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el mal existe


[Leroy Sievers] Un productor de noticias de televisión pensaba que en Kosovo, Somalia y otros infiernos había visto lo peor de la humanidad, pero lo que vio en Ruanda era inexpresable. Hasta ahora.
Estoy sentado frente al teatro en el tercer paseo peatonal de Santa Monica, marcando el mismo número una y otra vez en mi celular. "Tienes que venir conmigo", le digo a mi amigo y antiguo colega de Nightline, Rick Wilkinson. Exijo. Luego ruego. "Por favor, no puedo hacerlo solo". Estamos hablando sobre ir a ver una película. ‘Hotel Ruanda'.
Me pregunto si podré soportarla. Me pregunto si empezaré a llorar del mismo modo que en esos malditos campos de África hace más de diez años. Me pregunto si comenzarán nuevamente las pesadillas. Pero Rick, que estuvo conmigo en Ruanda, se niega a ver la película. Ni siquiera duda. El horror de ese lugar todavía le persigue. Y es inflexible.
Estoy sentado allí, en medio de gente comprando y turistas, músicos callejeros y gente de la calle, durante más de una hora, tratando de hacerme de coraje para entrar al teatro. Después de todo, no es más que una película. Pero es una película que ha tenido un gran impacto, quizás más grande que la cobertura periodística de los sucesos reales. Es divertido que la gente no cree que algo sea real mientras no lo ve en televisión. Ver ‘Salvar al soldado Ryan' les deja vivir el grito de terror de la guerra. Ver ‘Hotel Ruanda' les deja vivir la experiencia del horror del genocidio. Y luego vuelven a casa.
Como profesor visitante de la Facultad de Comunicaciones Annenberg de la USC, hablé con varios estudiantes de periodismo recién después de ver la película y hervían de indignación, preguntando por qué no se había hecho nada. ¿Por qué guardó silencio el mundo mientras los criminales terminaban su trabajo? ¿Por qué no se lo cubrió en la prensa? ¿Por qué no se lo mencionó en los telediarios? En realidad, lo fue. Les mostré los videos de los programas que entonces hizo mi equipo de Nightline. Y cuando terminaron, había un consternado silencio.
Esta noche en Santa Monica entraré solo al cine. Cuando la película termina y empiezan a pasar los créditos, percibo el mismo silencio. Y entonces, uno a la vez, la gente empieza a hablar. "Dios mío". "¿Cómo pudo ocurrir una cosa así?" "¿Por qué no hizo nada nadie?" Para la gente en el teatro, como para mis estudiantes, la película es su primer contacto con la pesadilla de Ruanda. Yo tengo una reacción muy diferente.
Me devuelvo para unirme a la multitud nocturna. Creo que es una buena película. Pero no se parece. Y siento que soy diferente a toda esa gente que disfruta de una noche de primavera en Santa Monica. Porque recuerdo.

Fue en 1994 y yo era productor de un equipo de Nightline en la frontera de Ruanda y Zaire. Nos estábamos internando en el Campo Cólera. Al menos, así es como lo llamaban los periodistas. No era un campo. Eran simplemente miles de personas (50.000, 100.000, nunca lo supimos) que yacían por todos lados en un campo de lava. Eran rocas de lava grandes y afiladas. Alguna gente tenía esteras de paja para dormir. Otros, delgadas mantas. Pero la mayoría estaban simplemente echados sobre las rocas. La parte del cólera era verdad. La enfermedad estaba causando estragos entre la gente. Muchos de ellos ya estaban muertos. El resto estaba muriendo. No había camino ni senderos para llegar al centro del ‘campo'. Simplemente había que pasar por encima de la gente. No soy especialmente delicado, pero estaba tratando de no tropezar con nadie, de no molestar. No quería hacer peor los últimos momentos de los que estaban vivos. No quería interrumpir la paz de los muertos. Los campos de refugiados tienen todos un sonido particular. Es una especie de sordo rugido de miseria humana. Sonaba lo mismo en Ruanda que en Kosovo y Somalia. Y el hedor. Eso es lo que no se puede transmitir por televisión. El hedor de la muerte. Te sobrecoge.
Yo estaba literalmente a horcajadas sobre una mujer, esperando que los otros avanzaran. No tenía el coraje en ese momento de mirar hacia abajo y ver si estaba muerta o viva. Luego sentí algo en mi pie. Miré y vi a un niño. Parecía de cinco años, que quería decir que tenía probablemente diez. La desnutrición hace eso. Estaba de espalda y había puesto su brazo sobre su cabeza. Sus dedos se habían quedado atascados en los cordones de mis botas. Cuando lo miré a los ojos, vi que se iba su brillo. Y murió. La cara de un desconocido, mi cara, fue lo último que vio. Y todo lo que yo pude hacer fue sacudir mi pie para soltar mis cordones de sus dedos, y seguir caminando para alcanzar a mi equipo.Pasaron cinco años antes de que pudiera contar la historia. Habíamos ido a Ruanda pensando que podíamos hacer frente a todo. En ese momento de mi carrera, había estado en una docena de guerras, catástrofes naturales y otras calamidades. Todos pensábamos que éramos todo lo fuerte que se puede ser. Estábamos equivocados. Creo que todos nos quebramos el primer día. Haríamos traer alimentos. Finalmente les dijimos que mandaran solamente cerveza y vino. Les daríamos la cerveza a las tropas de la Legión de Honor, a cambio de sus raciones. Pero después de uno o dos días, yo dejé de comer completamente. En lugar de eso, me sentaba por la noche frente a mi tienda y bebía una botella de vino. Esperaba que el alcohol mataría el dolor. Lo mismo podría haber bebido agua.
Estábamos cubriendo el final de la carnicería que involucró a los dos principales grupos étnicos del país. Los rebeldes hutu habían sido sistemáticamente exterminados por los tutsi. Esta no fue una guerra de bombas inteligentes. Fue una guerra de machetes y palos y cuchillos. Murió por mano casi un millón de personas. Fue un genocidio a la antigua. Cuando finalmente los asesinos hutu fueron expulsados del país, su propia gente se vio obligada a partir con ellos. Así que en los campos también había asesinos. Algunos llevaban restos de uniformes militares. Otros que tenían el aire de ser hombres que habían matado y les gustaba lo que hacían. Se les veía en los ojos. Nos mantuvimos apartados de ellos.
Hubo una fuerza de pacificación de Naciones Unidas en Ruanda. El comandante, Romeo Dallaire, un canadiense, había pedido tropas suficientes para parar el genocidio. Pero nadie le escuchó. Nadie se quiso involucrar. Ruanda no hacía parte de los intereses nacionales de nadie. Le dijeron que siguiera neutral. Que no tomara partido. Dallaire, el personaje del documental ‘Luces de rebeldía', quedó destruido por sus experiencias. Lo encontraron seis años más tarde en un banco de una plaza de Canadá, borracho como tuba, pidiendo a gritos que lo mataran. Sé por qué. Sé cómo son sus pesadillas.
Todas las noches, cuando me tiendo en mi gran cama en mi bonita casa en los suburbios y cierro los ojos para dormir, se me aparece ese niño y tira de los cordones de mi zapato. Y todas las noches me pregunta por qué dejamos que ocurriera, y no tengo nada que decirle. Y todas las noches ruego que sea la última vez que venga a verme.
Pero no ocurrirá.

El mal está en el mundo. Lo he visto de cerca. Pero nada, nada se compara con Ruanda. Cuando comenzó la historia en el verano de 1994, ninguno de nosotros sabía demasiado sobre este país del este de África. Sabíamos que estaba pasando algo malo, pero la mayoría de los periodistas habían sido expulsados, o habían con toda razón huido, y era difícil tener información e imágenes. En esa época, parecía simplemente otra aventura. Todos repetíamos las bromas que se contaban. Éramos estúpidos. Nos enorgullecíamos de ir a un lugar al que nadie iría. Y así fuimos. Éramos cinco, incluyendo al corresponsal Jim Wooten, que escribiría allá sus mejores trabajos; Rick Wilkinson, uno de mis mejores amigos y socio; el camarógrafo Fletcher Johnson, un gigante con un gran corazón; y el sonidista Trevor Barker, al que no conocíamos. Barker venía porque nadie más quería.
Volamos a Nairobi, donde compramos provisiones y tomamos un vuelto fletado que pasaba por el aeropuerto de la ciudad de Goma, Zaire, en la frontera. La historia se había mudado, con los asesinos, al Zaire. Cientos de miles de refugiados huyeron con ellos a la ciudad de Goma. Realmente un lugar maldito.
Una avioneta nos llevó a Goma. Desde el aire se veía bonita, todo el área dominada por un enorme volcán. Pero la vista en la tierra era diferente. Hacía calor. Era polvorienta. Seca. Anárquica. Había un terminal, pero había quedado tan sucio por la masa de humanidad que pasaba por el área que realmente no se podía entrar al edificio.
El aeropuerto era custodiado por soldados de la Legión de Honor francesa. Pero en general nos ignoraron. Habíamos traído tiendas y nuestros equipos. Una multitud de hombres nos rodeó, ansiosos de cargar nuestro equipaje. No llevábamos equipaje ligero, así que había trabajo para un montón de ellos. Cargando el equipaje, nos dirigimos a un enorme campo de tierra entre el terminal y la calle. Había alambres de púa por todos lados.
Los hombres que nos estaban ayudando con el equipaje parecían desesperados, y era trabajo duro. No recuerdo cuánto pagué a todo el grupo, pero era más de lo que yo hubiera pagado normalmente. Pensé que necesitaban más el dinero que el ABC. Y nunca olvidaré que un periodista de otra red se enfadó por lo que pagué. Recuerdo que dijo: "Pagas demasiado. Nos vas a arruinar. Ahora nos harán pagar lo mismo". En ese momento lo desprecié.Pusimos nuestras tiendas, cajas, todo, en el suelo, y finalmente nos dimos cuenta de dónde estábamos. En el camino a unos 45 metros al otro lado de los alambres de púa, había una larga corriente de gente internándose en el Zaire. Casi directamente hacia la muerte. Cuando llegamos allá, una mujer puso a su diminuta hija en la tierra, al lado del camino justo frente a nosotros. La niña estaba muerta. Quién sabe cuánto tiempo estuvo la madre cargando el cuerpo de su hija, quizás paralizada, o incapaz de reconocer lo que había pasado, antes de que la carga se hiciera demasiado pesada. Puso el cuerpo en el suelo, se paró, y se fundió de vuelta en la ola de miseria. Fue una bienvenida aleccionadora. Estábamos equivocados. No estábamos preparados.
Fue como si mi campo de visión se abriera poco a poco. Cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que había cuerpos a lo largo de todo el camino. Alguno estaban envueltos en esteras para dormir de paja, que era lo más cercano a un ataúd que tenían. Otros yacían simplemente en la tierra. Algunos habían sido dejados ahí por familiares o amigos. Algunos, incapaces de seguir, se tendían a morir. Y la emigración continuaba. La gente simplemente pasaba caminando, en fila india la mayoría de ellos, a los dos lados del camino. Ese fue el primer día que lloré.
No había infraestructura. La mayor parte del tiempo estamos acostumbrados a trabajar desde hoteles, con teléfonos, restaurantes, fontaneros, todas las comodidades que podíamos necesitar para relajarnos después del trabajo. En Goma, había tierra. Montamos nuestras tiendas con nuestros equipos, y luego tuvimos que buscar coches y choferes. Ignoramos lo obvio. Los coches habían sido traídos de Ruanda. Era muy posible, probable incluso, que sus dueños originales hubiesen sido asesinados. Posiblemente por la gente que estábamos contratando. Mejor no preguntar.

Así comenzamos a trabajar. Pasamos en coche, paramos y filmamos cuando vimos... bueno, no estoy realmente seguro porqué paramos. ¿Quizás algún grupo que se veía especialmente desesperado? No, todos estaban desesperados. Pienso que fue simple azar. Los niños. Nos llamaron la atención. A veces estaban junto al cuerpo de un familiar muerto. Para ellos era una sentencia de muerte, pues nadie se ocuparía de ellos. Especialmente los bebés. Los bebés lloraban, sentados en la tierra, sin tener idea de qué estaba pasando o por qué sus padres ya no se movían. No pasaría mucho tiempo antes de que también ellos yacieron junto al camino.
Atravesar hasta el centro de los campos era realmente un descenso en el infierno. Un infierno medieval. Bíblico. Literalmente, la gente se caía a nuestro lado. Apenas se podía distinguir a muertos de vivos. "Muérete". Puedes oír a los niños decir esto casi en todos los patios. Pero es diferente cuando pasa de verdad. La gente cae muerta. Como el proverbial saco de patatas. La primera vez que lo vi fue una mujer parada a mi lado derecho. Más que verla, la sentí caer, justo un manchón por el rabillo de mi ojo. Estaba allí, luego estaba en el suelo. Recuerdo que ella tropezó con un ruido sordo. Y luego no se volvió a mover. Y la gente simplemente pasó por encima de ella y siguió caminando. Como nosotros.
Enviábamos nuestras historias. Filmábamos todo el día, Jim escribiría los guiones, y yo creo honestamente que era el único que podía hacer sentido de lo que estaba pasando a nuestro alrededor. Luego, sentado junto a nuestras tiendas, junto al camino donde estaba muriendo la gente, editaríamos nuestros reportajes y los transmitiríamos por satélite. No era raro ver a periodistas simplemente sentados y llorando calladamente. Sé que lloré casi todos los días. Dimos agua a la gente, al azar. Eso parecía una paga suficiente por tomar fotos de sus últimos momentos. Pero en mis momentos más sombríos, pensaba que lo hacíamos sólo para sentirnos mejor con nosotros mismos. En el mejor de los casos, les estábamos dando apenas unos minutos más de vida. Eso era todo lo que podía hacer un trago de agua. Un día encontramos un grupo de niños, todos huérfanos, que se habían unido como suelen hacer los niños. Algunos de ellos apenas empezaban a andar. Todos estaban muriendo. Un par de ellos estaban en muy malas condiciones. Vi a Fletcher, filmándolos. Cuando esa noche fuimos a cortar esas tomas, no las pude encontrar. Descubrimos que había rebobinado la cinta en la cámara y filmado encima. No podía soportar la idea de que esas tomas fueran vistas.
Llegaron las excavadoras, o grupos de hombres con palas, que cavaron enormes pozos. Los que estaban envueltos en esteras de dormir, las esteras enrolladas que contenían cuerpos, fueron arrojados por centenas en los pozos. Por miles. Decenas de miles. Nos dimos cuenta de que incluso si hacíamos lo mejor que podíamos, todavía no era suficiente para decir lo que estaba pasando. Era incluso demasiado la televisión. No se podía comunicar la inmensidad de todo esto. El mero aplastante peso de tanta muerte.
Ciertamente, nadie en casa lo entendía. Normalmente puedes llamar con los celulares y hablar con un ser querido. Esas conversaciones se hicieron más breves, y más espaciadas. ¿Cómo responder a la pregunta cómo estás?"
Ted Koppel nos entrevistó para una entrega de Nightline. Estábamos nerviosos. Nunca me ha gustado salir en la tele. Pero no creo que fuera eso. Creo que todos teníamos miedo de que no podríamos transmitir, comunicar lo que estaba pasando a nuestro alrededor. Tenía miedo de echarlo a perder. Yo fui el primero.
Estaba hablando por teléfono con uno de los productores en Washington cuando salió mi cara. Sus primeras palabras fueron: "Dios mío". Le pregunté si pasaba algo malo, temiendo que hubiera algún problema con la señal. Nosotros éramos el problema. Todos los que vieron esas entrevistas pensaron que nuestras caras lo decían todo de haber visto demasiado. Pero todos allá se veían como nosotros.

Las provisiones empezaron a llegar poco a poco, llevados por americanos en limpios uniformes de camuflaje. Una tarde, para alejarme un poco de ese camino, caminé hacia la pista donde había aterrizado un enorme avión de transporte. Uno de los primeros. A bordo había varios equipos de noticias locales de la ciudad de partida del avión. Encontré a un equipo afiliado del ABC y empecé a informarle sobre lo que estaba pasando. Es una antigua costumbre, los primeros cuentan a los segundos, etcétera. Los equipos estaban filmando febrilmente el desembarco de las provisiones. Recuerdo que el periodista dijo algo así como: "Bueno, la historia de verdad está apenas a unos metros. Vamos, te mostraré lo que está pasando". No quiso. Ninguno quiso. Filmaron hasta las últimas cajas de provisiones desembarcadas, y luego volvieron a subir y volaron de vuelta a casa. Nunca vieron la historia de verdad, pero estoy seguro que esos reportajes fueron presentados como "nuestro corresponsal recién llegado de Ruanda".
Creo que duramos una semana, no mucho más. Y entonces tuvimos que largarnos. Yo tenía que marcharme. Otro equipo de Nightline estaba esperando en Nairobi. Nos encontramos para cenar en el Carnivore, restaurante famoso por servir todo tipo de carnes en un festín sin fin. El ruido, la comida, la risa, todo eso fue abrumador después de lo que habíamos dejado atrás. Bebimos hasta atontarnos, y tratamos de contar al nuevo equipo qué les esperaba. Salió torpemente, pero creo que repetí una y otra vez: No lo creerás.
Ruanda era la única historia que me dio alguna vez pesadillas. Duraron años. Esa historia ocurrió en un momento seminal de mi vida profesional. Ninguna otra, ni antes ni después, tuvo un efecto tan profundo sobre mí. ¿Por qué lo hicimos? No lo sé. La respuesta inmediata es que entonces me pareció una buena idea. ¿Era una historia que tenía que ser contada? Absolutamente. ¿Oyó el mundo? No lo sé. Temo que la gente simplemente cambió de canal, que las imágenes eran demasiado dolorosas. Durante muchos años, si me preguntabas por qué hice lo que hice, te daría todo tipo de respuestas. Para informar al público. Por la aventura. Es lo que hago. Es lo que soy.
Años más tarde, Elie Wiesel vino a hablar con el personal de Nightline. No recuerdo nada de lo que dijo, excepto una frase. Dijo que el papel del periodista es hablar por los que no tiene voz. Eso era. Eso era lo que estábamos tratando de hacer. Eso era lo que teníamos que hacer. Allá, y después de Ruanda -porque había una línea divisoria, antes y después de Ruanda-, en cualquier lugar del mundo donde el hombre estaba haciendo lo peor de lo que es capaz.
Cuando volvimos a casa, la gente nos felicitó por el trabajo, pero nos trataron de manera diferente, como si estuviéramos lisiados. Años más tarde, cuando me diagnosticaron cáncer de colon, reconocí la misma actitud. La gente sabía que estábamos heridos, pero no tenían un marco de referencia. Hasta hoy, hay cosas sobre esa historia que sólo hablaré con los que estuvieron allá. ¿Necesitábamos terapia? Probablemente. Casi un año después, estábamos en Oklahoma cubriendo el atentado contra un edificio federal. Llevaron a psicólogos para ayudar. Estaba hablando con uno de ellos sobre lo que él esperaba hacer por los bomberos que estaban excavado en medio de los escombros. Dijo que los periodistas también podrían sacar beneficios de su ayuda. Me preguntó qué tipo de experiencias había tenido. Le conté algunas, y entonces dijo que yo había estado en Ruanda. Sacudió la cabeza y dijo: "No puedo ayudarte".
Años más tarde, el volcán estalló y destruyó gran parte de Goma y esos campos de lava circundantes donde había muerto tantos. ¿Justicia divina? Un lugar como ese, que ha sufrido tanto, tenía que ser eliminado. Pero al final creo que la lava simplemente cubre el mal. Pero está todavía ahí.Tras escribir esto, pararon las visitas nocturnas de ese niño de ojos acusadores y esa espantosa pregunta. ¿Por qué no hizo el mundo más? Todavía no le puedo dar una respuesta. Y ahora tengo miedo que haya perdido la paciencia conmigo.
Espero que no.

Leroy Sievers fue un productor ejecutivo de Nightline.

11 de junio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh

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