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méxico contras las pandillas


[Kevin Sullivan] Deportados centroamericanos se están moviendo hacia el norte.
Tapachula, México. Una mañana de noviembre pasado, la policía de esta sureña ciudad mexicana recibió el dato de que unas pandillas juveniles violentas, conocidas como maras, estaban planeando atacar una escuela secundaria para vengar la detención de 20 de sus miembros en una pelea en el desfile de la escuela.
Se envió una patrullera a la escuela, y en pocos minutos el rumor de la amenaza se había extendido por la ciudad como un incendio forestal. Miles de padres, aterrorizados por los miembros tatuados y extremadamente violentos de las bandas, corrieron a sacar de clases a sus hijos. La mayoría de las escuelas de esta ciudad de 300.000 habitantes cerraron abruptamente, y muchas siguieron cerradas durante toda la semana.
"Todo el mundo tenía miedo", dijo Federico Pérez Alvarado, presidente de la asociación de padres de la escuela amenazada. "Las maras están en todas partes, incluso en este barrio. Es como tener al enemigo en tu propia casa".
El pánico que paralizó a Tapachula ilustra lo rápido y profundo que las maras -que surgieron entre las comunidades de inmigrantes centroamericanos en California y emigraron luego a Centroamérica cuando sus miembros empezaron a ser deportados- se han instalado en México.
Varias pandillas importantes, especialmente las de jóvenes salvadoreños, también proliferan en las comunidades latinas de Washington y en los suburbios de Maryland y Virginia, donde el número de asesinatos, agresiones y otros delitos relacionados con las pandillas han crecido en los últimos años.
A medida que los gobiernos centroamericanos imponen leyes severas contra las pandillas, a menudo dando autoridad a los agentes de policía para detener a sospechosos a simple vista, dijeron las autoridades, los grupos de rufianes están trasladándose hacia el norte cada vez más.
El gobierno mexicano, respondiendo a la indignación de la opinión pública sobre las crecientes actividades de las pandillas, desplegó en noviembre 1.200 agentes en una barrida de varias regiones que condujo a la detención de 200 pandilleros. Eduardo Molina Mora, director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional del gobierno, dijo que unos 1.100 pandilleros habían sido detenidos en México en los últimos dos años.
Las dos pandillas más grandes son la Mara Salvatrucha, conocida como MS-13, y la Mara 18, que apareció por primera vez a comienzos de los noventa en barrios de Los Angeles donde se han instalado los inmigrantes centroamericanos. En la última década, funcionarios estadounidenses han deportado a miles de pandilleros a sus países de origen, donde son acusados de ser responsables de las desatadas tasas de criminalidad.
En lo que los funcionarios sospechan que es el último horror cometido por las pandillas, 28 personas, incluyendo a seis niños, fueron asesinados el 24 de diciembre cuando pistoleros abrieron fuego contra un bus lleno de pasajeros cerca de la norteña ciudad salvadoreña de San Pedro Sula. Una nota dejada en el lugar decía que la masacre había sido llevada a cabo por un oscuro grupo revolucionario, pero se sospechó de inmediato de las maras.
La policía no tiene cifras sólidas sobre los pandilleros de México, pero se supone que están aumentando. José Luis Santiago Vasconcelos, el más importante fiscal del país en la lucha contra el crimen organizado, dijo hace poco que los carteles que operan en Tijuana y en Ciudad de Juárez en la frontera con Estados Unidos estaban contratando a pandilleros para cometer asesinatos.
Tapachula, una ciudad tropical cerca de la frontera guatemalteca, se ha transformado en una nueva importante base para las pandillas, dijeron funcionarios. Es un lugar tradicional de reunión de inmigrantes ilegales -y cada vez más de grupos violentos que atacan a viajeros y residentes.
Luego de cerrar las escuelas, más de 5.000 personas protestaron en las calles de la ciudad contra las pandillas. Algunas llevaban carteles exigiendo que México, que no tiene pena capital, impusiera la pena de muerte para los pandilleros.
"Nos están robando nuestra libertad", dijo Dulce Viviana Soto Martínez, 18. "Te sientes como si no pudieras salir a dar un paseo porque te puede pasar algo en la esquina, o en el parque. Estás prácticamente encerrada en tu casa".
Otros adolescentes de Tapachula dijeron que algunos jóvenes mexicanos, especialmente los de familias pobres o separadas, idealizan el aspecto y estilo de vida de los pandilleros. Pero Ireliz Trujillo Verdugo, 14, dijo que las pandillas eran "horribles". Hace dos años, dijo, unos pandilleros estrangularon a una de sus amigas y metieron su cuerpo en un pozo.
Tapachula sita junto a la principal línea ferroviaria que conecta América Central con México y, 2.400 kilómetros al norte, con Estados Unidos. Todos los días justo después de medianoche, un lento tren de carga pasa traqueteando por la ciudad hacia el norte, y cientos de inmigrantes ilegales emergen de las sombras para treparse en él.
Los emigrantes, muchos de los cuales llevan grandes cantidades de dinero para pagar los sobordos y a los contrabandistas, son una fuente fácil de ingresos para muchas pandillas. Agentes de la policía dicen que las pandillas normalmente cobran a los contrabandistas por dejarlos pasar. Otros piden dinero de protección a los que están metidos en el comercio de drogas y en la prostitución que prosperan en las rutas mejor conocidas de los inmigrantes.
"Dan seguridad a los traficantes de drogas y de personas", dijo Moisés Sánchez López, un profesor universitario que encabeza un grupo de derechos humanos en Tapachula. "Son el ejército de esa gente. Han creado una sociedad de temor".
Los diarios locales aumentan la ansiedad pública publicando espeluznantes fotografías de emigrantes arrojados desde los trenes por los pandilleros. Algunos mueren al caer, y muchos son mutilados de brazos o piernas cuando caen debajo de las ruedas.
Juan Carlos Cortéz, 25, estaba esperando para treparse a un tren a fines de agosto cuando se le aproximaron cinco pandilleros con las caras y brazos tatuados. Cortéz, guatemalteco que iba en dirección de Estados Unidos, dijo que le quitaron el dinero y luego lo golpearon con piedras hasta que casi le quebraron todos los huesos.
Cortéz vive ahora en un refugio de Tapachula. Tiene la cara completamente desfigurada, le falta el ojo izquierdo y sólidos alambres de acero sostienen su mandíbula.
"Ni siquiera se lo he contado a mi familia", dijo. "No quiero que me vean así".

Las autoridades mexicanas y centroamericanas, que ya luchan para limitar el fuerte flujo de inmigrantes ilegales tratando de llegar a trabajar a Estados Unidos, dicen que están mal equipadas para abordar el problema de los emigrantes violentos.
Magdalena Carral, la más importante funcionaria de inmigración de México, dijo que su agencia contaba con unos 300 agentes de inmigración para patrullar la frontera con Guatemala, de 1.150 kilómetros. Observó que México no puede ofrecer el tipo de protección que tiene Estados Unidos en su frontera sur, con casi 10.000 agentes de la Patrulla Fronteriza, sensores de movimiento y aeroplanos de vigilancia no tripulados.
"Ningún gobierno solo puede con esto", dijo Carral.
Una noche de diciembre una docena de agentes fuertemente armados escoltaron a David Gómez González, 23, a una comisaría de policía de Tapachula. Checaron con linternas su lengua y la parte interior de su labio inferior, ambas sitios comunes donde los pandilleros inscriben sus tatuajes. Gómez, que sólo tenía algunos tatuajes en los brazos y piernas, dijo que estaba bebiendo en un bar cuando la policía lo detuvo.
"No hice nada malo", dijo.
Óscar Armando Calderón, otro sospechoso de ser pandillero detenido con una pesada escolta, llevaba una historia más elaborada en un tatuaje de pandilla. Su torso estaba marcado con un enorme ‘13', un símbolo de la mara salvatrucha. Un lema en español cruzaba su pecho: "Cuando me encuentre la muerte, será bienvenida". Y en su labio inferior se leía una obscenidad, en inglés.
Calderón, 25, dijo que había nacido en Honduras y emigrado con su familia a Seattle cuando tenía 13 años. Dijo que se había unido a la pandilla en la escuela secundaria, y luego pasó tres años en una prisión norteamericana por tráfico de drogas antes de ser deportado el año pasado a Honduras. Niego ser ahora miembro de una pandilla, diciendo que vende zapatos en la tienda de su familia.
"No estoy tratando de matar a nadie o hacer algo", dijo en inglés, hablando brevemente en las afueras de un calabozo en la comisaría. "Estoy tratando de llevar una vida normal".
La policía dijo que Calderón será probablemente deportado a Honduras nuevamente. Pero los críticos dijeron que esas medidas de substituto hacen poco por resolver el problema más grande de la proliferación de pandillas.
La policía mexicana "no tiene experiencia con las maras", dijo Ariel Riva, el representante en la localidad del Alto Comisionado para Refugiados de Naciones Unidas. Deportarlos, dijo, es como decirles: "Bueno, hasta mañana".

21 de enero de 2005
6 de febrero de 2005
©washington post
©traducción mQh

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