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PEREGRINOS CAMBOYANOS VUELVEN A LA AMARGURA - seth mydans


Son casos difíciles, son hijos de refugiados camboyanos y ahora han sido deportados al país de sus padres, que no conocen.
Phnom Penh, Camboya. "¡Hola, guapa!", gritó al pasar con su moticicleta, y cuando ella gritó de vuelta: "¡Hola, guapo!", frenó bruscamente, sorprendido.
"Normalmente te insultan, o te miran raro", dijo el joven, que se hace llamar Hawaii. Sin ninguna duda, es un tipo extraño aquí en las ajetreadas calles de la capital camboyana.
"Tengo mi mochila elegante con mis botellas de mayonesa -es difícil conseguir mayonesa aquí- y soy diferente a todos los demás", dijo, recordando ese primer momento de lo que llama su historia de Romeo y Julieta. Con su gorra de béisbol echada para atrás, sus pendientes, su pañuelo grande y sus pantalones bombachos, y con unos pavorosos tatuajes que empiezan en un brazo y terminan en el otro, podría ser tomado fácilmente por un pandillero de una ciudad norteamericana transplantado aquí.
Y eso, más o menos, es lo que es, un chico norteamericano, de 25 años, difícil e inadaptado, que pasó seis años tras las rejas por atraco y tráfico de drogas y vive ahora en el exilio en este país tan completamente diferente al suyo.
Hawaii -cuyo nombre de nacimiento es Toeun Chhin- es uno de los 112 norteamericanos camboyanos que han sido, para decirlo crudamente, enviados al lugar de donde venían después de cumplir su sentencia en Estados Unidos por delitos serios. Unos 1.300 más están en la cola para seguirlos.
La mayoría de ellos llegaron a Estados Unidos de niños, cuando sus padres escaparon de la violencia y del terror en Camboya hace dos décadas. Debido a que sus familias nunca completaron los trámites para obtener formalmente la ciudadanía, pueden ser deportados, como criminales, en virtud de un acuerdo firmado con Camboya en 2002.
Para los deportados y aquellos que se preocupan por ellos, esto les parece un rechazo arbitrario e inhumano de los exiliados que encontraron un refugio en Estados Unidos, pero no pudieron realizar el sueño americano.
"¿Por qué hacer que una persona este todo ese tiempo en prisión y después echarme?", dijo Hawaii. "Tú no sólo sufres las consecuencias de tus crímenes. Te están quitando a América, te están quitando tu vida".
Causa confusión emocional, dijo, "agarrarte y echarte a un lugar sobre el que no sabías nada".
El aterrizaje de Hawaii fue duro.
Como otros deportados, fue primero atendido por un asistente social norteamericano llamado Bill Herod, que llena él solo el vacío que hay entre la nación que los expulsa, a la que no le interesa lo que ocurra con ellos, y el país que los recibe, que no los quiere.

Como muchos otros deportados, Hawaii nunca tuvo un trabajo; como muchos, llegó desde una familia de refugiados traumatizada y quebrada; como muchos, estaba enrabiado, confundido y atemorizado y estaba acelerando su propia ruina metiéndose drogas.
Hawaii habla el camboyano, lo que le ofrece una posibilidad de ser asimilado.
"No lleva una vida normal desde que tenía 12 años", dijo Herod, que dirige su Proyecto de Asistencia a los Refugiados con de financiamiento que consigue por aquí y por allá. "Se ha dado golpes contra todo. Tiene un montó de historia. No puede controlar su rabia, no puede controlar sus relaciones, pero sigue adelante".

Cuando llegó el año pasado, Hawaii continuó viviendo como vivía en Honolulu, donde creció. Se metió en peleas callejeras en Phnom Penh, fue acuchillado y golpeado y hospitalizado, arrollado por una motocicleta, vendió drogas y fue arrestado.
Fue expulsado del centro de acogida donde trabaja Herod para ayudar a los retornados a no meterse en líos y a buscar trabajo.
"Estaba durmiendo en la calle, buscando 500 riel para comprar un cueco de arroz, y sabía que iba a morir en la calle", dijo Hawaii. "Por la noche en la calle, sin nadie a quien recurrir, y la calle es tranquila. Pero en lo más profundo de ti, donde nadie puede verte, sabes que no hay nadie a quien le importes".
Ha transformado ese sentimiento en una filosofía de vida: "No confíes en nadie y no le pidas ayuda a nadie, porque nadie te va a ayudar".

Hawaii ni siquiera está seguro de dónde nació -en Camboya o en un campo de refugiados en Tailandia, el punto de tránsito para mucha gente que huyó del país al final del terrible gobierno de los Khmer Rouge, durante el que murieron 1.7 millones de personas entre 1975 y 1979.
Su padre se quedó atrás y su madre comenzó una nueva familia en Estados Unidos con un nuevo marido, dándole la espalda al niño a medida que se metía en más y más problemas.
Cuando viajó a Phnom Penh para una boda familiar, no hace mucho, Hawaii se puso su mejor camisa y fue a recibirla al aeropuerto. "Me pasó 100 dólares y me dijo que volviera a tratar de verla nunca más", dijo.
Hawaii encontró a su padre aquí -ahora un alto oficial de la policía-, pero este lo rechazó en la puerta de la casa. "Hombre, aquí fuera hace frío", le dijo Hawaii.
El exilio puede ser una oportunidad después de una vida de fracasos, dijo Herod, una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. Algunos retornados incluso se cambian de nombre.
Hawaii se está esforzando ahora como ayudante de Herod, haciendo los mandados, atendiendo el teléfono y asesorando a los casos más difíciles de entre los retornados.
El problema es que él mismo es un caso difícil. No es fácil romper con los hábitos violentos que has tenido toda la vida.
"A veces tenemos dos o tres crisis al día", dijo Herod. "Nos crea constantemente problemas. Es muy bueno y muy malo al mismo tiempo, mezclados en uno. Así que si logro mantenerlo en vida, limpio y sobrio, es un progreso".
Hawaii ha ganado lo suficiente en este centro de acogida como para alquilar un pequeño apartamento y comprar una motocicleta, y así es como conoció a su Julieta -una obrera de 21 años llamada Sar que sabe lo que significa la vida dura.
Desde ese primer momento de impertinencia, se dio cuenta de que había encontrado a su pareja, testaruda y voluntariosa, no exactamente una princesa del hogar, ni muy romántica, y mucho más una domadora de leones que otra cosa. Cuando él le pega, ella le pega de vuelta.
"Es amor, man", dijo Hawaii. "Cuando no tienes a nadie y se aparece en tu vida una persona como esta, es todo, man. Yo quiero tener una familia. Estoy solo, no tengo amigos, nada. Simplemente me metieron en un avión. Y no quiero perderla, ¿me entiendes?"
La perdió una vez cuando la golpeó y ella lo dejó. Casi la volvió a perder cuando golpeó a su madre. El único modo de conservarla, le dijeron sus padres de ella, era casándose con ella.
Y así, hace poco, un domingo lluvioso, Hawaii se puso un traje gris (pero con su gorro de lana blanca) y Sar de lentejuelas como una princesa camboyana, se juraron lo que los recién casados suelen jurarse: que Hawaii cuidaría de Sar, y Sar de Hawaii.
El novio salió tres veces de la recepción y volvió dos, pero al final nadie parecía haberse dado cuenta de que se había ido. "El lado bueno", dijo Herod, "es que no le pegó nadie ni rompió nada".
Eso parece ser un progreso. Hawaii tiene ahora su segunda oportunidad, para mejor o peor.
"Tengo a Bill, tengo a mi chica, y tengo un mono", dijo justo antes del gran día. "Sólo me falta una verja blanca".

6 de noviembre de 2004
17 de noviembre de 2004
©new york times
©traducción mQh

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