lula da silva, presidente pobre
[Barry Bearak] El viejo dirigente sindical y hoy presidente de Brasil tiene todos los requisitos que exige la fábula de la democracia: de orígenes muy humildes, debió trabajar a temprana edad como lustrador de zapatos. Los pobres lo consideran uno de nosotros' y no dejarán de apoyarle con la facilidad que desearían sus opositores.
Terminado el discurso, Lula da Silva avanzó con dificultad entre la gente. Era lo opuesto a la mayoría de las situaciones donde hay multitudes. Aquí estaba el presidente haciendo a un lado las cuerdas para acercarse a la gente. Estaba cansado y sudoroso, la cara roja. Pero el enjambre de cuerpos que lo rodeaban a medida que avanzaba, le daban energía. Parecía impulsado por el calor de sus necesidades.
La mayoría del gentío -como la mayoría de Brasil- se ahogaba en la pobreza. Esos miles de personas en la ciudad de Sobral llevaban ropas raídas y sandalias cubiertas de lodo. Algunas se empinaban en la punta de los pies, levantando en sus brazos niños que pataleaban. Otros sujetaban férreamente las bicicletas con que habían llegado a través de calles inundadas de agua. "¡Lula! ¡Lula!", gritaban, empujando siempre hacia delante, los más cercanos tratando de tocar las mangas del presidente. Un hombre pequeño y de aspecto osuno, Lula es barbudo y tiene las espaldas redondas, amplio cuello y una gruesa cintura. Se movía de persona en persona, abrazando a algunas y deteniéndose para escuchar lo que tenían que decirle, poniendo la palma de su mano contra sus mejillas. "¡O-lé, o-la, Lu-la, Lu-la!", comenzó a entonar la multitud, como si se pusieran de pie para cantar en un partido de fútbol. "¡Usted es un santo!", le gritó una anciana descalza. Su mirada era desesperada y sus ojos estaban inyectados de sangre. Se aferraba a Lula y no le dejaba seguir. "Usted nos ayudará", dijo, y cuando el presidente se agachó para escucharla, ella le concedió la aprobación del pueblo: "Usted es uno de nosotros".
Lo que ella quería, como muchos otros, era un poco de atención, un poco de comprensión, algo de dinero. Brasil es un país rico lleno de gente pobre, con una distribución del ingreso que es casi la más desigual del mundo. La noche siguiente, en otra ciudad, una niña nos confundió, a mi y a mi intérprete, con miembros del séquito de Lula. Me entregó una nota, rogándonos que se la entregáramos al presidente. Había muchos errores de ortografía; había escrito su nombre, pero no la dirección. Decía: "Lula, tengo seis hermanos y hermanas y mi madre no trabaja y no tenemos un padre que nos ayude. Por favor, mi madre llora porque no tenemos nada para comer. Me llamo Adriene".
Lula era el único, debe de haber pensado la niña, que podía entenderla.
Y se no habría equivocado. Luiz Inácio Lula da Silva, 58, es un producto genuino, un mito vivo, una historia clásica de la democracia, el niño pobre que llegó a ser presidente. También él tuvo una madre que lloraba, y tampoco tuvo un padre que lo criara. También él había pasado días sin tener nada que comer. También había sufrido la humillación de la miseria. Pero Lula saldría de la indigencia para transformarse en un obrero metalúrgico y luego en un dirigente sindical y luego en un célebre agitador, el hombre que llevó a miles de trabajadores a declarar una huelga en desafío del gobierno militar, abriendo el cuerpo político a las primeras brisas de democracia. Luego fundó el Partido dos Trabalhadores, una amalgama de la izquierda brasileña, incluyendo a sindicalistas profesionales, intelectuales radicales y católicos progresistas. Ganó la presidencia de Brasil después de su cuarto intento, en octubre de 2002, con un abrumador 61 por ciento de los votos.
"En un país donde la elite siempre ha tenido la sartén por el mango, no estaba escrito que alguien como yo llegara a ser presidente", me dijo Lula, a bordo del avión presidencial brasileño. Había una mesa de comedor entre él y yo. Pinchó con su tenedor un trozo de carne y miró a un puñado de compinches que lo escuchaban, saboreando sus palabras. "Conmigo como presidente, la historia de Brasil comienza a cambiar, porque alguien que es del pueblo, de las clases bajas, ha llegado a la cima".
Lula me permitió unirme a su séquito a mediados de marzo para una gira de tres días llena de reuniones, discursos e inauguraciones. Multitudes enloquecidas lo esperaban en cada parada, aunque también había notorias lagunas en la adulación. Llevaba 15 meses en el cargo y se esperaba que este tan diferente presidente también crearía de un algún modo un Brasil muy diferente. Pero las masas, los que han nacido pobres, siguen siendo pobres, sin que vean una luz que ponga fin a su repetitiva miseria. "¡Lula, danos trabajo!", había escrito un hombre en una pancarta. "Todavía tenemos hambre", se leía en otra. La policía federal se había declarado en huelga y algunos agentes de policía interrumpían de vez en cuando el discurso del presidente, coreando las peticiones de su sindicato de un aumento salarial de 83 por ciento. En lugar de instigar las protestas de los trabajadores, ahora Lula se había transformado en su blanco, redefinido como el bellaco cancerbero del status quo. Hay muchos números entre el 1 y el 83, le recordó a los revoltosos huelguistas.
En el avión su exasperación se hizo notar. También él había esperado que los cambios sociales fueran sido más rápidos. "Crear empleo y distribuir el dinero entre los pobres no es fácil", dijo, como compartiendo el secreto de una gran revelación. Esta aserción, aunque obvia para los otros, le impresionó aparentemente tanto que la repitió. Se inclinó hacia adelante y levantó su dedo índice derecho. "Si crear empleo y distribuir dinero fuera fácil, alguien lo habría hecho ya y yo no habría llegado a la presidencia".
Muchos brasileños recibieron la elección de Lula como una liberación. Aquí llegaba alguien que salía de la vorágine de la pobreza, que había perdido un dedo en un accidente de trabajo y que hablaba con elocuencia de la lucha de clases. No era un demagogo que se mantenía a flote por su carisma y partidarios fanáticos. Al contrario, había pasado dos décadas construyendo un movimiento político disciplinado que presentaba candidatos que ganaban elecciones. El conocido sociólogo Francisco de Oliveira, uno de los primeros miembros del Partido de los Trabajadores, comparó la victoria de Brasil con uno de los grandes hitos históricos de Brasil, calificándola de tan importante como la abolición de la esclavitud.
Otra gente, mientras que coinciden sobre la transcendencia del acontecimiento, no están de acuerdo con la naturaleza de las nuevas. Para ellos, Lula era un patán peligroso que hablaba con demasiada ligereza sobre la redistribución del ingreso y de la tierra. Sus habilidades eran tan cuestionables como su programa. No tenía más que unos pocos años de enseñanza. Sus discursos carecían de sintaxis; como los campesinos, no pronunciaba las eses del plural. Excepto un término en el congreso federal -sobre el que dijo que le aburría-, Lula no había tenido nunca un puesto de gobierno. Los bolsistas en los mercados financieros internacionales seguían nerviosamente su carrera. Muchos lo consideraban anti-norteamericano y, peor todavía, anti-capitalista. ¿Qué haría un hombre como él si se lo colocaba a la cabeza de la décima economía del mundo? Cada vez que se elevaba la estrella política de Lula, aumentaba a su vez el factor de riesgo' de Brasil en el mercado de obligaciones. Semanas antes de la elección, los bonos del país se estaban transando a unos despreciables 48 centavos de dólar.
Pero Lula resultó ser una curiosa sorpresa para casi todo el mundo, tomando sólo pequeños y mesurados pasos hacia una reforma interna y manteniéndose dentro de los pactos del capitalismo global. Para un idealista, quizás el ideal es estar en la oposición. Lula, finalmente en el poder, tendría ahora que vérselas con los muchos ominosos obstáculos en la mira de una visión verdaderamente igualitaria. Brasil, sobrecargado de deudas, se debe a los prestamistas. El Partido de los Trabajadores, minoritario en las dos cámaras del Parlamento, no domina el temario público. El aparato de gobierno, ahogado por la ineficacia y la corrupción, se resiste a cambiar. "No tengo poderes divinos para hacer milagros", dice Lula en estos días con una no disimulada frustración. Se ha transformado en un personaje protagonista de otra fábula común: la del soñador que se encamina precipitadamente hacia el callejón sin salida de la realidad.
No es este un problema desconocido para los presidentes de izquierdas en el mundo. Lula considera a Fidel Castro como una presencia simbólica; cenó con él en Brasilia el día de su investidura. Pero en la América Latina de hoy, las exhortaciones a la revolución popular parecen tan pasadas de moda como las banderas rojo-y-negras de los sandinistas. Los izquierdistas de los países en desarrollo están operando dentro de los márgenes del esquema financiero global. Sus llamados a las reformas son la mayoría de las veces limitados por su dependencia de acreedores extranjeros. No cumplir provocaría un desastre. La confianza de los inversionistas caería en picado, el capital huiría, y los pobres sufrirían una terrible paliza. La izquierda critica el llamado consenso de Washington, un modelo económico que deja la lucha contra la pobreza a la eficacia del mercado libre, pero está bajo una fuerte presión para no seguir caminos trillados sin preocuparse de las incontrolables consecuencias. El extremismo pasó de moda; lo ha remplazado el pragmatismo.
Mientras Lula continúa hablando apasionadamente sobre alimentar a los pobres de Brasil y llenar sus bolsillos, su estrategia general ha sido de una conservadora rigidez, reduciendo los gastos fiscales. "No podemos dar pasos más grandes de lo que permiten nuestras piernas", ha dicho en repetidas ocasiones. Responsabiliza al maldito legado que recibió de una economía vulnerable e insiste en que debe primero echar los fundamentos de una prosperidad a largo plazo. Su reconocido celo se ha re-dirigido ahora hacia las recién descubiertas restricciones. En el pasado, Brasil ha salido de sus crisis sucesivas mediante préstamos. No mucho antes de que Lula fuera elegido, el gobierno negoció un acuerdo de rescate financiero con el Fondo Monetario Internacional, aceptando mantener un excedente presupuestario de 3.75 por ciento del producto nacional bruto del país. Lula apretó todavía más el cinturón, subiendo ese excedente a un 4.25 por ciento, tomando en realidad la decisión de gastar más en pagar las deudas y menos en programas sociales. Dijo que lo hizo para calmar los mercados y frenar las riendas de una inflación galopante. Pero cualquiera sean los beneficios a largo plazo, el severo enfoque de Lula fue acompañado por la penetrante penumbra de una recesión. En 2003, al primer año de gobierno, la economía mostró un crecimiento negativo de 0.2 por ciento, el peor resultado en una década. Los salarios se congelaron. Y se perdieron empleos.
Con el Partido de los Trabajadores, los trabajadores tuvieron que aguantar un puñetazo en la barriga.
Y sin embargo mientras Lula el político ha elegido ser cauto en casa, Lula el estadista se ha mostrado bastante audaz en el extranjero, denunciando las reglas comerciales internacionales que favorecen a los países ricos por sobre los pobres. En el escenario global, todavía es capaz de situarse a sí mismo como el outsider, movilizándose para transformar la realidad antes que sucumbir ante ella. Lula -desvelado con tareas administrativas en los modernos y blancos edificios de la capital- ha viajado al exterior a un ritmo de un viaje por mes, incluyendo excursiones a Luanda, Trípoli y Shangai. En esos viajes a menudo es recibido como la heroica nueva voz de los oprimidos. Una de sus principales iniciativas ha sido tratar de unir los bloques comerciales de los países emergentes, con la esperanza de sacar fuerzas de su número. También ha luchado contra los extravagantes subsidios agrícolas que se otorga a los granjeros en los países ricos. En esta batalla, ha respetado con éxito las reglas internacionales. Hace dos meses, Brasil ganó un veredicto preliminar contra Estados Unidos en la Organización Mundial del Comercio en un juicio sobre los subsidios norteamericanos a los productores de algodón; otro juicio pendiente, contra la Unión Europea, girará sobre el azúcar. Estos juicios, aparentemente misteriosos, son fundamentales para la agricultura de los países pobres. Si se eliminan los subsidios que distorsionan los precios, los campesinos tendrían repentinamente una oportunidad para participar competitivamente en los lucrativos mercados extranjeros. Decenas de millones saldrían de la pobreza.
Esta vena independiente sobre el comercio global ha fastidiado, por supuesto, a muchos de los poderosos en Washington, como lo hizo también la oposición de Lula a lo que llamó "la guerra privada del presidente Bush contra Saddam Hussein". Sin embargo, como es normal en gente del pueblo, el presidente de Brasil ha impresionado a la clase política del mundo como un colega digno de mérito, y ciertamente en ningún caso como un apóstol de la guerra de clases como Hugo Chávez, de Venezuela. El verano pasado, Lula fue cordialmente recibido en la Casa Blanca, donde el presidente Bush elogió la visión social de su interlocutor y su "gran corazón". James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial, ha recomendado efusivamente y varias veces a Lula como "un personaje extraordinario" que ha emergido como "uno de los grandes líderes mundiales". Lula fue elegido para leer el discurso inaugural de la cumbre de Naciones Unidas la semana pasada sobre la responsabilidad colectiva.
Pero de vuelta en casa, la paciencia de la gente ha mermado, por más fe que conserven en las buenas intenciones del presidente. Hace quince meses, un sondeo confiable mostró que el 80 por ciento del país tiene confianza en el gobierno de Lula. Ese porcentaje ha bajado constantemente. Ahora está en el 53 por ciento.
São Paulo, la ciudad más grande de América del Sur, tiene una concentración de rascacielos que rivaliza con Manhattan. Su enorme riqueza se refleja en sus vecindarios con mansiones amuralladas y largos paseos con boutiques de diseñadores exclusivos. Pero los nudosos tentáculos de las autopistas del país también llevan a algunos de los barrios bajos más terribles del continente. La tasa de desempleo en São Paulo subió recientemente por sobre el 20 por ciento. "Confiamos un montón en Lula, pero todavía no hace nada por nosotros", me dijo Cristiana Arruda, una mujer de 21 años. Ella y sus dos hermanas trabajan como vendedoras ambulantes sin permiso, vendiendo ilegalmente artículos descartados en el improvisado expositor de una caja de cartón. Cuando conversábamos, alguien gritó: "¡Hielo!", la palabra clave para la policía. Decenas de vendedores recogieron apresuradamente sus mercaderías y huyeron. "¿Acaso se puede vivir así?", preguntó Cristiana. "Pero tampoco hay trabajo".
Un domingo, di un paseo por la Región ABC, las grandes ciudades industriales cerca de São Paulo donde Lula se transformó de tornero en dirigente sindical. Hoy, la mayor parte del trabajo en las gigantescas fábricas automotrices -Ford, Fiat, Volkswagen y el resto- lo hacen robots guiados por ordenadores. Trabajos con pagas decentes, como el que tenía Lula hace tres décadas, son difíciles de encontrar. "Seguro, Lula está tratando de hacerlo bien", me dijo un hombre pobre, Jo-o Sousa da Silva, "pero está tratando de complacer a todo el mundo, y eso no lo pudo hacer ni Jesús". Está en un bar junto a una mesa de billar, su superficie cubierta temporalmente de vasos vacíos, huesos de pollos y un jarro de chiles. La conversación tuvo que competir con la samba que provenía de un radio a todo volumen. "La casa ya era un caos antes de que Lula entrara", dijo otro hombre, defendiendo al presidente. "Todos acusan a Lula. No es justo".
La prensa ciertamente se ha relamido con las apreturas de Lula. Durante las cinco semanas que pasé en Brasil, los titulares de los diarios lo apalearon diariamente. Los propios aliados de Lula estaban entre los que le daban de latigazos. El Partido de los Trabajadores publicó una crítica contra el gobierno. El propio vice-presidente de Lula se burló de sus medidas económicas. Quizás lo peor de todo fue que un estrecho colaborador del jefe de personal de Lula fue vinculado a un escándalo sobre sobornos; el presidente prefirió imponer medidas implacables para desviar la curiosidad de una investigación del Senado. Antes de llegar al poder del estado, el Partido de los Trabajadores abusaba de la mojigatería; repentinamente, comenzó a parecer tan corruptible e inmoral como el resto.
En reacción, Lula a menudo pide disculpas o se queda cavilando o simplemente pierda la paciencia. El mes pasado revocó el visado de un corresponsal del New York Times que escribió que el consumo de alcohol del presidente se había transformado en un problema nacional, una historia ampliamente rechazada en Brasil. Sólo después cambió Lula de curso, aparentemente al darse cuenta de que el artículo en el diario era menos perjudicial para su reputación que su posterior demostración de resentimiento. Se muestra alternativamente desafiante y arrepentido, explicando melancólicamente que ha estado ocupado en sacar a una afligida economía de la sala de cuidados intensivos. "Cuando la derecha conservadora gobernó el país durante 10, 15, 20 o 30 años, nadie pidió resultados. Pero ahora que somos nosotros los que hemos ganado, la gente quiere que hagamos en un año lo que los otros no hicieron en 50".
Los reproches más severos provienen de lo se podría llamar la izquierda utópica. No esperaban un milagro, pero sí un tempestuoso giro del curso político. Algunos hablan como si las esperanzas de toda una vida hubiesen sido arrojadas al mar. De Oliveira, el sociólogo que aclamó la significativa elección de Lula, ahora concluye desdeñosamente que "el país aparentemente es más complicado de lo que pensaba el Partido de los Trabajadores, y si tú no sabes qué hacer, te pones a repetir lo que han hechos otros".
Algunos Se Preguntan Si Acaso Lula Abandonó A La Izquierda
Una noche observé al presidente vadear en otra entusiasta multitud. Esta vez fue la inauguración de un comedor de beneficencia subsidiado por la Coca-Cola Company en Belo Horizonte. Lula subió al podio. Su característica voz ronca sonaba áspera y ceceante, como una rana toro. Sus manos cortan trozos angulares de aire cuando habla. Como es normal en él, se desvía del texto preparado.
"Cuando era más joven, ser anti-norteamericano no significaba que no bebieras Coca-Cola", reflexionó. "Pero ahora que estoy más maduro, he descubierto que no hay nada mejor que una Coca-Cola fría cuando te levantas en la mañana".
En su despacho, Lula obtiene su cafeína de café negro antes que de la Coca-Cola, una tacita tras otra, a la manera brasileña. También fuma cigarrillos, un hábito al que renuncia en público. Le pregunté sobre su infancia. "En la escuela básica, sólo tenía un par de pantalones y un par de tirantes, ni siquiera un segundo par de tirantes, sólo uno", dijo. "Llevaba los mismos pantalones toda la semana y los lavaba el sábado, para volver a usarlos". Terminó de fumar y comenzó con una tableta de cereales. "Una vez tuve mucha vergüenza, porque mi hermana tenía neumonía y el doctor vino a casa. Mi hermana estaba postrada en la cama y el doctor pidió una silla. Nosotros no teníamos sillas".
Estas historias sobre su infancia llena de privaciones tenían todas las visas de terminar bien, ya que estábamos cómodamente sentados en sillones de elegante cuero en una amplia habitación con una maravillosa vista de Brasilia, la capital. Yo estaba sentado a la izquierda del presidente, su intérprete personal a su derecha. Detrás de Lula había una bella escultura del siglo XVI, un Jesús crucificado, un regalo que había hecho restaurar. En otra parte de la habitación había un escritorio hecho a mano y mesas recuperadas de un majestuoso palacio de Río.
Brasil, según dice una pulla común, es el país del futuro -y siempre lo será. Con 175 millones de habitantes, es el quinto país más poblado del mundo, y su territorio es un poco más grande que el de Estados Unidos. En el siglo XVI, Portugal reclamó esta inmensidad como colonia, y la corona pronto dividió sus cuatro mil kilómetros de costa en una docena de capitanías, algunas de ellas más grandes que la madre patria misma. Se introdujo la caña de azúcar, y Brasil todavía vive del legado de la cultura de plantación que consumió cuatro millones de esclavos africanos y dejó la propiedad de la tierra horrorosamente torcida. Un elite del 1.7 por ciento de hacendados continúa poseyendo casi la mitad de la tierra arable; el 10 por ciento superior del país gana la mitad de los ingresos del país.
En Río de Janeiro, los pobres han terminado viviendo con impresionantes vistas al océano, sus casuchas arrimadas en el inestable terreno de las laderas de los acantilados. El valor de los ostentosos apartamentos abajo depende a menudo de si los ventanales dan a esos elevados barrios bajos, exponiendo a sus ocupantes a las balas perdidas de las batallas entre pandillas de traficantes. El crimen es rampante en las ciudades brasileñas. Durante mi estadía, un indigente sin trabajo se encaramó a la repisa del balcón del edificio del Senado en Brasilia, amenazando con saltar al vacío para poner fin a su miseria. Después de que los guardias de seguridad lograran bajarlo, unos diputados enternecidos le dieron algo de dinero y le desearon buen viaje. Fue asaltado en el camino a casa.
"La elite brasileña nunca ha visto la sociedad como un todo; nunca quiso compartir ni siquiera algo del dinero", me dijo Lula, en respuesta a una pregunta sobre cómo podría enmendar las disparidades en la distribución de la riqueza. "Recuerde, Brasil es un país que conoció la esclavitud hasta fines del siglo diecinueve. Incluso entonces, el fin de la esclavitud no era más que una ley escrita en un pedazo de papel. Esa mentalidad continuó durante muchos años. La concentración del ingreso es una enfermedad, y es más grave en América del Sur y en el tercer mundo".
Pero él no conoce ninguna cura rápida, dijo.
Brasil tiene una historia de reformas económicas importantes que han fracasado estrepitosamente. "¿Qué hay de nuevo y qué estamos haciendo?", preguntó retóricamente. "La novedad es que no queremos -y no lo haremos- introducir un Plan Lula. Brasil no se puede permitir tener otro presidente con un nuevo plan que logre algo de éxito en el primer año y deje luego la cuenta impaga por diez años más". La bancarrota de la vecina argentina sirvió como un aviso sobre lo que pasa cuando se dejan las deudas impagas. "Lo que queremos es hacer las cosas de modo que sean sostenibles. Si avanzamos algo cada día, incluso si avanzamos sólo un kilómetro, avanzamos algo -sin ningún milagro, sin negar nuestros compromisos internacionales, simplemente haciendo lo que es necesario".
Brasil asigna una parte razonables de sus ingresos a gastos sociales, pero más de la mitad de los desembolsos son para jubilaciones del estado, que se distribuyen ampliamente entre los grupos de ingresos. Muy poco de esto llega a los más pobres de los pobres. Lula logró impulsar una reforma del sistema de pensiones en el Congreso, pero los pagos siguen beneficiando a la gente en las categorías más altas del ingreso. En su investidura declaró una guerra nacional contra el hambre, y desde entonces ha consolidado algunos programas existentes de seguridad social, aumentando el estipendio mensual promedio a cerca de 25 dólares por familia, de acuerdo a estadísticas del gobierno. Esta suma, aparentemente minúscula, no es desdeñable para la gente desesperada. Y Lula dice que espera extender el programa -conocido como bolsa familiar'- a 50 millones de personas para fines de su mandato en 2006.
Pero un aumento de los subsidios está lejos de ser la redistribución del ingreso que algunos habían anticipado tan jadeantemente. El principal plan de Lula contra la miseria es en realidad uno de los recursos típicos de los conservadores: crecimiento económico y trabajos, la ola sobre la que flotan todos los botes.
Contrariamente a las expectativas, Lula se ha esforzado en restringir un aumento del salario mínimo, preocupado por el efecto que un aumento salarial podría tener sobre las arcas públicas.
"Yo esperaba un conjunto más dramático de programas sociales", dijo Fernando Henrique Cardoso, que fue el predecesor mucho más conservador de Lula. El antiguo presidente afirmó que dudaba a la hora de criticar "a un hombre de buena voluntad". En lugar de eso, ofreció un elogio sin entusiasmo, alabando la sabiduría de Lula en imitar las propias políticas de Cardoso, incluso si los neófitos ministerios del nuevo gobierno le parecían acosados por "falta de coordinación".
Tuve la oportunidad de reunirme con la mayoría de los asesores más cercanos de Lula, una colección en la que sobresalían antiguos comunistas y ex dirigentes sindicales. "Tenemos el gobierno, pero no el poder", se lamentó Frei Betto, un monje dominico que ha estado junto a Lula durante los últimos 24 años. "Nuestra Asamblea Legislativa tiene un carácter conservador. Lo mismo que el poder judicial. Y estamos acogotados por la deuda externa".
Los petistas, como se conoce a los miembros del Partido de los Trabajadores, citan orgullosamente los logros del gobierno, cosas como la distribución de alimentos, préstamos a los pequeños campesinos y una red de clínicas dentales. Y sin embargo parecen estupefactos por la fragilidad de lo que parecían ideales firmes. A más de un año de gobierno petista, el ritmo de las transferencias de tierra a los campesinos ha sido disminuido. La selva amazónica sigue desapareciendo a una velocidad suicida. La soya modificada genéticamente ha sido lanzada sobre la tierra. "Es difícil encontrar la ruta correcta", dijo Gilberto Carvalho, el antiguo seminarista que se encarga de la agenda del presidente. "Tienes que hacer concesiones, sí, pero no puedes permitir que te obliguen a traicionar sus principios. Es una batalla diaria".
Los puestos más importantes del gobierno han sido repartidos entre una mezcla ecuménica, con algunos nombramientos basados en las capacidades, y otros para cumplir con obligaciones políticas. La mayoría provienen de la izquierda. El jefe de personal, José Dirceu, estuvo exiliado en Cuba, donde recibió adiestramiento como guerrillero y el camuflaje facial de una cirugía plástica; colgó una fotografía de Fidel y de sí mismo detrás de su escritorio. Marina Silva, la ministro de medio ambiente, creció en una familia de caucheros; sus vecinos más cercanos vivían a dos horas de camino, y vio una bombilla eléctrica por primera vez cuando tenía 5 años, durante un viaje río abajo para ir al dentista. Pero en el lado económico, los nombramientos de Lula han sido definitivamente más conservadores. Henrique Meirelles, presidente del Banco Central, fue antes director de operaciones bancarias globales en el Fleet Boston Financial. Lúiz Furlan, el ministro de desarrollo, industria y comercio, era un millonario exportador de aves de corral. El ministro de Hacienda, Antonio Palocci, aunque petista y ex-trotskista, es un disciplinado converso de la ortodoxia fiscal.
Lula mismo rechaza las etiquetas políticas y se ha resistido siempre a ser clasificado en algún punto de la gama ideológica. Los ismos políticos de uno y otro lado de otros países le parecen irrelevantes. Prefiere su propia intuición y sentido común. Cuando era todavía un joven dirigente sindical, le pedían frecuentemente que dijera si era comunista, socialista o social-demócrata. "Yo soy tornero", replicaba.
Pero la respuesta tenía algo de elusivo. Lula era de izquierdas, pero del movimiento obrero. No le importaba si lo clasificaban al movimiento como socialista o cristiano o simplemente ético. Para él, la lucha de clases era algo que giraba sobre elecciones democráticas y salarios más altos. Quería que los trabajadores poseyeran sus propias casas y neveras, pero no los medios de producción. En una aparición en televisión en 1978, un reportero lo reprendió por llevar un traje de tres piezas en lugar de vaqueros. Respondió: "Ruego a Dios que en el futuro cercano todos los trabajadores puedan permitirse no solamente trajes de tres piezas, sino además cualquiera de las cosas que producen, incluyendo coches".
En 1979, le preguntaron por los personajes históricos que más admiraba. Los primeros nombres que dio fueron los de Gandhi, Che Guevara y Mao Zedong. Cuando le pidieron más ejemplos, agregó a Hitler, Fidel Castro y el ayatolá Jomeini. "Lo que admiro en un hombre es la pasión con que quiere algo y luego su determinación en hacerlo", explicó.
Veinte y cinco años más tarde, Gandhi, el Che y Castro seguramente todavía están en la lista. Cuando nos reunimos, parecía suficientemente claro que había una línea divisoria entre el Lula de los años setenta y el Lula de hoy. Por un lado, sigue siendo el pragmático negociador sindical, tratando de conseguir lo que piensa que es posible. De momento, eso es lo que ha hecho el gobierno, un toma-y-saca político dentro de los parámetros de lo posible. Por otro, todavía sueña con los improbables giros del destino. Para esto, sólo tiene que mirar en el espejo.
Perplejo por las realidades económicas de una nación endeudada, Lula ha dirigido una parte de sus sueños hacia la humanidad en general. Desde el año pasado viene proponiendo un impuesto global para alimentar a los hambrientos del planeta. La mecánica de la idea sigue siendo extremadamente vaga, pero parece determinado a proponerla cada vez que tiene oportunidad. "Quizás podamos cobrar un impuesto al comercio de armas, por ejemplo", me dijo. "O quizás podamos grabar los paraísos fiscales. O el comercio internacional. Algo debemos hacer para ir más allá de los discursos".
Lula empezó a pensar acerca de esto en una reunión de los G-8 en junio pasado en Evian, Francia, dijo. "Descubrí una cosa muy interesante. Yo estaba ahí con los más importantes presidentes del mundo, gente que nunca pensé que tendría tan cerca. Y de pronto pensé: Estos hombres son muy importantes en sus países, muy importantes en el mundo. Pero ninguno de ellos entiende a los pobres -especialmente en el tema del hambre- de la misma manera que yo. ¿Por qué? Porque nunca la vivieron".
Pero él sí ha conocido el hambre.
Lula es el séptimo hijo de Euridice Ferreira de Mello. Un mes antes de nacer, su padre, Aristides Inácio da Silva, abandonó su familia y su arenosa granja en el estado de Pernambuco. Su partida, aunque inoportuna, no fue totalmente inesperada. Durante años que del cielo no caía una gota de lluvia. La seca tierra, nunca demasiado complaciente, producía una miseria de maíz, frijoles y mandioca. Hombres de todas partes del nordeste de Brasil marcharon a buscar trabajo en las fábricas de São Paulo. Las mujeres que quedaron atrás eran conocidas como las viudas de la sequía'.
La partida de Aristides no fue enteramente noble. Sin que su mujer lo supiera, su marido se marchó hacia el sur acompañado por otra mujer -en realidad, su prima más joven- con la que comenzó una segunda familia. Euridice se enteraría de esto sólo cuando Aristides volvió para visitarla cinco años después. Había tenido tres hijos seguidos cuando finalmente conoció a su hijo más pequeño, que era conocido cariñosamente como Lula.
Mucho de lo que se sabe de la infancia de Lula proviene de una historia oral hecha en los años noventa por Denise Parana, que entonces era su ayudante. Entrevistó no solamente a su patrón, sino también a la mayoría de sus hermanos. Sus vidas en Pernambuco, tal como ellos la recordaban, fueron de permanente miseria. Su casa era diminuta. Las comidas no eran a menudo más que harina de mandioca y frijoles. El agua era mucha veces recogida de una acequia y bebida después de que la mugre se hubiese asentado.
A Aristides le fue algo mejor en Santos, el puerto cerca de São Paulo donde encontró trabajo como cargador. Después de su visita a Pernambuco, Aristides se llevó al hermano mayor de Lula, Jaime, a Santos. Pero el chico se sintió solo, y después de dos años, el niño de 15 años le escribió una carta a su madre, supuestamente dictada por su padre analfabeto, pidiéndole a ella y a su familia que se reuniera con él. Euridice, ansiosa por escapar de la miseria de la selva del nordeste, vendió su reloj, un burro y sus retratos de los santos para comprar un billete en un pau de arara', un desvencijado camión de carrocería abierta con tablas a modo de asientos. El viaje duró 13 días. Los pasajeros dormían a lo largo de caminos polvorientos y se acurrucaban debajo del vehículo cuando llovía.
Cargado de un día para otro con dos familias, Aristides las instaló en casas separadas y dormía por las noches en la casa que le imponía su ánimo. Sus hábitos parentales eran severos: todos debían trabajar, nadie iba a la escuela. "Mi padre nos golpeaba con algo parecido a una manguera de goma", me contó José, uno de los hermanos de Lula. Luego, un fatídico día, contó José: "Mi padre, ignorante como siempre, amenazó con golpear a mi madre, y eso fue el fin de todo".
Euridice se fue para siempre. Durante años, ella y sus hijos vivieron en lugares terribles, incluyendo el hueco detrás de un bar en São Paulo, donde compartían el retrete con los duros bebedores. Sus hijas trabajaban como criadas; Lula, el más pequeño, lustraba zapatos y repartía el lavado. Luego, a los quince, tuvo la suerte de encontrar trabajo en una fábrica de tornillos. Gracias a este trabajo logró entrar en una escuela industrial pública y se transformó en un aplicado maquinista.
En 1969, Lula se casó con una delgada mujer de pelo negro llamada Lourdes, la hermana menor de su mejor amigo, Lambari. Durante años, Lula fue demasiado tímido como para acercarse a ella, pero ahora estaban viviendo sus pequeños sueños al máximo, y pudieron comprar una casa cerca de una panadería y de una parada de autobús. Lourdes quedó embarazada, pero al séptimo mes desarrolló hepatitis, que los doctores no habían sido capaces de detectar en su primer diagnóstico. El bebé murió en su viente, y cuando Lula llegó al hospital con la ropa para el funeral del bebé, le dijeron que su esposa también había muerto.
Lambari estaba con su amigo cuando recibió las demoledoras noticias. "Lula empezó a caminar haciendo círculos", me dijo y luego me demostró lo que quería decir arremolinándose contra la pared, golpeándose con los hombros. Los dos hombres fueron llevados a la morgue del hospital donde los cuerpos cubiertos -uno grande, otro diminuto- estaban tendidos con etiquetas colgadas de sus dedos gordos. En la etiqueta del bebé había escrito Nacido Muerto', en lugar de su nombre.
En su dolor, Lula pasó por un período de "tres años de locura", como contó alguna vez, queriendo "estar con una mujer de lunes a domingo". Para sentirse acompañado también empezó a pasar más tiempo en el sindicato. Ahí encontró no solamente una vocación, sino también a su segunda esposa, Marisa Leticia Casa dos Santos, que había enviudado recientemente. Su marido había sido asesinado en un robo. Se había acercado al sindicato a preguntar sobre la pensión de viudedad.
A mediados y fines de los años setenta, Lula se transformaría poco a poco en un militante sindical. Fue un extraño giro del destino. El sindicato de obreros metalúrgicos de São Bernardo do Campo, como la mayoría de los sindicatos entonces, estaba controlado por los conservadores, que eran uña y carne con las empresas y el gobierno. A Lula le recibieron bien en la jerarquía porque parecía fácil de controlar. Los patrones apoyaron su candidatura a la presidencia del sindicato en 1975.
Pero Lula era cualquier cosa menos dócil. Brasil se agitaba bajo los soplos de una rebelión, y pronto se encontró dirigiendo una lucha sindical tormentosa y sin precedentes. Una mañana de 1978, los trabajadores del sindicato de Lula se sentaron junto a sus máquinas en la fábrica de camiones Saab-Scania. La huelga era ilegal, pero en pocos días se extendió a otras plantas automotrices. Unos 80.000 obreros se negaron a mover los vehículos a lo largo de la línea de producción. Las empresas, obligadas a negociar, aceptaron las demandas salariales de los sindicatos. Fue una victoria histórica.
Lula se hizo famoso: un hombre directo con pantalones acampanados y una reconocible corona de pelo negro rizado. En 1979, el sindicato declaró una huelga general. El único lugar suficientemente grande para la manifestación era el estadio de fútbol, pero cuando comenzó la reunión, el sistema de sonido dejó de funcionar. Lula estaba en el escenario, una sola voz gritando hacia una multitud de caras distantes. Durante cuatro horas, 90.000 obreros metalúrgicos empapados por la lluvia se pasaron sus palabras como en una carrera de relevos.
Los intelectuales marxistas han pensado siempre en enviar a sus cuadros educados a trabajar en fábricas, sembrando la semilla de la lucha de clases en el piso de los talleres. En Brasil, los trabajadores mismos mostraron el camino, y los intelectuales siguieron detrás. Hacia 1980, el malestar sindical se había extendido mucho más allá de São Paulo y los obreros metalúrgicos, abarcando a empleados bancarios, maestros, mineros y otros. Pero para enfrentarse derechamente al régimen represivo, muchos, incluyendo a Lula, pensaban que el movimiento sindical necesitaba un componente político, y así empezó el Partido de los Trabajadores.
El partido empezó a proponer candidatos en 1982, la primera vez desde 1964 que los militares permitieron elecciones locales y federales relativamente libres. Lula se presentó a gobernador de São Paulo. Su lema era Un brasileño como usted'. Terminó cuarto con un triste 10 por ciento, pero poco a poco el Partido de los Trabajadores alcanzó la madurez, eligiendo al principio a alcaldes y diputados, y luego gobernadores y senadores. En 1989, la primera vez en casi tres décadas que a los brasileños se les permitió elegir directamente al presidente, Lula estuvo a punto de ganar. Perdería dos veces más antes de decidir que un cuarto intento sería inútil a menos que el partido aceptara cambios que lo hicieran más elegible. Aunque estaba seguro de que ofendería a los puristas, quería elegir a alguien de fuera del partido como su candidato a la vice-presidencia, incluso a alguien de derechas. Y quería al más importante mercenario político de Brasil. Duda Mendonca, para algunos petistas un demoníaco mentor, definió sus ideas políticas como de izquierda, pero también se ve a sí mismo como un técnico' que organiza campañas a precios muy altos sin dejar que su ideología interfiera en su trabajo.
Encontré a Mendonca en su sede en São Paulo. Llevaba una americana negra hecha a la medida sobre una camiseta negra muy ajustada. Para la campaña de 2002 arregló la imagen de Lula. "Era importante mostrar que Lula había evolucionado", dijo. "Así que lo cuidamos un poco mejor. Le recortamos la barba, le vestimos con ropas más elegantes. Lo acicalamos. En televisión, en lugar de aparecer siempre sudoroso, le maquillamos cuidadosamente". Un dentista mejoró su sonrisa, un sastre se encargó de los trajes finos. Su candidato a la vice-presidencia fue el magnate textil José Alencar.
El lema de esta campaña fue Lulinha, paz e amor'. No todo era artificio del publicista. Lula en realidad es un tipo cálido, cuya abundante sensiblería le abre habitualmente las válvulas de sus lacrimales. Sin embargo, el objetivo general era enterrar su imagen anterior como un enrabiado y desaliñado dirigente sindical. Lula fue retratado con el Papa y con Nelson Mandela. Salió al lado de algunos de los más reputados intelectuales de Brasil, que posaban como si estuvieran determinados a impregnarse algo de su sabiduría.
"Yo cambié, Brasil cambió", dijo Lula en sus discursos. Esto también era verdad. Lula, como muchos en el partido, había moderado sus puntos de vista. Muchos habían aprendido la lección cuando eran alcaldes y gobernadores. Lula ya se había comprometido a cumplir el acuerdo de rescate con el FMI.
Esta vez, el rival de Lula en la recta final de las elecciones era José Serra, un soso académico que había servido con méritos como ministro de sanidad de Cardoso. Pero la economía brasileña pasaba nuevamente por terribles apuros. La gente quería cambios, y el turno de Lula estaba finalmente llegando.
Un mes antes de las elecciones, dejó que Jo-o Salles, un director de documentales, lo siguiera detrás de puertas normalmente cerradas. A menudo Lula parecía haberse olvidado de la presencia de las cámaras. Salles me mostró algo del metraje que estaba editando y traduciendo desde el portugués.
En una arenga, Lula habló del hombre con quien se compara más a menudo, el dirigente sindical polaco que llegó a ser presidente, Lech Walesa. Ambos dirigieron una oleada de huelgas en los años ochenta. "Yo tenía muchos más miembros en mis filas que Walesa, pero él fue agasajado en todo el mundo porque estaba luchando contra el comunismo", se queja Lula. Pero cuando le tocó el turno de dirigir el país, ¿qué logró? Lula respondió su propia pregunta. "El resto es historia, porque no hizo nada".
Sin embargo, a él también le preocupaba el futuro. Con la elección a apenas unos días, estaba inquieto de que la máquina' del gobierno fuera la que definiera su presidencia, y no al revés. No estaba seguro de lo que podría hacer por los pobres de Brasil, pero comprendía las expectativas. "No sé cómo reaccionaré. Pero sí sé que este lunes la gente empezará a pedir que cumpla con todo lo que he estado diciendo en los últimos 20 años".
Le dije a Lula que yo viajaría a Pernambuco para entender mejor sus primeros años. "Tiene que comer buchada', que son tripas de cabra secas", insistió, tomándome la mano. Fue enfático, y me miró a los ojos. Esa especialidad regional era demasiado deliciosa como para que me la perdiera, dijo. "Llamaremos a mi primo para que sacrifique una cabra".
El plato principal de la comida era en realidad el estómago de la cabra. Era un trozo grisáceo y blando de forma oval del tamaño de una pequeña patata cocida. Estaba relleno de arroz que había sido remojado en sangre y mezclado con especias y el corazón y el hígado picados del animal. En otro plato había una pezuña de cabra parcialmente envuelta en tripas. "¿Qué le parece?", preguntó el amable primo de Lula, Moura. "Es mejor de lo que esperaba", repliqué.
La capital de Pernambuco es la costera ciudad de Refice, donde los edificios de rascacielos se ciernen sobre la playa. Pero gran parte del interior del estado es atrasado, con pequeñas granjas a lo largo de caminos estrechos y arenosos; los adolescentes todavía recuerdan la llegada de la electricidad.
Yo había ido a la ciudad para más que solo echar una mirada en el pasado de Lula. El Movimiento de los Trabajadores sin Tierras MST, estaba planeando volver a aplicar la táctica de las ocupaciones', enviando a los campesinos a ocupar tierras de labranza baldías privadas para que pudieran reclamarlas como propias. Pistoleros a sueldo de los grandes hacendados atacaban a veces a los intrusos, así que la fecha y lugar de estas ocupaciones campesinas son mantenidas en secreto hasta el último minuto. Me habían dado un teléfono de contacto en Recife y un montó de fechas posibles.
El MST, junto con el Partido de los Trabajadores y la Central Unica dos Trabalhadores -una federación de sindicatos- son algo así como la santísima trinidad de la izquierda brasileña. El grupo de campesinos afirma haber instalado a 250.000 familias en tierras baldías' en los últimos 20 años. Durante ese tiempo, Lula ha sido siempre un aliado fiable. Incluso siendo presidente, se podía contar con él para que asistiera ocasionalmente a manifestaciones y ponerse la gorra roja del MST. El grupo de campesinos había dejado de montar ocupaciones, dejando que fuera su compañero presidente quien dirigiera la reforma agraria.
Pero esta primavera, los líderes del MST estaban hasta la coronilla con la lentitud del gobierno. Lula había prometido instalar a 530.000 familias hacia 2006 -la mitad de lo quería el MST, para comenzar. Hasta el momento, el gobierno había otorgado tierras a solo 49.000 familias. El MST decidió entonces volver a la táctica de los enfrentamientos.
"Lula está dominado por el aparato del estado", dijo Alexandre Conceição, uno de los dos ansiosos jóvenes que me asignaron para que me escoltaran a una ocupación en el momento indicado. A sus ojos, Lula había caído en las garras de los capitalistas. "Lo podemos comparar con la Reina Isabel", prosiguió Conceição. "Ella es el gobierno, pero no manda. Los que manejan todo son la burguesía rural y los empresarios".
La marchita relación de Lula con el MST fue otro producto de su colisión con las intratables realidades. El gobierno puede expropiar legalmente tierras de labranza baldías, de las que Brasil tiene una gran abundancia. Pero esas propiedades deben ser pagadas con bonos o en metálico, y la cuenta sube. Luego está el problema de si la gente puede explotar la tierra que recibe. Medio millón de campesinos ya estaban en malas condiciones, debido a que necesitan desesperadamente caminos y electricidad y ayuda técnica, que el gobierno limitado en sus finanzas no puede permitirse tan fácilmente, me dijo Miguel Rossetto, el ministro de desarrollo rural. Mencionó la necesidad de adoptar "un punto de vista estratégico". ¿Para qué comprar tierras para los campesinos, si se verán obligados a venderlas a su vez?"
Un domingo, poco después del alba, me llevaron a São Lourenço da Mata, adonde llegaron las familias a echar su suerte con el MST. El punto de reunión en el pueblo era un pequeño edificio de cemento. Dentro colgaban retratos de Lula, de Che Guevara y de Conan el Bárbaro. Fuera había más de cien hombres, mujeres y niños inquietos, llevando herramientas de agricultura (azadones y palas) y lo necesario para acampar en el lugar (comida, agua y mantas). La música salía resonando de un camión de sonido aparcado ahí. La intención era que despertara con sambas el coraje de los participantes. La letra exhortaba al pueblo a rebelarse.
Durante el trayecto por la carretera hacia la tierra elegida, caminé durante un rato con un viejo campesino de 61 años llamado Neiapo Feliciano. Su historia era como muchas otras. Había trabajado toda la vida para otros, pero ahora lo encontraban viejo y desechable. Privado de perspectivas, estaba dispuesto a trabajar por el MST. "Todos tenemos derecho a vivir en tierras propias", me dijo firmemente. "Para sobrevivir, tenemos que recuperar lo que nos pertenece en derecho".
La entrada al terreno estaba protegida por una valla de alambre de púas, que cedió fácilmente con cuatro porrazos de machete. La gente entonces cargó decididamente hacia un espacio verde y accidentado. Algunos se pusieron a trabajar de inmediato recogiendo ramas que serían usadas como estacas para levantar las tiendas. Neiapo empezó a arañar un pedazo de terreno con su azadón. "Conozco esta arcilla roja", dijo, dejando escurrir la tierra entre sus dedos como si fuera polvo de oro. "Es buena para las patatas".
Estas ocupaciones -o al menos las que no terminan violentamente- siguen normalmente un esquema. El propietario de la tierra se presenta ante un tribunal; el MST se defiende diciendo que eran tierras baldías. Mientras una agencia federal realiza una investigación, los campesinos levantan sus tiendas a un lado del camino. Esperan meses -o años- hasta que se resuelva oficialmente.
"¡Vamos a construir una nueva sociedad socialista!", grita Conceição, mi escolta, a través de un micrófono mientras los campesinos trabajan. "¡Viva el pueblo brasileño!"
En Pernambuco me reuniría con varios otros campesinos; la mayoría eran tías, tíos y primos de Lula. Sus caras curtidas me dan una idea de lo que habría sido el futuro del presidente si su madre no lo hubiera subido a ese destartalado pau de arara en 1952. En lugar de eso, terminó en medio de la gran danza popular de la democracia y emergió de algún modo como un carguero de las esperanzas del país.
Era inspirador -y también preocupante. Pensé en la frase de Fitzgerald: "Muéstrame a un héroe y te escribiré una tragedia". Lula es sincero y su natural inteligencia habla bien de él, y la economía brasileña ha mostrado últimamente algunos signos prometedores de remonte. Pero sigue siendo difícil calcular sus posibilidades de éxito, especialmente cuando la impaciencia del público le está haciendo olvidar su afecto. Su vida servirá inevitablemente como una maravillosa fábula; es demasiado temprano para conocer la moraleja.
La casa de un cuarto sin ventanas donde nació Lula ya no existe. Otra familia vive ahora en esa propiedad. Su casa es más grande, aunque el resto sigue siendo en gran parte igual. El maíz y la mandioca todavía luchan por crecer en la árida tierra.
El terreno está en una ligera elevación, y desde la puerta de entrada la vista es agradable, las casas y los cactus y las palmeras se despliegan como un tapiz de verdes y marrones.
La señora de la casa es Anilda Suarez dos Santos. Estaba a la entrada, y era de noche; parecía cansada y llevaba una falda de tela de vaqueros. Como la madre de Lula, tenía ocho hijos. Como la familia de Lula, eran pobres. Recogen el agua y la transportan en jarras. Plantan, cuidan, cosechan. A veces pasan hambre.
El programa de los subsidios familiares llegó a su distrito. Esos 25 dólares al mes serán de gran ayuda para familias como esta, pero un funcionario local encontró la manera de quitárselos. En los últimos meses no habían recibido nada.
Le pregunté a Anilda si había votado a Lula. Su respuesta fue un sí' tan vigoroso que me pregunté si la pregunta no habría sido impertinente, como preguntar si acaso creía en Dios.
Me gustó su respuesta simple y enfática, pero cuando me volví para marcharme, se sintió compelida a agregar algo que era necesario que un extranjero entendiera.
"Por supuesto", me informó, "no ha cambiado nada".
27 de junio de 2004
5 de octubre de 2004
©new york times
©traducción mQh"
La mayoría del gentío -como la mayoría de Brasil- se ahogaba en la pobreza. Esos miles de personas en la ciudad de Sobral llevaban ropas raídas y sandalias cubiertas de lodo. Algunas se empinaban en la punta de los pies, levantando en sus brazos niños que pataleaban. Otros sujetaban férreamente las bicicletas con que habían llegado a través de calles inundadas de agua. "¡Lula! ¡Lula!", gritaban, empujando siempre hacia delante, los más cercanos tratando de tocar las mangas del presidente. Un hombre pequeño y de aspecto osuno, Lula es barbudo y tiene las espaldas redondas, amplio cuello y una gruesa cintura. Se movía de persona en persona, abrazando a algunas y deteniéndose para escuchar lo que tenían que decirle, poniendo la palma de su mano contra sus mejillas. "¡O-lé, o-la, Lu-la, Lu-la!", comenzó a entonar la multitud, como si se pusieran de pie para cantar en un partido de fútbol. "¡Usted es un santo!", le gritó una anciana descalza. Su mirada era desesperada y sus ojos estaban inyectados de sangre. Se aferraba a Lula y no le dejaba seguir. "Usted nos ayudará", dijo, y cuando el presidente se agachó para escucharla, ella le concedió la aprobación del pueblo: "Usted es uno de nosotros".
Lo que ella quería, como muchos otros, era un poco de atención, un poco de comprensión, algo de dinero. Brasil es un país rico lleno de gente pobre, con una distribución del ingreso que es casi la más desigual del mundo. La noche siguiente, en otra ciudad, una niña nos confundió, a mi y a mi intérprete, con miembros del séquito de Lula. Me entregó una nota, rogándonos que se la entregáramos al presidente. Había muchos errores de ortografía; había escrito su nombre, pero no la dirección. Decía: "Lula, tengo seis hermanos y hermanas y mi madre no trabaja y no tenemos un padre que nos ayude. Por favor, mi madre llora porque no tenemos nada para comer. Me llamo Adriene".
Lula era el único, debe de haber pensado la niña, que podía entenderla.
Y se no habría equivocado. Luiz Inácio Lula da Silva, 58, es un producto genuino, un mito vivo, una historia clásica de la democracia, el niño pobre que llegó a ser presidente. También él tuvo una madre que lloraba, y tampoco tuvo un padre que lo criara. También él había pasado días sin tener nada que comer. También había sufrido la humillación de la miseria. Pero Lula saldría de la indigencia para transformarse en un obrero metalúrgico y luego en un dirigente sindical y luego en un célebre agitador, el hombre que llevó a miles de trabajadores a declarar una huelga en desafío del gobierno militar, abriendo el cuerpo político a las primeras brisas de democracia. Luego fundó el Partido dos Trabalhadores, una amalgama de la izquierda brasileña, incluyendo a sindicalistas profesionales, intelectuales radicales y católicos progresistas. Ganó la presidencia de Brasil después de su cuarto intento, en octubre de 2002, con un abrumador 61 por ciento de los votos.
"En un país donde la elite siempre ha tenido la sartén por el mango, no estaba escrito que alguien como yo llegara a ser presidente", me dijo Lula, a bordo del avión presidencial brasileño. Había una mesa de comedor entre él y yo. Pinchó con su tenedor un trozo de carne y miró a un puñado de compinches que lo escuchaban, saboreando sus palabras. "Conmigo como presidente, la historia de Brasil comienza a cambiar, porque alguien que es del pueblo, de las clases bajas, ha llegado a la cima".
Lula me permitió unirme a su séquito a mediados de marzo para una gira de tres días llena de reuniones, discursos e inauguraciones. Multitudes enloquecidas lo esperaban en cada parada, aunque también había notorias lagunas en la adulación. Llevaba 15 meses en el cargo y se esperaba que este tan diferente presidente también crearía de un algún modo un Brasil muy diferente. Pero las masas, los que han nacido pobres, siguen siendo pobres, sin que vean una luz que ponga fin a su repetitiva miseria. "¡Lula, danos trabajo!", había escrito un hombre en una pancarta. "Todavía tenemos hambre", se leía en otra. La policía federal se había declarado en huelga y algunos agentes de policía interrumpían de vez en cuando el discurso del presidente, coreando las peticiones de su sindicato de un aumento salarial de 83 por ciento. En lugar de instigar las protestas de los trabajadores, ahora Lula se había transformado en su blanco, redefinido como el bellaco cancerbero del status quo. Hay muchos números entre el 1 y el 83, le recordó a los revoltosos huelguistas.
En el avión su exasperación se hizo notar. También él había esperado que los cambios sociales fueran sido más rápidos. "Crear empleo y distribuir el dinero entre los pobres no es fácil", dijo, como compartiendo el secreto de una gran revelación. Esta aserción, aunque obvia para los otros, le impresionó aparentemente tanto que la repitió. Se inclinó hacia adelante y levantó su dedo índice derecho. "Si crear empleo y distribuir dinero fuera fácil, alguien lo habría hecho ya y yo no habría llegado a la presidencia".
Muchos brasileños recibieron la elección de Lula como una liberación. Aquí llegaba alguien que salía de la vorágine de la pobreza, que había perdido un dedo en un accidente de trabajo y que hablaba con elocuencia de la lucha de clases. No era un demagogo que se mantenía a flote por su carisma y partidarios fanáticos. Al contrario, había pasado dos décadas construyendo un movimiento político disciplinado que presentaba candidatos que ganaban elecciones. El conocido sociólogo Francisco de Oliveira, uno de los primeros miembros del Partido de los Trabajadores, comparó la victoria de Brasil con uno de los grandes hitos históricos de Brasil, calificándola de tan importante como la abolición de la esclavitud.
Otra gente, mientras que coinciden sobre la transcendencia del acontecimiento, no están de acuerdo con la naturaleza de las nuevas. Para ellos, Lula era un patán peligroso que hablaba con demasiada ligereza sobre la redistribución del ingreso y de la tierra. Sus habilidades eran tan cuestionables como su programa. No tenía más que unos pocos años de enseñanza. Sus discursos carecían de sintaxis; como los campesinos, no pronunciaba las eses del plural. Excepto un término en el congreso federal -sobre el que dijo que le aburría-, Lula no había tenido nunca un puesto de gobierno. Los bolsistas en los mercados financieros internacionales seguían nerviosamente su carrera. Muchos lo consideraban anti-norteamericano y, peor todavía, anti-capitalista. ¿Qué haría un hombre como él si se lo colocaba a la cabeza de la décima economía del mundo? Cada vez que se elevaba la estrella política de Lula, aumentaba a su vez el factor de riesgo' de Brasil en el mercado de obligaciones. Semanas antes de la elección, los bonos del país se estaban transando a unos despreciables 48 centavos de dólar.
Pero Lula resultó ser una curiosa sorpresa para casi todo el mundo, tomando sólo pequeños y mesurados pasos hacia una reforma interna y manteniéndose dentro de los pactos del capitalismo global. Para un idealista, quizás el ideal es estar en la oposición. Lula, finalmente en el poder, tendría ahora que vérselas con los muchos ominosos obstáculos en la mira de una visión verdaderamente igualitaria. Brasil, sobrecargado de deudas, se debe a los prestamistas. El Partido de los Trabajadores, minoritario en las dos cámaras del Parlamento, no domina el temario público. El aparato de gobierno, ahogado por la ineficacia y la corrupción, se resiste a cambiar. "No tengo poderes divinos para hacer milagros", dice Lula en estos días con una no disimulada frustración. Se ha transformado en un personaje protagonista de otra fábula común: la del soñador que se encamina precipitadamente hacia el callejón sin salida de la realidad.
No es este un problema desconocido para los presidentes de izquierdas en el mundo. Lula considera a Fidel Castro como una presencia simbólica; cenó con él en Brasilia el día de su investidura. Pero en la América Latina de hoy, las exhortaciones a la revolución popular parecen tan pasadas de moda como las banderas rojo-y-negras de los sandinistas. Los izquierdistas de los países en desarrollo están operando dentro de los márgenes del esquema financiero global. Sus llamados a las reformas son la mayoría de las veces limitados por su dependencia de acreedores extranjeros. No cumplir provocaría un desastre. La confianza de los inversionistas caería en picado, el capital huiría, y los pobres sufrirían una terrible paliza. La izquierda critica el llamado consenso de Washington, un modelo económico que deja la lucha contra la pobreza a la eficacia del mercado libre, pero está bajo una fuerte presión para no seguir caminos trillados sin preocuparse de las incontrolables consecuencias. El extremismo pasó de moda; lo ha remplazado el pragmatismo.
Mientras Lula continúa hablando apasionadamente sobre alimentar a los pobres de Brasil y llenar sus bolsillos, su estrategia general ha sido de una conservadora rigidez, reduciendo los gastos fiscales. "No podemos dar pasos más grandes de lo que permiten nuestras piernas", ha dicho en repetidas ocasiones. Responsabiliza al maldito legado que recibió de una economía vulnerable e insiste en que debe primero echar los fundamentos de una prosperidad a largo plazo. Su reconocido celo se ha re-dirigido ahora hacia las recién descubiertas restricciones. En el pasado, Brasil ha salido de sus crisis sucesivas mediante préstamos. No mucho antes de que Lula fuera elegido, el gobierno negoció un acuerdo de rescate financiero con el Fondo Monetario Internacional, aceptando mantener un excedente presupuestario de 3.75 por ciento del producto nacional bruto del país. Lula apretó todavía más el cinturón, subiendo ese excedente a un 4.25 por ciento, tomando en realidad la decisión de gastar más en pagar las deudas y menos en programas sociales. Dijo que lo hizo para calmar los mercados y frenar las riendas de una inflación galopante. Pero cualquiera sean los beneficios a largo plazo, el severo enfoque de Lula fue acompañado por la penetrante penumbra de una recesión. En 2003, al primer año de gobierno, la economía mostró un crecimiento negativo de 0.2 por ciento, el peor resultado en una década. Los salarios se congelaron. Y se perdieron empleos.
Con el Partido de los Trabajadores, los trabajadores tuvieron que aguantar un puñetazo en la barriga.
Y sin embargo mientras Lula el político ha elegido ser cauto en casa, Lula el estadista se ha mostrado bastante audaz en el extranjero, denunciando las reglas comerciales internacionales que favorecen a los países ricos por sobre los pobres. En el escenario global, todavía es capaz de situarse a sí mismo como el outsider, movilizándose para transformar la realidad antes que sucumbir ante ella. Lula -desvelado con tareas administrativas en los modernos y blancos edificios de la capital- ha viajado al exterior a un ritmo de un viaje por mes, incluyendo excursiones a Luanda, Trípoli y Shangai. En esos viajes a menudo es recibido como la heroica nueva voz de los oprimidos. Una de sus principales iniciativas ha sido tratar de unir los bloques comerciales de los países emergentes, con la esperanza de sacar fuerzas de su número. También ha luchado contra los extravagantes subsidios agrícolas que se otorga a los granjeros en los países ricos. En esta batalla, ha respetado con éxito las reglas internacionales. Hace dos meses, Brasil ganó un veredicto preliminar contra Estados Unidos en la Organización Mundial del Comercio en un juicio sobre los subsidios norteamericanos a los productores de algodón; otro juicio pendiente, contra la Unión Europea, girará sobre el azúcar. Estos juicios, aparentemente misteriosos, son fundamentales para la agricultura de los países pobres. Si se eliminan los subsidios que distorsionan los precios, los campesinos tendrían repentinamente una oportunidad para participar competitivamente en los lucrativos mercados extranjeros. Decenas de millones saldrían de la pobreza.
Esta vena independiente sobre el comercio global ha fastidiado, por supuesto, a muchos de los poderosos en Washington, como lo hizo también la oposición de Lula a lo que llamó "la guerra privada del presidente Bush contra Saddam Hussein". Sin embargo, como es normal en gente del pueblo, el presidente de Brasil ha impresionado a la clase política del mundo como un colega digno de mérito, y ciertamente en ningún caso como un apóstol de la guerra de clases como Hugo Chávez, de Venezuela. El verano pasado, Lula fue cordialmente recibido en la Casa Blanca, donde el presidente Bush elogió la visión social de su interlocutor y su "gran corazón". James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial, ha recomendado efusivamente y varias veces a Lula como "un personaje extraordinario" que ha emergido como "uno de los grandes líderes mundiales". Lula fue elegido para leer el discurso inaugural de la cumbre de Naciones Unidas la semana pasada sobre la responsabilidad colectiva.
Pero de vuelta en casa, la paciencia de la gente ha mermado, por más fe que conserven en las buenas intenciones del presidente. Hace quince meses, un sondeo confiable mostró que el 80 por ciento del país tiene confianza en el gobierno de Lula. Ese porcentaje ha bajado constantemente. Ahora está en el 53 por ciento.
São Paulo, la ciudad más grande de América del Sur, tiene una concentración de rascacielos que rivaliza con Manhattan. Su enorme riqueza se refleja en sus vecindarios con mansiones amuralladas y largos paseos con boutiques de diseñadores exclusivos. Pero los nudosos tentáculos de las autopistas del país también llevan a algunos de los barrios bajos más terribles del continente. La tasa de desempleo en São Paulo subió recientemente por sobre el 20 por ciento. "Confiamos un montón en Lula, pero todavía no hace nada por nosotros", me dijo Cristiana Arruda, una mujer de 21 años. Ella y sus dos hermanas trabajan como vendedoras ambulantes sin permiso, vendiendo ilegalmente artículos descartados en el improvisado expositor de una caja de cartón. Cuando conversábamos, alguien gritó: "¡Hielo!", la palabra clave para la policía. Decenas de vendedores recogieron apresuradamente sus mercaderías y huyeron. "¿Acaso se puede vivir así?", preguntó Cristiana. "Pero tampoco hay trabajo".
Un domingo, di un paseo por la Región ABC, las grandes ciudades industriales cerca de São Paulo donde Lula se transformó de tornero en dirigente sindical. Hoy, la mayor parte del trabajo en las gigantescas fábricas automotrices -Ford, Fiat, Volkswagen y el resto- lo hacen robots guiados por ordenadores. Trabajos con pagas decentes, como el que tenía Lula hace tres décadas, son difíciles de encontrar. "Seguro, Lula está tratando de hacerlo bien", me dijo un hombre pobre, Jo-o Sousa da Silva, "pero está tratando de complacer a todo el mundo, y eso no lo pudo hacer ni Jesús". Está en un bar junto a una mesa de billar, su superficie cubierta temporalmente de vasos vacíos, huesos de pollos y un jarro de chiles. La conversación tuvo que competir con la samba que provenía de un radio a todo volumen. "La casa ya era un caos antes de que Lula entrara", dijo otro hombre, defendiendo al presidente. "Todos acusan a Lula. No es justo".
La prensa ciertamente se ha relamido con las apreturas de Lula. Durante las cinco semanas que pasé en Brasil, los titulares de los diarios lo apalearon diariamente. Los propios aliados de Lula estaban entre los que le daban de latigazos. El Partido de los Trabajadores publicó una crítica contra el gobierno. El propio vice-presidente de Lula se burló de sus medidas económicas. Quizás lo peor de todo fue que un estrecho colaborador del jefe de personal de Lula fue vinculado a un escándalo sobre sobornos; el presidente prefirió imponer medidas implacables para desviar la curiosidad de una investigación del Senado. Antes de llegar al poder del estado, el Partido de los Trabajadores abusaba de la mojigatería; repentinamente, comenzó a parecer tan corruptible e inmoral como el resto.
En reacción, Lula a menudo pide disculpas o se queda cavilando o simplemente pierda la paciencia. El mes pasado revocó el visado de un corresponsal del New York Times que escribió que el consumo de alcohol del presidente se había transformado en un problema nacional, una historia ampliamente rechazada en Brasil. Sólo después cambió Lula de curso, aparentemente al darse cuenta de que el artículo en el diario era menos perjudicial para su reputación que su posterior demostración de resentimiento. Se muestra alternativamente desafiante y arrepentido, explicando melancólicamente que ha estado ocupado en sacar a una afligida economía de la sala de cuidados intensivos. "Cuando la derecha conservadora gobernó el país durante 10, 15, 20 o 30 años, nadie pidió resultados. Pero ahora que somos nosotros los que hemos ganado, la gente quiere que hagamos en un año lo que los otros no hicieron en 50".
Los reproches más severos provienen de lo se podría llamar la izquierda utópica. No esperaban un milagro, pero sí un tempestuoso giro del curso político. Algunos hablan como si las esperanzas de toda una vida hubiesen sido arrojadas al mar. De Oliveira, el sociólogo que aclamó la significativa elección de Lula, ahora concluye desdeñosamente que "el país aparentemente es más complicado de lo que pensaba el Partido de los Trabajadores, y si tú no sabes qué hacer, te pones a repetir lo que han hechos otros".
Algunos Se Preguntan Si Acaso Lula Abandonó A La Izquierda
Una noche observé al presidente vadear en otra entusiasta multitud. Esta vez fue la inauguración de un comedor de beneficencia subsidiado por la Coca-Cola Company en Belo Horizonte. Lula subió al podio. Su característica voz ronca sonaba áspera y ceceante, como una rana toro. Sus manos cortan trozos angulares de aire cuando habla. Como es normal en él, se desvía del texto preparado.
"Cuando era más joven, ser anti-norteamericano no significaba que no bebieras Coca-Cola", reflexionó. "Pero ahora que estoy más maduro, he descubierto que no hay nada mejor que una Coca-Cola fría cuando te levantas en la mañana".
En su despacho, Lula obtiene su cafeína de café negro antes que de la Coca-Cola, una tacita tras otra, a la manera brasileña. También fuma cigarrillos, un hábito al que renuncia en público. Le pregunté sobre su infancia. "En la escuela básica, sólo tenía un par de pantalones y un par de tirantes, ni siquiera un segundo par de tirantes, sólo uno", dijo. "Llevaba los mismos pantalones toda la semana y los lavaba el sábado, para volver a usarlos". Terminó de fumar y comenzó con una tableta de cereales. "Una vez tuve mucha vergüenza, porque mi hermana tenía neumonía y el doctor vino a casa. Mi hermana estaba postrada en la cama y el doctor pidió una silla. Nosotros no teníamos sillas".
Estas historias sobre su infancia llena de privaciones tenían todas las visas de terminar bien, ya que estábamos cómodamente sentados en sillones de elegante cuero en una amplia habitación con una maravillosa vista de Brasilia, la capital. Yo estaba sentado a la izquierda del presidente, su intérprete personal a su derecha. Detrás de Lula había una bella escultura del siglo XVI, un Jesús crucificado, un regalo que había hecho restaurar. En otra parte de la habitación había un escritorio hecho a mano y mesas recuperadas de un majestuoso palacio de Río.
Brasil, según dice una pulla común, es el país del futuro -y siempre lo será. Con 175 millones de habitantes, es el quinto país más poblado del mundo, y su territorio es un poco más grande que el de Estados Unidos. En el siglo XVI, Portugal reclamó esta inmensidad como colonia, y la corona pronto dividió sus cuatro mil kilómetros de costa en una docena de capitanías, algunas de ellas más grandes que la madre patria misma. Se introdujo la caña de azúcar, y Brasil todavía vive del legado de la cultura de plantación que consumió cuatro millones de esclavos africanos y dejó la propiedad de la tierra horrorosamente torcida. Un elite del 1.7 por ciento de hacendados continúa poseyendo casi la mitad de la tierra arable; el 10 por ciento superior del país gana la mitad de los ingresos del país.
En Río de Janeiro, los pobres han terminado viviendo con impresionantes vistas al océano, sus casuchas arrimadas en el inestable terreno de las laderas de los acantilados. El valor de los ostentosos apartamentos abajo depende a menudo de si los ventanales dan a esos elevados barrios bajos, exponiendo a sus ocupantes a las balas perdidas de las batallas entre pandillas de traficantes. El crimen es rampante en las ciudades brasileñas. Durante mi estadía, un indigente sin trabajo se encaramó a la repisa del balcón del edificio del Senado en Brasilia, amenazando con saltar al vacío para poner fin a su miseria. Después de que los guardias de seguridad lograran bajarlo, unos diputados enternecidos le dieron algo de dinero y le desearon buen viaje. Fue asaltado en el camino a casa.
"La elite brasileña nunca ha visto la sociedad como un todo; nunca quiso compartir ni siquiera algo del dinero", me dijo Lula, en respuesta a una pregunta sobre cómo podría enmendar las disparidades en la distribución de la riqueza. "Recuerde, Brasil es un país que conoció la esclavitud hasta fines del siglo diecinueve. Incluso entonces, el fin de la esclavitud no era más que una ley escrita en un pedazo de papel. Esa mentalidad continuó durante muchos años. La concentración del ingreso es una enfermedad, y es más grave en América del Sur y en el tercer mundo".
Pero él no conoce ninguna cura rápida, dijo.
Brasil tiene una historia de reformas económicas importantes que han fracasado estrepitosamente. "¿Qué hay de nuevo y qué estamos haciendo?", preguntó retóricamente. "La novedad es que no queremos -y no lo haremos- introducir un Plan Lula. Brasil no se puede permitir tener otro presidente con un nuevo plan que logre algo de éxito en el primer año y deje luego la cuenta impaga por diez años más". La bancarrota de la vecina argentina sirvió como un aviso sobre lo que pasa cuando se dejan las deudas impagas. "Lo que queremos es hacer las cosas de modo que sean sostenibles. Si avanzamos algo cada día, incluso si avanzamos sólo un kilómetro, avanzamos algo -sin ningún milagro, sin negar nuestros compromisos internacionales, simplemente haciendo lo que es necesario".
Brasil asigna una parte razonables de sus ingresos a gastos sociales, pero más de la mitad de los desembolsos son para jubilaciones del estado, que se distribuyen ampliamente entre los grupos de ingresos. Muy poco de esto llega a los más pobres de los pobres. Lula logró impulsar una reforma del sistema de pensiones en el Congreso, pero los pagos siguen beneficiando a la gente en las categorías más altas del ingreso. En su investidura declaró una guerra nacional contra el hambre, y desde entonces ha consolidado algunos programas existentes de seguridad social, aumentando el estipendio mensual promedio a cerca de 25 dólares por familia, de acuerdo a estadísticas del gobierno. Esta suma, aparentemente minúscula, no es desdeñable para la gente desesperada. Y Lula dice que espera extender el programa -conocido como bolsa familiar'- a 50 millones de personas para fines de su mandato en 2006.
Pero un aumento de los subsidios está lejos de ser la redistribución del ingreso que algunos habían anticipado tan jadeantemente. El principal plan de Lula contra la miseria es en realidad uno de los recursos típicos de los conservadores: crecimiento económico y trabajos, la ola sobre la que flotan todos los botes.
Contrariamente a las expectativas, Lula se ha esforzado en restringir un aumento del salario mínimo, preocupado por el efecto que un aumento salarial podría tener sobre las arcas públicas.
"Yo esperaba un conjunto más dramático de programas sociales", dijo Fernando Henrique Cardoso, que fue el predecesor mucho más conservador de Lula. El antiguo presidente afirmó que dudaba a la hora de criticar "a un hombre de buena voluntad". En lugar de eso, ofreció un elogio sin entusiasmo, alabando la sabiduría de Lula en imitar las propias políticas de Cardoso, incluso si los neófitos ministerios del nuevo gobierno le parecían acosados por "falta de coordinación".
Tuve la oportunidad de reunirme con la mayoría de los asesores más cercanos de Lula, una colección en la que sobresalían antiguos comunistas y ex dirigentes sindicales. "Tenemos el gobierno, pero no el poder", se lamentó Frei Betto, un monje dominico que ha estado junto a Lula durante los últimos 24 años. "Nuestra Asamblea Legislativa tiene un carácter conservador. Lo mismo que el poder judicial. Y estamos acogotados por la deuda externa".
Los petistas, como se conoce a los miembros del Partido de los Trabajadores, citan orgullosamente los logros del gobierno, cosas como la distribución de alimentos, préstamos a los pequeños campesinos y una red de clínicas dentales. Y sin embargo parecen estupefactos por la fragilidad de lo que parecían ideales firmes. A más de un año de gobierno petista, el ritmo de las transferencias de tierra a los campesinos ha sido disminuido. La selva amazónica sigue desapareciendo a una velocidad suicida. La soya modificada genéticamente ha sido lanzada sobre la tierra. "Es difícil encontrar la ruta correcta", dijo Gilberto Carvalho, el antiguo seminarista que se encarga de la agenda del presidente. "Tienes que hacer concesiones, sí, pero no puedes permitir que te obliguen a traicionar sus principios. Es una batalla diaria".
Los puestos más importantes del gobierno han sido repartidos entre una mezcla ecuménica, con algunos nombramientos basados en las capacidades, y otros para cumplir con obligaciones políticas. La mayoría provienen de la izquierda. El jefe de personal, José Dirceu, estuvo exiliado en Cuba, donde recibió adiestramiento como guerrillero y el camuflaje facial de una cirugía plástica; colgó una fotografía de Fidel y de sí mismo detrás de su escritorio. Marina Silva, la ministro de medio ambiente, creció en una familia de caucheros; sus vecinos más cercanos vivían a dos horas de camino, y vio una bombilla eléctrica por primera vez cuando tenía 5 años, durante un viaje río abajo para ir al dentista. Pero en el lado económico, los nombramientos de Lula han sido definitivamente más conservadores. Henrique Meirelles, presidente del Banco Central, fue antes director de operaciones bancarias globales en el Fleet Boston Financial. Lúiz Furlan, el ministro de desarrollo, industria y comercio, era un millonario exportador de aves de corral. El ministro de Hacienda, Antonio Palocci, aunque petista y ex-trotskista, es un disciplinado converso de la ortodoxia fiscal.
Lula mismo rechaza las etiquetas políticas y se ha resistido siempre a ser clasificado en algún punto de la gama ideológica. Los ismos políticos de uno y otro lado de otros países le parecen irrelevantes. Prefiere su propia intuición y sentido común. Cuando era todavía un joven dirigente sindical, le pedían frecuentemente que dijera si era comunista, socialista o social-demócrata. "Yo soy tornero", replicaba.
Pero la respuesta tenía algo de elusivo. Lula era de izquierdas, pero del movimiento obrero. No le importaba si lo clasificaban al movimiento como socialista o cristiano o simplemente ético. Para él, la lucha de clases era algo que giraba sobre elecciones democráticas y salarios más altos. Quería que los trabajadores poseyeran sus propias casas y neveras, pero no los medios de producción. En una aparición en televisión en 1978, un reportero lo reprendió por llevar un traje de tres piezas en lugar de vaqueros. Respondió: "Ruego a Dios que en el futuro cercano todos los trabajadores puedan permitirse no solamente trajes de tres piezas, sino además cualquiera de las cosas que producen, incluyendo coches".
En 1979, le preguntaron por los personajes históricos que más admiraba. Los primeros nombres que dio fueron los de Gandhi, Che Guevara y Mao Zedong. Cuando le pidieron más ejemplos, agregó a Hitler, Fidel Castro y el ayatolá Jomeini. "Lo que admiro en un hombre es la pasión con que quiere algo y luego su determinación en hacerlo", explicó.
Veinte y cinco años más tarde, Gandhi, el Che y Castro seguramente todavía están en la lista. Cuando nos reunimos, parecía suficientemente claro que había una línea divisoria entre el Lula de los años setenta y el Lula de hoy. Por un lado, sigue siendo el pragmático negociador sindical, tratando de conseguir lo que piensa que es posible. De momento, eso es lo que ha hecho el gobierno, un toma-y-saca político dentro de los parámetros de lo posible. Por otro, todavía sueña con los improbables giros del destino. Para esto, sólo tiene que mirar en el espejo.
Perplejo por las realidades económicas de una nación endeudada, Lula ha dirigido una parte de sus sueños hacia la humanidad en general. Desde el año pasado viene proponiendo un impuesto global para alimentar a los hambrientos del planeta. La mecánica de la idea sigue siendo extremadamente vaga, pero parece determinado a proponerla cada vez que tiene oportunidad. "Quizás podamos cobrar un impuesto al comercio de armas, por ejemplo", me dijo. "O quizás podamos grabar los paraísos fiscales. O el comercio internacional. Algo debemos hacer para ir más allá de los discursos".
Lula empezó a pensar acerca de esto en una reunión de los G-8 en junio pasado en Evian, Francia, dijo. "Descubrí una cosa muy interesante. Yo estaba ahí con los más importantes presidentes del mundo, gente que nunca pensé que tendría tan cerca. Y de pronto pensé: Estos hombres son muy importantes en sus países, muy importantes en el mundo. Pero ninguno de ellos entiende a los pobres -especialmente en el tema del hambre- de la misma manera que yo. ¿Por qué? Porque nunca la vivieron".
Pero él sí ha conocido el hambre.
Lula es el séptimo hijo de Euridice Ferreira de Mello. Un mes antes de nacer, su padre, Aristides Inácio da Silva, abandonó su familia y su arenosa granja en el estado de Pernambuco. Su partida, aunque inoportuna, no fue totalmente inesperada. Durante años que del cielo no caía una gota de lluvia. La seca tierra, nunca demasiado complaciente, producía una miseria de maíz, frijoles y mandioca. Hombres de todas partes del nordeste de Brasil marcharon a buscar trabajo en las fábricas de São Paulo. Las mujeres que quedaron atrás eran conocidas como las viudas de la sequía'.
La partida de Aristides no fue enteramente noble. Sin que su mujer lo supiera, su marido se marchó hacia el sur acompañado por otra mujer -en realidad, su prima más joven- con la que comenzó una segunda familia. Euridice se enteraría de esto sólo cuando Aristides volvió para visitarla cinco años después. Había tenido tres hijos seguidos cuando finalmente conoció a su hijo más pequeño, que era conocido cariñosamente como Lula.
Mucho de lo que se sabe de la infancia de Lula proviene de una historia oral hecha en los años noventa por Denise Parana, que entonces era su ayudante. Entrevistó no solamente a su patrón, sino también a la mayoría de sus hermanos. Sus vidas en Pernambuco, tal como ellos la recordaban, fueron de permanente miseria. Su casa era diminuta. Las comidas no eran a menudo más que harina de mandioca y frijoles. El agua era mucha veces recogida de una acequia y bebida después de que la mugre se hubiese asentado.
A Aristides le fue algo mejor en Santos, el puerto cerca de São Paulo donde encontró trabajo como cargador. Después de su visita a Pernambuco, Aristides se llevó al hermano mayor de Lula, Jaime, a Santos. Pero el chico se sintió solo, y después de dos años, el niño de 15 años le escribió una carta a su madre, supuestamente dictada por su padre analfabeto, pidiéndole a ella y a su familia que se reuniera con él. Euridice, ansiosa por escapar de la miseria de la selva del nordeste, vendió su reloj, un burro y sus retratos de los santos para comprar un billete en un pau de arara', un desvencijado camión de carrocería abierta con tablas a modo de asientos. El viaje duró 13 días. Los pasajeros dormían a lo largo de caminos polvorientos y se acurrucaban debajo del vehículo cuando llovía.
Cargado de un día para otro con dos familias, Aristides las instaló en casas separadas y dormía por las noches en la casa que le imponía su ánimo. Sus hábitos parentales eran severos: todos debían trabajar, nadie iba a la escuela. "Mi padre nos golpeaba con algo parecido a una manguera de goma", me contó José, uno de los hermanos de Lula. Luego, un fatídico día, contó José: "Mi padre, ignorante como siempre, amenazó con golpear a mi madre, y eso fue el fin de todo".
Euridice se fue para siempre. Durante años, ella y sus hijos vivieron en lugares terribles, incluyendo el hueco detrás de un bar en São Paulo, donde compartían el retrete con los duros bebedores. Sus hijas trabajaban como criadas; Lula, el más pequeño, lustraba zapatos y repartía el lavado. Luego, a los quince, tuvo la suerte de encontrar trabajo en una fábrica de tornillos. Gracias a este trabajo logró entrar en una escuela industrial pública y se transformó en un aplicado maquinista.
En 1969, Lula se casó con una delgada mujer de pelo negro llamada Lourdes, la hermana menor de su mejor amigo, Lambari. Durante años, Lula fue demasiado tímido como para acercarse a ella, pero ahora estaban viviendo sus pequeños sueños al máximo, y pudieron comprar una casa cerca de una panadería y de una parada de autobús. Lourdes quedó embarazada, pero al séptimo mes desarrolló hepatitis, que los doctores no habían sido capaces de detectar en su primer diagnóstico. El bebé murió en su viente, y cuando Lula llegó al hospital con la ropa para el funeral del bebé, le dijeron que su esposa también había muerto.
Lambari estaba con su amigo cuando recibió las demoledoras noticias. "Lula empezó a caminar haciendo círculos", me dijo y luego me demostró lo que quería decir arremolinándose contra la pared, golpeándose con los hombros. Los dos hombres fueron llevados a la morgue del hospital donde los cuerpos cubiertos -uno grande, otro diminuto- estaban tendidos con etiquetas colgadas de sus dedos gordos. En la etiqueta del bebé había escrito Nacido Muerto', en lugar de su nombre.
En su dolor, Lula pasó por un período de "tres años de locura", como contó alguna vez, queriendo "estar con una mujer de lunes a domingo". Para sentirse acompañado también empezó a pasar más tiempo en el sindicato. Ahí encontró no solamente una vocación, sino también a su segunda esposa, Marisa Leticia Casa dos Santos, que había enviudado recientemente. Su marido había sido asesinado en un robo. Se había acercado al sindicato a preguntar sobre la pensión de viudedad.
A mediados y fines de los años setenta, Lula se transformaría poco a poco en un militante sindical. Fue un extraño giro del destino. El sindicato de obreros metalúrgicos de São Bernardo do Campo, como la mayoría de los sindicatos entonces, estaba controlado por los conservadores, que eran uña y carne con las empresas y el gobierno. A Lula le recibieron bien en la jerarquía porque parecía fácil de controlar. Los patrones apoyaron su candidatura a la presidencia del sindicato en 1975.
Pero Lula era cualquier cosa menos dócil. Brasil se agitaba bajo los soplos de una rebelión, y pronto se encontró dirigiendo una lucha sindical tormentosa y sin precedentes. Una mañana de 1978, los trabajadores del sindicato de Lula se sentaron junto a sus máquinas en la fábrica de camiones Saab-Scania. La huelga era ilegal, pero en pocos días se extendió a otras plantas automotrices. Unos 80.000 obreros se negaron a mover los vehículos a lo largo de la línea de producción. Las empresas, obligadas a negociar, aceptaron las demandas salariales de los sindicatos. Fue una victoria histórica.
Lula se hizo famoso: un hombre directo con pantalones acampanados y una reconocible corona de pelo negro rizado. En 1979, el sindicato declaró una huelga general. El único lugar suficientemente grande para la manifestación era el estadio de fútbol, pero cuando comenzó la reunión, el sistema de sonido dejó de funcionar. Lula estaba en el escenario, una sola voz gritando hacia una multitud de caras distantes. Durante cuatro horas, 90.000 obreros metalúrgicos empapados por la lluvia se pasaron sus palabras como en una carrera de relevos.
Los intelectuales marxistas han pensado siempre en enviar a sus cuadros educados a trabajar en fábricas, sembrando la semilla de la lucha de clases en el piso de los talleres. En Brasil, los trabajadores mismos mostraron el camino, y los intelectuales siguieron detrás. Hacia 1980, el malestar sindical se había extendido mucho más allá de São Paulo y los obreros metalúrgicos, abarcando a empleados bancarios, maestros, mineros y otros. Pero para enfrentarse derechamente al régimen represivo, muchos, incluyendo a Lula, pensaban que el movimiento sindical necesitaba un componente político, y así empezó el Partido de los Trabajadores.
El partido empezó a proponer candidatos en 1982, la primera vez desde 1964 que los militares permitieron elecciones locales y federales relativamente libres. Lula se presentó a gobernador de São Paulo. Su lema era Un brasileño como usted'. Terminó cuarto con un triste 10 por ciento, pero poco a poco el Partido de los Trabajadores alcanzó la madurez, eligiendo al principio a alcaldes y diputados, y luego gobernadores y senadores. En 1989, la primera vez en casi tres décadas que a los brasileños se les permitió elegir directamente al presidente, Lula estuvo a punto de ganar. Perdería dos veces más antes de decidir que un cuarto intento sería inútil a menos que el partido aceptara cambios que lo hicieran más elegible. Aunque estaba seguro de que ofendería a los puristas, quería elegir a alguien de fuera del partido como su candidato a la vice-presidencia, incluso a alguien de derechas. Y quería al más importante mercenario político de Brasil. Duda Mendonca, para algunos petistas un demoníaco mentor, definió sus ideas políticas como de izquierda, pero también se ve a sí mismo como un técnico' que organiza campañas a precios muy altos sin dejar que su ideología interfiera en su trabajo.
Encontré a Mendonca en su sede en São Paulo. Llevaba una americana negra hecha a la medida sobre una camiseta negra muy ajustada. Para la campaña de 2002 arregló la imagen de Lula. "Era importante mostrar que Lula había evolucionado", dijo. "Así que lo cuidamos un poco mejor. Le recortamos la barba, le vestimos con ropas más elegantes. Lo acicalamos. En televisión, en lugar de aparecer siempre sudoroso, le maquillamos cuidadosamente". Un dentista mejoró su sonrisa, un sastre se encargó de los trajes finos. Su candidato a la vice-presidencia fue el magnate textil José Alencar.
El lema de esta campaña fue Lulinha, paz e amor'. No todo era artificio del publicista. Lula en realidad es un tipo cálido, cuya abundante sensiblería le abre habitualmente las válvulas de sus lacrimales. Sin embargo, el objetivo general era enterrar su imagen anterior como un enrabiado y desaliñado dirigente sindical. Lula fue retratado con el Papa y con Nelson Mandela. Salió al lado de algunos de los más reputados intelectuales de Brasil, que posaban como si estuvieran determinados a impregnarse algo de su sabiduría.
"Yo cambié, Brasil cambió", dijo Lula en sus discursos. Esto también era verdad. Lula, como muchos en el partido, había moderado sus puntos de vista. Muchos habían aprendido la lección cuando eran alcaldes y gobernadores. Lula ya se había comprometido a cumplir el acuerdo de rescate con el FMI.
Esta vez, el rival de Lula en la recta final de las elecciones era José Serra, un soso académico que había servido con méritos como ministro de sanidad de Cardoso. Pero la economía brasileña pasaba nuevamente por terribles apuros. La gente quería cambios, y el turno de Lula estaba finalmente llegando.
Un mes antes de las elecciones, dejó que Jo-o Salles, un director de documentales, lo siguiera detrás de puertas normalmente cerradas. A menudo Lula parecía haberse olvidado de la presencia de las cámaras. Salles me mostró algo del metraje que estaba editando y traduciendo desde el portugués.
En una arenga, Lula habló del hombre con quien se compara más a menudo, el dirigente sindical polaco que llegó a ser presidente, Lech Walesa. Ambos dirigieron una oleada de huelgas en los años ochenta. "Yo tenía muchos más miembros en mis filas que Walesa, pero él fue agasajado en todo el mundo porque estaba luchando contra el comunismo", se queja Lula. Pero cuando le tocó el turno de dirigir el país, ¿qué logró? Lula respondió su propia pregunta. "El resto es historia, porque no hizo nada".
Sin embargo, a él también le preocupaba el futuro. Con la elección a apenas unos días, estaba inquieto de que la máquina' del gobierno fuera la que definiera su presidencia, y no al revés. No estaba seguro de lo que podría hacer por los pobres de Brasil, pero comprendía las expectativas. "No sé cómo reaccionaré. Pero sí sé que este lunes la gente empezará a pedir que cumpla con todo lo que he estado diciendo en los últimos 20 años".
Le dije a Lula que yo viajaría a Pernambuco para entender mejor sus primeros años. "Tiene que comer buchada', que son tripas de cabra secas", insistió, tomándome la mano. Fue enfático, y me miró a los ojos. Esa especialidad regional era demasiado deliciosa como para que me la perdiera, dijo. "Llamaremos a mi primo para que sacrifique una cabra".
El plato principal de la comida era en realidad el estómago de la cabra. Era un trozo grisáceo y blando de forma oval del tamaño de una pequeña patata cocida. Estaba relleno de arroz que había sido remojado en sangre y mezclado con especias y el corazón y el hígado picados del animal. En otro plato había una pezuña de cabra parcialmente envuelta en tripas. "¿Qué le parece?", preguntó el amable primo de Lula, Moura. "Es mejor de lo que esperaba", repliqué.
La capital de Pernambuco es la costera ciudad de Refice, donde los edificios de rascacielos se ciernen sobre la playa. Pero gran parte del interior del estado es atrasado, con pequeñas granjas a lo largo de caminos estrechos y arenosos; los adolescentes todavía recuerdan la llegada de la electricidad.
Yo había ido a la ciudad para más que solo echar una mirada en el pasado de Lula. El Movimiento de los Trabajadores sin Tierras MST, estaba planeando volver a aplicar la táctica de las ocupaciones', enviando a los campesinos a ocupar tierras de labranza baldías privadas para que pudieran reclamarlas como propias. Pistoleros a sueldo de los grandes hacendados atacaban a veces a los intrusos, así que la fecha y lugar de estas ocupaciones campesinas son mantenidas en secreto hasta el último minuto. Me habían dado un teléfono de contacto en Recife y un montó de fechas posibles.
El MST, junto con el Partido de los Trabajadores y la Central Unica dos Trabalhadores -una federación de sindicatos- son algo así como la santísima trinidad de la izquierda brasileña. El grupo de campesinos afirma haber instalado a 250.000 familias en tierras baldías' en los últimos 20 años. Durante ese tiempo, Lula ha sido siempre un aliado fiable. Incluso siendo presidente, se podía contar con él para que asistiera ocasionalmente a manifestaciones y ponerse la gorra roja del MST. El grupo de campesinos había dejado de montar ocupaciones, dejando que fuera su compañero presidente quien dirigiera la reforma agraria.
Pero esta primavera, los líderes del MST estaban hasta la coronilla con la lentitud del gobierno. Lula había prometido instalar a 530.000 familias hacia 2006 -la mitad de lo quería el MST, para comenzar. Hasta el momento, el gobierno había otorgado tierras a solo 49.000 familias. El MST decidió entonces volver a la táctica de los enfrentamientos.
"Lula está dominado por el aparato del estado", dijo Alexandre Conceição, uno de los dos ansiosos jóvenes que me asignaron para que me escoltaran a una ocupación en el momento indicado. A sus ojos, Lula había caído en las garras de los capitalistas. "Lo podemos comparar con la Reina Isabel", prosiguió Conceição. "Ella es el gobierno, pero no manda. Los que manejan todo son la burguesía rural y los empresarios".
La marchita relación de Lula con el MST fue otro producto de su colisión con las intratables realidades. El gobierno puede expropiar legalmente tierras de labranza baldías, de las que Brasil tiene una gran abundancia. Pero esas propiedades deben ser pagadas con bonos o en metálico, y la cuenta sube. Luego está el problema de si la gente puede explotar la tierra que recibe. Medio millón de campesinos ya estaban en malas condiciones, debido a que necesitan desesperadamente caminos y electricidad y ayuda técnica, que el gobierno limitado en sus finanzas no puede permitirse tan fácilmente, me dijo Miguel Rossetto, el ministro de desarrollo rural. Mencionó la necesidad de adoptar "un punto de vista estratégico". ¿Para qué comprar tierras para los campesinos, si se verán obligados a venderlas a su vez?"
Un domingo, poco después del alba, me llevaron a São Lourenço da Mata, adonde llegaron las familias a echar su suerte con el MST. El punto de reunión en el pueblo era un pequeño edificio de cemento. Dentro colgaban retratos de Lula, de Che Guevara y de Conan el Bárbaro. Fuera había más de cien hombres, mujeres y niños inquietos, llevando herramientas de agricultura (azadones y palas) y lo necesario para acampar en el lugar (comida, agua y mantas). La música salía resonando de un camión de sonido aparcado ahí. La intención era que despertara con sambas el coraje de los participantes. La letra exhortaba al pueblo a rebelarse.
Durante el trayecto por la carretera hacia la tierra elegida, caminé durante un rato con un viejo campesino de 61 años llamado Neiapo Feliciano. Su historia era como muchas otras. Había trabajado toda la vida para otros, pero ahora lo encontraban viejo y desechable. Privado de perspectivas, estaba dispuesto a trabajar por el MST. "Todos tenemos derecho a vivir en tierras propias", me dijo firmemente. "Para sobrevivir, tenemos que recuperar lo que nos pertenece en derecho".
La entrada al terreno estaba protegida por una valla de alambre de púas, que cedió fácilmente con cuatro porrazos de machete. La gente entonces cargó decididamente hacia un espacio verde y accidentado. Algunos se pusieron a trabajar de inmediato recogiendo ramas que serían usadas como estacas para levantar las tiendas. Neiapo empezó a arañar un pedazo de terreno con su azadón. "Conozco esta arcilla roja", dijo, dejando escurrir la tierra entre sus dedos como si fuera polvo de oro. "Es buena para las patatas".
Estas ocupaciones -o al menos las que no terminan violentamente- siguen normalmente un esquema. El propietario de la tierra se presenta ante un tribunal; el MST se defiende diciendo que eran tierras baldías. Mientras una agencia federal realiza una investigación, los campesinos levantan sus tiendas a un lado del camino. Esperan meses -o años- hasta que se resuelva oficialmente.
"¡Vamos a construir una nueva sociedad socialista!", grita Conceição, mi escolta, a través de un micrófono mientras los campesinos trabajan. "¡Viva el pueblo brasileño!"
En Pernambuco me reuniría con varios otros campesinos; la mayoría eran tías, tíos y primos de Lula. Sus caras curtidas me dan una idea de lo que habría sido el futuro del presidente si su madre no lo hubiera subido a ese destartalado pau de arara en 1952. En lugar de eso, terminó en medio de la gran danza popular de la democracia y emergió de algún modo como un carguero de las esperanzas del país.
Era inspirador -y también preocupante. Pensé en la frase de Fitzgerald: "Muéstrame a un héroe y te escribiré una tragedia". Lula es sincero y su natural inteligencia habla bien de él, y la economía brasileña ha mostrado últimamente algunos signos prometedores de remonte. Pero sigue siendo difícil calcular sus posibilidades de éxito, especialmente cuando la impaciencia del público le está haciendo olvidar su afecto. Su vida servirá inevitablemente como una maravillosa fábula; es demasiado temprano para conocer la moraleja.
La casa de un cuarto sin ventanas donde nació Lula ya no existe. Otra familia vive ahora en esa propiedad. Su casa es más grande, aunque el resto sigue siendo en gran parte igual. El maíz y la mandioca todavía luchan por crecer en la árida tierra.
El terreno está en una ligera elevación, y desde la puerta de entrada la vista es agradable, las casas y los cactus y las palmeras se despliegan como un tapiz de verdes y marrones.
La señora de la casa es Anilda Suarez dos Santos. Estaba a la entrada, y era de noche; parecía cansada y llevaba una falda de tela de vaqueros. Como la madre de Lula, tenía ocho hijos. Como la familia de Lula, eran pobres. Recogen el agua y la transportan en jarras. Plantan, cuidan, cosechan. A veces pasan hambre.
El programa de los subsidios familiares llegó a su distrito. Esos 25 dólares al mes serán de gran ayuda para familias como esta, pero un funcionario local encontró la manera de quitárselos. En los últimos meses no habían recibido nada.
Le pregunté a Anilda si había votado a Lula. Su respuesta fue un sí' tan vigoroso que me pregunté si la pregunta no habría sido impertinente, como preguntar si acaso creía en Dios.
Me gustó su respuesta simple y enfática, pero cuando me volví para marcharme, se sintió compelida a agregar algo que era necesario que un extranjero entendiera.
"Por supuesto", me informó, "no ha cambiado nada".
27 de junio de 2004
5 de octubre de 2004
©new york times
©traducción mQh"
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