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niños mineros de bolivia


[Indira A.R. Lakshmanan] Atrapados en los ciclos de miseria, los niños trabajan las minas bolivianas.
Potosí, Bolivia. El día que murió el padre de Lucas Garito, también terminó su infancia. La familia necesitaba dinero para sobrevivir, así que Lucas, de 7, y su hermano Marco, entonces de 11, se marcharon a la semana siguiente a trabajar a la montaña de varios pisos que se ha cobrado la vida de su padre y de innumerables mineros en los últimos cinco siglos.
Ahora de 12, Lucas -que no sabe leer ni escribir- trabaja junto a su hermano para mantener a sus cinco hermanos. Saca rocas a través de un diminuto agujero que cavó su madre en la inmensa montaña, una apertura justo lo suficiente para un niño. Por un total de 18.75 dólares a la semana, pica las vetas de zinc, sulfato, estaño, bronce y plata.
Marco, ahora de 16, pasa desde el amanecer hasta la puesta de sol a unos 700 metros dentro de las implacables entrañas de la montaña. Después de pasar durante 30 minutos por un sofocante y embarrado túnel, desciende por una tambaleante escalera para encender cartuchos de dinamita y ayudar a perforar, a la búsqueda de minerales casi agotados después de 500 años de explotación. Por el peligroso trabajo que destruyó los pulmones de su padre y ha costado a Marco medio dedo de su mano derecha, gana 25 dólares a la semana.
Lucas y Marco se encuentran entre los miles de niños que trabajan en el cordón minero en el sudoeste de Bolivia, donde las privaciones y una economía estancada atrapa a las familias en un ciclo de peligro y muerte prematura que condena a la siguiente generación a lo mismo. Vulnerables antes deslizamientos de tierra, inundaciones, gases nocivo y polvo, sofocación, y explosiones, los niños que trabajan en las minas y canteras están entre los que más riesgos corren en el mundo, de acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo, que lanzó este mes una campaña con el objetivo de eliminar la minería como una de las formas más insidiosas de trabajo infantil.
La OIT calcula que unos 250 millones de niños en todo el mundo son obligados a trabajar en una gama de trabajos meniales o peligrosos, más de la mitad de ellos a tiempo completo, perdiéndose la educación que podría ofrecerles una oportunidad para salir de la miseria.
En Bolivia, el país más pobre de América Latina, el trabajo infantil está prohibido por la ley, pero la necesidad económica obliga al 24 por ciento de los niños menores de 16 años a trabajar fuera de casa, de acuerdo a un estudio de la organización benéfica CARE, de Atlanta. El gobierno calcula que hasta 120.000 niños trabajan en condiciones con peligro para la vida en la pequeña minería. Funcionarios reconocen que no tienen más alternativa que ofrecer a las familias que envíen a sus hijos a trabajar. Las escuelas son a menudo tan malas que los padres no ven la educación como un billete para escapar.
Con un subsidio de 1.5 millones de dólares del ministerio estadounidense del Trabajo, CARE, en colaboración con organizaciones benéficas bolivianas, está tratando de cambiar la situación. Hace tres años, CARE Bolivia lanzó un proyecto que implica a 15.000 niños mineros y 684 maestros para elevar la conciencia sobre los peligros de la minería, y mejorar la educación primaria y profesional de las familias afectadas. Sin embargo -independientemente del peligro- la minería sigue siendo la única opción para muchos residentes de las tierras altas del sur. Es difícil persuadir a los padres que sacrifiquen el vital ingreso de un niño para un hipotético futuro mejor, un proyecto a largo plazo que no estará terminado cuando el subsidio de CARE termine este próximo año.
"Ha empeorado en los últimos años, y los niños son cada vez más chicos", reconoció la doctora Elizabeth Patiño Durán, subministro boliviana de Niñez, Juventud y Tercera Edad. "No es suficiente ofrecerles una educación, porque es un problema estructural del mercado laboral" -la escasez de trabajos seguros y bien pagados que permita que los niños estudien.

Cerro Rico
La minería ha sido la sangre de esta ciudad de 140.000 desde que aquí se descubriera plata a mediados del siglo 16. El volcán extinto que se impone sobre la ciudad tenía tantos minerales que los españoles lo bautizaron el Cerro Rico. Potosí se transformó pronto en la ciudad más rica de las Américas, y su botín aseguró la conquista española del Nuevo Mundo.
Pero con el paso de los siglos, dicen los historiadores, la sobreexplotación y las enfermedades se reclamaron la vida de cientos de miles, quizás de millones de indígenas y esclavos de África que fueron obligados a trabajar en las minas, y Cerro Rico se hizo conocido como "el cerro que come gente".
El adagio sigue siendo verdadero; los mineros mueren a una edad promedio de 45 años debido a neumoconiosis o silicosis, si es que algún accidente no les mata antes -20 años menos que la esperanza de vida corriente de Bolivia. Las mujeres mineras, que trabajan fuera de los socavones cerniendo restos, alcanzan una edad promedio de 53 años.
Las condiciones han empeorado desde el colapso del precio del estaño y la empresa estatal minera en los años ochenta, que aceleró la desaparición de los trabajos bien pagados y con buenas condiciones secundarias. Una docena de cooperativas privadas operan ahora cientos de socavones pobremente controlados donde las condiciones de trabajo hacen recordar siglos pasados. Los mineros trabajan a menudo sin mascarillas, equipos de protección, reguladores de aire, agua o carros para acarrear las rocas. Los intermediarios de la minería fijan precios bajos -tómelo o déjelo-, sacando ventaja de la debilidad de las cooperativas.
Los mineros dicen que necesitan la ayuda de sus hijos para encender más cartuchos de dinamita, perforar más hoyos y sacar más minerales para que el trabajo mal pagado valga la pena. Sólo cuando pasa algo terriblemente grave los costes superan las ventajas a corto plazo para las familias.
Álvaro Apuri, 16, perdió la vista de los dos ojos y el uso de su brazo izquierdo cuando un fusible de dinamita defectuoso que estaba encendiendo para su padre explotó antes de tiempo, estallando en su cara y cambiando su vida dos días antes de cumplir los 15 años. Apuri recuerda que un "ruido terrible -no podía ver nada. Pensé que se había apagado mi lámpara. Me toqué la cara y sentí los chichones... La gente estaba gritando. Luego me contaron que yo estaba cubierto de sangre", dijo Apuri, un flaco y tímido niño que parece, con la corbata de su escuela, más un jugador de ajedrez que un obrero.
Después de cinco operaciones y seis meses en el hospital, a cuenta de CARE, Apuri recuperó la visión parcial de un ojo y está empezado a mover los dedos de su mano izquierda. Reuniendo para sonreír en la penumbrosa luz de la choza de un cuarto en la boca de la mina Monja Dos, donde su familia de cuatro comparte una cama, Apuri dice que quizás algo bueno surgió del accidente: ahora no puede trabajar como minero. Apuri sueña con estudiar medicina, pero su familia no tiene dinero para retirar las cataratas de su único ojo -muchos menos para comprar libros y pagar matrículas.
Sin un adulto que mantenga a la familia, Lucas y Marco Garito no tienen otra opción que habituarse a la vida de los mineros. Todas las mañanas se levantan de la cama que comparten con dos hermanos, se echan agua en la cara, y se marchan hacia la plaza a los pies del cerro. Allá, tratan de conseguir transporte parado en el parachoques de un camión que lleva a los mineros hacia el delgado y frío aire a 3.600 metros de altura.

Un Día Típico
A las 8 de la mañana Lucas se esconde en el espacio de gatear desde donde lanza prometedores piedras contra su madre, Alberta. Marco llevó a este periodista a la Mina Colquechaquita (‘hormiguero de riquezas', en la lengua indígena), donde trabaja en una húmeda claustrofobia hasta la pausa del almuerzo. Los niños chupan hojas de coca, el ingrediente básico de la cocaína, para tener energía y apaciguar el hambre, ya que almuerzan solamente los sábados, por gentileza de una organización benéfica local que alimenta a los niños mineros. Dejan ofrendas de hojas de coca, cigarrillos y licores en los altares de ‘El Tío', un espíritu maligno, y una deesa de la tierra indígena vestida como la Virgen María, que esperan que les proteja. Al atardecer, los trabajadores más viejos se encaminan hacia los bares, donde se emborrachan hasta perder el sentido por 1.25 dólares el cuarto de galón de cerveza.
Marco, un adolescente tranquilo que parece mayor, abandonó la escuela vespertina hace unos meses, porque estaba demasiado cansado como para estudiar después de ocho horas de trabajo duro. Dice que no tiene otra opción que seguir trabajando en las minas.
"Estoy dispuesto a trabajar para mantener a mi familia, de modo que mis hermanos menores no tengan que trabajar como mineros. Quiero que estudien para que lleguen a ser maestros, secretarias, cualquier cosa". Confiesa que para Lucas, analfabeto a los 12, puede ser demasiado tarde. Marco no se hace ilusiones sobre su futuro: "Sé que me estoy enfermando de lo mismo que mató a mi padre".
Esa desesperanza y fatalismo son algunos de los obstáculos más grandes para sacar a los niños de las minas. "No pueden imaginar una vida mejor", dijo Edgar Arando, 38, presidente del centro de padres y alumnos de la Escuela Vespertina Integrada Luis Subieta, una escuela secundaria y de educación para adultos a la sombra del cerro.
Arando estudió económicas durante dos años en una universidad y obtuvo su diploma como profesor de instituto. Pero cuando se trató de trabajar "tuve que volver a la minería, como mi padre y mi abuelo -no había otros trabajos", dijo. Su mayor frustración es que con todas las herramientas y asesoría de CARE sobre cómo empezar pequeños negocios como sastrerías y metalurgia, "no hay relación entre la formación que te dan y los trabajos que hay".
Sin embargo, se conocen algunas historias de triunfos que dan esperanza a los maestros. José Luján, director suplente de la escuela Subieta Sagarnaga, cuenta a los alumnos una historia sobre un niño de 16 que trabajaba en la mina de día y estudiaba de noche. El año pasado llevó a sus padres a la escuela y abandonó los estudios durante un año para mantener a sus padres mientras ellos aprendían nuevos oficios. Su madre aprendió a hacer ropa, y su padre se hizo carpintero, y los dos encontraron trabajo. El niño emigró a Argentina, donde trabaja en la construcción. "Este es un niño que salvó a toda su familia de la minería", dijo Luján, orgulloso.
Muchos de los que nunca escapan de las minas terminan más abajo en la calle en el Hospital Obrero General, donde hay un pabellón para enfermos de silicosis. Pablo Cruz empezó a trabajar como minero a los 13; ahora, a los 47, yace débil y esquelético, luchando por cada aliento. Con una Biblia como todo consuelo, es fatalista, y dice que "todos moriremos algún día".
Cruz quiere que sus hijos estudien y encuentren otros trabajos. Pero interrogado sobre qué consejo daría a niños huérfanos de padre como Lucas, hizo una pausa antes de seguir.
"Eso no es fácil... Un joven minero trabaja para ganar dinero para su familia. No hay otros trabajos, así que tienes suerte de ser un minero. El día que dejé la mina me puse a llorar".

26 de junio de 2005
©boston globe mQh


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