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más allá de la ley


[Kevin Sullivan]Dos Ríos, México. Teófilo González Cano mató a su primo con dos rápidas puñaladas al corazón. Eran amigos íntimos, habían crecido juntos en la misma casa de ladrillos de adobe de este pequeño villorrio al sur de México. Pero una noche bebieron hasta perder el sentido con un destilado de trigo hecho en casa. Por una nadería de disputa se fueron a las manos. Instantes después Vicente González Santiago yacía muerto en el polvo.
Teófilo escapó. Lo encontraron en la selva al amanecer, con una botella vacía en la mano. El campesino de la localidad que hacía las veces de agente de policía, y también primo de Teófilo, le ató las manos a la espalda y lo llevó a la cárcel.
Los esperaban más de 300 personas, toda la aldea. Obligaron a Teófilo a tenderse boca abajo junto al cuerpo de Vicente. Le gritaron, le llamaron asesino. Su madre estaba sentada junto a él, en la tierra, pidiendo clemencia.
La comisaría de policía más cercana queda a más de dos horas de viaje y en Dos Ríos no hay teléfono, oculto como está por las escarpadas montañas a 180 millas al sudoeste de Ciudad de México. En este páramo, la justicia reposa en las manos de una media docena de ancianos del pueblo, que ese día de 1999, parados junto a los dos primos treintañeros, el uno muerto, el otro acusado, debatieron sobre el castigo que merecía. Finalmente se pusieron de acuerdo.
"Dijeron que los dos debían ser enterrados juntos", dijo Catarina Cano Santiago, la madre de Teófilo.
De acuerdo a Catarina, otros residentes de Dos Ríos e investigadores de derechos humanos, los ancianos, ordenaron a los campesinos ejecutar la sentencia. Cavaron una fosa en el pedregoso suelo del cementerio del pueblo. Alguien claveteó un endeble cajón de madera, y los aldeanos pusieron en él el cadáver de Vicente. Alzaron la caja e iniciaron la procesión por la estrecha sendera de animales que lleva al cementerio. Otros jalaban a Teófilo de los brazos. Detrás iban las mujeres y los niños, caminando junto a los maizales secos bajo un ardiente sol.
Pusieron el ataúd de Vicente en la fosa, y arrojaron a Teófilo encima, atado de pies y manos. Clamó y rogó por su vida, pidiéndole a su madre, "¡No dejes que me hagan esto!" Ella trató de ayudarle, pero sus vecinos y amigos la sujetaron. Se había dictado justicia, y nadie debía impedir su curso.
Con palas y palos, veinte hombres comenzaron a llenar de tierra la fosa. Gritando, Teófilo trató de salir. Su hijo de 14 años, Felipe, corrió hacia él y trató de agarrarlo y sacarlo. Pero alguien echó una cuerda sobre el cuello de Teófilo y lo tiró otra vez a la fosa, apartándolo de su hijo. Llorando, el joven fue arrastrado y alejado de su padre a medida que la tierra se apilaba sobre Teófilo, hasta que la tierra lo cubrió.
"Después de que terminaron", dijo su madre, "todavía le podías oír gritando debajo de la tierra".

El Reto De La Modernización
Dos Ríos es un diminuto y polvoroso villorrio pegado a las montañas del estado de Guerrero. Desde la capital, lleva 12 horas llegar hasta aquí, por un camino que pasa del pavimento a la tierra y de esta a un estrecho sendero por un precipicio de miles de pies a cada lado.
En Dos Ríos viven menos de 400 personas, en un grupo apiñado de chozas de adobe cocido por un sol fuerte y cercano. En el villorrio no hay electricidad, ni una sola bombilla. El único vehículo es una vieja camioneta Ford. Un sacerdote se acerca a la aldea una vez al año a decir misa en la destartalada iglesia. La última vez que pasó por aquí una patrulla policial fue hace dos meses.
A medida que México busca modernizarse, el establecimiento de sistemas formales de justicia en lugares como estos es una de sus retos más difíciles.
México tiene más de 148 mil comunidades de menos de 100 habitantes, muchas de ellas en las extensas y aisladas montañas y desiertos que cubren gran parte de este país. En comparación, en Estados Unidos, que tiene una superficie cinco veces más grande, hay menos de 2 mil pueblos con menos de 100 habitantes.
Más de 25 millones de mexicanos -un cuarto de la población- vive en comunidades de 2 mil 500 personas o menos. Funcionarios de gobierno dicen que es simplemente demasiado caro mantener caminos y tendidos eléctricos en muchos de ellos, para no mencionar la policía, los fiscales y los jueces. Como resultado, millones de mexicanos viven en lugares que están en gran parte más allá del alcance de la ley.
"El imperio de la ley no existe en estos pueblos. El nivel de impunidad es extremadamente alto", declaró Adolfo Aguilar Zinser, el nuevo embajador de México ante las Naciones Unidas, que se desempeñó hasta hace poco como consejero de la seguridad nacional.
Declaró que la administración del presidente Vicente Fox está trabajando para equipar a la policía rural con sistemas de comunicación por satélite y crear más puestos de policía uniformada en todo el país. Aunque dijo que muchos funcionarios de los gobiernos federales y locales se resisten a la idea debido a que todavía funcionan con las prácticas que fueron corrientes durante los siete décadas de gobierno del Partido Revolucionario Institucional. Durante años, dijo, el PRI animó a los poderosos patrones locales a administrar justicia a su antojo.
Abel Barrera, un activista de derechos humanos de Tlapa, cerca de Dos Ríos, dijo que la justicia de México era "desequilibrada".
"Las cosas han cambiado en las ciudades, pero en partes del país como esta, aquí en el campo, la violencia todavía es aceptada como un mecanismo de justicia", dijo Barrera, que investigó el caso de Teófilo González Cano. "Es la ley de la selva".
No existen estadísticas formales de cuántas personas pierden la vida cada año en manos de las severas justicias rurales de México. Pero activistas de derechos humanos estiman que son cientos, y cientos más los que son golpeados cada año en castigos impuestos más allá de todo control oficial. Barrera dijo que en los alrededores de Dos Ríos al menos 10 personas al año son llevadas a muerte por las justicias locales.
"La gente no se ha dado cuenta todavía de que México está cambiando", dijo Barrera.
La igualdad ante la ley no existe. Las condenas se basan en el juicio de unos pocos hombres, que a menudo tienen poca educación y carecen de preparación legal. Sus decisiones están efectivamente más allá de la supervisión de los gobiernos federales, estatales y municipales.
En algunos casos, sus castigos son mucho más severos que lo exigido en el sistema legal formal. Por ejemplo, México no conoce la pena de muerte ni la prisión perpetua, pero en Dos Ríos los residentes enterraron vivo a Teófilo.
En otros casos, los ancianos locales son mucho más indulgentes que los jueces. Los viejos de Dos Ríos dijeron que condenarían a un violador a "unas horas" en la pequeña celda de la cárcel del pueblo, más una indemnización de quizás unos cien pesos a la familia de la víctima. Recordaron un caso en que el violador fue obligado a pagar la fiesta que la familia de la víctima estaba preparando.
Dos Ríos es una comunidad india mixteca gobernada por prácticas tradicionales. México ha debatido durante largo tiempo sobre cuán lejos ir en permitir que sus 10 millones de indios usen sus propios sistemas judiciales.
Los críticos han argumentado que todos los mexicanos deberían estar sometidos al mismo sistema legal. Pero Dos Ríos es uno de muchos de esos lugares -indios y no indios- que están al margen del sistema legal formal de México.
Con cada década que pasa, los caminos y otros servicios públicos se arrastran más cerca de estas aldeas auto-gobernadas. Diez años atrás, el camino hacia Dos Ríos era poco más que un senda de mulas usado sobre todo por campesinos que llevaban sus cargas de amapolas de opio al mercado. Hoy, camiones con cerveza y Pepsi avanzan pesadamente por los caminos, llevando a los aldeanos el gusto dulzón de la globalización.
Pero el imperio de la ley no puede llevarse en un camión de entregas, y la protección de la policía y de los tribunales apenas existe.
"No llegamos a todas partes", dijo Isidro Basurto Mendoz, el funcionario a cargo de la policía en Metlatonoc, la sede municipal, que está a tres horas en coche de Dos Ríos y a 10 horas a pie. "Las distancias son demasiado grandes, y no tenemos comunicaciones. El problema es que cuando no podemos llegar, la gente toma la ley en sus manos".
Basurto dijo que tiene 18 agentes y una furgoneta para asistir a 30 mil personas distribuidas en 156 pequeñas comunidades dispersas en un área tres veces más grandes que Andorra. A la mayoría de esos pueblos sólo se puede llegar en vehículos de cuatro ruedas. En la estación lluviosa los caminos infranqueables aislan al pueblo.
Cuando Basurto hablaba, llegó el rumor de que dos hombres habían sido asesinados la noche anterior en un pueblo de la montaña a unas horas de viaje. Una docena de los agentes de Basurto tomaron sus escopetas y brincaron a la parte trasera de la furgoneta. A pesar del despliegue de poder, Basurto dijo que él y sus hombres ciertamente no resolverían el delito.
"Voy a buscar información, a entregar los cuerpos a las familias para que los entierren, y luego volveré a hacer el trabajo de escritorio", dijo.
Basurto dijo que era improbable que algún acusado fuese alguna vez condenado. Dijo que sus agentes no están entrenados para reunir información o manejar evidencias. Los testigos deberían conducir durante horas o caminar durante días antes de dar testimonio ante un juez. Dijo que la gente no tiene dinero para hacer ese viaje tan largo, y que temen la venganza.
Hace poco, dos sospechosos fueron arrestados y acusados de asesinato en un pueblo cercano. Basurto los entregó a los fiscales regionales, que los dejaron en libertad antes de los tres meses. Él sospecha que pagaron una mordida para que los cargos fueran retirados. Ahora, dijo, han vuelto al pueblo, amenazando con matar a los que los identificaron.
Basurto dijo que ese caso era poco usual porque los sospechosos fueron acusados y entregados a los fiscales. "Normalmente, cuando nos enteramos de un caso, ya ha sido resuelto", dijo. "O no nos enteramos de ninguna manera".

Creciendo Juntos
Teófilo y Vicente crecieron como todos los niños aquí: mal alimentados, descalzos y con poco conocimiento del mundo exterior. Jugaron entre los pollos y los mangos, y tuvieron suerte de haber sobrevivido. Los viejos aquí dicen que hasta que un doctor del gobierno estatal no empezó a visitarlos regularmente hace unos años muchos niños morían por falta de medicinas y cuidados médicos elementales.
Los dos niños se criaron en una de las chozas de pequeños ladrillos de adobe del villorrio. Trabajaron los campos de maíz y de fríjoles juntos, se hicieron hombres. Pero en la aldea -donde las cámaras fotográficas son raras- no hay fotografías de ninguno de los dos primos. Sus familias los describen como típicos en todo sentido, dos robustos peones.
Ambos se casaron y tenían el mismo tipo de familia: tres hijos y una hija. Entonces las cosas se pusieron mal para Teófilo. Su mujer murió en un parto. Se volvió a casar, pero su segunda mujer murió de fiebre hace cinco años. Estaba criando a sus hijos solo.
Vicente estaba construyendo su propia casa, junto al sombroso bananal donde se había criado. Su tío también vivía ahí. Fue en esta casa que Vicente y Teófilo comenzaron a beber una tarde de marzo de 1999. Bebieron toda la noche. Algunos aquí dicen que Vicente comenzó a hacer bromas sobre las dos esposas muertas de Teófilo. Todo lo que se sabe es que poco después de medianoche, Teófilo sacó un pequeño cuchillo y lo clavó dos veces en el pecho de Vicente.
Hacia las 8 de la mañana, Teófilo fue llevado al pueblo. Los dos yacían lado a lado en el suelo de tierra de la casa de Vicente, mientras los seis viejos a su alrededor decidían sobre su destino. El hermano de Vicente, que no quiso dar su nombre en un esfuerzo por evitar llamar más la atención sobre el caso, dijo que los ancianos decidieron enterrar vivo a Teófilo.
Los ancianos del pueblo tampoco quieren llamar la atención. Cuando un reportero le preguntó por el caso, Juan González Ruiz, el comisario o cabeza del gobierno local, dejó de hablar español y consultó con otros cinco ancianos, todos ellos entre los cuarenta y cincuenta años, sentados fuera del salón de actos del pueblo. Debatieron en su lengua durante 20 minutos. Según el maestro local, que habla ambas lenguas, González quería contar la verdad, pero los ancianos le ordenaron mentir. Dijeron que no querían tener más problemas.
Siguiendo sus órdenes, González le contó al reportero que Vicente había muerto en un accidente y que Teófilo había escapado. Los ancianos asintieron con la cabeza.
El comisario es elegido por los campesinos, y los ancianos son antiguos comisarios. Dijeron que su principal objetivo era encontrar soluciones negociadas a delitos y disputas. Tienen diez "agentes de policía comunitarios" no pagados, cuyas labores incluyen ayudar a mantener la paz durante los festivales y rastrear animales robados.
Las justicias varían enormemente de comunidad en comunidad. En algunas, el robo de un animal se condena con la horca. Pero aquí, dijo González, la pena por robar una vaca es unas horas en la cárcel. Dijo que él o los ancianos van a la celda del detenido y le preguntan por qué robó. Tratan de convencerlo de que robar es malo.
La educación hace mucha falta. Sesenta y seis niños estudian en la escuela del pueblo, que llega hasta el sexto básico. Sólo algunos niños terminan esos seis años. Si quisieran continuar su educación, tendrían que hacer un viaje de tres horas a Metlonoc. No se recuerda a nadie que lo haya hecho.
La gente está acostumbrada a aceptar los castigos impuestos por los ancianos. Pero el caso de Teófilo conmovió a muchos residentes. Guadalupe Martínez Castillo, que dijo tener alrededor de 40 años, dijo que todavía no puede creer lo que hizo su pueblo.
"Me asusta porque creo que me podría pasar lo mismo, a mis hijos, a mi familia", dijo. "Todos vivimos atemorizados porque ellos no hicieron eso con un animal, ellos mataron a una persona".
Cataerina Cano, la madre de Teófilo, dijo que vive con miedo y pena. Desde su casa puede justo ver el cementerio en la cima de la colina, donde los dos primos están enterrados en una tumba marcada por una sola tabla anónima, clavada en la tierra rocosa.
Sentada en la roja tierra de su casa , Catarina dijo que hubiese querido presentar algún tipo de queja por la muerte de su hijo. Pero tiene miedo de desafiar a los hombres que manejan Dos Ríos.
"No tengo el valor de enfrentarme a ellos", dijo. "Si yo fuera un hombre, sería diferente. Pero aquí la gente no sabe a quién recurrir para hacer justicia".
Francisco Estrada Rojas, maestro de la escuela básica, dijo que los ancianos mandaron enterrar vivo a Teófilo "para sentar un ejemplo".
Dijo que en los años previos a la ejecución de Teófilo ha habido varios casos de asesinato en Dos Ríos. Dijo que, en ausencia de policía, las disputas sobre tierras, asuntos de familia y otros problemas menores sobre ganado y otros asuntos terminaban a menudo en derramamiento de sangre. Dijo que pocos de los homicidas son capturados, y cuando lo eran, casi siempre se las arreglaban para sobornar a la policía o los fiscales los dejaban ir.
"Eso es porque la gente se toma la justicia por su propia mano", dijo Estrada. "Esto ocurrió porque la comunidad ha sido golpeada por tantos crímenes sin castigo".
Estrada dijo que cuando la policía llegó un día después de los asesinatos, quiso excavar los cadáveres para ver por sí mismos qué había ocurrido y sepultarlos en tumbas separadas. Pero los agentes del pueblo les dijeron que nadie les ayudaría. Estrada dijo que le habían dicho a la policía, "Tendrán que pagar por el alimento y la bebida de los trabajadores, y a nadie le gusta ese tipo de trabajo".
Varias personas de la comunidad dijeron que la policía sólo permaneció unos minutos más. Hay una extendida creencia de que a los agentes se les sobornó para que olvidaran todo el asunto.
"No detuvieron a nadie", dijo Estrada. "Porque entonces tendrían que detener a toda la comunidad".

Laurie Freeman contribuyó a este reportaje.
15 marzo 2002 © the washington post © traducción mQh

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