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oh, henry


[David Greenberg] Un historiador analiza la realpolitik de Kissinger.
Debido quizás al penetrante hedor nixoniano de la Casa Blanca de Bush -la política patriotera, las declaraciones de ‘l'état, c'est moi', la guerra- esta temporada ha producido todo un tesoro de libros sobre los protagonistas de Watergate. El clima actual ha vuelto a dar vida a las ansiedades sobre una presidencia demasiado imperial, llamando nuevamente la atención sobre los años de Nixon entre escritores tan eminentes como Robert Dallek, Elizabeth Drew, Margaret MacMillan, James Reston Jr. y Jules Witcover -para no mencionar la biografía de Nixon de mano del polémico magnate Conrad Black y el drama de Broadway, ‘Nixon/Frost'.
Uniéndose a esta cola cada vez más larga se encuentra Jeremi Suri, historiador de la Universidad de Wisconsin, con un útil e idiosincrásico estudio, ‘Henry Kissinger and the American Century'. Suri no está tratando de competir -ni por la audiencia ni por posiciones académicas- ni con el Nixon y Kissinger de Dallek ni con el Nixon y Mao de MacMillan, que combinan el rigor académico con la diversión popular. El Kissinger de Suri es una cavilación sobre el cerebral profesor de Harvard convertido en asesor de seguridad nacional que, aunque intencionadamente limitado en su radio de acción, era sin embargo osado en su alcance.
Con su grave farfullar germánico, gafas con marco de carey, fría defensa de la realpolitik y una cabeza que Oriana Fallaci comparaba con la de un cordero, Kissinger se ha convertido en uno de los más inverosímiles iconos estadounidenses. Como su igualmente complejo y controvertido protector, Richard Nixon, ha generado resmas de chácharas, teorías psicologizantes y anécdotas, desde su tesina de 383 páginas hasta sus presuntas aventuras con desconocidas estrellas de cine. (Una historia favorita: cuando una admiradora le agradeció por haber "salvado al mundo", Kissinger replicó: "De nada"). Aunque fuera sólo por su strangeloveana presencia en la cultura americana, justifica una explicación.
Suri se ocupa de Kissinger de dos modos. En la primera parte del libro explora las experiencias formativas de Kissinger en su contexto binacional -el judío de Baviera durante el régimen nazi, el inmigrante en los Altos de Washington de Nueva York, el administrador del ejército en la Alemania de posguerra. En cada difícil situación, Kissinger aprendió a convertir su condición de desconocido en influencia, una práctica que se transformó pronto en característica de Kissinger. En la segunda parte del libro, Suri ofrece una lectura más atenta de la erudición de Kissinger, encontrando en ella elaboraciones de la desconfianza que le inspiraban las pasiones populares en la Alemania de entre guerras. En los dos capítulos finales, analiza estos rasgos en el contexto de las políticas internacionales de Nixon.
Algunos lectores, hay que advertir, pueden erizarse con la poco disimulada admiración del autor por su personaje, y particularmente con las palabras "brillante", "genio" y "revolucionario", que salpican el texto. Y, sorprendentemente, Suri omite tratar el bien conocido papel de Kissinger en el pecado original de Watergate: la interceptación ilegal de periodistas y de asesores de la Casa Blanca, y su presunto perjurio para echarle tierra.
En general, sin embargo, Suri no adopta la postura de un seguidor sino la de un apacible académico. Después de todo, la historia, aunque no se abstiene completamente de juicios de valor, exige más comprensión que moral, no solamente para explicar los debates sobre la continuación de Nixon de la Guerra de Vietnam y la détente, sino también para explicar el significado de esos debates. Si el libro no condena a Kissinger por el bombardeo de Vietnam del Norte en la Navidad de 1972 ni el golpe de estado contra Salvador Allende en 1973 en Chile, trata al menos de explicar por qué decidió recurrir a esas medidas.
El origen de las ideas de Kissinger importan porque pese a sus defectos en política exterior y éticos, todavía suscita una ronroneante admiración entre algunos círculos de entendidos. Estos adoran a Henry porque en asuntos de política exterior, pese a la demostrada importancia de la diplomacia personal, los norteamericanos adoran las visiones globales y las grandes estrategias desde las que se dice que fluyen naturalmente las decisiones en política exterior. Kissinger logró asociar la milenaria doctrina de la realpolitik consigo mismo.
Por supuesto, los responsables políticos no se dedican a implementar ideas puras. Los individuos deben interpretar la doctrina a la luz de situaciones nuevas y a través de filtros de sus propios hábitos mentales. En el caso de Kissinger, su realismo era animado por un cinismo tan virulento que finalmente terminó devorándose a sí mismo: Mientras que realistas con más escrúpulos, como el politólogo Hans Morgenthau, se opusieron a la Guerra de Vietnam muy temprano, Kissinger (siguiendo a Nixon) desechó los realistas análisis que advertían que no era posible ganar la guerra y prefirió salir a la caza de quimeras de credibilidad y prestigio. Hace poco, el consejo secreto de Kissinger a Bush, que fue que imitara el curso adoptado por Nixon en Vietnam y perseverar allá en Iraq -en contraste con una perspectiva realista-, sugiere que su ansia de influencia puede haber impedido que sacara las conclusiones lógicas de su propia visión del mundo.
El problema de fondo es que Kissinger nunca admitió una contradicción fatal de su particular forma de realismo. Como observa Suri, Kissinger despreciaba tanto la rendición de cuentas democrática que llegó a pensar que una habilidad política efectiva "dependía de un gran maestro de dimensiones casi míticas" -un rey filósofo, un profesor con uniforme de Superman- cuya brillantez y personalidad podría mantenerla de manera consistente. Reflexionando sobre su propia épica, Kissinger no dejó lugar a dudas sobre a quién consideraba él un gran maestro.
Al describir el legado que deseaba dejar, Kissinger dijo una vez que quería erigir un marco internacional duradero que reflejara no solamente sus propias preferencias sino los intereses básicos de Estados Unidos. Sin embargo, irónicamente, su gran esquema exigía que dependiera de su toque personal.
A medida que pasan los años, la presunta grandeza de Kissinger se hace cada vez más difícil de defender. Su prestigio académico se ha desinflado. Ahora la mayoría de los estudiosos concuerdan con que Nixon concibió y dirigió su propia política exterior (excepto cuando quedó incapacitado por Watergate), y Kissinger funcionó como su delegado. Incluso las persistentes acusaciones de crímenes de guerra contra Henry suenan un poco como propaganda exagerada -es una acusación demasiado sublime para dirigirla contra simple delegado.
Al final, Kissinger es un hombre listo -no un genio, ni siquiera inusualmente brillante- cuyo destino fue servir a un presidente cuya manía por la aclamación pública, delirio de grandeza e inclinación por el secreto y el engaño estaban a la par de los suyos propios. En cierto sentido, pegar su estrella a la de Nixon fue desafortunado para Kissinger, porque la vergüenza de Nixon será también siempre la suya. Pero en otro sentido tuvo suerte, porque en los últimos años de la Guerra Fría Nixon lo liberó para que prosiguiera sus ambiciones comunes en la escena mundial, no sin beneficios. Cuando Nixon cayó, Kissinger, lucía una astuta sonrisa y estaba todavía de pie, listo para recibir los créditos.

Libro reseñado
Henry Kissinger and the American Century
Jeremi Suri
Harvard University
358 pp.
$27.95

David Greenberg es profesor de historia y de estudios en comunicación en la Universidad Rutgers, y autor de ‘Nixon's Shadow: The History of an Image' y de numerosos libros y artículos sobre Nixon y Kissinger.

18 de septiembre de 2007
29 de julio de 2007
©washington post
©traducción mQh
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