testigo del horror nazi
19 de abril de 2010
Mientras otros trataban desesperadamente de escapar del campo de exterminio de Auschwitz, un prisionero de guerra arriesgó su vida para entrar. Tenía que ver qué estaba pasando, sabiendo que algún día habría un ajuste de cuentas.
[Henry Chu] Bradwell, Inglaterra. Llegaban hombres en uniformes a rayas que parecían boxeadores y terminaban como esqueletos. Denis Avey los podía ver consumiéndose en un lugar tan espantoso que incluso la naturaleza lo había abandonado, y no se veía nunca ni una abeja ni una mariposa.
Había prisioneros judíos alojados en la parte más tenebrosa de Auschwitz, sometidos a brutalidades y atrocidades que Avey, un prisionero de guerra inglés encerrado en otra sección del campo, no habría podido imaginar.
Pero entonces, pensó, ¿por qué sólo tratar de imaginarlo? ¿Que si, de algún modo, viera esos horrores con sus propios ojos: ver, recordar, contar al mundo sobre ello?
Así que el soldado de veinticinco años empezó a darle vueltas a la idea, elaborando pronto un plan tan audaz que, más de sesenta y cinco años después, todavía sacude su cabeza pensando en lo absurdo que era. Mientras tantos judíos y otros prisioneros mantenidos en el infame campo de concentración estaban tratando desesperadamente de salir de él, Avey estaba en realidad tramando un plan para entrar en él.
Por audaz que parezca, el intento de infiltrar el corazón de las tinieblas nazis fue parte inherente de una extraordinaria carrera de tiempos de guerra en la que Avey peleó en África del Norte con las famosas Ratas del Desierto británicas, fue capturado por tropas enemigas, sobrevivió el hundimiento de una lancha llena de prisioneros de guerra y languideció durante un año en un campo de prisioneros en Italia antes de llegar a Polonia ocupada entonces por los nazis.
Ahora de 91 años, Avey finalmente ha sido reconocido por su valentía de entonces, especialmente por su papel en el rescate de un prisionero judío en Auschwitz. Hace poco el gobierno británico lo galardonó con una medalla, y Yad Vashem, el centro conmemorativo del Holocausto en Israel, está considerando agregar a Avey a su cuadro de honor de ‘Los Justos entre las Naciones’ -no judíos que arriesgaron sus vidas para salvar a judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
Todo esto es un poco abrumador para un nonagenario que durante décadas metió sus experiencias de guerra detrás de un muro de silencio, después de que su primer intento de contar su historia fuera recibido con escandalosa indiferencia por sus superiores.
"No me siento héroe. Estoy apenado", dijo en su casa aquí en el apacible campo del norte de Inglaterra. "Yo era ese tipo de persona. Creía en algunas cosas con las que crecí".
Avey llegó a Auschwitz hacia fines de 1943, junto a otros cientos de prisioneros de guerra de Gran Bretaña, Australia y otros países, a un campo conocido como el campo de trabajo E715. Aunque formaba parte del complejo de Auschwitz, estaba a alguna distancia del infierno conocido como Auschwitz-Birkenau, que contaba con las infames cámaras de gas y hornos crematorios de la "solución final" de Hitler.
Los prisioneros de guerra eran obligados a trabajar en una fábrica de IG Farben, un conglomerado alemán dedicado a la manufactura de caucho sintético para contribuir al esfuerzo de guerra nazi.
Los prisioneros judíos más sanos eran llevados a trabajar a la fábrica, pero recibían un tratamiento mucho más duro de parte de sus vigilantes alemanes. Eso repugnaba a hombres como Avey, que no podían ignorar el espantoso destino que esperaba a muchos de sus compañeros de trabajo.
"Cuando el viento soplaba en la dirección equivocada, podías oler los hornos crematorios. Todos sabían muy bien qué estaba pasando allá", dijo Duncan Little, autor de ‘Allies in Auschwitz’, la versión de los prisioneros de guerra británicos en el campo E715.
"Trataron de ayudar en todo lo que podían. Por ejemplo, la comida que les daban los nazis a los judíos era derechamente incomestible. Algunos prisioneros británicos dejaban el suyo en un rincón para que lo utilizaran los trabajadores judíos".
Aunque el contacto estaba estrictamente prohibido, algunos prisioneros de guerra y judíos lograban comunicarse subrepticiamente. Avey trabó amistad con un joven judío nacido en Alemania, llamado Ernst, con el que podía conversar, a veces, si tenían cuidado.
"Puedes hablar alemán por la comisura de tus labios", dijo Avey, agregando con una sonrisa: "Aunque es difícil".
Ernst conocía a Avey, un pelirrojo, sólo como ‘Ginger’. Mientras crecía su amistad, Ernst le confió que tenía una hermana que había escapado a Inglaterra unos años antes. Avey le preguntó dónde vivía.
Como prisionero de guerra, tenía derecho a escribir cartas a su casa. Le envió a su madre una misiva cuidadosamente redactada, contándole sobre un amigo cuya familia no sabía que estaba vivo y pidiéndole que se pusiera en contacto con la hermana del amigo para decirle que "todo estaba bien".
Le pidió a su madre que le enviara cigarrillos, que pensaba regalarle a Ernst.
"Milagrosamente, la carta llegó a destino, y los cigarrillos llegaron cuatro meses después", recordó Avey. "Doscientos".
En el campo valían lo que vale el oro. Durante las siguientes semanas, Avey pudo pasarle algunos a Ernst, el joven prisionero judío que los usaba para negociar raciones extras y otros artículos.
Más tarde, esos cigarrillos le salvaron la vida.
Entretanto, Avey estaba planeando un plan todavía más audaz que darle a su amigo judío cigarrillos de contrabando: ver con sus propios ojos las inenarrables cosas que les estaban haciendo a los judíos en Auschwitz.
"¿Conoces la palabra ‘conjetura’? Nunca estuvo en mi vocabulario", dijo. "Quería saber qué estaba pasando exactamente allí dentro... Yo sabía que algún día habría una rendición de cuentas".
Avey convenció a un judío holandés que trabajaba en la fábrica para que le cediera su lugar durante una noche, un riesgo monumental que podría haber terminado con el fusilamiento de ambos. El holandés accedió a cambio de una tarde de mejores raciones, una cama más cómoda y un descanso, por breve que fuese, del incesante horror. Él y Avey tenían la misma estatura y la complexión, pero eso, dijo Avey, no era suficiente.
"Me rapé completamente", dijo. "Y antes de eso, ensucié mi cara y mis ojos".
También estudió cuidadosamente y copió la postura desgarbada, de derrota, de muchos de los prisioneros judíos, que ya no tenían ni comida ni esperanza.
El día acordado, los dos hombres se introdujeron en un cobertizo sin uso y se cambiaron de ropa, coordinándose de tal modo que Avey pudo salir y entrar en la línea de prisioneros judíos cuando eran obligados a marchar hacia su propio campo.
"Fueron semanas de planificación", dijo. "Fue muy preciso. Tenía que ser así... Sabía que necesitábamos mucha suerte.
"Hablar sobre esto suena ridículo. Pero ese es el tipo de persona que era yo. Yo era un chiflado".
El plan funcionó, hasta cierto punto. Los prisioneros judíos a los que se unió no estaban alojados en Auschwitz-Birkenau, como había esperado Avey, sino en un campo más cerca de la fábrica.
Sin embargo, dijo, supo que estaba entrando al infierno cuando vio el cuerpo de un hombre ahorcado, colgando de la horca justo pasando el portón de entrada, que llevaba la infame frase "El trabajo libera". Dentro, mientras la orquesta del campo tocaba a Wagner, a los prisioneros se les pasaba lista y luego esperaban sus raciones.
"Lo podías oler a un kilómetro de distancia. Era una horrible sopa de repollo, y eso era todo", contó Avey. "Tenías un cuenco -todos tenían un cuenco de metal- y tenían que cuidarlo. Lo usaban como almohada, para impedir que se los robaran".
Esa noche, apretujado entre otros dos hombres en una sucia litera, Avey no durmió. Los prisioneros desvariaban cuando dormían, o gritaban por las pesadillas. Él quería mantenerse despierto, para poder interrogar a los tipos que estaban con él.
"Les hice montones de preguntas: nombres de los guardias que habían asesinado a personas", contó. "También quería los nombres de los oficiales de las SS".
Al día siguiente, contó Avey, él y su doble holandés volvieron a cambiar de lugar.
Pero para él no había sido suficiente. Quería reunir más datos, especialmente sobre la temida "selección", en la que los nazis separaban a los que se veían en estado de seguir trabajando de los que serían subidos en camiones hacia las cámaras de gas.
Así que Avey y el holandés cambiaron de lugar por segunda vez. Una vez más, el plan funcionó; una vez más, cambiaron de lugar al día siguiente.
Increíblemente hubo incluso un tercer intento, que casi terminó en desastre. Un guardia vio a los dos hombres apartándose. Avey inventó rápidamente una excusa inocente, que el guardia aceptó.
Asustados por el incidente, él y el holandés decidieron que era suficiente.
En enero de 1945, cuando las tropas rusas se acercaban, los nazis evacuaron Auschwitz, empujando a los prisioneros a marchas de la muerte, que se cobraron la vida de miles de ellos.
Avey avanzó durante cientos de kilómetros, pero se escapó cuando el grupo se acercaba a la frontera con Austria. Finalmente topó con soldados estadounidenses, que le ayudaron a volver a Inglaterra.
Para incredulidad de su familia, que pensaba que había muerto, Avey entró por la puerta de su casa dos días antes del Día de la Victoria en Europa.
Regresó a su regimiento en Winchester y buscó a un teniente para contarle lo que, corriendo un gran riesgo personal, había visto en Auschwitz.
El teniente, dijo Avey, lo miró por encima. Dolido por la indiferencia, Avey decidió no volver a mencionar el asunto.
Dejó el ejército y de retorno en la vida civil encontró un trabajo como ingeniero. Sufriendo lo que probablemente sería diagnosticado hoy como trastorno de estrés post-traumático, buscaba descargar adrenalina en actividades tales como correr con los toros en Pamplona y en deportes ecuestres.
"Estaba desesperado por volver a vivir", dijo. "Tuve pesadillas durante años. Durante esos años fui un tiro al aire. Eso me afectó mucho".
No le contó a nadie -no a su primera esposa, ni a su esposa actual, ni a su hija- sobre sus experiencias durante la guerra.
"Yo sabía que me ocultaba algo", dijo su esposa Audrey. "Naturalmente, le pregunté. Pero nunca me respondió".
El muro de silencio finalmente se rompió hace unos siete años, cuando Avey fue invitado a un programa de la BBC sobre las pensiones de guerra. Los recuerdos le brotaron súbitamente y sus anfitriones en el programa apenas podían creer la extraordinaria historia que estaban escuchando.
La BBC empezó a preparar un documental y pudo descubrir el nombre completo del joven prisionero judío con el que Avey había trabado amistad en Auschwitz, Ernst Lobethal, y localizar a su hermana, todavía viva, en el centro de Inglaterra.
Avey no sabía que Ernst había sobrevivido la guerra, ni que se había marchado a Estados Unidos, donde, como Avey, había trabajado como ingeniero. Antes de su muerte en 2001, Lobethal se había cambiado el nombre a Ernest Lobet, y había grabado su historia en video para la Fundación Shoah de Steven Spielberg, que ahora pertenece a la Universidad de Carolina del Sur.
En una emotiva reunión a fines del año pasado, la BBC pudo reunir a Avey y la hermana de Lobet, Susanne Timms. Limpiándose las lágrimas, los dos se sentaron en el sofá de Avey, cogidos de las manos, mientras miraban el video de Lobet.
En este describe cómo el prisionero de guerra británico conocido solamente como ‘Ginger’ le dio diez cajetillas de cigarrillos ("Es como si te regalaran el Rockefeller Center"). Cambió algunas por favores, incluyendo uno que finalmente le permitió sobrevivir las marchas de la muerte.
"Las suelas de mis zapatos habían empezado a estropearse y en el campo, por supuesto, también había zapateros", recordó Lobet. "Me hice poner dos gruesas suelas nuevas en mis botas a cambio de dos cajetillas de Player ingleses. Y eso... más tarde me salvó la vida en las marchas de la muerte".
Timms, 87, nunca pensó que conocería al hombre que había salvado a su hermano.
"Es una persona maravillosa. Tiene una personalidad muy fuerte", dijo Timms en una conferencia telefónica. "Me habría gustado que mi hermano lo hubiese conocido antes de morir".
Ahora, pese a sus años, Avey sigue conservando una vigorosa salud, excepto por una compresión en la espalda y jadeos después de las caminatas.
Todavía hay algo de la desenvoltura del joven soldado en él. Con una risa socarrona, reta a su visitante al que dobla en edad a una prueba de fuerza y describe sus años aprendiendo judo, alardeando sin pestañear: "Podría matarte con sólo un dedo".
Él y su mujer viven con sus dos Springer Spaniel, en un paisaje de verdes colinas. En estos días, sin embargo, esa tranquilidad la rompen constantemente las llamadas telefónicas de periodistas, grupos comunitarios y otros, ansiosos por oír sus experiencias.
El hombre que mantuvo su historia en una botella durante décadas ahora parece feliz de compartirla.
3 de abril de 2010
©los angeles times
cc traducción mQh
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