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mártir de el salvador


[Richard Higgins] En 1980, el fundador del gobernante partido de extrema derecha, d'Aubuisson, mandó a matar al arzobispo Romero.
En San Salvador, hace 25 años esta semana, un lunes a las 6:45 de la tarde, un hombre solo en la parte de atrás de una pequeña capilla disparó con un potente rifle contra el sacerdote de 62 años cuando este levantaba sus brazos sobre el altar. El arzobispo Óscar Romero cayó muerto al piso de mármol, sus vestiduras empapadas en sangre.
Primado de la iglesia católica salvadoreña de 1977 a 1980, Romero fue asesinado porque apoyaba el derecho de los salvadoreños pobres a derechos iguales en su propia sociedad, y trató de poner fin al uso de la represión y la violencia que los impedían.
El último cuarto de siglo no ha sido amable con el más amplio movimiento de teología de la liberación que Romero encontraba inspirador. Pero su estrella sigue brillando. Para liberales, cristianos, defensores de los derechos humanos y partidarios de la paz en todo el mundo, se ha transformado en una figura de dimensiones simbólicas, incluso míticas.
Romero es recordado como alguien que buscó y logró algunos cambios no a través de un programa elitista, de teoría social, odio de los ricos o rabia frente a la injusticia. Más bien, propagaba la fundamental verdad de que el aprecio y amor de los otros se encuentra en los fundamentos de la justicia. Era esa rara persona en una posición de poder, que buscaba hacer descender a los de arriba, y subir a los de abajo.
Romero triunfó en su fracaso. Su asesinato fue una mutiladora, incluso humillante pérdida para sus partidarios en 1980. Ser asesinado mientras decía la misa fue un desconcertante signo de exclamación. Para su consternación, el asesinato hizo recrudecer la guerra civil de 12 años en El Salvador.
Sin embargo, lo que los dolientes no vieron fue que era en realidad demasiado tarde para terminar su trabajo. Romero ya había plantado las semillas de la esperanza en incontables más. Cuando las partes en conflicto en El Salvador firmaron la paz en 1992, tantos partidarios del acuerdo mencionaron el legado de Romero que incluso los cínicos debieron pensar en una observación del arzobispo a principios de 1980, de que si era asesinado, volvería a surgir en el pueblo salvadoreño.
La vida de Romero estuvo empapada de ironía. Aunque era agradable y bienhablado, al principio no era un fanático, ni política ni teológicamente. Era considerado un soso y leal miembro de la jerarquía salvadoreña y, tras ser nombrado arzobispo, se esperaba que continuara sus posturas conservadoras -bendiciendo helicópteros.
Pero a medida que colegas sacerdotes, amigos y otros eran asesinados y Romero consolaba a los dolientes y escuchaba a los testigos, sus compañías le hicieron cambiar. Lo llevó a hacer cosas escandalosas. Dio a conocer los nombres [de asesinos] en el sermón semanal que emitía por radio nacional. Pidió a Jimmy Carter que suspendiera la ayuda militar norteamericana. Se acercaba directamente a jefes militares y llamaba directamente a los soldados implicados en la violencia, para decirles: Te ruego, te suplico, te ordeno, depón las armas. "En el nombre de Dios, parad la represión".
Pero no pudo poner fin a la violencia, que no sólo se llevó su vida, sino también estropeó sus funerales. En la multitud que atiborró la Catedral Metropolitana ese día, murieron 30 personas al explotar una bomba y en la subsecuente estampida.
Todo esto se sabe. En otoño pasado, un juez federal de California confirmó lo que se sospechaba. En un fallo de un juicio con una ley de 1789, el tribunal estadounidense concluyó que un oficial jubilado de las fuerzas armadas salvadoreñas, Álvaro Rafael Saravia, planeó el asesinato y era imputable por daños y perjuicios. Saravia, que vive en Modesto, era uno de los ayudantes de Roberto D'Aubuisson, el fundador del gobernante partido de la extrema derecha salvadoreña.
El legado de Romero puede afligir a la gente que uno esperaría que estuviera reconfortado por él, como los dignatarios de la iglesia católica en El Salvador y Roma. Esa es quizás la marca de un profeta.
Hace tres años en una ceremonia que conmemoraba el asesinato de Romero, el actual arzobispo de San Salvador dijo que mientras el caso había sido "horroroso y sacrílego", Romero había tenido la fortuna "de morir del mejor modo en que puede hacerlo un sacerdote, en el altar".
La observación del arzobispo Fernando Saenz parece menos extraña a la luz de la purga de sacerdotes liberales y prácticas católicas liberales que ha encabezado desde que fuera elegido en 1995 para suceder a Romero. En realidad, la iglesia católica ha tenido algún éxito en controlar el legado de Romero y atraer a jóvenes católicos.
Pero la historia sugiere que todo esfuerzo por disminuir su influencia o poner fin a su trabajo, gozará de corta vida. La observación de Romero semanas antes de su muerte, de que su espíritu surgiría en el pueblo salvadoreño, pareció atrevida a mucha gente en esa época. Sin embargo, lo contrario puede ser verdad: que Romero, al señalar a gente en su país, en realidad subestimó lo extendido que estaría su espíritu.

Richard Higgins es escritor y editor. Es el co-editor de ‘Taking Faith Seriously'.

25 de marzo de 2005
©boston globe
©traducción mQh

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