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[Walt Bogdanich y Jake Hooker] La huella de las medicinas envenenadas, de China a Panamá. Una enfermedad misteriosa.
A principios de septiembre pasado, los doctores de un importante hospital público de Ciudad de Panamá empezaron a fijarse en pacientes que presentaban síntomas inusuales.
Al principio les pareció que sufrían del síndrome de Guillain-Barré, un trastorno neurológico relativamente raro que se muestra primero como una sensación de debilidad u hormigueo en las piernas. A menudo esa debilidad se intensifica, extendiéndose hacia arriba, hacia los brazos y el pecho, causando a veces una parálisis total y la incapacidad de respirar.
Los nuevos pacientes tenían parálisis, pero esta no se extendió hacia arriba. También perdieron rápidamente la capacidad de orinar, una condición que no está asociada al síndrome de Guillain-Barré. Incluso más inusual era el número de casos. En todo un año, los doctores pueden tratar quizás ocho casos de Guillain-Barré, pero en esa ocasión observaron ocho casos en apenas dos semanas.
Los doctores pidieron ayuda a un especialista en enfermedades infecciosas, Néstor Sosa, un entusiasta y dedicado médico que compite en triatlones y juega ajedrez a alto nivel.
La especialidad médica de Sosa tenía una larga y rica historia en Panamá, conocida en el pasado como uno de los lugares más insalubres del mundo. En un año a fines del siglo diecinueve, una fatal mezcla de fiebre amarilla y malaria mató a casi una persona de cada diez en Ciudad de Panamá. Sólo después de que Estados Unidos logrará superar esas enfermedades transmitidas por mosquitos fue posible construir el Canal de Panamá sin la devastación que echó por tierra un intento anterior de los franceses.
Los sospechosos casos de Guillain-Barré preocuparon a Sosa. "Era algo realmente extraordinario, algo que obviamente estaba alcanzado dimensiones epidémicas en nuestro hospital", dijo.
A causa de esta misteriosa enfermedad con una tasa de defunción cercana al cincuenta por ciento, Sosa alarmó a la dirección del hospital, la que le pidió que organizara y dirigiera una unidad de emergencia para encargarse de la situación. La misión, una agotadora carrera de veinticuatro horas al día para atrapar al culpable, la emprendió con bríos.
Varios años antes, Sosa había observado a otros doctores identificar la causa de otra epidemia, conocida más tarde como el virus hanta, un patógeno que propagan los roedores infectados.
"Yo me ocupé de los pacientes, pero de algún modo sentí que no hice lo suficiente", dijo. La próxima vez, juró que sería diferente.
Sosa instaló un ‘cuarto de mando' en el hospital donde los médicos podían comparar notas y teorías mientras revisaban los expedientes médicos a la búsqueda de pistas.
Como precaución, los pacientes que sufrían de la misteriosa enfermedad fueron apartados y colocados en una enorme habitación vacía que debía ser renovada. Los enfermeros llevaban máscaras, lo que aumentó los temores en el hospital y en la comunidad.
"Eso causó un montón de pánico", dijo el doctor Jorge Motta, un cardiólogo que dirige el Gorgas Memorial Institute, un centro de investigaciones médicas ampliamente reconocido en Panamá. "Eso es siempre una idea aterradora, que te puedes convertir en el epicentro de una nueva enfermedad infecciosa, y en especial de una nueva enfermedad infecciosa que mata con una tasa de defunción altísima, como esta".
Entretanto, los pacientes seguían llegando, y el personal del hospital apenas podía mantener el ritmo.
Los atemorizados pacientes del hospital tuvieron que observar morir a otros por razones que nadie entendía, y temiendo que podían ser los siguientes.
A medida que los informes sobre los extraños síntomas del síndrome Guillain-Barré empezaron a llegar desde otras partes del país, los médicos se dieron cuenta de que no se trataba de un estallido localizado.
Pascuala Pérez de González, 67, entró a una clínica en la provincia de Coclé, a unas tres horas de viaje de Ciudad de Panamá, para tratarse una gripe. Fue tratada a fines de septiembre y enviada a casa. Pero a los días ya no podía comer, dejó de orinar y tuvo convulsiones.
Se decidió trasladarla al hospital público de Ciudad de Panamá, pero dejó de respirar en el camino y tuvo que ser reanimada. Llegó al hospital en un profundo coma, muriendo más tarde.
Los expedientes médicos contenían algunos indicios, pero también montones de pistas falsas. Las primeras víctimas tendían a ser hombres mayores de sesenta años, y diabéticos con una alta presión sanguínea. Casi la mitad de ellos habían recibido Lisinopril, una medicina para la presión distribuida por el sistema de salud pública.
Pero muchos que no habían recibido Lisinopril también enfermaban. Pensando que quizás esos clientes habían olvidado que habían usado el fármaco, los médicos retiraron el Lisinopril de la farmacia, sólo para devolverlo después de que los análisis mostraran que estaban en orden.
Los investigadores descubrirían más tarde que el Lisinopril jugó un importante papel, aunque indirecto, en la epidemia, pero no del modo en que se lo habían imaginado.

Renwick McLean y Brent McDonald contribuyeron a este reportaje.

1 de junio de 2007
6 de mayo de 2007
©new york times
©traducción mQh
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