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dentro del cartel 3


Las cosas marchaban bien para el piloto John Ward, cuando transportaba cocaína por el cartel de Sinaloa. Pero los hombres al otro lado lo tenían preocupado. Tercera entrega.
[Richard Marosi] John Charles Ward despegaría un poco antes del amanecer, cuando podía correr sin focos por la pista y ascender hacia el envolvente abrazo de un cielo encapotado.
Sobrevolando con su avioneta monomotor las apretujadas autopistas de California, se servía un whiskey con Seven y planeaba la ruta hacia Pensilvania. En la avioneta había 110 kilos de cocaína. Al otro lado de la ventanilla, nada más que nubes.
"No hay bordillos en el cielo", dijo Ward. "No hay ningún lugar donde te puedas estacionar."
Transportar cocaína para el cartel de Sinaloa era el mejor trabajo que Ward había tenido en años. No se requería traficar en la calle, empaquetar ni hacer nada sucio. Entregaba la droga a un distribuidor en Pensilvania y volvía con un petate lleno hasta arriba con 2.8 millones de dólares, guardando para sí mismo un fardo de sólo quince centímetros.
Si despegaba al amanecer del Aeropuerto Municipal Corona del condado de Riverside, Ward podría volver al día siguiente para alimentar las máquinas contadoras de billetes en su casa en Carlsbad.
Sin embargo, tenía algunos persistentes problemas. Los distribuidores mexicanos en Pensilvania estaban tratando de reducir costes contratando a camioneros inmigrantes para recoger drogas en California del Sur. Y agentes estadounidenses estaban vigilando de cerca a los traficantes en sus centros de distribución en las antiguas ciudades del condado de Lancaster, Pensilvania:
Ward era un experto en cuanto a borrar sus huellas. Normalmente alojaba en un motel de cabañas justo a un lado de la pista del Aeropuerto de Smoketown, que se describía como la "puerta hacia territorio menonita de Pensilvania." Después de medianoche se vestía de negro y trasladaba los bolsos de gimnasia llenos de cocaína desde el avión hasta su cuarto. Evitaba a la gente, pagaba en efectivo la mayoría de las veces y, si alguien preguntaba, decía que era un corredor de aviones.
"El dinero nunca paró. El producto nunca paró", dijo. "Todo se movía continuamente."

Veterano
Para cuando el presidente Nixon declaró la "guerra contra las drogas" en 1971, Ward había estado transportando drogas hacia California durante años. Plantaba hierba en una granja que poseía en Missouri y la enviaba por camión. Años después, respondiendo a una demanda de mejor marihuana, se asoció con campesinos en pueblos mexicanos y contrató a pilotos -algunos de ellos veteranos de la Guerra de Vietnam- para trasladar la droga al otro lado de la frontera.
Pero no eran de fiar, así que decidió aprender a pilotar. Viajó a Hawai para adiestrarse en vientos cruzados y contrarios y en pequeñas islas.
"Me dije a mí mismo: ‘Voy a ser el mejor transportista del mundo. Voy a ser el tipo sin rollos’", dijo Ward.
Durante tres décadas pilotó más de cincuenta aviones, desde pequeños Beechcraft Musketeer de tres plazas hasta Aero Commanders 500, que llenaba con 675 kilos de marihuana. En los años setenta y ochenta, hizo viajes cortos al norte de México, aterrizando en pistas marcadas por llantas quemadas, e hizo largos viajes a través de la Sierra Madre, donde alegres campesinos corrían a caballo junto a la avioneta, disparando sus pistolas al aire.
Ward era luchador e inteligente, un yonki de la adrenalina con una inclinación por las cosas más finas. Su trabajo le pagó una hacienda en el desierto, un velero bautizado Romancing y fiestas regadas con Dom Perignon. Le gustaban los retos del contrabando aéreo e ideó ingeniosos métodos para evitar ser detectado.
Cruzando la frontera, volaba rozando la copa de los árboles para eludir los radares. Aterrizaba en el desierto en pistas improvisadas en las que su equipo disponía los focos alimentados por un generador. Para problemas de motor, llevaba un bolso de herramientas con fusibles y llaves. Para problemas humanos, se metía en la cintura un revólver de 9 milímetros.

Con Ventaja
Las autoridades federales, que sabían del contrabando aéreo de Ward desde 1975, lo perseguían en el cielo del desierto, pinchaban sus teléfonos e instalaban aparatos de rastreo en su avioneta, algunos de los cuales encontró y colgó en su bar en casa para alardear con sus amigos.
En 1981, agentes aduaneros requisaron tres de sus avionetas en aeropuertos en el condado de Riverside. Fue condenado por conspiración para traficar drogas como el jefe de trece pilotos y miembros del personal de tierra. Cumplió cuatro años de cárcel de su sentencia de ocho, y volvió a volar.
En 1990, agentes federales vieron a la avioneta de Ward aterrizar en una pista cerca de Death Valley. El personal de tierra descargó 225 kilos de marihuana, y Ward se perdió en el cielo nocturno. Un piloto del gobierno lo persiguió, pero lo perdió de vista. Los agentes encontraron el avión más tarde en el Aeropuerto Municipal de Banning. El compartimento de carga estaba cubierto de tierra y, el motor, todavía caliente, pero Ward había desaparecido.
Los agentes capturaron al personal de tierra, que delataron a Ward. Fue acusado de conspiración [para traficar drogas] en este caso, y por otro en el condado de Riverside. Si lo condenaban, podía ser sentenciado a diez años de prisión.
Su abogado Tom George Kontos, ex fiscal federal de Los Angeles, negoció un convenio declaratorio que resultó en un año de arresto domiciliario.
Ward quedó eternamente agradecido del elegante abogado que dijo que era hábil a la hora de convencer a jueces. "Podía hipnotizar a las aves para sacarlas de los árboles", dijo Ward.
Kontos y Ward trabaron amistad, asistiendo a sus respectivas bodas e invirtiendo en un negocio de coches usados. Ward recomendó a Kontos a otros traficantes; Kontos vendió a Ward su casa en Carlsbad, que fue pagada con dinero de la droga.
Ward bautizó a su segundo hijo en honor a Kontos. "Me describía como el hermano que nunca tuvo", dijo Ward. "Era mi héroe."

Echando Concreto
Ward y su esposa vivían en una enorme casa de dos plantas que daba a una laguna de agua salada en Carlsbad. Los vecinos lo veían ocupado en su garaje donde estaba diseñando un aparato para remolcar aviones. Muy rara vez llegaron a saludarlo, pero se imaginaban que se trataba de un inventor excéntrico de raras maneras. No tenían ni idea de que Ward enterraba dinero en su patio ni que se ganaba la vida transportando drogas en el país.
Ward empezó a pilotar para el cartel de Sinaloa en 2004, formando equipo con Rafael Domínguez, criador de caballos de carrera del condado de Riverside que tenía conexiones con distribuidores de drogas en California del Sur.
Cuando Domínguez tenía un cargamento de cocaína listo para su embarque, telefoneaba a Ward diciéndole que había conseguido otro trabajo para "echar concreto."
La cocaína era la mejor que había probado Ward en su vida, y se creía que venía de una red de distribución de drogas encabezada por Víctor Emilio Cazares, presuntamente un importante lugarteniente del cartel de Sinaloa. Los ladrillos eran etiquetados con el logo de un escorpión.
"No estaba cortada... era de color anacarado, con olor a caramelo", dijo Ward. "La gente era capaz de arrancarte las manos por eso."
Ward transportaba casi 112 kilos de cocaína por vuelo y cobraba 800 dólares por kilo, ganando cerca de 110 mil dólares por viaje, más cinco mil dólares para gastos.
Los camioneros, algunos con antecedentes irregulares, entregaban casi el doble de esa cantidad por menos de la mitad de la tarifa de Ward.
A Ward no le gustaba la conducta descuidada y los recortes de gastos de los distribuidores de la Costa Este a los que entregaba las drogas. Ya había discutido con uno de ellos, Noe Coronado, que cultivaba un aspecto de pandillero de Culiacán -copete y pantalón de rayón brillante- que lo hacía destacarse en el mundo de vaqueros azules y gorra de béisbol de Lancaster, Pensilvania.
A Ward le preocupaba que la falta de discreción de Coronado los pusiera a ambos en peligro. Sin embargo, era difícil resistir el atractivo de otro negocio. "No se trataba solamente de un encargo de contrabando. Era mi carrera", dijo Ward. "Pensaba mucho sobre el asunto y trataba de evitar los errores que cometían otros."
Cuando Ward recibía una llamada para otro embarque, dejaba las herramientas en su garaje, cogía su transmisor-receptor y su GPS y su bolso de viaje. En la puerta, se despedía de su mujer con un beso.
"No me preguntes cuándo vuelvo. No me preguntes dónde voy... Te veré más tarde", le diría.
Ward llegaba siempre un poco antes del amanecer al Aeropuerto Municipal de Corona, un lugar polvoriento con una cafetería y una escuela de vuelo y un remolque de doble ancho que hacía las veces de oficina del gerente.
Él y Domínguez conducirían hasta el avión y arrojarían los bolsos marineros en el compartimento para carga. Unos quince minutos antes del amanecer, Ward despegaba solo en dirección al este.
La Socata 1992, una avioneta francesa, tenía una velocidad de crucero de 320 kilómetros por hora y un rango de mil trescientos kilómetros, lo que significaba que tenía que parar cuatro veces para reabastecerse de combustible. Ward veía abajo los puestos de control en la autopista plagada de polis. Arriba podía beber, fumarse quizás un porro o mirar una película porno en su portátil.
Si volaba por debajo de los cinco mil quinientos metros, no necesitaba un plan de viaje. La mayoría de los aeropuertos donde paraba eran somnolientos aeropuertos municipales o empresas familiares.
Sin embargo, Ward no corría ningún riesgo. Después de rodar hacia una parada de reabastecimiento, revisaba la lista de revisión de mantenimiento como si fuera un equipo de asistencia de Nascar de un solo hombre.
"No perdíamos ni un segundo", dijo. "Cuando aterrizas, apagas el ordenador mientras llenas el tanque de la avioneta. Te informas del tiempo mientras pones el galón de aceite..., lo metes, arrojas el pico, te limpias las manos y vuelves a subirte."
Al anochecer podía ver las onduladas y verdes colinas y tierras agrícolas del sur de Pensilvania. Normalmente aterrizaba en Smoketown, pero pensando que su uso excesivo podía llamar la atención, había empezado a utilizar aeropuertos en York y Carlisle, ambos a menos de cien kilómetros de Lancaster.
Ward había sermoneado a Coronado sobre su chillona apariencia. Lo había criticado una vez por utilizar el señalizador en ruta a un restaurante y por no tener los documentos del vehículo al día.
Coronado rechazaba la actitud autoritaria de Ward, pero este no retrocedió. "Lo tenía que vestir y decirle qué hacer, pero es que en realidad era un desastre", dijo Ward. "Así no se viaja."
Finalmente los sermones tuvieron el efecto deseado. Para el otoño de 2006, Coronado había cambiado su guardarropa, cambiado sus pantalones brillantes por Docker y había dejado de conducir sin seguro o con licencias vencidas. También había seguido el consejo de Ward y empezó con un negocio de limpieza de alfombras, como fachada.
Pero Coronado había seguido trabajando con otros proveedores menos caros, y su indiscreción rindió sus frutos.
El 12 de enero de 2007, dos hombres llegaron desde Nueva York para recoger cocaína que Coronado había recibido por camión. Informados del trato, agentes del Servicio de Control de Drogas [Drug Enforcement Administration] los siguieron y detuvieron a Coronado después de la transacción. Los agentes encontraron 1.8 millones de dólares en su casa.
Corriendo el peligro de ser sentenciado a veinte años de cárcel, Coronado fue obligado a colaborar. Se negó a delatar a sus conexiones mexicanas, por miedo a represalias contra su familia. Pero estaba dispuesto a hablar sobre los embarques de cocaína que recibía por aire desde California.
Una mañana de junio de 2007, Ward salió de casa a recoger el diario. Lo esperaban varias brigadas de policías y agentes de la DEA.
"¡No les digas nada a estos idiotas!", le gritó a su esposa. "¡Estos tipos no son amigos!"
Ward pensaba que Kontos podía llegar a un acuerdo, como había hecho en el pasado. Pero los fiscales, sospechando que Kontos estaba lavando dinero, habían requisado doce de sus propiedades. Se declaró culpable de conspirar para obstruir a la justicia, recibió una sentencia de veintiún meses y accedió a cooperar.
Kontos confesó que Ward había enterrado el dinero de las drogas en su patio. Los detectives no encontraron nada allí, pero hallaron 67 mil 500 dólares en una bolsa de nueces en el congelador.
Ward se declaró culpable de cargos relacionados con tráfico de drogas y lavado de dinero y fue sentenciado a diez años de cárcel. El gobierno federal confiscó la casa en Carlsbad, el dinero en el congelador y su avioneta Socata. Su socio, Domínguez, fue también condenado a diez años.
La carrera de Ward como piloto había terminado.
Kontos "dijo que nunca defendería a un informante, y el tipo resultó ser uno de ellos", dijo Ward.

Libros y una Vista
Reo federal número 74505-012 en la Herlong Correctional Institution de California del Norte, Ward trabaja en la cocina, sirviendo comidas y barriendo el suelo. Ha cumplido cuatro años de su sentencia en una cárcel de mínima seguridad, sin reja perimetral, mucho más parecida a un campamento que a una prisión.
Ward, 64, pasea por el extenso patio, sigue clases de álgebra, lee libros sobre historia estadounidense y disfruta de la vista de Sierra Nevada.
Todavía está vivo, incluso después de todos los peligros que corrió en sus años de contrabando: fallos mecánicos a tres mil metros de altura, días empantanado en el sofocante desierto, encuentros con osos en Alaska, polis mexicanos, guerrilleros colombianos, pistoleros y barones de la droga roñosos.
Algunos días se lamenta, pero no hoy. Después de todo, volverá a ser un hombre libre después de unos años más en esta amable prisión.
"Soy la persona más afortunada del mundo", dijo Ward. "Si pusieras tu suerte contra la mía, no tendrías ninguna posibilidad."
3 de septiembre de 2011
27 de agosto de 2011
©los angeles times
cc traducción c. lísperguer

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