Blogia
mQh

filosofía

murió elisabeth young-bruehl


Exploró las raíces de la ideología y los prejuicios.
[Margalit Fox] Murió el jueves cerca de su casa en Toronto la filósofa, psicoanalista y biógrafa Elisabeth Young-Bruehl, conocida por sus biografías de dos influyentes mujeres -Hannah Arendt y Anna Freud. Tenía 65 años.
La causa fue un embolismo pulmonar, informó su pareja, Christine Dunbar.
Ex estudiante doctoral de Arendt, Young-Bruehl se ocupó durante toda su vida de las raíces psicológicas de la ideología: personales, culturales, nacionales y, sobre todo, prejuiciosas.
Además de ‘Hannah Arendt: For Love of the World’ y ‘Anna Freud: A Biography’, entre sus libros mejor conocidos se encuentran ‘Mind and the Body Politic’, una antología de ensayos sobre historia, feminismo y psicoanálisis; ‘Why Arendt Matters’, un informe sobre la continuada relevancia de su estudiada en el siglo veintiuno; y ‘The Anatomy of Prejudices’, estudio psicoanalítico de las fuentes de la intolerancia.
El primer tema biográfico de Young-Bruehl fue Arendt, la filósofa política judía-alemana conocida por libros como ‘The Origins of Totalitarianism’ y ‘Eichmann in Jerusalem’, en los que acuñó la frase "la banalidad del mal" para describir lo que vio como la ordinariez psicológica de los perpetradores del Holocausto y otras atrocidades históricas.
Publicado por la Yale University Press en 1982, ‘Hannah Arendt: For Love of the World’ explora la evolución de las pasiones políticas de izquierda de Arendt; su breve aventura juvenil con su profesor Martin Heidegger, más tarde miembro del Partido Nazi, en los años veinte; y sus años como refugiada, primero en París y más tarde en Nueva York. En cierto sentido, el libro es un estudio de la vida de la mente en sus dos aspectos, intelectual y psicológico, algo que se convertiría en una característica del trabajo de Young-Bruehl.
‘Anna Freud’, publicado en 1988, se centra en la menor de los seis hijos de Freud y la única que lo siguió en su profesión. Young-Bruehl argumentó que Anna, que se convirtió en una distinguida psicoanalista de niños, había nacido en una intensa rivalidad entre hermanas con la otra hija mejor conocida de su padre -el psicoanálisis mismo-, a la que superaría sólo sumergiéndose ella misma completamente en su campo.
En ‘The Anatomy of Prejudices’ (1996), la palabra "prejuicios", plural, es significativa: modelos sociológicos de prejuicios a menudo habían caracterizado sus diversas manifestaciones como simples variaciones sobre un solo tema. Young-Bruehl, en contraste, estudió cuatro variedades de intolerancia -racismo, sexismo, antisemitismo y homofobia-, alegando que todas ellas tenían causas distintas.
Cada variedad, sostenía, estaba enraizada en uno o más de tres tipos caracterológicos (obsesivos, histéricos y narcisistas) descritos por Sigmund Freud en un ensayo de 1931, ‘Libidinal Types’. El antisemitismo, escribió, brota del carácter obsesivo; sus adherentes temen a los judíos a los que describen como sucios y agresivos, mientras que el racismo surge del tipo histérico y está enraizado en el miedo sexual.
Los libros de Young-Bruehl fueron en general bien recibidos, aunque algunos críticos la cuestionaron por su rechazo de explicaciones sociológicas de fenómenos como el prejuicio a favor de especulaciones no verificables que pueden esperar una aproximación psicoanalítica. Otros la elogiaban como una diestra sintetizadora que incluyó una amplia gama de conocimiento en toda su obra.
Su libro ‘Childism’ (Yale), en el que argumenta que el sistémico fracaso de Estados Unidos a la hora de evitar el abuso y abandono infantil y la privación educacional, nace de un prejuicio cultural profundamente enraizado contra ellos, estará disponible el próximo mes.

Elisabeth Bulkley Young nació el 3 de marzo de 1946 en Elkton, Maryland; su madre era ama de casa y su padre un jugador de golfo profesional. Después de estudiar en el Sarah Lawrence College, donde estudió a la poetisa Muriel Rukeyser, completó sus estudios de filosofía en la New School for Social Research de Nueva York.
Luego se doctoraría en filosofía con Arendt, que trabajaba entonces en la facultad de la New School.
Young-Bruehl, que más tarde estudió psicoanálisis, enseñó durante muchos años en el College of Letters de la Universidad Wesleyan y después en el Haverford College.
El matrimonio de Young-Bruehl con Robert Bruehl terminó en divorcio. Además de Dunbar, una psicoanalista con la que se casó en Toronto en 2008, le sobreviven  sus dos hermanos -Herbert Gibbons Young Jr. y Lois Young-Southard; una hijastra, Zoë Lucas; y dos nietastros.
Con Dunbar, Young-Bruehl fundó Caversham Productions, una compañía que producía materiales psicoanalíticos.
Como biógrafa de un psicoanalista, ella misma era tmbién psicoanalista, Young-Bruehl tenía una particular perspectiva del proceso de ingestión empática que es esencial para el arte del biógrafo.
"El modo usual, estereotipado de definir empatía como ponerse en los zapatos de otro me parece muy equivocado", escribió en su ensayo ‘The Biographer’s Empathy With Her Subject’. "La empatía implica, en realidad, poner a otra persona en tu lugar, convirtiéndote en el hábitat de otra persona".
Continuó, crucialmente: "Pero eso depende de su capacidad de ver la diferencia entre la materia y usted mismo".
8 de diciembre de 2011
5 de diciembre de 2011
©new york times
cc traducción c. lísperguer

la nueva domesticidad


¿Diversión, empoderamiento o un retroceso para las mujeres estadounidenses?
[Emily Matchar] Estoy pensando en hacer mermelada casera en estas vacaciones, absorbida por el espíritu de la época que impone el hágalo-usted-mismo y que parece haberse llevado a la mitad de mis amigas. Este verano recogí y congelé bayas, y he estado acumulando frasco tras frasco de mermelada debajo del fregadero de la cocina durante meses. En cuanto a las recetas, me estoy concentrando en mis blogs de comidas y cosas del hogar favoritos -los que muestran a mujeres jóvenes con delantales clásicos hechos a mano y fotos sobreexpuestas de vaporosos pasteles en el alféizar.
"Qué bien", dice mi madre mientras yo parloteo sobre su pectina y la esterilización de los frascos. Me responde con el mismo tono de condescendiente indiferencia que habría usado si le hubiese informado que estaba aprendiendo catalán o que me iba a dedicar a la cría del emú.
Mi madre baby boomer no hace mermelada casera. Ni hace pan. Ni teje. Ni cose. Tampoco lo hacía mi abuela, una ama de casa de los años sesenta de las que llevaban un cigarrillo en una mano y un cóctel en la otra, que consideraba que la comida congelada había contribuido a la liberación de su madre inmigrante de las tareas domésticas. Su idea de darse un gusto digno de las vacaciones era un strudel de langosta importada, comprada en el mercado gastronómico.
Dios mío, cómo han cambiado las cosas.
Mi abuela murió hace casi diez años, pero puedo imaginar lo que le sorprendería la recién descubierta manía de mi generación por el trabajo doméstico tradicional. En todo el país, mujeres de mi edad (yo tengo veintinueve), las hijas y nietas de las feministas de después de Betty Friedan, están adoptando las mismas actividades domésticas que nuestras madres y abuelas habían rechazado. Estamos volviendo a las mermeladas caseras y tejiendo a crochet, tanto para divertirnos como por la sensación acrecentada de que controlamos lo que comemos y lo que llevamos.
Pero en una época en que las mujeres todavía se encargan de la mayor parte del trabajo en casa y ganan mucho menos del dinero, ‘reivindicar’ la domesticidad es más que darse gustos hechos en casa durante las vacaciones. ¿Podría esta ‘nueva domesticidad’ empezar a verse como una obligación anticuada?
La mermelada casera es apenas una pequeñísima parte de nuestra nueva manía por la domesticidad. Las ventas de frascos de conserva caseros aumentaron en un 35 por ciento en los últimos tres años y las ventas de ‘Ball Blue Book Guide to Preserving’ (la biblia de las conservas caseras) se han duplicado el año pasado, de acuerdo a la compañía. Está el renacimiento del punto, los productos de limpieza caseros a base de vinagro blanco, blogs de amas de casa. Luego están también las entregas de ‘La casa de la pradera’ [Little House on the Prairie], con sus matices de hippismo de los años setenta -el retorno a la tierra, la apicultura, la fabricación de queso, los pollos urbanos. Cuando la revista Backyard Poultry publicó su primer número hace casi seis años, imprimía quince mil ejemplares. Hoy, imprime 113 mil.
Las estanterías de Barnes and Noble están atiborradas de manuales de uso que van desde cómo coser hasta cómo hacer yogur y plantar verduras en tu tejado, libros más filosóficos sobre "actividades domésticas urbanas" y "economía casera radical", y libros de memorias escritos por mujeres que abandonaron sus carreras en grandes corporaciones para dedicarse a la cría de ovejas o educar a sus hijos en casa (en Estados Unidos los niños educados en casa pasaron de 850 mil en 1999 a un millón y medio en 2007, de acuerdo a la estimación oficial más reciente). La historia de la "chica con carrera como en ‘Granjero último modelo’ [Green Acres]" es para los años de 2010 lo que la literatura para la mujer moderna de los años noventa, una fantasía para una demografía específica de mujeres jóvenes y educadas (aunque no necesariamente acomodadas); hoy se preocupan de la sustentabilidad, la buena alimentación y vivir responsablemente.
En un nivel, este material es simplemente divertido. "A veces un frasco de mermelada es simplemente un frasco de mermelada", como (nunca) dijo Freud. Nuestra generación saturada de tecnología ansía actividades creativas prácticas, y hobbies nostálgicos como el envase casero; tejer y la repostería también reúnen las condiciones. Nos hemos dado cuenta de que porque algo haya sido históricamente menospreciado como "trabajo femenino", eso no significa que tengamos que rehuirlo para que nos tomen en serio en el mundo. Muchos jóvenes también están adoptando su lado doméstico. Mi marido hace un fantástico pastel de arándano y nadie lo considera por eso menos hombre.
Pero últimamente, muchas mujeres (y pocos hombres) se están zambullendo en la domesticidad con un sentimiento de propósito moral. El frasco de mermelada casera se convierte en un símbolo de la resistencia al alimento industrial y sus prácticas que profanan el medio ambiente. Esta visión ha estado cocinándose durante un tiempo y se ha convertido en un grueso guiso de Slow Food y locavorismo y DIY [hágalo-usted-mismo; Do-It-Yourself] llevado a ebullición por la recesión y la ansiedad. Repentinamente, aprender las artes de nuestras bisabuelas parece ser no solamente divertido, sino necesario e incluso virtuoso.
"Inicialmente, esto tenía que ver con la frugalidad y con la preocupación sobre qué me meto al cuerpo", dice Kate Payne, 30, la autora -de Austin- de ‘The Hip Girl’s Guide to Homemaking’ y algo así como la gurú del mundo de la nueva domesticidad. "Pero se convirtió en política... ¿Voy a comprar esta mierda barata o lo voy a hacer yo mismo?"

Hace poco pasé algún tiempo con Megan Paska, una neoyorquina de Brooklyn de 31 años, cuyo corte de pelo a lo duendecillo y los bíceps marcados la hacían parecer como la vocalista de una banda de rock indie. Pero la vida diaria de Paska se parece mucho más a la de una esposa campesina del siglo diecinueve: poniendo los frijoles a remojo para los guisos, alimentando a los pollos y conejos del patio, secando hierbas, haciendo pan, manteniendo a las abejas en el tejado del departamento. Su frugal vida casera le permitió dejar un trabajo de oficina que le desagradaba; ahora vive con mil dólares al mes que ganó dando clases sobre la producción de alimentos urbanos DIY y escribiendo sobre apicultura y otras habilidades pre-industriales.
Hace unos años, sus amigos pensaban que se había vuelto loca. Ahora, con la economía en receso y con la desilusión en las carreras, todos quieren imitarla. (Aunque su novio, un tipo IT, no está tan seguro).
La mayor parte de las amas de casa que conoce Paska son mujeres. "Las mujeres encuentran que este estilo de vida les da mucho poder", dice. "Alguna gente asume que esta es una reacción contra el movimiento feminista, pero yo lo veo como una continuación".
En los últimos dos años se publicaron un montón de libros-e sobre actividades hogareñas para educarnos sobre habilidades domésticas perdidas, redefiniendo el trabajo doméstico como auto-realización rudimentaria y anti-establishment. Además de ‘Hip Girl’s Guide’, de Payne; está ‘Make Your Place’, de Raleigh; la ‘The Bust DIY Guide to Life’, de la revista Bust; ‘Making It: Radical Home-Ec for a Post-Consumer World’, de Kelly Coyne y Erik Knutzen; y ‘Radical Homemakers’, de Shannon Hayes.
En uno de esos libros -‘How to Sew a Button: And Other Nifty Things Your Grandmother Knew-, el escritor Erin Bried recuerda haber servido a sus invitados a cenar un pastel de ruibarbo casero accidentalmente, hecho con un sucedáneo de acelgas. Uno podría definir esto como comida simple (oye, los dos tienen tallos rojos), pero Bried cree que su error es mucho más serio:

"¿Cuándo perdí la capacidad de cuidarme a mí misma?... Lo que es simultáneamente reconfortante y alarmante de mi incompetencia doméstica, es que yo estoy rara vez sola. Me siguen millones de mujeres, Gen Xers y Gen Yers, que o han rechazado conscientemente las actividades caseras a favor de la carrera o, incluso más probablemente, fueron criadas en la última edad de la conveniencia y el consumismo".

Esta interpretación de lo que significa para una mujer cuidarse de sí misma es radicalmente nueva o increíblemente retro. Bried es redactor es una importante revista nacional, sin embargo está definiendo la idea de cuidar de sí misma en torno a su capacidad para hacer un pastel.
Claramente, saber cocinar (o tejer, o jardinear) es bueno y útil. Algunos de nosotros -yo incluida- lo encontramos entrañable. ¿Pero es una necesidad moral y ambiental? ¿No es suficiente con que gane lo suficiente para comprar la mermelada -o el pastel, o la rebanada de pan, o el pañuelo? ¿Necesito ser capaz de hacer la mermelada yo misma? Y si estamos elevando la apuesta en nuestras expectativas domésticas, tenemos que preguntar: ¿Quién hace el trabajo extra, las mujeres o los hombres?"
Muchos de los paladines del movimiento DIY dicen explícitamente que el trabajo doméstico no gira sobre el género. Pero también he observado un renacimiento de un anticuado esencialismo de género en algunas sorprendentes fuentes. En los últimos tiempos he oído cosas como: "Hay algo natural en que las mujeres asuman un rol maternal en casa", en boca de mujeres especializadas en estudios de la mujer y doctores en filosofía de la Ivy League.
Lo que era un punto de vista reaccionario y derechista ahora es visto casi como progresista -cosas como "Estamos biológicamente preparadas para hacer esto" o "Hace sentido, desde un punto de vista evolucionista". Cuando te concentras demasiado en la palabra ‘natural’ en relación con el alimento, la ropa y el champú, parece terriblemente tentador aplicarla a la gente.
Natural o no, las mujeres son consideradas abrumadoramente como las guardianas de la salud y seguridad de la familia. Y un creciente número de mujeres con las que he hablado piensan genuinamente que "hacerlo uno mismo" es el mejor -quizás el único- modo de asegurar el bienestar de sus familias. Esta ansiedad y la necesidad de controlar personalmente el alimento y otros quehaceres cotidianos han sido bien observados por los estudiosos: una gran parte del retorno a la domesticidad entre mujeres educadas jóvenes tiene que ver con la "reacción contra un sistema alimentario inoperante", dice la historiadora Marcie Cohen Ferris.
Como me dijo una mamá que-se-queda-en-casa en Pensilvania hace poco: "El único modo de saber de qué está hecho lo que comes, es hacer lo que comes tú mismo’. Una madre y ama de casa en Iowa dijo que quiere tratar de educar a su hijo en casa porque está preocupada por el ambiente en la escuela: los artículos de limpieza, el alimento en la cantina.
Podrías decir que estas mujeres son simplemente amas de casa buscando un propósito más allá más allá del transporte compartido. Como me dice la estudiosa del balance entre trabajo y vida, Joana Williams, la domesticidad extrema puede ser un refugio para las mujeres educadas que han dejado de formar parte de la fuerza laboral: "Has sido adiestrado durante toda tu vida en una atmósfera de alta presión, de grandes logros, y necesitas poner eso en alguna parte", dice. "Así que conviertes tu casa en una arena para deslumbradoras actuaciones".
Pero estos DIY-ers extremos están también expresando un temor y frustración que resuena en cualquiera que se preocupe de los huevos con salmonella o BPA en el vaso entrenador de su hijo. Lo que es decir, la mayoría de nosotros. Su domesticidad puede ser vista como un intento de reparar en un nivel individual lo que no puede solucionar ni el gobierno ni la sociedad. Pro bono. Porque, por importante y satisfactorio que puede ser el trabajo doméstico, el hecho es que no es pagado. Y en un mundo donde las mujeres educadas todavía ganan, en el curso de sus carreras, unos 713 mil dólares menos que los hombres con estudios universitarios, no es nada pequeño.
Mujeres como yo estamos disfrutando de proyectos domésticos de nuevo en gran parte debido a que ya no es un deber, sino una opción. Pero ¿cuántas virtudes morales y ambientales podemos asignar al trabajo doméstico antes de que empecemos a sentirlas, una vez más, como una obligación? Si la historia ofrece alguna lección, mi mermelada casera por diversión podría convertirse en la tarea de mi hija, y finalmente en el "liberador" strudel de langosta de mi nieta. Y... por delicioso que suene, no es lo que realmente quiero en mi mesa de vacaciones en 2050.
[Emily Matchar es una escritora cultural independiente cuyo trabajo ha aparecido en Salon, Gourmet y Outside, entre otras publicaciones. Está trabajando en un libro sobre la ‘nueva domesticidad’.]
28 de noviembre de 2011
25 de noviembre de 2011
©washington post
cc traducción c. lísperguer

quién es usted


¿Piensa usted lo que usted cree que piensa?
[David Brooks] Daniel Kahneman pasó parte de su infancia en París cuando la ciudad estaba ocupada por los nazis. Como otros judíos, tuvo que llevar la Estrella de David en la parte exterior de su ropa. Un día, cuando tenía siete años, se quedó hasta tarde en casa de un amigo, más allá del toque de queda de las seis de la tarde. Dio vuelta el suéter para ocultar la estrella y trató de volver a casa. Un soldado de las SS se acercó a él en la calle, lo cogió y le dio un largo y emotivo abrazo. El soldado le mostró la foto de su propio hijo, habló apasionadamente de lo que mucho que lo había extrañado y le dio a Kahneman algo de dinero como un obsequio sentimental. Kahneman estaba aterrado con la idea de que el soldado SS pudiera ver la estrella amarilla que asomaba por su suéter.
Finalmente Kahneman logró llegar a casa convencido de lo compleja y bizarra que era la gente. Después de la guerra se convirtió en uno de los psicólogos más influyentes del planeta y recibió el premio Nobel en economía.
En realidad, Kahneman no cuenta ese relato de infancia en su libro. ‘Thinking, Fast and Slow’ es un libro de memorias intelectual, no personal. El libro, sin embargo, será con toda seguridad un importante evento intelectual porque resume magníficamente la investigación de Kahneman, y el inmenso alijo de trabajos que ha provocado.
Me gustaría usar esta columna no para resumir el libro, sino para describir lo que creo que será la razón por la que Kahneman y su colega investigador, el difunto Amos Tversky, serán recordados durante cientos de años, y señalar cómo su trabajo ha ayudado a impulsar un cambio cultural que ya está produciendo asombrosos resultados.
Antes de Kahneman y Tversky, los que pensaban en problemas sociales y la conducta humana tendían a asumir que somos, la mayor parte del tiempo, agentes racionales. Asumían que la gente controla las partes más importantes de su propio pensamiento. Asumían que las personas buscan básicamente maximizar sus utilidades y que cuando se desvían de la razón es porque alguna pasión, como el temor o el amor, ha distorsionado su juicio.
Kahneman y Tversky hicieron experimentos. Demostraron que la conducta humana actual a menudo se desvía de los viejos modelos y que los defectos no se encuentran simplemente en las pasiones sino en la maquinaria cognitiva misma. Demostraron que la gente depende de prejuicios inconscientes y reglas generales para explorar el mundo, para bien o para mal. Muchos de estos prejuicios se han hecho famosos: estímulos o preferencias, esquematización y aversión a la pérdida.
Kahneman incluye algunas encantadoras ilustraciones recientes de obras de otros investigadores. [...] Las comisiones de libertad condicional israelíes aprueban cerca del 35 por ciento de las peticiones de los reos cuyos casos revisan, excepto cuando oyen un caso después de comer, durante una hora. En esos casos, otorgan el beneficio de la libertad condicional en un 65 por ciento de las veces. Los compradores adquirirán más latas de sopa si colocas un letrero arriba que diga: "Sólo 12 por cliente".
Kahneman y Tversky no eran dados a las afirmaciones generales. Pero el trabajo que hicieron, ellos y otros, condujo a la revaloración de varias ideas antiguas:

Somos pensadores duales. En nuestra mente tenemos dos sistemas interrelacionados. Uno es lento, deliberado y arduo (nuestro raciocinio consciente). El otro es rápido, asociativo, automático y flexible (nuestro reconocimiento de esquemas inconsciente). Ahora se libra un nuevo y complejo debate sobre las fortalezas y debilidades relativas de estos dos sistemas. En términos populares, lo veo como el debate entre ‘Moneyball’ (revisa los datos) y ‘Blink’ (sigue tu intuición).
No somos pizarras en blanco. Todos los humanos compartimos conjuntos similares de prejuicios. Existe eso que llamamos naturaleza humana. El truco consiste en entender los universales y la manera en que nos contienen.
Somos jugadores en un juego que no entendemos. La mayor parte de nuestro propio pensamiento está por debajo de la conciencia. Hace cincuenta años, la gente asumía que éramos capitanes de nuestras propias naves, pero, de hecho, nuestra conducta es a menudo gatillada por contextos de modos que no podemos ver. Nuestros prejuicios nos llevan a querer frecuentemente las cosas equivocadas. Nuestras percepciones y recuerdos son resbaladizos, especialmente sobre nuestros propios estados mentales. Nuestro libre albedrío está limitado. Tenemos mucho menos control de nosotros mismos de lo que pensamos.
Esta investigación arrojó una versión diferente de la naturaleza humana y un conjunto diferente de debates. El trabajo de Kahneman y Tversky ha sido crucial para entender el modo en que nos vemos a nosotros mismos.
También idearon modos para reconocer nuestros defectos. Kahneman fue pionero de la idea de la "colaboración adversa" -cuando, estudiando algo, se trabaja con personas con las que no estás de acuerdo. Tversky tenía una máxima: "Tomemos los que nos entrega el terreno". No te sobrepases. Entiende lo que ofrecen las circunstancias.
Mucha gente está explorando la tierra incógnita interior. Kahneman y Tversky son como el Michael Lewis y el Steven Clark de la mente.
18 de noviembre de 2011
20 de octubre de 2011
©new york times
cc traducción c. lísperguer

murió león rozitchner


A los 87 años murió el filósofo argentino León Rozitchner. Agudo, polémico, descarnado, el trabajo de León Rozitchner supo tejer una precursora alianza entre Merleau-Ponty, el joven Marx y el último Freud. El adiós a un rebelde que siempre arriesgó la soledad por no dejar la crítica.
[Silvina Friera] Argentina. El ser del filósofo es pensar; encontrar el riesgo en esa punta del cuerno del toro que el torero enfrenta en la lid. León Rozitchner, ese formidable torero "aguafiestas" del pensamiento que murió ayer a los 87 años, arrojó escritos de impiadosa iluminación y belleza. Avezado polemista que supo tejer una precursora alianza entre Merleau-Ponty, el joven Marx y el último Freud, valiente en su soledad, alerta contra todo aquello que pudiera anquilosar sus devastadoras argumentaciones, fue el único intelectual que en 1982, desde su exilio venezolano, se negó a firmar un documento en el que veinticinco intelectuales también exiliados –pero en México–, reunidos en el Grupo de Discusión Socialista, rescataban el hecho de que las islas Malvinas hubieran sido "recuperadas", aunque el manifiesto repudiara la dictadura militar. "Las Malvinas es, entre muchos otros, uno de los eslabones que atenacean el secreto político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido eso que llamamos Patria", afirmó el filósofo, profesor y ensayista en ‘Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia’, libro que escribió durante su exilio y gran pieza disonante dentro de la propia izquierda, que lo eximió de una "metida de pata tremenda" y una declaración "lamentable".

Un Filósofo Intempestivo
León era el "rey de la selva" de la filosofía argentina, un pensador en el borde de lo teológico-político. Su muerte –ese cuerpo que se fue despidiendo desde febrero, cuando fue internado, el mismo día en que murió David Viñas, su compañero de ruta en la revista Contorno– no transforma automáticamente en pretérito un corpus de trabajos que dialogan abiertamente con el presente y el porvenir. Rozitchner trazó una senda, una apuesta de fondo y a fondo por la emancipación, que ahora otros continuarán: mostrar que no hay práctica política que se resuelva sin la pregunta fundamental de cómo pensar, como señalan María Pía López y Diego Sztulwark en el prólogo de León Rozitchner, ‘Acerca de la derrota y de los vencidos’ (publicado por la editorial Cuadrata junto con Ediciones de la Biblioteca Nacional). La escritura fue el laboratorio de un estilo que se labró desde la capacidad para rasgar consensos intempestivamente. Para aguijonear prematuramente. Si en los años ’60 el compás de la época, la musiquita que empezaba a calar hondo en los oídos de muchos jóvenes militantes, fue el entusiasmo por la lucha armada, Rozitchner prefería alertar sobre los puntos ciegos y la tragedia inminente que se avecinaba. Si en los comienzos del siglo XXI un variopinto coro de intelectuales y ex militantes condenó con vehemencia la lucha armada, León argumentaba su legitimidad.
"La escritura tiene algo de sagrado –decía en uno de los ensayos reunidos en ‘El terror y la gracia’, muchos de esos textos publicados en Página/12–. El misterio de por qué hay más bien el ser y no la nada sólo adquiere sentido si nos preguntamos por qué más bien hay alguien que soy yo y no la nada, por qué hay un cuerpo que es el mío y no la nada. Eso es lo raro de lo raro. Es un misterio no religioso –aunque la religión se haya apoderado de él– y en él reside el fundamento de todo sentido. El Otro también es un misterio, tanto para él como para uno mismo. La distancia entre uno mismo y los otros oculta el escándalo: que se nos mate por millones en nombre de la democracia, de la religión, del amor y de la justicia." ¿Cómo se construye una posición, un modo de pensar tan radicalmente original, una escritura que enlaza la relación con Dios, la ley, el deseo, la madre, el cuerpo, la historia, el Otro? En el humus de esta construcción habrá que imaginar a un niño criado en una mueblería de Chivilcoy, donde nació en 1924, tal vez inaugurando ese gesto suyo de amagar con cerrar los ojos –que se puede comprobar en varias fotos– para enfocar y comprender mejor. Ese niño radiografiaba a sus padres, afinaba el oído con el yiddish y los relatos de su abuelo rabino, llegado a fines del siglo XIX. Después llegarían las caminatas iniciáticas por el centro porteño, su vivencia durante los primeros años del peronismo –luego afirmaría que operó como facilitador de un mundo popular al que la izquierda marxista, en sus múltiples versiones, le proponía un camino más arduo–; su educación filosófica marxista, fenomenológica y freudiana en París, donde se graduó en La Sorbona en 1952; sus estudios con Merleau–Ponty y Claude Lévi-Strauss; sus lecturas de Max Scheller, sobre quien escribió su tesis; y Marx.

Belleza y Ferocidad
De regreso a Buenos Aires participó del grupo fundador de la revista Contorno, junto a David Viñas, Ismael Viñas, Oscar Masotta y Noé Jitrik, en la década del ’50; pero también hay que apuntar, en la construcción de ese modo de pensar, la experiencia de su paso por Cuba, el exilio en Caracas y sus clases en la Facultad de Filosofía, en la Universidad Central de Venezuela, donde reflexionó en torno de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, como productor de ideas nuevas. La lectura de Rodríguez le había mostrado un problema: cómo pasar de la primera revolución, la "revolución política" contra los godos que llevó a la creación del Estado-nación, a la segunda, a la "revolución económica" que incluya en el disfrute de la riqueza común a todos los postergados. Hay riesgo, belleza y ferocidad en ese tono siempre punzante. León pensaba con el cuerpo y desde el cuerpo en un puñado de libros capitales como ‘Persona y comunidad’ (1963), ‘Moral burguesa y revolución’ (1963), ‘Freud y los límites del individualismo burgués’ (1972), ‘Perón, entre la sangre y el tiempo’ (1985), ‘Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia’ (1996), ‘La cosa y la cruz’ (1997) y ‘El terror y la gracia’ (2003), un puñado de ensayos hilvanados en torno del genocidio, la muerte, el desplazamiento de lo femenino y el terror, entre otros tópicos, reescribiendo junto con Freud, Marx, Lacan, Artaud, Macedonio Fernández, Althusser y Severino Di Giovanni. El doctor en Filosofía en La Sorbona no pensaba publicar ese libro. Lo confesó ante el suplemento Radar. "Me da asco leerme, supone una autocomplacencia que siempre queda defraudada", aseguró el filósofo, acompañado –como siempre– por su infaltable pipa.

Traidora de Clase
No era un filósofo académico refugiado en abstracciones y en cierta medianía intelectual. Pensar –para Rozitchner– implicaba la puesta en juego del cuerpo, un coraje y una valentía que están moduladas por las ganas de infringir un límite. "Al kirchnerismo hay que situarlo evidentemente en la derrota del pueblo argentino que viene desde el apoyo que le dio al golpe militar, a la guerra de Malvinas y a Menem. Esto constituye un derrotero que marca un fracaso político monumental. Todavía estamos en la dificultad que conlleva salir de esa destrucción. Entonces, ¿sobre qué fondo el kirchnerismo puede hacer una política de transformación? Con los desechos de la derrota del campo popular, bienvenida sea la aparición de este gobierno –subrayaba el filósofo–. En ese sentido, se abre tenuemente una posibilidad distinta que es fundamental pensarla a partir del campo de la política de derechos humanos. Cuando Kirchner hizo bajar el cuadro de Videla al jefe del Ejército, la Argentina sintió un respiro de liberación. Algo cambió en la subjetividad de cada uno de nosotros; dicho de otra forma, nos sacamos el terror de adentro." Como en cada línea que escribía, a Rozitchner le obsesionaban las lógicas profundas de la opresión del hombre.
Uno de sus artículos periodísticos más notables, que quedará en la memoria de muchos lectores, fue "Un nuevo modelo de pareja política", el último que publicó en este diario, el 10 de noviembre del año pasado. En ese texto advertía que si bien Néstor Kirchner no había hecho la revolución económica que la izquierda anhelaba, "inauguró una nueva genealogía en la historia popular argentina" cuando afirmó que "somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo". Rozitchner postulaba que Cristina Fernández y Kirchner plantearon un nuevo modelo social de pareja política. "Cristina es un animal político femenino en pie de igualdad con el animal político masculino de su marido Néstor, cosa que no pasaba con Perón y Evita. Ocupa un rango superior a Evita en la escala de Richter de la evolución femenina. Aquí las diferencias no se contraponen sino que se complementan, como se complementan los cuerpos que al amarse se unen. De allí surge, desde muy abajo, otro modelo político –tiránico o acogedor, según sea la cifra– en los representantes del poder colectivo en el gobierno. Y por eso también desde allí surge ese odio nuevo, tan feroz y mucho más intenso, que se apoderó de gran parte de las clases media y alta argentinas."
Aparte de la agudeza, hay que paladear el lenguaje del filósofo y ensayista, detenerse en ciertas palabras. "Por eso, tantas mujeres sumisas y ahítas de alta y media clase no nos ahorran sus miserias cuando se muestran al desnudo al dirigirle sus obscenas diatribas: no ven lo que muestran. Son mujeres esclavas del hombre que las ha adquirido –o ellas lo hicieron– y al que se han unido en turbias transacciones, donde el tanto por ciento y las glándulas se han fusionado en una extraña alquimia convertida en empuje que llaman ‘amoroso’ –continuaba Rozitchner–. La envidian a Cristina desde lo más profundo de sus renunciamientos que el amor ‘conyugal’ exige pero no consuela. Cristina las pone en evidencia a todas: se han quedado sin jeans que las ciñan, con el culo al aire. Ella tiene, teniendo lo mismo o más de lo que ellas tienen, lo que a todas juntas les falta. Pero saben que tampoco podrían nunca llegar a tenerlo. Por eso, ellas no la envidian: la odian como a una traidora de clase –de clase de mujeres, digo–. La han cubierto de insultos y desprecios: de las ignominias más abyectas que nunca vi salir antes de esas boquitas pintadas de servil encono. Cristina las pone fuera de quicio. Esto también constituye el suelo denso y material de la política, tan unido a la lucha de clases entre ricos y pobres. Ellas también son el resultado de la producción capitalista de sujetos en serie: mercancías femeninas con formas humanas, con su valor de uso y su valor de cambio." Y vale recuperar cómo cierra este artículo y el rebote de su fraseo. "Cristina Fernández-Kirchner ha prolongado y asumido como mujer-madre, y con el hombre que fue su marido, un nuevo modelo social de pareja política. No es poco para recuperar el origen materno del imaginario colectivo que busca una sociabilidad distinta. De todos modos, habremos ahondado un lugar nuevo y más fuerte si, para defendernos, la defendemos: no nos queda otra. Y no he sido ni soy, por eso, ‘kirchnerista’."

Una Izquierda Miope
Cuando se inició el conflicto con el "campo", estuvo en la última movilización en defensa del gobierno. "Nunca el problema de la Nación estuvo tan claramente ligado a la terrenalidad geográfica material del suelo patrio. Pero faltó referir el problema del campo a la expropiación del suelo nacional, que nos pertenece a todos, diferente al de la patria que los terratenientes definen –explicaba en una entrevista que le hizo el Colectivo Situaciones–. La materialidad de la tierra expropiada está ligada a la materialidad de los cuerpos sufrientes expropiados. La izquierda de todos los signos nunca partió de ese nivel elemental para fundar, comprensiblemente para todos, la crítica a la resolución 125", cuestionaba León y levantaba su voz contra la expresión "más miope y miserable de la izquierda, que sólo atinó a reafirmar sus consignas revolucionarias para mantenerse neutral en ese enfrentamiento".
Cada uno esculpe su rostro en el intercambio con el mundo y con los otros. León deja un inmenso bagaje de filamentos corpóreos y afectivos; una obra incómoda y por eso mismo reconfortante que atraviesa y desafía los modos dominantes del pensar.
6 de septiembre de 2011
5 de septiembre de 2011
©página 12

nuevas perspectivas sobre foucault


Filósofos, sociólogos, juristas, médicos y educadores debatirán en un encuentro cultural organizado por la Universidad Pedagógica de Buenos Aires. "Nuestro desafío es pensar una política que esté a la altura de la humanidad de la vida", sostiene Edgardo Castro.
[Silvina Friera] Argentina. Un fantasma recorre la historia del siglo XX: el fantasma de la seguridad. Antes del ‘Manifiesto comunista’ de Marx y Engels que espantó a la burguesía europea, Descartes y Hobbes, "dos paranoicos de la seguridad" –como los define Edgardo Castro–, gestaron la matriz fantasmática en cuestión. El filósofo francés postuló que todo y todos –incluso Dios convertido en un genio maligno– lo querían engañar. Su colega inglés, echando más leña al fuego, creía que sus vecinos y parientes lo querían matar. "En el corazón del liberalismo no está la libertad, sino la seguridad", recuerda Castro para colocar el foco desplazado donde corresponde. A horas de la inauguración del I Coloquio Internacional de Biopolítica y Educación, que comienza mañana en la sede de Apdeba (Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires), los filósofos, sociólogos, juristas, médicos y educadores que debatirán durante tres intensas jornadas prometen sacarse chispas en esta movida cultural organizada por la Universidad Pedagógica de Buenos Aires (Unipe). El sociólogo británico Nikolas Rose (London School of Economics), el profesor de estética y literatura italiana Andrea Cavalletti (autor de ‘Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica’, Adriana Hidalgo), el investigador australiano experto en temas de seguridad Pat O’Malley (Universidad de Sydney) y el brasileño especializado en educación Alfredo Veiga Neto comparten una nueva perspectiva lectora sobre la obra de Michel Foucault, uno de los padres de la biopolítica.
El otro padre que patentó la biopolítica fue el sueco Rudolf Kjellén, a comienzos del siglo XX. El término regresó, varias décadas después, cuando Foucault lo adoptó para definir una de las dimensiones fundamentales de la política moderna: el gobierno biológico de la población, problemática central de sus reflexiones desde 1974 hasta 1979. Sin embargo, hubo que esperar hasta la publicación de los cursos que el filósofo francés dictó en el Collège de France. Recién en 1997, la biopolítica retornó definitivamente a la escena teórica y ensanchó el panorama de interpretaciones de la obra foucaulteana. Los nuevos usos de esta especie de llave maestra potenciaron el horizonte del pensamiento político de las últimas décadas. Castro, uno de los filósofos que organiza el Coloquio, cuenta a Página/12 que este primer encuentro girará en torno de dos grandes ejes: la idea de una política que se hace cargo de la vida de la población –perspectiva más cercana a Foucault– y la idea de una vida de la que surgen formas de hacer política, próxima a Deleuze y a Kjellén. "Lo interesante de la biopolítica es que se trata de la relación de la política con la vida y de la vida con la política en términos amplios, no sólo institucionales o jurídicos; lo que está en cuestión es la vida de las poblaciones, del conjunto", explica el filósofo, investigador del Conicet y uno de los principales traductores de la obra de Giorgo Agamben al español.
"Los análisis biopolíticos se centran sobre todo en las prácticas –subraya Castro–. Aunque no las excluyen, no parten necesariamente de las ideologías ni se orientan a ellas; buscan captar y expresar las formas múltiples que puede tomar el modo en que la vida desafía siempre sus formas políticas. Y viceversa: la política desafía las formas de vida." El autor del ‘Diccionario Foucault’, libro reeditado por Siglo XXI que se presentará el viernes a las 19 en el marco del Coloquio, arroja un puñado de interrogantes con muchos pliegues para indagar. "La vida humana individual y social, ¿puede ser concebida sólo en términos empresariales, de costos y beneficios? La primacía de la economía, ¿hace que vayamos a una sociedad de hombres eminentemente gobernables? En gran medida, estas son todavía nuestras preguntas. Y hay también, por parte de Foucault, un diagnóstico histórico desafiante: las formas modernas de gobernar han sido acuñadas por el liberalismo", advierte.

¿Cómo interpela ese diagnóstico "desafiante" a Latinoamérica?
El gran desafío de la modernidad política fue elaborar técnicas para ajustar el proceso de acumulación de cuerpos –la urbanización de la vida en Occidente– con el proceso de acumulación del capital. El diagnóstico de Foucault es que las formas de gobernar modernas han sido acuñadas por el liberalismo. Las políticas estatales de salud y de educación fueron puestas en marcha originariamente por el liberalismo. Este conjunto de técnicas constituyen lo que él llamó dispositivos de seguridad, los mecanismos que buscan administrar lo aleatorio en términos no sólo de eficacia, sino también y sobre todo de eficiencia. Por eso, la noción de mercado y la creencia en su naturalidad han sido tan importantes en el liberalismo del siglo XVIII. El mercado era, para decirlo de algún modo, un mecanismo que indicaba hasta dónde era razonable intervenir. Según una expresión de Foucault, el liberalismo clásico puso al Estado bajo la tutela del mercado. En el corazón del liberalismo no está la libertad, sino la seguridad. Podríamos leer a Descartes y a Hobbes en este sentido; lo digo un poco exageradamente, pero se los puede calificar de "dos paranoicos de la seguridad". Uno que cree que todo y todos, incluso un dios convertido en genio maligno, lo quieren engañar. El otro cree que todos, sus vecinos y parientes más cercanos, lo quieren matar. Las nociones modernas de certeza –en el orden del conocimiento– y de soberanía –en el orden político– han surgido de estas dos paranoias metódicas. Lo que nos muestra particularmente la historia del siglo XX es que esta búsqueda paranoica de la seguridad puede producir exactamente su inverso: la inseguridad. Hay algo que en la concepción político-antropológica del liberalismo resulta difícilmente aceptable. Georges Bataille hablaba al respecto de gasto inútil; en términos más llanos, lo que hace humana la vida de los hombres no es, finalmente, la eficacia y mucho menos la eficiencia. Creo que aquí está nuestro desafío: pensar una política que esté a la altura de la humanidad de la vida.
Castro augura que los especialistas chilenos encenderán la mecha de varios de los tópicos en danza por estos días. "No tengo dudas de que, desde la vida de nuestras sociedades, tendremos mucho que aportar a este debate abierto por Foucault, cuando el tema del neoliberalismo no estaba de moda, positivamente como en la década de los 90, ni peyorativamente, como en la década sucesiva", subraya el autor de ‘Lecturas foucaulteanas. Una historia conceptual de la biopolítica’ (Unipe).

¿Qué opina sobre la lucha que encabezan los estudiantes chilenos que exigen educación gratuita y de calidad?
Sería reductivo creer que se trata sólo de no pagar para ir a la escuela o a la universidad. Si todos, absolutamente todos, tuviesen suficiente dinero, seguramente no se plantearía esta situación. Lo que está en juego en términos políticos y filosóficos es mucho más que una cuestión de aranceles. La protesta de los estudiantes y profesores es acompañada ahora por sectores amplios de la población; es una protesta social, no sólo educativa. Está en cuestión todo un sistema, a la vez social y jurídico. Basta pensar que, según una ley reservada, el 10 por ciento de las ganancias en moneda extranjera obtenidas por la comercialización del cobre debe ser destinado a la compra de material bélico, unos 7500 millones de dólares desde el 2000. Bachelet intentó derogarla, pero no pudo. Nos encontramos con un Estado que subsidia por ley la defensa, pero convierte en deudores a sus ciudadanos cuando quieren estudiar; algunos estudiantes han publicado en Internet un contador de su endeudamiento educativo. Pero, insisto, no se trata sólo de una cuestión de aranceles. Una educación gratuita puede estar sometida por otros mecanismos a los criterios de eficacia y eficiencia que, aplicados reductivamente, resultan nocivos. Por ejemplo, hay una finalidad social de la educación que no puede medirse, en cuanto a sus resultados, simplemente por el hecho de que alguien obtenga un título universitario. Y una institución educativa no puede ser ponderada sólo por el lugar que ocupe en un determinado ranking; tampoco, el sistema educativo por el aporte al sistema productivo. Está en juego ese gasto inútil del que hablaba Bataille. También esto sale a la luz en las luchas de los estudiantes y profesores chilenos. Y nos interpela.
[* El I Coloquio Internacional de Biopolítica y Educación se realizará en Maure 1850. Consulte agenda de actividades.
31 de agosto de 2011
©página 12

buscando desesperadamente a engels


Engels también merece una fuerte revisión, una consideración de su aporte particular a la teoría marxista básica, más allá del ámbito de los expertos.
[Fernando Bogado] Si hay un dúo filosófico por excelencia en la historia del pensamiento occidental es el conformado por Karl Marx y Friedrich Engels (1820-1895), una amistad teórica que convierte muchas veces al segundo miembro de la asociación en una sombra detrás del título de "marxismo". Así al menos lo considera Tristram Hunt, quien escribió una de las pocas biografías de Engels, titulada ‘El gentleman comunista: la vida revolucionaria de Friedrich Engels’, editada recientemente en castellano por Anagrama.
Hunt hace un excelente repaso de la vida de Friedrich, desde sus días en el pueblo renano de Barmen hasta su ubicación en la sede de la empresa paterna en Manchester. Engels creció en un ambiente pietista: la religión conformaba una práctica cotidiana que no veía con malos ojos el lucro personal, hasta el punto de que el éxito en la vida terrena abría la posibilidad de conformar, con el paso del tiempo, la lista de los destinados a la salvación. Lejos de todo entretenimiento o práctica cultural, el joven Friedrich rechazó con ahínco este mundo en el que creció pese a seguir el mandato familiar de continuar con el emprendimiento familiar y seguir los lineamientos de la incipiente clase burguesa en plena conformación: haz dinero y evita mezclarte con los obreros.
A través de una investigación perfectamente documentada y de estilo llano, directo, pero no por eso menos atrapante, Hunt relata la transformación del joven Engels, desencantado con la vida en Barmen, en uno de los más asiduos frecuentadores de los bares de Berlín, donde entre cerveza y cerveza se discutían las posturas del hegelianismo reinante y se criticaban las vehementes clases que Schelling impartía con el fin de minimizar la importancia filosófica de su fallecido amigo Hegel. El texto logra plasmar la figura del biografiado como una suerte de resultado de su época: del pietismo a la insurrección juvenil, del dandismo de bares y discusiones filosóficas al encuentro con la realidad en las apestosas calles de Manchester, lugar en donde se distanciaría de los objetivos sociales de su familia aún más con el fin de visitar a los obreros en sus pubs y socializar con ellos en cada momento que pudiera, lejos de las reuniones con champagne y astucia verbal que su clase exigía.
El aporte de Engels a la filosofía marxista no puede ser negado: Hobsbawm acompaña los primeros títulos de cada uno de los trabajos de ‘Cómo cambiar el mundo’ con el nombre de los dos amigos, destacando siempre las similitudes y diferencias que podían plantearse en los aportes teóricos particulares de cada uno. El historiador inglés dedica un lúcido artículo a uno de los textos fundamentales de este dandy comunista: "Sobre Engels: La situación de la clase obrera en Inglaterra", donde releva la importancia de sus descripciones de los oscuros paisajes industriales de la Inglaterra decimonónica para entender el impacto que el traslado a Manchester significó para un miembro de la Juventud Hegeliana (hegelianismo de izquierda) que se encontró no sólo con la extrema miseria y la vida alienada de los obreros de fábricas como la suya, sino también con su fuerte componente revolucionario: si bien los movimientos de 1848 que incumbieron a Francia y a Alemania no causaron mucho impacto en Inglaterra, vale la pena considerar los movimientos cartistas de 1842 o la propia variante de socialismo utópico, el owenismo, determinante para el giro al socialismo científico.
Biografías como las de Hunt retoman el contexto contemporáneo de crisis financiera e ideológica casi con el mismo objetivo de Hobsbawm, sólo que cambiando de persona: Engels también merece una fuerte revisión, una consideración de su aporte particular a la teoría marxista básica, más allá del ámbito de los expertos.
15 de agosto de 2011
14 de agosto de 2011
©página 12

el fin del mundo que conocemos


El liberalismo político y económico, por separado o en combinación, no pueden proporcionar la solución a los problemas del siglo XXI. Una vez más, ha llegado la hora de tomarse en serio a Marx.
[Eric Hobsbawm] No está claro hasta qué punto pueden llenar las imaginadas comunidades étnicas, religiosas, de género, de estilo de vida y otras identidades colectivas el vacío dejado por el retroceso de las viejas ideologías de la izquierda socialista. Políticamente, el nacionalismo étnico tiene más posibilidades, puesto que se aplica a las arraigadas exigencias políticas xenófobas y proteccionistas de la clase obrera que resuenan más que nunca en una era que combina la globalización y el desempleo de las masas: "nuestra" industria para la nación, no para los extranjeros; prioridad de los empleos nacionales para los nacionales, abajo con la explotación por el extranjero rico y el pobre inmigrante extranjero, etcétera. Teóricamente, las religiones universales como el catolicismo romano y el Islam imponen sus propios límites a la xenofobia, pero tanto la identidad étnica como la religión funcionan como barreras potenciales contra la vertiginosa globalización capitalista que destruye las viejas formas de vida y las relaciones humanas sin proporcionar alternativa alguna. El riesgo de un acusado desplazamiento de la política hacia una derecha radical demagógica confesional o nacionalista es probablemente mayor en los antiguos países comunistas de Europa y Asia occidental y del Sur, y menos en Latinoamérica. La crisis económica puede aportar un cambio relativo hacia la izquierda similar a lo ocurrido bajo F. D. Roosevelt durante la Gran Depresión en Estados Unidos, pero esto no es probable que suceda en otra parte.
Y sin embargo, algo ha cambiado para mejor. Hemos redescubierto que el capitalismo no es la (o no es la única) respuesta, sino la pregunta. Durante medio siglo su éxito se ha dado por sentado, de tal forma que su mismo nombre cambió sus asociaciones tradicionalmente negativas por otras positivas. Empresarios y políticos podían ahora disfrutar no sólo de la libertad de la "libre empresa", sino de ser francamente capitalistas. Desde la década de 1970, el sistema, olvidando los temores que le condujeron a reformarse a sí mismo después de la Segunda Guerra Mundial y los beneficios económicos de su reforma en la posterior "edad de oro" de las economías occidentales, revirtió a la extrema, o incluso podría decirse que patológica, versión de la política de laissez-faire ("el gobierno no es la solución, sino el problema") que finalmente implosionó en 2007-2008. Durante los casi veinte años posteriores al fin del sistema soviético, sus ideólogos creían que habían alcanzado "el fin de la Historia", "una imperturbable victoria del liberalismo político y económico" (Fukuyama), un crecimiento en un definitivo y permanente orden mundial político y social autoestabilizador del capitalismo, incontestado e incontestable tanto en teoría como en la práctica.
[‘Cómo cambiar el mundo: Marx y el marxismo 1840-2011.’ Eric Hobsbawm Crítica 496 páginas.]

Nada de esto es ya sostenible. Los intentos del siglo XX por tratar la historia del mundo como un juego de suma cero económico entre lo público y lo privado, puro individualismo y puro colectivismo, no han sobrevivido a la manifiesta bancarrota de la economía soviética y la economía del "fundamentalismo de mercado" entre 1980 y 2008. El retorno a una de estas economías no es más posible que el retorno a la otra. Desde 1980 es evidente que los socialistas, marxistas o de otra índole, se quedaron sin su tradicional alternativa al capitalismo, a menos que o hasta que reflexionen sobre lo que querían decir con el término "socialismo" y abandonen la presunción de que la clase obrera (manual) será necesariamente el principal agente de la transformación social. Pero también quedaron indefensos aquellos que creían en la reductio ad absurdum de la sociedad de mercado de 1973-2008. Puede que no esté en el horizonte un sistema alternativo sistemático, pero la posibilidad de una desintegración, incluso de un desmoronamiento, del sistema existente ya no se puede descartar. Ninguna de las partes sabe qué sucedería o qué podría suceder en este caso.
Paradójicamente, ambas partes tienen interés en regresar a un gran pensador cuya esencia es la crítica del capitalismo y de los economistas que no fueron capaces de reconocer a dónde conduciría la globalización capitalista, pronosticada por él en 1848. Una vez más es evidente que las operaciones del sistema económico han de ser analizadas históricamente, como una fase y no como el fin de la Historia, y de manera realista, es decir, no en términos de un equilibrio de mercado ideal, sino de un mecanismo intrínseco que genera crisis periódicas susceptibles de cambiar el sistema. La actual puede ser una de ellas. De nuevo resulta obvio que incluso entre importantes crisis, "el mercado" no tiene respuesta al principal problema al que se enfrenta el siglo XXI: que el ilimitado crecimiento económico cada vez más altamente tecnológico en busca de beneficios insostenibles produce riqueza global, pero a costa de un factor de producción cada vez más prescindible, el trabajo humano, y, podríamos añadir, de los recursos naturales del globo. El liberalismo político y económico, por separado o en combinación, no pueden proporcionar la solución a los problemas del siglo XXI. Una vez más, ha llegado la hora de tomarse en serio a Marx.
15 de agosto de 2011
14 de agosto de 2011
©página 12

marx está de vuelta


A los 94 años, después de publicar sus extraordinarias memorias (‘Tiempos interesantes’), el gran historiador inglés Eric Hobsbawm –que dedicó su vida a analizar y explicar la era moderna, desde la Revolución Francesa hasta los estertores del siglo XX– tenía un libro más por escribir: ‘Cómo cambiar el mundo.’
[Fernando Bogado] Tras sentirse parte de la generación con la que se extinguiría el marxismo de la vida política e intelectual de Occidente, las crisis financieras, la espiral conflictiva del capitalismo y los cambios en América latina le dieron la alegría de volver a su querido Marx. En el libro, despeja con su habitual lucidez las malas interpretaciones, archiva los preceptos que envejecieron y despliega las herramientas que ofrece el autor de ‘El capital’ para entender el mundo en el siglo XXI y hacerlo un lugar mejor.

Imaginen la escena: Eric Hobsbawm, reconocido historiador inglés de corte marxista, y George Soros, una de las mentes financieras más importantes del mundo, se encuentran en una cena. Soros, quizá para iniciar la conversación, quizá con el objetivo de continuar alguna otra, le pregunta a Hobsbawm qué opina de Marx. Hobsbawm elige dar una respuesta ambigua para evitar el conflicto, y respondiendo en parte a ese culto a la reflexión antes que a la confrontación directa que caracteriza sus trabajos. Soros, en cambio, es concluyente: "Hace 150 años este hombre descubrió algo sobre el capitalismo que debemos tener en cuenta".
La anécdota parece casi seguir la estructura del chiste ("Soros y Hobsbawm se encuentran en un bar..."), pero es el mejor ejemplo que el historiador inglés encuentra para mostrar, al comienzo de su nuevo libro, esa idea que está flotando en el aire desde hace tiempo: el legado filosófico de Karl Marx (1818-1883) está lejos de haberse clausurado y, muy por el contrario, las publicaciones especializadas de la actualidad, el discurso político cotidiano, la organización social de cualquier país no hacen otra cosa más que invocar a su fantasma para tratar de lidiar con ese angustiante problema que ha tomado el nombre histórico de "capitalismo".
En el libro, recientemente publicado en castellano, que lleva el sugerente título de ‘Cómo cambiar el mundo’, Hobsbawm vuelve a ofrecer su indiscutible talento para plantear las proposiciones de aquel filósofo alemán que siguen teniendo una vigencia definitoria para construir el presente.
Repasemos antes la presunción de muerte que se colgó al cuello de Marx durante el último cuarto del siglo XX: la crisis del petróleo de 1973 desencadenó un proceso político y económico que organizó eso calificado por Hobsbawm como reductio ad absurdum de los lineamientos de la economía de mercado. La situación generó la aparición de gobiernos conservadores en EE.UU. y Gran Bretaña (con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza de sus naciones), al mismo tiempo que implicó en diversos territorios la implantación de economías de claro corte financiero, situación que en Latinoamérica trajo aparejada la aparición de gobiernos de facto que impusieron este tipo de organización por la fuerza, suplantando las estrategias de desarrollo industrial y sustitución de las importaciones por facilidades para los capitales golondrina, la especulación y la desestructuración de las organizaciones sindicales (sumado, claro está, a las estrategias de represión dispuestas desde ya mucho antes de los golpes, como lo muestra la historia nacional). Aquella serie de cambios culminó con la caída del Muro de Berlín y el bloque soviético en 1989–1991, llevando a su lógica conclusión lo que era obvio para todo el mundo luego de 1960: la URSS no podía resistir mucho más tiempo con su particular versión del marxismo y su economía planificada. Francis Fukuyama, pensador norteamericano de corte neoliberal, se apropió de algunos lineamientos de la filosofía hegeliana para dar la sentencia final acerca de esta sucesión de acontecimientos: estábamos frente al "fin de la Historia", la desaparición del mundo organizado en bloques opuestos que había marcado el destino de todo lo conocido desde finales de la Segunda Guerra Mundial en adelante.
Es en este panorama conciliador de economía globalizada y aparente pacificación social que, a lo largo de la década de los ‘90, todo el mundo dio por enterrado el pensamiento marxista, incluso, con ciertas justificaciones de índole éticas: el nombre de Karl Marx venía siempre de la mano del de Joseph Stalin, entre muchos otros. Marx no era sólo una mala palabra para un gurú económico, sino también para un ciudadano de las zonas más pobres de Rusia, que veía con placer cómo caían las estatuas de Lenin, Stalin y el propio Marx.
¿Quién hubiera dicho entonces que veríamos una foto de Sarkozy leyendo ‘El capital’ y al papa Benedicto XVI elogiando la capacidad analítica de su autor?
Entre 2007 y 2009 (2001, para nosotros), una serie de crisis del sistema capitalista financiero (o "capitalismo tardío" tal como lo han identificado pensadores como Frederic Jameson o Jürgen Habermas), demostraron que lo que se pensó como el comienzo de una era de tranquilidad en términos políticos, sociales y sobre todo económicos allá por 1989 no era tal cosa. El mercado librado pura y exclusivamente a la "mano invisible" de Adam Smith, amparado por la domesticación del Estado, empezó a resquebrajarse sin necesidad de conflicto con otro sistema económico-político.

La Revolución No Es un Sueño Eterno
Lo dijo muy bien el Times tras el derrumbe financiero del 2008: "Ha vuelto". ¿Quién? Marx. Tres años después, el panorama no ha mejorado y en este clima poco prometedor, muchos revisan su figura para recuperar qué es lo que dijo y qué se puede extraer de su análisis con el objetivo de superar las crisis que aquejan por estos días a las principales economías del mundo globalizado (basta revisar cómo empezamos cada semana con un nuevo "lunes negro", por no sumar más días al calendario).
A los 94 años, Hobsbawm observa acertadamente que Marx había dictaminado cuál sería el destino del capitalismo de seguir la línea que a mediados del siglo XIX insinuaba con perfecta claridad: la concentración del capital en unas pocas manos generarían un mundo en donde sólo un número muy pequeño de personas tendrían el mayor número de riquezas, mientras que el sistema no podría seguir el ritmo de su propio crecimiento desproporcionado. La cantidad de riquezas generadas y el continuo aumento de la población no permitirían el desarrollo igualitario de todos los individuos, a lo que se sumaba que el ritmo de crisis cíclicas terminaría aumentando con el tiempo hasta llegar al punto de la inevitable caída del sistema.
En 2002, el economista hindú Meghnad Desai ya anunciaba en un trabajo, ‘La venganza de Marx’, en donde afirmaba que muchos han creído que el pensamiento del alemán se extinguió con la caída de los estados socialistas, pero las tesis y observaciones realizadas en los trabajos iniciales van mucho más allá de esos 70 años de gobiernos comunistas que constituyen sólo un "episodio" del viraje al socialismo: los marxismos no opacan a las observaciones de Marx, y es ese núcleo básico lo que hay que volver a leer.
Hobsbawm coincide con Desai: una cosa son los trabajos originales y otra la manera en que esos libros (con sus avatares particulares, sus malas traducciones o sus publicaciones tardías) formaron escuelas a lo largo de todo el mundo. Esa historia de la escuela marxista es la que se terminó con la caída del Muro, no la fuerza política y filosófica de los primeros planteos. Este renacer de Marx es lo que entusiasma ahora a un Hobsbawm que se presentaba como un tanto decepcionado con la idea de que, durante la década del ‘80 hasta finales de 2000, el "mundo marxista quedó reducido a poco más que un conjunto de ideas de un cuerpo de supervivientes ancianos y de mediana edad que lentamente se iba erosionando".
¿Cuáles son esas ideas? ¿Qué cosas de Marx hay que conservar? En primer lugar, la naturaleza política de su pensamiento. Para él, cambiar el mundo es lo mismo que interpretarlo (parafraseando una de las míticas ‘Tesis sobre Feuerbach’); Hobsbawm considera que hay un temor político en varios marxistas a verse comprometidos en una causa, sabiendo de antemano que para entrar a la lectura de Marx tuvo que haber primero un anhelo de tipo político: la intención de cambiar el mundo.
En segundo lugar, el gran descubrimiento científico de Marx, la plusvalía, también tiene lugar en este ensayo histórico de prueba y error. Reconocer que hay parte del salario del obrero que el capitalista lo conserva para sí con el objetivo de aumentar las ganancias con el paso del tiempo es encontrar la prueba de una opresión histórica, el primer paso para llegar a una verdadera sociedad sin clases, sin oprimidos. Los obreros son conscientes de esa injusticia y sólo mediante una organización política coherente podrán "dar vuelta la tortilla". A diferencia de lo que creían los gurúes de la globalización, ni los obreros ni el Estado son conceptos en desuso: Hobsbawm aclara que "los movimientos obreros continúan existiendo porque el Estado-nación no está en vías de extinción".
Por último, la existencia de una economía globalizada demuestra aquello que Marx reconoció como la capacidad destructora del capitalismo, más un problema a resolver que un sistema histórico definitivo. Hobsbawm llama la atención, desde el filósofo alemán, a esa "irresistible dinámica global del desarrollo económico capitalista y su capacidad de destruir todo lo anterior, incluyendo también aquellos aspectos de la herencia del pasado humano de los que se beneficio el capitalismo, como por ejemplo las estructuras familiares". El capitalismo es salvaje por naturaleza y su final –al menos, el final de la idea clásica de capitalismo– es evidente para cualquier persona en el mundo.
Es muy difícil decir que del análisis de Marx se pueda sacar un plan de acción "a prueba de balas". La teoría marxista clásica habló muy poco de modelos de Estado o de lo que sucedería una vez instalada la revolución y sí mucho de análisis económico: pensando lo que sucede es que se puede saber cómo actuar. Lo que Marx dio fueron herramientas, no recetas dogmáticas. Como bien dice Hobsbawm, los libros de Marx "no forman un corpus acabado, sino que son, como todo pensamiento que merece este nombre, un interminable trabajo en curso. Nadie va ya a convertirlo en dogma, y menos en una ortodoxia institucionalmente apuntalada".
Pero claro, la vida te da sorpresas: si bien hay planteos de Marx que se conservan, hay muchos otros que el curso de la Historia (y los hombres que la viven) ha cambiado. Por ejemplo, una de las paradojas del siglo es que si bien Marx creía que la revolución se terminaría dando en todo el mundo ("¡Trabajadores del mundo, uníos!"), los alzamientos que terminaron con el marxismo en el poder durante el siglo XX se dieron en países bien diferentes de Alemania, Inglaterra y Francia, el triángulo en que, para Marx, empezaría todo.
A su vez, el marxismo se mezclaría con movimientos de cambio o grupos que reconocían diferentes injusticias sociales en territorios insospechados. En Rusia, por ejemplo, la filosofía marxista se mezcló con el nacionalismo agrario narodnik, al menos, en un primer momento. En China, la revolución se dio en una cultura agrícola no occidental, imperial y milenaria. A su vez, todos esos modelos de país concordaban muy poco con la idea original: tal como afirma Hobsbawm, "en el período posterior a 1956, una gran mayoría de marxistas se vieron obligados a concluir que los regímenes socialistas existentes, desde la URSS hasta Cuba y Vietnam, estaban lejos de lo que ellos mismos habrían deseado que fuese una sociedad socialista, o una sociedad encaminada al socialismo".
Quizás el artículo más determinante es aquel dedicado a la redacción del ‘Manifiesto del partido comunista’, el texto breve de 1848 en donde Marx y Engels declaraban la inevitable presencia de un partido que no era, en esos tiempos, el mismo tipo de organización que el siglo XX conocerá luego de las propuestas operativas de Lenin. El objetivo fundamental de la creación de un PC era distinguir su propuesta de la de toda otra forma de avatar socialista, sobre todo en sus variables utópicas: de Saint-Simon a los falansterios de Fourier, donde la libertad sexual (y las correspondientes "orgías coreografiadas") se equiparaba a una libertad laboral. Un siglo y pico después, tal vez ese PC haya sido mal entendido.
Pensar la transición de sociedades agrarias a sociedades socialistas, o revisar el cambio histórico del feudalismo al capitalismo, ha sido uno de los puntos que más preocuparon al último Marx: allí se encuentra la posibilidad de entender desde el presente los movimientos revolucionarios en naciones con estructuras agrarias como las presentes en Latinoamérica, Africa o algunas zonas de Oriente. Más allá de las condiciones para que se dé el cambio (descontento social, conciencia del conflicto, etc.), el marxismo clásico del siglo XIX sostenía la necesidad de ciertas condiciones objetivas para la revolución: desarrollo industrial y comercio a gran escala (lejos de las artesanías y el comercio "cara a cara"). América latina conoció la refutación de estas condiciones en el Che Guevara: donde había una necesidad, no había sólo un derecho, sino también una posible revolución. Hobsbawm, atento a este tipo de experiencias, demuestra el interés particular que existe por revisar el cambio al socialismo fuera de los límites de Europa.

La Cintura Cósmica de Marx
En una entrevista realizada para el diario The Guardian por Tristram Hunt –quien acaba de publicar, oh casualidad, la biografía de Engels también reseñada en estas páginas– y aparecida en enero de este año, Eric Hobsbawm habló con entusiasmo de la recuperación de cierto lenguaje económico y político que se creía clausurado luego del auge liberal de las últimas décadas del siglo XX: "Hoy en día, ideológicamente, me siento más en casa en Latinoamérica porque sigue siendo la única parte del mundo donde la gente todavía habla y conduce su política en el viejo lenguaje, en el lenguaje del siglo XIX y del XX del socialismo, el comunismo y el marxismo". Si bien la pregunta apuntaba a la salida de Lula del gobierno y la ubicación de Brasil dentro del grupo de naciones con perspectivas de liderazgo mundial (el BRIC, junto a Rusia, India y China), la respuesta renueva la repercusión de la coyuntura política latinoamericana dentro del panorama mundial y la presencia de diversos gobiernos de izquierda y centroizquierda en el continente.
Uno de los últimos artículos del libro, "Marx y el trabajo: el largo siglo", señala precisamente que las organizaciones proletarias con fines políticos no necesariamente van de la mano de la teoría marxista. El mejor caso para explicar su punto lo encuentra en nuestro intrigantes pagos: "Los socialistas y comunistas, frustrados desde hace tiempo en Argentina, no podían comprender cómo un movimiento obrero radical y políticamente independiente podía desarrollarse, en la década de 1940, en aquel país, cuya ideología (el peronismo) consistía básicamente en la lealtad a un general demagogo".
La victoria de partidos obreros en el continente, alimentados por la perspectiva marxista de justicia y progreso igualitario pero no ligados a organizaciones de neto corte comunista, presenta la posibilidad de una transición a un Estado socialista no mediada por una revolución, tal como se planteo en los términos de la URSS y la histórica Revolución del ‘17, o como el imaginario actual lee el devenir de la revolución cubana de 1959. En definitiva, hay cosas que la misma Historia, no Marx o sus muchas interpretaciones, han demostrado que son inviables: el socialismo ruso fracasó por mantener una economía de guerra a corto plazo que se proponía objetivos difíciles que implicaban esfuerzos y sacrificios excesivos (desde concentrar todo el excedente y el esfuerzo productivo con tal de conquistar el espacio exterior a cambiar las prácticas de producción agraria). Separar a Lenin y a Stalin del pensamiento de Marx es un acontecimiento dado en los últimos años que puede mostrar las facetas más interesantes para una teoría del presente. Es decir, algo necesario que permite pensar las circunstancias actuales para apuntalar el cambio dentro de la compleja geografía latinoamericana.
El marxismo ha tenido varias crisis a lo largo de su historia. Desde que se propuso poner a Hegel "patas para arriba" y transformar todo el discurso de lo espiritual en atención a lo material, ya en 1890 aparecieron los primeros críticos a los planteos básicos de esta filosofía. Sin embargo, hay algo en las ideas de Marx que sigue interpelando al hombre contemporáneo, que sigue hablando de un cambio no considerado como mero anhelo existencial o aspiración utópica, sino como situación posible de llevar a cabo en la actualidad, ante todo, por la vía democrática y partidaria. Como bien pregunta Soros, y como escribe Hobsbawm: "No podemos prever las soluciones de los problemas a los que se enfrenta el mundo en el siglo XXI, pero para que haya alguna posibilidad de éxito deben plantearse las preguntas de Marx".
14 de agosto de 2011
©página 12