una nueva bolivia 2
[Alma Guillermoprieto] ¿Hacia dónde va exactamente la revolución boliviana? Segunda entrega.
Cuando Evo Morales era un niño, su padre, Dionisio, un campesino espantosamente pobre en las áridas y ventosas tierras altas de Oruro, arreaba su manada de llamas y se encaminaba, con su primogénito, hacia los mercados de Cochabamba, adonde el señor Dionisio llegaba para vender su cosecha de patatas y sus animales. En el viaje de un mes, padre e hijo caminarían a menudo por la autopista pavimentada y de vez en cuando pasaría un autobús traqueteando y algún pasajero les arrojaría una mitad de naranja chupada. Evo recogería los restos de esa exótica fruta, pensando: "Algún día yo también viajaré en un bus rápido y también lanzaré naranjas por la ventana".
Algunos pueden pensar que esta anécdota es humillante y otros pueden pensar que evidencia la ausencia de sentimientos patrióticos, pero delata sueños que han sido completamente realizados, y a Evo -nadie en Bolivia lo llama de otro modo- le gusta contarla a embajadores y en manifestaciones. Su hermana mayor, Esther, me contó otras historias en su casa de clase trabajadora en Oruro: cómo en1979 el padre de Evo oyó que a los vecinos que habían emigrado a un terreno en la selva entre Cochabamba y Santa Cruz les estaba yendo bien, y cómo decidió ir también a probar suerte en el Chapare.
Taciturnos desconocidos de camisas chillonas llegaban por el aire a pistas de aterrizaje escondidas en la selva allá, o recorriendo los ríos adyacentes, ofreciendo precios ridículamente altos por uno de los productos agrícolas de los Andes: la hoja de coca, tan corriente como el té, aunque algo más fuerte. Las hojas de coca, preparadas como infusión o mascadas, mitigan el hambre, alivian el dolor y lo dejan a uno con una vaga sensación de bienestar, y por este pequeño don son consideradas sagradas por la gente de los Andes. No está claro si el señor Dionisio sabía que la coca -que es un cultivo legal- estaba siendo demandada para otros propósitos en el Chapare, pero su hijo sí sabía y, como los demás cocaleros de la región, pensaba que eso era irrelevante. (El ingreso de una familia campesina en el altiplano era probablemente de algunos cientos de dólares, o nada. En el Chapare podía llegar a unos catorce mil dólares en un buen año).
A meses de llegar al Chapare, me dijo Evo cuando hablé con él brevemente en noviembre pasado, se había metido en el sindicato de campesinos cocaleros gracias a su afición por el deporte. Pronto fue nombrado secretario del club deportivo. En 1986, inoportunamente, Estados Unidos lanzó una campaña antinarcóticos contra los campesinos del Chapare -la Operación Altos Hornos- justo cuando empezaban a llegar a la zona los primeros mineros desplazados. Helicópteros Black Hawk surcaron los cielos abochornados, fuerzas especiales adiestradas por Estados Unidos requisaron las mochilas de transeúntes y los ahorros de los campesinos y quemaron sus casas y cosechas. Evo, bajo la tutoría del organizador trotskista de las minas, saltó a las barricadas y dirigió las escaramuzas y luego el sindicato mismo. Nos gritaban "Indios chapareños", dice una mujer que participó en los bloqueos de entonces. "Y Evo contestaba: ‘Sí, somos indios y tenemos manos y pies para defendernos'. No tenía miedo, y decía lo que pensaba".
Lo conocí en 1992, en un sofocante cuarto en la sede de la federación en el Chapare. Entonces no dijo nada memorable, pero su imagen me quedó grabada: era un joven de curiosa languidez con una pronunciada nariz aimara, ojos almendrados y negros y un mechón de pelo negro en las cejas. Era apático, pero se sentía que debajo de su piel corría un montón de difusa energía, y que podía concentrarla muy rápidamente.
Él y la federación de campesinos del Chapare estaban perdiendo su bloqueo de una década en la guerra con Washington: hacia 1993, la producción de coca representaba menos del tres por ciento del producto interno bruto, después de haber alcanzado el 12 por ciento en 1980, y Estados Unidos había desviado sus operaciones antinarcóticos casi enteramente hacia otros países. Pero ese no fue el fin de Evo Morales, ni de los cocaleros ni las federaciones de colonos ni de otros movimientos populares. El MAS estaba por llegar, lo mismo que la primera candidatura a la presidencia de Evo, en unas elecciones que ganó Sánchez de Lozada.
En febrero de 2003, cinco meses después de su investidura, Sánchez de Lozada decretó un fuerte aumento de los impuestos y el país se convirtió en un caos: hubo una campaña de bloqueos de caminos y protestas estudiantiles, que fueron violentamente reprimidas; la policía se amotinó exigiendo aumentos salariales, el ejército fue llamado para intervenir contras las fuerzas policiales, y al final hubo treinta muertos. En septiembre, todo el mundo estaba de nuevo en las barricadas: los maestros, choferes de buses, jubilados, y legiones de campesinos pobres, algunos blandiendo rifles de caza y gritando lemas revolucionarios. Más prominentes fueron los vecinos de El Alto, un improvisado municipio en las afueras de La Paz, donde un millón o más inmigrantes del altiplano pueden cerrar en cuestión de minutos todos los accesos a la capital, incluyendo el aeropuerto, y que sufren continuamente de una falta casi total de servicios públicos. Las lealtades de la gente en El Alto se dividían entre políticos locales como Abel Mamani, que es hoy ministro del Agua, y un hombre estricto llamado Felipe Quispe, fundador de una organización guerrillera indigenista fundamentalista a la que perteneció alguna vez el actual vice-presidente. El 12 de octubre, Sánchez de Lozada ordenó la intervención del ejército. Hacia medianoche había veinte personas muertas en El Alto, y veintiuna más murieron en La Paz al día siguiente. El país se paralizó. E 17 de octubre, después de quince meses en el poder, Sánchez de Lozada huyó de Bolivia. El reconocido líder de la guerra contra él era Evo Morales.
El vice-presidente, Carlos Mesa, asumió el poder y fue brevemente tanto un aliado de Evo como el gobernante más popular que ha tenido Bolivia en su historia -de acuerdo a las encuestas que le dieron un índice de popularidad de un ochenta por ciento-, pero veinte meses más tarde también tuvo que marcharse, derrotado por las fuerzas de los pobres que estaban protestando prácticamente contra todo; una nacionalización de la industria del gas insuficientemente radical, la crónica escasez de gas y agua en sus hogares, la incapacidad de Mesa para convocar a una asamblea constituyente; sus vidas miserables. Más protestas impidieron que el vice-presidente de Mesa pudiera hacerse con la sucesión ordenada por la constitución. En junio del año pasado, el afable y saliente presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez, fue obligado a asumir la presidencia, con un mandato específico de seis meses para que convocara a elecciones que casi todo el mundo sabía que serían ganadas por el MAS y su candidato.
Frente a los obstáculos, que incluyeron un cuasi motín del congreso y amenazas de secesión del rico y, políticamente, conservador y tropical departamento de Santa Cruz, Rodríguez cumplió con su promesa. El 18 de diciembre, Evo Morales fue elegido con el 53.7 por ciento de los votos, casi dos veces más de lo que habían pronosticado las encuestas y observadores políticos normalmente agudos. Fue de lejos la votación más grande -y con la menor tasa de abstención- en la historia electoral de Bolivia, y la mayoría de las papeletas fueron depositadas por la parte de la población que se llama a sí misma aimara, o quechua, muchos de los cuales no habían votado nunca antes.
Algunos pueden pensar que esta anécdota es humillante y otros pueden pensar que evidencia la ausencia de sentimientos patrióticos, pero delata sueños que han sido completamente realizados, y a Evo -nadie en Bolivia lo llama de otro modo- le gusta contarla a embajadores y en manifestaciones. Su hermana mayor, Esther, me contó otras historias en su casa de clase trabajadora en Oruro: cómo en1979 el padre de Evo oyó que a los vecinos que habían emigrado a un terreno en la selva entre Cochabamba y Santa Cruz les estaba yendo bien, y cómo decidió ir también a probar suerte en el Chapare.
Taciturnos desconocidos de camisas chillonas llegaban por el aire a pistas de aterrizaje escondidas en la selva allá, o recorriendo los ríos adyacentes, ofreciendo precios ridículamente altos por uno de los productos agrícolas de los Andes: la hoja de coca, tan corriente como el té, aunque algo más fuerte. Las hojas de coca, preparadas como infusión o mascadas, mitigan el hambre, alivian el dolor y lo dejan a uno con una vaga sensación de bienestar, y por este pequeño don son consideradas sagradas por la gente de los Andes. No está claro si el señor Dionisio sabía que la coca -que es un cultivo legal- estaba siendo demandada para otros propósitos en el Chapare, pero su hijo sí sabía y, como los demás cocaleros de la región, pensaba que eso era irrelevante. (El ingreso de una familia campesina en el altiplano era probablemente de algunos cientos de dólares, o nada. En el Chapare podía llegar a unos catorce mil dólares en un buen año).
A meses de llegar al Chapare, me dijo Evo cuando hablé con él brevemente en noviembre pasado, se había metido en el sindicato de campesinos cocaleros gracias a su afición por el deporte. Pronto fue nombrado secretario del club deportivo. En 1986, inoportunamente, Estados Unidos lanzó una campaña antinarcóticos contra los campesinos del Chapare -la Operación Altos Hornos- justo cuando empezaban a llegar a la zona los primeros mineros desplazados. Helicópteros Black Hawk surcaron los cielos abochornados, fuerzas especiales adiestradas por Estados Unidos requisaron las mochilas de transeúntes y los ahorros de los campesinos y quemaron sus casas y cosechas. Evo, bajo la tutoría del organizador trotskista de las minas, saltó a las barricadas y dirigió las escaramuzas y luego el sindicato mismo. Nos gritaban "Indios chapareños", dice una mujer que participó en los bloqueos de entonces. "Y Evo contestaba: ‘Sí, somos indios y tenemos manos y pies para defendernos'. No tenía miedo, y decía lo que pensaba".
Lo conocí en 1992, en un sofocante cuarto en la sede de la federación en el Chapare. Entonces no dijo nada memorable, pero su imagen me quedó grabada: era un joven de curiosa languidez con una pronunciada nariz aimara, ojos almendrados y negros y un mechón de pelo negro en las cejas. Era apático, pero se sentía que debajo de su piel corría un montón de difusa energía, y que podía concentrarla muy rápidamente.
Él y la federación de campesinos del Chapare estaban perdiendo su bloqueo de una década en la guerra con Washington: hacia 1993, la producción de coca representaba menos del tres por ciento del producto interno bruto, después de haber alcanzado el 12 por ciento en 1980, y Estados Unidos había desviado sus operaciones antinarcóticos casi enteramente hacia otros países. Pero ese no fue el fin de Evo Morales, ni de los cocaleros ni las federaciones de colonos ni de otros movimientos populares. El MAS estaba por llegar, lo mismo que la primera candidatura a la presidencia de Evo, en unas elecciones que ganó Sánchez de Lozada.
En febrero de 2003, cinco meses después de su investidura, Sánchez de Lozada decretó un fuerte aumento de los impuestos y el país se convirtió en un caos: hubo una campaña de bloqueos de caminos y protestas estudiantiles, que fueron violentamente reprimidas; la policía se amotinó exigiendo aumentos salariales, el ejército fue llamado para intervenir contras las fuerzas policiales, y al final hubo treinta muertos. En septiembre, todo el mundo estaba de nuevo en las barricadas: los maestros, choferes de buses, jubilados, y legiones de campesinos pobres, algunos blandiendo rifles de caza y gritando lemas revolucionarios. Más prominentes fueron los vecinos de El Alto, un improvisado municipio en las afueras de La Paz, donde un millón o más inmigrantes del altiplano pueden cerrar en cuestión de minutos todos los accesos a la capital, incluyendo el aeropuerto, y que sufren continuamente de una falta casi total de servicios públicos. Las lealtades de la gente en El Alto se dividían entre políticos locales como Abel Mamani, que es hoy ministro del Agua, y un hombre estricto llamado Felipe Quispe, fundador de una organización guerrillera indigenista fundamentalista a la que perteneció alguna vez el actual vice-presidente. El 12 de octubre, Sánchez de Lozada ordenó la intervención del ejército. Hacia medianoche había veinte personas muertas en El Alto, y veintiuna más murieron en La Paz al día siguiente. El país se paralizó. E 17 de octubre, después de quince meses en el poder, Sánchez de Lozada huyó de Bolivia. El reconocido líder de la guerra contra él era Evo Morales.
El vice-presidente, Carlos Mesa, asumió el poder y fue brevemente tanto un aliado de Evo como el gobernante más popular que ha tenido Bolivia en su historia -de acuerdo a las encuestas que le dieron un índice de popularidad de un ochenta por ciento-, pero veinte meses más tarde también tuvo que marcharse, derrotado por las fuerzas de los pobres que estaban protestando prácticamente contra todo; una nacionalización de la industria del gas insuficientemente radical, la crónica escasez de gas y agua en sus hogares, la incapacidad de Mesa para convocar a una asamblea constituyente; sus vidas miserables. Más protestas impidieron que el vice-presidente de Mesa pudiera hacerse con la sucesión ordenada por la constitución. En junio del año pasado, el afable y saliente presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez, fue obligado a asumir la presidencia, con un mandato específico de seis meses para que convocara a elecciones que casi todo el mundo sabía que serían ganadas por el MAS y su candidato.
Frente a los obstáculos, que incluyeron un cuasi motín del congreso y amenazas de secesión del rico y, políticamente, conservador y tropical departamento de Santa Cruz, Rodríguez cumplió con su promesa. El 18 de diciembre, Evo Morales fue elegido con el 53.7 por ciento de los votos, casi dos veces más de lo que habían pronosticado las encuestas y observadores políticos normalmente agudos. Fue de lejos la votación más grande -y con la menor tasa de abstención- en la historia electoral de Bolivia, y la mayoría de las papeletas fueron depositadas por la parte de la población que se llama a sí misma aimara, o quechua, muchos de los cuales no habían votado nunca antes.
12 de julio de 2006
©new york review of books
©traducción mQh
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