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dios en la política 2


[Mark Lilla] El resurgimiento de las teologías políticas en el mundo político. Segunda entrega.
¿Por que existe la teología política? La pregunta se repite a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental, desde la antigüedad clásica en Grecia y Roma y hasta nuestros días. Se han propuesto muchas teorías, especialmente de parte de pensadores con motivos religiosos. Sin embargo, pocos reconocen la racionalidad de la teología política o aceptan su lógica. Después de todo, la teología es un conjunto de razones que se da la gente sobre el por qué son las cosas como son y cómo deberían ser. Así que tratemos de imaginar cómo esas razones pueden implicar a Dios y tener implicaciones en política.
Imaginemos a los seres humanos que primero adquirieron conciencia de sí mismos en un mundo que no era producto de sus labores. Su mundo tiene orígenes desconocidos y se comporta de manera regular, de modo que se preguntan por qué es eso así. Saben que las cosas que hacen ellos mismos se comportan de modo previsible porque las conciben y construyen con eso en mente. Tensan la cuerda del arco y la flecha se dispara; es por eso que las hacen así. Así que, por analogía, para ellos no es difícil asumir que el orden cósmico fue construido con un propósito, que debe reflejar la voluntad de su hacedor. Al seguir esta analogía, empiezan a tener ideas sobre ese hacedor, sobre sus intenciones y, por eso, sobre su personalidad.
Al dar esos pequeños pasos, la mente humana confronta una imagen, una imagen teológica en la que Dios, el hombre y el mundo forman un nexo divino. Los creyentes tienen razones para pensar que viven en este nexo, del mismo modo que tienen razones para asumir que les ofrece orientación para la vida política. Pero cómo entienden esa orientación, y si los creyentes creen que tiene autoridad, dependerá de cómo se imaginan a Dios. Si se piensa que Dios es pasivo, una fuerza silenciosa como el cielo, no ocurrirá nada en particular. Dios es una hipótesis de la que podemos pasar. Pero si tomamos en serio la idea de que Dios es una persona con intenciones, y que el orden cósmico es el resultado de esas intenciones, entonces pueden ocurrir un montón de cosas. Esta revelación se convierte entonces en la fuente de su autoridad, sobre la naturaleza y sobre nosotros, y no tenemos otra opción que obedecerle y encargarnos de que sus planes se ejecuten en la Tierra. Aquí es donde nace la teología política.
Un poderoso atractivo de la teología política, de cualquier forma, es todo lo que abarca. Ofrece un modo de pensar sobre la conducta en los asuntos humanos y relaciona esos pensamientos con otros más elevados sobre la existencia de Dios, la estructura del cosmos, la naturaleza del alma, el origen de todas las cosas y el fin del tiempo. Durante más de un milenio, el Occidente se inspiró en la imagen cristiana de una Santísima Trinidad que gobernaba un cosmos creado y guiaba a los hombres por medio de la revelación, la convicción íntima y el orden natural. Era una imagen magnífica que permitía que floreciera una civilización magnífica y poderosa. Pero la imagen fue siempre difícil se traducir teológicamente en una forma política: Dios el Padre había entregado los mandamientos; había llegado un Redentor, que los había reinterpretado para volver a marcharse; y ahora el Espíritu Santo seguía siendo una presencia divina fantasmagórica. No era claro qué lecciones políticas se podían derivar de todo esto. ¿Debían los cristianos retirarse del mundo corrompido que fue abandonado por el Redentor? ¿Debían gobernar la ciudad terrenal con la iglesia y el estado, inspirados por el Espíritu Santo? ¿O debían construir una Nueva Jerusalén que aceleraría el retorno del Mesías?
Durante la Edad Media, los cristianos debatieron sobre estos temas. La Ciudad del Hombre era contrastada con la Ciudad de Dios, la ciudadanía pública con la piedad privada, el derecho divino de los reyes con el derecho a la resistencia, la autoridad de la iglesia con el antinomianismo radical, el derecho canónico con el conocimiento místico, el inquisidor con el mártir, la espada laica con la mitra eclesiástica, el príncipe con el emperador, el emperador con el Papa, el Papa con los consejos eclesiásticos. En la Edad Media alta, la sensación de crisis era palpable, e incluso la iglesia romana reconoció que había que introducir reformas. Pero para el siglo dieciséis, gracias a Martín Lutero y a Juan Calvino, ya no había una cristiandad unificada a la que reformar, sino apenas una variedad de iglesias y sectas, la mayoría de ellas aliadas con gobernantes seculares absolutos ansiosos de reafirmar su independencia. En las Guerras de Religión que siguieron, las diferencias doctrinarias nutrieron las ambiciones políticas y viceversa, en un mortífero y vicioso ciclo que duró un siglo y medio. Los cristianos, desconcertados por sueños apocalípticos, persiguieron y mataron a otros cristianos con una maniaca furia que antes reservaban a musulmanes, judíos y herejes. Fue una locura.
El filósofo inglés Thoma Hobbes trató de encontrar una salida de este laberinto. Tradicionalmente, la teología política había interpretado un conjunto de instrucciones de origen divino y las aplicaba a la vida social. En su gran tratado ‘Leviatán' (1651), Hobbes simplemente ignoró la substancia de esos mandatos y habló en su lugar sobre cómo y por qué los seres humanos creían que habían sido revelados por Dios. Hizo lo más revolucionario que puede hacer un pensador: cambió el tema, de Dios y sus mandamientos, al hombre y sus creencias. Si hacemos eso, pensó Hobbes, podemos empezar a entender por qué las creencias religiosas a menudo conducen a conflictos políticos, y podremos entonces, quizás, encontrar un modo de contener el potencial de violencia.
La crisis de entonces en el cristianismo occidental creó una audiencia para Hobbes y sus ideas. En medio de una guerra religiosa, su visión de que la mente humana era demasiado débil y era abrumada por pasiones que imposibilitaban todo conocimiento fiable de lo divino parecía sentido común. También parecía lógico asumir que cuando los hombres hablan de Dios en realidad se están refiriendo a su propia experiencia, que es todo lo que sabe. ¿Y qué caracteriza su experiencia? De acuerdo a Hobbes, el temor. El estado natural del hombre es estar abrumado por la ansiedad, "su corazón atormentado permanentemente por el temor a la muerte, a la pobreza, y otras calamidades". El hombre "no tiene descanso, ni pausa en su ansiedad, sino en el sueño". No sorprende que los seres humanos modelaran sus dioses para protegerse a sí mismos de lo que más temen, atribuyendo poderes divinos incluso, como escribe Hobbes, a "hombres, mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una ternera, un perro, una serpiente, una cebolla, un puerro". Patético, pero comprensible.
Y la debilitadora dinámica de la creencia no termina ahí. Pues una vez que imaginamos que un Dios todopoderoso nos protege, hay un montón de posibilidades de que empecemos a tenerle miedo. ¿Qué tal si se enfada? ¿Cómo podemos apaciguarlo? Hobbes razonaba que estos nuevos temores religiosos fueron los que crearon un mercado para sacerdotes y profetas que reclamaban entender las oscuras exigencias de Dios. En tiempos de Hobbes era un mercado estridente, con puestos de los católico-romanos, anglicanos, luteranos, calvinistas, anabaptistas, cuáqueros, ranters, muggletonianos, hombres de la quinta monarquía e innumerables otros, cada uno con su propia ruta hacia la salvación y con un modelo de la sociedad cristiana. Estaban en desacuerdo unos con otros, y debido a que sus almas mismas estaban en juego, luchaban. Y eso conducía a guerras, que provocaban más temor, que a su vez volvía más religiosa a la gente, lo que a su vez...
Con las Guerras de Religión todavía frescas en la memoria, los lectores de Hobbes sabían todo sobre el temor. Sus vidas se habían convertido, como lo dijo él, en "vidas solitarias, pobres, inmundas, brutales y breves". Y cuando anunció que una nueva filosofía política los podía liberar del temor, escucharon. Hobbes plantó una semilla: la idea de que era posible construir instituciones políticas legítimas sin anclarlas en la revelación divina. Sabía que era imposible refutar las creencias ancladas en revelaciones divinas; todo lo que podía hacer era arrojar dudas sobre los profetas que reclamaban hablar sobre política en nombre de Dios. La nueva filosofía política ya no se preocuparía de la política de Dios; se concentraría en los hombres como creyentes en Dios y trataría de impedir que se hiciesen daño unos a otros. Definiría sus objetivos por debajo de la teología política cristiana, pero asegurándose de lo que era más importante, que era la paz.
Hobbes no era ni liberal ni demócrata. Pensaba que la consolidación del poder en manos de un solo hombre era el único modo de liberar a los ciudadanos de sus temores mutuos. Pero en los siglos siguientes, los pensadores occidentales como John Locke, que adoptaron su interpretación, empezaron a imaginar un nuevo tipo de orden político en el que el poder estaría limitado, dividido y ampliamente compartido; en el que los que estaban en el poder en un momento, lo entregarían pacíficamente a otros, sin temor a represalias; en el que el derecho público regularía las relaciones entre los ciudadanos e instituciones; en el que se permitiría el florecimiento de las numerosas y diferentes religiones, sin la interferencia del estado; y en el que los individuos gozarían de derechos inalienables para protegerlos del gobierno y de sus conciudadanos. Este orden liberal-democrático es el único que en Occidente reconocemos hoy como legítimo, y se lo debemos a Hobbes. Para escapar de las pasiones destructivas de la fe mesiánica, la teología política centrada en Dios fue reemplazada por una filosofía política centrada en el hombre. Fue la Gran Separación.

Mark Lilla es profesor de humanidades en la Universidad de Columbia. Este ensayo ha sido adaptado de su libro ‘The Stillborn God: Religion, Politics and the Modern West', que será publicado en septiembre.

21 de agosto de 2007
©new york times
©traducción mQh
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