baño de sangre en Wonderland Avenue:

Acurrucado en el asiento de atrás, como si estuviera solo -un hombre condenado-, Holmes pensó de repente que debía haberse suicidado. Debería haberse tragado un veneno o arrojarse desde un coche en movimiento, pero no tenía agallas. Era un hombre vacío, dado vuelta. El negro le dio una roca de cocaína, como quien arroja un cacho de arroz en el vaso de un pordiosero. Los dedos manchados de sangre de Holmes temblaron cuando trató de encender el encendedor y aspiró el gas. De su garganta salían gruñidos mientras el coche era tragado por la noche de Los Angeles.

Los libros de Gilmore han sido publicados por pequeñas editoriales marginales, como Amok, Scapegoat y Thunder's Month, y el autor evita las notas al pie de página y las bibliografías, haciendo difícil verificar citas y monólogos interiores, lo que le ha ganado algunos reproches. Pero a Gilmore le es indiferente. "Todo lo que he escrito tiene que ver de algún modo con cosas que he vivido personalmente", dice.
"‘Estoy interesado en los aspectos emocionales y psicológicos de la gente y en lo que hacen y por qué lo hacen. Yo pinto la parte sangrante de la carne. No soy morboso, oscuro, raro, pero ese es mi trabajo, eso es lo que retrato. Mis únicos criterios son si suenan verídicos, y todo eso es una opinión sobre la época en que vivimos".

Aunque ha vivido en Nueva York, Nuevo México, Arizona y, brevemente, en París, Gilmore es un genuino hijo de Los Angeles. Nació justo después de medianoche el 5 de julio de 1935, en el pabellón de indigentes del Hospital General del Condado de Los Angeles, hijo de una actriz figurante de MGM, Marguerite McFarren (que más tarde se cambió el nombre por el de LeVan) y un frustrado actor que se convertiría pronto en un agente del Departamento de Policía de Los Angeles LAPD, Robert T. Gilmore Jr.
"Tengo una fotografía de mi madre en que estaba embarazada de mí en esa pequeña casa en London con Micheltorena", dice sobre su vecindario prenatal de Silver Lake. "Creo que fue el 26 de junio. Y ahí está ella, y mi papá. Es la única foto que existe de mi familia donde estamos los tres".
Después meses de su nacimiento, el matrimonio terminó, y el hijo único fue dejado al cuidado de su abuela paterna.
"Mi madre estaba muy metida en su vida y no sabía qué hacer con un bebé, y mi padre no quería encargarse de criar a un niño, así que me dejaron con mi abuela. Pero ella no me daba lo que yo necesitaba emocionalmente como ser humano", dice Gilmore. "Así que yo estaba muy abierto emocionalmente, y absorbía todo: gente, lugares, cosas, diálogos. Puedo recordar monólogos de cuando tenía cinco años. Me he pasado la vida absorbiendo cosas".
En la época de la Segunda Guerra Mundial, Los Angeles era una espumosa placa de petri de crimen y castigo y el joven Gilmore se destetó en ella. "Cuerpos en los maleteros y asesinatos en la bañera, y atracos y golpizas y robos y violaciones y puñaladas y disparos. Yo simplemente vivía todo eso, y la guerra, y todo lo demás. No sabía que existía un tipo de vida sin guerra. Era siempre el telón de fondo de todo. Estaba siempre ahí". Todavía estaba viviendo con su abuela cuando, dice, conoció a la mujer que se convertiría en su musa -y en una figura trágicamente simbólica en los anales de la novela negra de Los Angeles.
La joven y sensual aspirante a actriz en Hollywood, Elizabeth Short, fue encontrada, en enero de 1947, el mismo año en que Gilmore aprendió a nadar en la YMCA del centro (dice que todavía conserva el diploma), cortada en pedazos en un sitio eriazo en la calle 39 con Norton y apodada desde entonces ‘la Dalia Negra'. Pero un año antes de que Short se encontrara con el destino y Gilmore desafiara el suyo, dice, pasó algo verdaderamente raro e inverosímil: Una asoleada mañana de 1946, Liz Short se dejó caer por su casa.
"Era una obsesión para mí, desde que la conocí cuando tenía once años", dice. "Se apareció con dos homosexuales que era extras de películas, aunque cuando era niño yo no sabía nada sobre los homosexuales. Uno de los tipos era un pensionista al que llamábamos Jack McCormick, y era alcohólico y estaba siempre hablando sobre los últimos asesinatos.
"El otro tipo se llamaba Ed Miller. Lo recuerdo claramente. Vivía en la calle de la playa, con su mamá. Solíamos ir a pescar allá. Llegó con esos dos porque quería hablar con la hermana de mi abuela, Sarah Short, que estaba casada con Pat Short. Ella pensaba que las dos estaban relacionados de algún modo.
"Así que llegó a mi casa y ahí estaba yo, y ella estaba vestida de negro, de pies a cabeza. De arriba abajo, todo. Y llevaba guantes negros -lo recuerdo como si fuera ayer-, llevaba esos largos, largos guantes negros, y recuerdo los pliegues de esos guantes y que ella nunca se los sacó.
"Estaba hablando con mi abuela y me miraba -porque yo la estaba mirando- y me sonreía. Finalmente la llevé a mi dormitorio. Yo tenía un gran interés en la magia y tenía un montón de carteles de magia, y ella estaba muy interesada en eso. Hablamos sobre magia unos 15 o 20 minutos. Recuerdo que había dos camas: una mía y la otra de mi hermanastro, que no estaba, y ella se sentó en esa cama, inclinándose hacia la mía. Así que tuve una buena vista de ella".

Como no es alguien que se salte los detalles licenciosos, Gilmore hace una admisión casi edípica que lleva la historia a otro nivel.

"De cierto modo, era como mi madre. Me provocaba algo sensual, como quieras llamarle, que de algún modo estaba ligado con lo materno, que estaban de algún modo asociados en mi perversa psique. Cuando se marchó, le dije a mi abuela que me casaría con ella. Ella fue mi primer amor, en serio, aparte la pequeña Geraldine que vivía más abajo en mi calle".
Aunque se desconoce el destino de Geraldine, el asesinato todavía no resuelto de la Dalia Negra ha sido la mecha de muchos libros, desde la versión novelada de James Ellroy (la base de la nueva película de Brian DePalma) hasta ‘Black Dahlia Avenger', de Steve Hodel (en la que dice que su padre cometió ese crimen) y ‘The Black Dahlia Files', de Donald H. Wolfe. Gilmore llama a los dos últimos "memeces comerciales". Su propia ‘Severed', publicada en 1994, presenta a otro posible culpable, un tal Jack Anderson, alias Arnold Smith.
"Fui lo más lejos que pude con la información sobre Smith", dice Gilmore. "Cada vez que escribía un artículo o aparecía algo sobre el asesinato, el tipo se ponía en contacto conmigo. La última vez que hablé con él, me dijo: ‘Creo que es hora de que hablemos sobre el asesinato'. Yo le dije: ‘¿Qué asesinato?' Me dijo: ‘El de ella'. Siempre decía "el de ella". Y era un caso abierto, así que tuve que ir a la policía. Se lo dije. Entiéndeme bien, este era un homicidio, estábamos hablando de algo que había sucedido de verdad, era una muerte de verdad, con sangre de verdad. Él murió poco después en el incendio de un hotel. No digo que sea el tipo que cometió ese crimen. Sólo digo que tenía información que era muy significativa. Todo eso pasó hace 59 años, man. Es un crimen no resuelto".

Para cuando fue a la Escuela Secundaria Hollywood, Gilmore sabía bastante sobre las costumbres del Hollywood de fuera de la escuela. El precoz adolescente pasaba las noches con sus amigos en lugares calientes de Sunset Strip, bebiendo ginebra y tónica. Era alto y guapo, y directores, agentes y guionistas de los dos sexos lo invitaban a beber y cenar con ellos, cortejándolo.
Cuando escribió sobre el ambiente en Ciro's y Mocambo para una clase, el maestro de inglés le sugirió que se dedicara a escribir. Lo consideró durante largo tiempo antes de decidir que quería ser actor. Inspirado por el agridulce Método de Marlon Brando y Montgomery Clift, hizo el peregrinaje hasta Nueva York para seguir clases en el Actors Studio de Lee Strasberg. Tenía 17 años. Poco después, en una droguería cerca de Times Square, un amigo lo introdujo a otro joven y ambicioso iconoclasta, James Dean. Se cayeron bien, y siguiendo siendo amigos mientras Dean se convertía en estrella y Gilmore se moría de hambre.
Después de un breve período en el ejército, Gilmore volvió a Hollywood. Se contactó nuevamente con Dean, cuya imagen cinematográfica de niño malo iba a toda máquina. Salían juntos a pasear en moto y mataban el tiempo en Googies, en el Strip, fumando y mirando y charlando hasta la madrugada mientras las plazas dormían. Gilmore viajaba entre Nueva York y Los Angeles, sobreviviendo a duras penas. Dean murió. (Años después, dice Gilmore, Jim Morrison se acercó a él, pensando que tenía las ropas ensangrentadas que llevaba Dean cuando murió. No las tenía, pero de todos modos pasó un buen rato con el Lizard King, bebiendo y tomando ácido).
Viajó a París para un papel en una película de Jean Seber que nunca se rodó, conoció a William Burroughs, Gregory Corso y otros escritores expatriados, volvió a Los Angeles, y empezó a trabajar en la tele -en un piloto de ‘The Aquanauts', el papel protagonista en ‘Lawman'. Se descubrió alejándose cada vez más del reluciente epicentro de Hollywood, convirtiéndose en un tipo de fracasado sobre los que escribiría algún día. Como con su amigo muerto, Dean, Gilmore se vio obligado a mirar cómo tíos corrientes como Dennis Hopper y Jack Nicholson tenían éxito, algo que él encontraba desconcertante.
"Me sorprendió ver que Nicholson se convirtiera en una gran estrella", dice. "Era un don nadie. La gente se reía de él. Había tenido algunas buenas actuaciones porque tiene un montón de confianza en lo que hace, pero en general no sabe hacer nada. Y tampoco tiene un atractivo sexual. ¿Sabes de quién me di cuenta que tenía sex appeal? Broderick Crawford".
Estaba cada vez más claro para Gilmore que una carrera como actor iba a significar lavar un montón de platos. "No podía hacerlo. No servía como actor", admite. "Dejé de ser actor en los años sesenta, y me dediqué a escribir, que fue muy difícil para mí durante un tiempo. Del 62 al 66 escribí un montón de novelas pornográficas. Las escribía con piloto automático. Me tomaba nueve días escribir una".
Todas esas rápidas novelitas baratas fue publicadas con nombres diferentes -‘Dark Obsession', de Mort Gilliam, ‘Hot Spot', de T.J. Howard, ‘Strange Fire' y ‘Lesbos in Panama', del prolífico Neil Egri- y son ahora objetos de colección muy codiciados. No era arte, pero era literatura y a Gilmore le daba esperanzas. También lo introdujo en el bizarro y desdeñado círculo social que incluía a travestis desgastados como el director Ed Wood Jr. Llamado alguna vez el mecanógrafo más rápido del estado de Nueva York, el alcohólico Wood producía como salchichas los mismos sórdidos productos que Gilmore.
"Ed era un tipo estupendo. Pero estaba completamente loco", recuerda. "Era raro sentarse a hablar con alguien que llevaba una blusa y los labios pintados, y sudando siempre, porque bebía mucho. Una parte de mí lo repelía, de cierto modo, pero otra parte le tenía compasión, y quería darle cariño o conocerlo y darle algo diferente a lo que tenía".
La sirena del crimen llamó a Gilmore en 1966, el año que conoció a su primer asesino. Charles Schmid había sido acusado de asesinar a dos de sus novias y a la hermana de otra y de haberse deshecho de los cuerpos en el desierto de Arizona. El autor escribe que el carismático asesino fue "el primer criminal que conocí, el primer criminal famoso que reconocería en mí una peculiar familiaridad".
"En el tribunal estaba la prensa, la mayoría de ellos hombres entrados en años, y me di cuenta de que Schmid buscaba mi mirada, quizás porque yo era joven, pero también había otra cosa", dice Gilmore. "Me interesé en Smitty, y eso duró un montón de tiempo. Sus padres me hicieron alojar en la pequeña casa donde cometió los asesinatos, y no pude dejar de pensar en ellos. No podía dormir, así que me levanté y me marché a un motel".
Publicada en 1970, ‘The Tucson Murders' fue el primer paso de Gilmore como escriba de la crónica roja y con un estilo que era parte observador objetivo y parte portavoz del malhechor, todo ello con el fin de seducir al lector hacia su visión del lado oscuro y demente del mundo. En el lenguaje de su primera formación en el Método, Gilmore describe el descubrimiento de su autor interior: "Yo no era un periodista, un cronista. Yo era un artista, y esas experiencias y encuentros eran como las pinturas, los tintes, los tonos, los contrastes y los barnices que yo utilizaba para formar una imagen vibrante que reflejara la experiencia humana".
Sus libros empezaron a llamar la atención, y obtuvieron reseñas positivas -y aunque no empezó a llegar el dinero de inmediato, había empezado a publicar literatura legítima. Las primeras entrevistas con Charles Manson, tras su detención, y con sus ‘chicas' todavía libres, Sandra Goode y Squeaky Fromme, llevaron a ‘The Garbage People', de 1971. Siguieron otros libros, entre ellos las perversas novelas eróticas y negras ‘Fetish Blonde' y la reciente ‘Crazy Streak', todas escritas con el mismo y gloriosamente inquietante tono de sus libros no literarios.
"Creo que tengo una visión muy misántropa", dice Gilmore. "Me atraen las cualidades absolutamente sombrías de la vida y la muerte... Es simplemente una especie de ley de la selva".
Mirad casi cualquier fotografía de John Gilmore -no importa si fue tomada ayer o hace cincuenta años- y la postura es la misma: la cabeza ligeramente inclinada, los ojos pesados perforando las lentes de la cámara. El demonio guapo, el personaje peligroso.
"Ese es el inconformista, el rebelde inconformista" aclara.
Su prestigio como actor puede haber vivido su ocaso hace décadas, pero la postura se le quedó, una credibilidad de vieja escuela ungida por el paso del tiempo, no por la decadencia. Para los fans del lado oscuro de Los Angeles y aquellos que se deleitan con lo desagradable, Gilmore mismo se ha entrelazado con la gente y las tradiciones y las épocas sobre las que ha escrito. Es un vínculo viviente con los muertos grandes y pequeños, un hombre que bebió con Hank Williams mientras la desperdiciada leyenda se meaba en los pantalones, un hombre que charlaba con la Delia Negra sobre magia, un hombre que besó a James Dean.
Gilmore dice que ya no está interesado en hacer crónica roja, que ‘L.A. Despair' es un canto del cisne empapado en sangre del género. "He dejado la crónica roja. Ya no me reconozco en otros criminales. No me interesa", dice. "En algún momento me gustaría escribir una historia sobre un detective de la brigada de homicidios de la LAPD que está tanteando las fronteras. Ahora mismo estoy trabajando en una gran novela sobre una reina de los bolos que viene del desierto de Mojave. Empecé este libro en 1963 cuando vivía en las Hollywood Towers. Me encantan las boleras. Yo controlaba las clavijas cuando era niño, en la bolera de Emerald Cove en Hollywood. Ahora nadie sabe qué es eso".
Una novela sobre una reina de los bolos probablemente no romperá récords de venta, pero eso no le preocupa al chico de las clavijas.
"Honestamente, creo que no he pensado nunca en mi carrera", dice Gilmore. "Cuando era joven y actor sí lo hice, porque entonces pasaba por la época en que quieres ser algo que no eres y persigues ese objetivo por todas partes: ‘¡Mi carrera, mi carrera!'. Yo me veo a mí mismo como creador, y lo que hago combina muy bien conmigo. Quiero decir, esto funciona, me da lo que ando buscando".

17 de septiembre de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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